Una oración para Kit

Alberto Bailey Gutiérrez era conocido como Kit, con T, diminutivo de su segundo nombre de pila, Kittredge, pero la mayoría de sus amigos y colegas se referían a él como Kid, con D, probablemente porque desconocía el origen del apelativo o simplemente porque Kid cuadraba más y mejor con su talante juvenil y su expresión de niño travieso. Si algo caracterizaba a Alberto Kittredge Bailey Gutiérrez era la alegría y la vitalidad con que enfrentaba los desafíos que le deparaba la vida.

Kit fue uno de los pilares de esa gran escuela de ética y buen periodismo que fue el diario católico Presencia. Codirigió el periódico con otro maestro, el legendario Huáscar Cajías, con quien formó a los mejores periodistas de su época, y fue uno de sus impulsores y constructores, junto con otros periodistas de fuste, también  miembros de esta institución, como Alfonso Prudencio Claure (Paulovich), Armando Mariaca y Juan Quirós.

Lo conocí cuando me iniciaba en el periodismo, a mediados de los 60. Yo  no había cumplido los 20 años y me acerqué a él con el temor del principiante, porque él ya era una leyenda en la familia periodística. Me impresionó su rostro amable y su mirada dulce, su ternura en el trato. Tras el primer intercambio de palabras, yo ya lo estaba tuteando, no por falta de respeto –en esa época éramos muy cuidadosos de las formas–, sino por el efecto que transmitía su presencia y su conversación.

Salí de la vieja redacción de Presencia, ubicada en la Mariscal Santa Cruz y la calle Colón, con la imagen que se forjaban todas las personas que hablaban con él por primera vez: la de un hombre entrañable, bondadoso y transparente; la del colega que dejaba caer enseñanzas sin presumir de maestro, porque eso es lo que fue para los periodistas de mi generación, un verdadero maestro, en una época en que no había escuelas de periodismo, cuando el oficio se aprendía en las redacciones de los medios.

Cuando asumió el Ministerio de Información y Cultura del gobierno de Alfredo Ovando Candia, tuve la oportunidad de conocerlo mejor. Por amistad, pero también por afinidad política. Con un grupo de periodistas, entre quienes recuerdo a Jaime Humérez, José Luis Alcázar, Víctor Hugo Junior Carvajal y Andrés Chichi Soliz Rada, nos sumamos a su proyecto y nos convertimos en su equipo de trabajo.

Kit era una usina de ideas, una verdadera fábrica de iniciativas. Incansable, trabajaba 20 horas al día. Siempre fue así, no solo en el trabajo político que le tocó realizar en su efímero pero trascendental paso por el gobierno. Si algo le caracterizaba era la alegría desbordante y el entusiasmo contagioso con el que emprendía sus proyectos, grandes o pequeños, en una actitud que convencía y arrastraba hasta al más escéptico. 

Así lo recuerdan sus compañeros de Presencia. Para él no había imposibles. ¿Cómo que no hay dinero para papel?, preguntaba ante las dificultades que enfrentaba el periódico para sacar la edición diaria. Sin perder el tiempo en lamentaciones, se ponía manos a la obra y antes de la hora de cierre aparecía con las resmas necesarias para imprimir el diario. ¿Cómo lo hacía? Nadie lo sabe, tal vez sacrificando los ingresos familiares o empeñando su palabra.

Como bien dice José Luis Alcázar, quien trabajó con él en Presencia,  fue uno de los mejores maestros de periodismo a que un novato podía aspirar, envidia de cualquier cátedra de Comunicación Social; un maestro que se daba a la tarea de revisar todos y cada uno de los textos de sus reporteros para producir una edición impecable, y que nunca les reclamaba de mala manera por los errores cometidos.

Nació en La Paz  el 17 de diciembre de 1929. Licenciado en Letras y Humanidades Clásicas en Córdoba, Argentina, y Filosofía en Barcelona, realizó estudios de posgrado en Ciencias Sociales, en Oxford, y Periodismo, en Nueva York y París. Enseñó Filosofía y Sociología en la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) de La Paz y Periodismo en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es autor de Franz Tamayo: mito y tragediaHoracio: dos mil años de actualidadTiempo y muerte en la «Ilíada».

Días antes de su fallecimiento, el 31 de enero de 2019, entregué a la imprenta la historia del diario Presencia, un libro publicado por la Fundación Para el Periodismo que pretende rescatar esa maravillosa experiencia que fue el diario católico. Y, claro, en las semanas precedentes me tocó revisar los testimonios de esos pioneros, maestros del buen periodismo, y refrescar en la memoria la aventura de ese grupo de idealistas; recordar su lucha por la democracia, su lucha contra la corrupción, su lucha por la libertad de expresión en los peores momentos de la segunda mitad del siglo pasado, su lucha por la justicia social y, en fin, su incansable labor por dignificar al periodismo boliviano.

Entre los artículos que rescaté encontré uno que refleja muy bien el pensamiento de Kit. Lo publicó en febrero de 1992, con motivo del 40 aniversario del periódico, bajo el sugestivo título de: Sobre viejas virtudes olvidadas. Un cuarto de siglo después, ese texto mantiene plena vigencia.

Alberto lamentaba en él la falta de apego a principios que deberían ser permanentes e incambiables, como el culto a la verdad, la lealtad, la solidaridad, el respeto a la jerarquía de los valores que privilegia el servicio a los demás, es decir al país y a la sociedad, y la actitud que aquilata la calidad humana por encima de las palabras huecas.

Deploraba también el sentido caprichoso y subjetivo con que se difunde la verdad, la verdad política y cotidiana, distorsionada por el culto a la imagen; la verdad que es sustituida por los símbolos y la manipulación informativa, y criticaba a los grandes intereses que no presentan ni venden realidades, sino mitos disfrazados, alejados de la verdad.

En esa época no se hablaba de “posverdades”, pero Kit ya las señalaba como un mal a combatir. Y decía textualmente: “La solidaridad y el sentido de la justicia social han desaparecido de la biblia de los políticos, que acaparan el poder y el hacer, sustituyendo al hombre real que ha hecho la obra material y la cultura, y que la sigue haciendo en medio de penurias y sobrevivencia”.

Cuando recibió el Premio Nacional de Periodismo, en diciembre de 2001, recordó a Heráclito de Éfeso, quien, contra el pensamiento filosófico de su época que concebía el mundo como algo estático, eterno e inamovible, sostenía que el cambio es el motor del mundo y que el devenir es la esencia de las cosas: Todo fluye, todo muta, nada es permanente.

Efectivamente, decía Kit, todo fluye, que el mundo cambia, que las sociedades cambian, y que los mismos medios han cambiado de manera espectacular con la revolución tecnológica.

Testigo de esos cambios, del vertiginoso paso del telégrafo Morse al Internet, Alberto sostenía, sin embargo, que nuestra profesión no ha cambiado ni podía cambiar con la computadora y los celulares, pese a que el cambio es la materia prima del periodismo, porque, en medio del continuo cambio hay algo permanente que da unidad a la visión del mundo, una base sólida de elementos permanentes  y principios que no podemos dejar que se pierdan como el viento.

Si hay algo que debe permanecer –sostenía– son los principios éticos que nos rigen, los fundamentos que guían nuestro trabajo diario, a los que no es posible renunciar porque son la garantía que tiene la sociedad para acceder a una información libre e independiente. “En los principios, en la filosofía que guía la vida y la responsabilidad del periodista, no hay lugar al retroceso ni puede ponerse al vaivén del mercado”, afirmó en esa ocasión.

En una de las últimas entrevistas que concedió a un medio paceño, dijo que la prensa boliviana está viviendo tiempos difíciles, “colmados de amenazas y amedrentamientos a periodistas y medios de comunicación”, como resultado de “una política de confrontación y denigración del periodismo” promovida desde el poder.


Recordó que la lucha por la vigencia plena de la libertad de expresión en Bolivia “nunca ha sido fácil”, ya que “ningún gobierno es feliz con las críticas, señalamientos de errores y condena, a través del periodismo, de actos de corrupción que cometen”. “Los gobiernos democráticos aceptan y respetan ese derecho ciudadano fundamental y los no democráticos y proclives al autoritarismo no toleran su fiscalización que la consideran un obstáculo para gobernar”, subrayó.

La vida me dio la oportunidad de conocer y contar con la amistad de tres grandes hombres, tres grandes periodistas, del siglo XX boliviano: Marcelo Quiroga Santa Cruz, René Zavaleta Mercado y Alberto Bailey Gutiérrez, pero fue Kit al que más cercano me sentí en el quehacer periodístico y del que más lecciones aprendí y mayor apoyo recibí durante mi carrera profesional. Nunca olvidaré sus llamadas telefónicas de aliento después de cada ataque gubernamental –que fueron muchos– cuando dirigía el diario Página Siete.

Alberto era un hombre comprometido con su país y con su tiempo. Cuando juzgó que el compromiso que ejercía desde el periodismo debía llevarlo a la práctica, como única manera de ver realizados sus ideales, fue consecuente, con todos los riesgos que implicaba semejante paso. 

No eludió la responsabilidad política –y ética– del tiempo que le tocó vivir. La historia juzga a los hombres por las consecuencias de sus actos, pero también por el coraje con el que enfrentan los desafíos que les presenta la vida.

Dejó un gran legado al periodismo boliviano, no solo como ejemplo de práctica de un periodismo de excelencia, sino –y sobre todo– como ejemplo de ejercicio ético de un oficio nacido para servir a la sociedad, porque, como él mismo sostenía, el mundo ha cambiado, pero las aspiraciones de justicia y libertad del hombre siguen siendo las mismas; porque la vocación de servicio al país, el derecho de todos a la información libre e independiente y la obligación que tenemos los periodistas de suministrarla al margen de presiones y amenazas, permanecen y no pueden caducar.

Lo resumió muy bien en el discurso que pronunció al recibir el Premio Nacional de Periodismo: “La democracia como bien irrenunciable de la convivencia –dijo en esa ocasión– tiene que ser firmemente defendida. Los derechos ciudadanos no pueden conculcarse. No estamos al servicio de grupos de poder político o económico sino al servicio del país y en todo caso al de los menos favorecidos de la sociedad. La ley es para todos y es preciso cumplirla. La búsqueda de la verdad insobornable es un mandamiento para nosotros”.

Periodista, escritor, sociólogo, cientista político, filósofo, académico y gestor cultural, Alberto Bailey (1929-2019) fue ante todo un humanista, que, como todo hombre forjado en un ambiente de sólidos principios éticos y morales, sabía que los hombres no somos seres pasajeros, sino que venimos al mundo para dar testimonio. Y es lo que él hizo a lo largo de toda su vida: dar testimonio de sus ideas, de sus creencias y de sus convicciones.

Lo hizo no solo desde el periodismo y la cátedra, sino desde el ejemplo del quehacer diario, aunque fue en el periodismo donde ejerció y desplegó su magisterio. Como Alejo Carpentier, pensaba que el periodismo es una “maravillosa escuela de vida”, y como Arthur Miller, que “un buen periódico es una nación hablándose a sí misma”.

(Palabras pronunciadas por el autor en el funeral del periodista Alberto Bailey Gutiérrez, fallecido el 31 de enero de 2019).

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