El annus horribilis

La famosa revista estadounidense Time dedicó la portada de una reciente edición al 2020, año al que cataloga como el peor de los últimos tiempos a causa del coronavirus y otros males. La tapa muestra un 2020 tachado con una X en rojo. Un año para olvidar, sin lugar a dudas. Yo no llegué a tanto, pero, después de vivir lo que vivimos, apelé en una de mis columnas al título de una película, El año que vivimos peligrosamente (Peter Weir, 1982), para sintetizar las dramáticas circunstancias que marcaron la historia nacional en ese periodo.

“2020 nos puso a prueba como ningún otro”, afirmó Time al tiempo de señalar que la mayoría de los estadounidenses no han visto nada peor de lo que vieron el 2020, puesto que deberían tener más de 100 años para recordar la devastación de la Primera Guerra Mundial y la pandemia de gripe de 1918, 90 para haber vivido la Gran Depresión y 80 la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos vivió un annus horribilis también a causa de la incertidumbre provocada por un Presidente que se negaba a aceptar la alternancia ordenada por el soberano.

El nuestro no fue mejor. No sólo fuimos víctimas del coronavirus, como el resto del mundo, sino que sufrimos otras “pandemias”, no menores, que se fueron concatenando una tras otra sin darnos tiempo para tomar aire, en esa suerte de maldición bíblica que se suele abatir sobre nuestro país de tanto en tanto.

Perdimos cientos de miles de hectáreas de bosques en la Amazonia, sufrimos un intento de fraude electoral, sobrevivimos un cerco a las ciudades, fuimos víctimas de un bloqueo de carreteras, con atentados criminales a la salud pública, y aguantamos la pandemia “a pecho descubierto” debido a la falta de recursos humanos y materiales.

Pero no sólo eso. Fuimos testigos de la caída y recuperación electoral de un régimen autoritario, en una “voltereta” histórica sin precedentes que será vista y juzgada de forma positiva o negativa, según el cristal político con el que se la mire. El hecho objetivo es, sin embargo, que el movimiento ciudadano impidió una reelección ilegal e ilegítima, una movilización que logró que el No del 21F fuera un  no definitivo.

¿A dónde vamos después de este año horrible?, reflexionaba Time. ¿Puede haber algo peor que el 2020? La humanidad aguarda esperanzada la vacuna anti-Covid, pero, ¿hay vacunas para los males asociados a la pandemia? La agenda del 2021 no augura un mejor año debido, precisamente,  a esa “maldita conjunción astral”, como la llamó algún columnista, que ha puesto en línea a la crisis sanitaria con la crisis política, la institucional y la del modelo económico.

Como dice el filósofo coreano Byung-Chul Han, la pospandemia no augura nada bueno porque el Covid-19 ha puesto de relieve los problemas sociales, los fallos y las desigualdades de cada sociedad, y porque ha demostrado que la vulnerabilidad y la mortalidad humana no son democráticas. La pandemia se ha revelado no sólo como un problema médico, sino social.

El coronavirus nos ha traído el miedo a la muerte, pero también el miedo a las secuelas de la pandemia, a sus efectos económicos, traducidos en recesión, desempleo y revueltas sociales. Y ahora  mismo, el miedo al rebrote. 

No tenemos que dirigir nuestra mirada fuera de Bolivia para advertir los peligros que entraña el futuro. Con una sociedad polarizada, partida en dos mitades aparentemente irreconciliables, unas elecciones regionales poco esperanzadoras y la amenaza de un rebrote del coronavirus, el  año que despedimos podría dejar de ser un mal recuerdo para convertirse simple y llanamente en el prólogo de males peores. 

Ciertamente, no es una mirada optimista. Tampoco lo es la de Byung-Chul Han, uno de los pensadores más innovadores en la crítica de la sociedad actual, quien dice que “el virus es un espejo” de la sociedad en que vivimos, una “sociedad de supervivencia”, basada en el miedo a la muerte, donde “sobrevivir se convertirá en algo absoluto, como si estuviéramos en un estado de guerra permanente”; una sociedad, en fin, que pone en riesgo a la democracia misma, porque el miedo también alimenta a los autócratas.

Por supuesto, no deseo otra cosa que un buen año para Bolivia y los bolivianos, un 2021 que traiga más ventura que desventura. Aferrémonos  a la creencia de que el hombre siempre pondrá la dignidad y la solidaridad por encima de todas las cosas, porque, como dijo Albert Camus en su novela La peste, “hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”.

Con esta columna pongo fin a un ciclo, un ciclo que se inició en junio de 2019, cuando no imaginábamos los peligros del annus horribilis que se avecinaba. Mis colegas mexicanos dicen con mucho sentido del humor que los abogados encarcelan sus errores, los médicos los sepultan y los periodistas los publicamos. Yo publiqué los míos y pido disculpas por ello, sobre todo si con ellos induje al error a mis amables lectores. Agradezco infinitamente a Página Siete por el espacio que concedió a mis “páginas sueltas”.

Página Siete – 17 de diciembre de 2020

Cría cuervos

En una popular canción de los años 70, Víctor Jara clamaba a Dios “que la tortilla se vuelva” para que pudiera resplandecer la justicia en el mundo. La “tortilla” se ha vuelto una y otra vez en Bolivia en los dos últimos años, pero no para rescatar los valores de equidad,  igualdad, libertad y respeto en la aplicación de las leyes, sino para mostrarnos el lado más feo y perverso de la justicia, el que muestra a la diosa Temis sin la balanza de la ecuanimidad, pero sí con la espada de la venganza.

Los jueces y fiscales elegidos por los dos tercios masistas no esperaron que el gobierno transitorio se consolidara en el poder para perseguir a sus antiguos mandantes. Tampoco aguardaron que la restauración terminara de entronizarse en la casa de gobierno para liberar a los perseguidos de ayer y perseguir a los mandamases de la transición. Lo hicieron sin pudor alguno, para vergüenza ajena. Propia no la tuvieron.

Las elecciones judiciales, exhibidas por el Movimiento Al Socialismo (MAS) como la panacea de ese mal endémico que es la justicia, fueron un fracaso. La primera, celebrada el 16 de octubre de 2011, se saldó con el 57,67% de votos blancos y nulos, y la segunda, realizada el 3 de diciembre de 2017, cosechó un 65,86% de rechazo, sin contar la abstención.

Tal fue el fracaso del experimento que el propio Evo Morales admitió dos años y cuatro meses después de las primeras elecciones, el 12 de febrero de 2014, que de nada sirvió “incorporar poncho y pollera en la justicia”, porque “no cambia nada”, la retardación y la corrupción, como él mismo dijo, seguían  siendo “el cáncer”. Quince meses después, el 22 de mayo de 2015, su segundo, el matemático, se permitió ironizar: “Un tribunal de justicia huele a azufre”.

Lo cierto es que el MAS no buscaba una solución para el problema, sino la consolidación de su hegemonía política. Logrado el control del Ejecutivo, el Legislativo y el Poder Electoral, necesitaba capturar el Judicial. Sacrificada la meritocracia en aras del “cuoteo” de las organizaciones sociales, la “revolución judicial” quedó en nada.

En lo único que demostró efectividad fue en la persecución de disidentes, tanto que los siguió persiguiendo después del cambio de gobierno. “Cría cuervos a tu antojo, pa’ que te saquen los ojos”, cantaba Rocío Jurado en la tonadilla de título homónimo. ¡La judicialización de la política en su apogeo!

Tras el fracaso de las elecciones judiciales y el reconocimiento de que la justicia no era justa ni barata ni mucho menos rápida, el gobierno del MAS convocó a una cumbre en Sucre. ¿Alguien recuerda cuáles fueron las conclusiones de ese evento? Transcurrió sin pena ni gloria. El gobierno ignoró las propuestas de los expertos y convocó a la gente de siempre, a los representantes de las organizaciones sociales, desconocedores de la materia. 

Hoy sabemos que Bolivia se encuentra entre los 10 países con peor justicia del mundo, en el puesto 121 entre 128 países, de acuerdo con el ranking elaborado por la organización internacional Proyecto de Justicia Mundial (WJP), que publica anualmente un Índice sobre el Estado de Derecho.

Es el penúltimo de América Latina y el Caribe, sólo superando a Venezuela, que ocupa el último puesto. El índice toma en cuenta ocho parámetros en una puntuación que va del 0 al 1: restricciones a los poderes del gobierno, ausencia de corrupción, transparencia, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento normativo, justicia civil y justicia penal.

El nuevo ministro de Justicia, Iván Lima, quien en sus primeras actuaciones ha lanzado algunas señales esperanzadoras de renovación, ha anunciado una nueva reforma y ha convocado a algunos expertos para diseñarla. Su idea es, según ha anticipado, lograr una “justicia imparcial e independiente” mediante la introducción de la meritocracia como parámetro supremo en la selección de los operadores, objetivo en el que coincide la oposición.

No hay democracia sin justicia independiente. Por eso no la hubo en el pasado. Una de las funciones de la justicia es precisamente controlar el uso del poder. El ciudadano precisa de una instancia ante la cual acudir si es víctima de una ilegalidad o de un abuso de poder. Sin esa justicia, ¿se puede hablar de democracia?

Todo cambio político trae aparejado el anuncio de una reformas judicial “definitiva”, pero las hemerotecas demuestran que todas murieron en el intento y pasaron a ese barril sin fondo de las promesas incumplidas. Si de por sí cuesta creer en algo que no vemos, resulta tanto o más difícil aceptar una tierra prometida cuando las evidencias marcan la ruta contraria, porque  lo que hemos visto hasta ahora en materia de designaciones gubernamentales, no es precisamente una reivindicación del mérito. 

¿Qué destino final tendrá la promesa estrella del señor Lima? Veremos si no pasa al olvido y no tengamos que entonar el  Porque te vas, la canción de José Luis Perales popularizada por Carlos Saura en su película Cría cuervos: “Todas las promesas de mi amor se irán contigo/ Me olvidarás/ Me olvidarás”. Tiempo al tiempo.

Página Siete – 3 de diciembre de 2020

¿Metamorfosis en el Chapare?

Más de un gobernante ha evocado al término de su mandato la novela La silla del águila del mexicano Carlos Fuentes (2003), cuando uno de los personajes le recuerda al protagonista de la historia, el presidente imaginario de un México no tan imaginario, el drama que supone la pérdida del poder.  “Aunque haya ganado las elecciones –le dice–, jamás olvide que al final va a perder el poder. Prepárese usted. La victoria de ser Presidente desemboca fatalmente en la derrota de ser expresidente”.

No sé cuán preparados están los políticos para ese dramático salto, pero la transición suele ser traumática. La soterrada lucha que se da entre el hombre que se resiste a ceder el poder y el que se empeña en conquistarlo para consolidar su autoridad, acaba, por lo general, en el exilio del “derrotado”, así sea el “exilio dorado” de una embajada, cuando no termina en la cárcel. En este caso, la etimología y el sino se dan la mano en el prefijo “ex”.

La historia de Bolivia es pródiga en ejemplos. Víctor Paz Estenssoro sufrió los dos tipos de exilio. Primero en la embajada de Londres, tras la victoria de su compañero de partido, Hernán Siles Zuazo, en 1956, y después en Lima, como consecuencia del golpe del 4 de noviembre de 1964. Gonzalo Sánchez de Lozada siguió el mismo camino en octubre de 2003. Renunció obligado por una movilización popular, como renunció y se exilió Evo Morales a cuenta de otra movilización ciudadana, en octubre de 2019.

Por muchas razones los “ex” terminan siendo personajes incómodos para sus sucesores, porque la política es ingrata y los políticos no suelen reconocer mentores ni padrinazgos una vez que se han instalado en el poder, ese “largo orgasmo” que otorga la “fortuna política”, como lo define Carlos Fuentes.

Claro, hay casos y casos. El mexicano Luis Echeverría quiso mantenerse en el candil como autoproclamado “líder del Tercer Mundo” y fue fulminado por su sucesor, José López Portillo, quien lo envió de embajador a las Islas Fiyi. Un humorista de la época comentó que su primera misión era averiguar dónde quedaba el archipiélago. Sobre el castigo, la humillación. Al Gore “incomodó conciencias” con su campaña sobre el peligro del calentamiento global, como documenta la película Una verdad incómoda, pero no molestó a su anfitrión, George W. Bush, pese a que había sido su “víctima” en las elecciones de 2000. ¿Ocurrirá lo mismo con Donald Trump?

¿Qué rol cumplirá Evo Morales bajo la nueva administración masista?, es la pregunta que se hacen analistas y observadores del quehacer político. ¿Será el poder detrás del trono? ¿Ejercerá un poder dual desde el Chapare? En definitiva, ¿cómo será la convivencia de Luis Arce con su mentor? El expresidente retornó de su exilio en una doble condición. Derrotado por el movimiento ciudadano que  impidió su reelección ilegal en octubre de 2019, volvió aupado por una victoria ajena, aunque fraguada por él mismo, la de su vicario, quien le debe la designación y el apoyo en la conquista de la silla presidencial. 

Aunque no dijo “¡qué hay de lo mío!” como muchos de los “buscapegas” de su partido que se  lanzaron al asalto de puestos públicos, Morales volvió pisando fuerte, dispuesto a ocupar la parcela del poder que considera suya. En sus primeras intervenciones, presumió de haber debatido con el Presidente la designación de las nuevas autoridades y dio  instrucciones al Gobierno y a la Asamblea Legislativa para emprender las acciones que él considera prioritarias.

Arce no asistió al acto. Morales atribuyó su ausencia a sus múltiples ocupaciones en la gestión pública, pero el nuevo mandatario se preocupó de hacer notar mediante sus cuentas en las redes sociales que, mientras se producía el baño de masas en el Chapare, él no estaba inmerso en ningún trabajo administrativo, sino impartiendo clases por Zoom a sus alumnos de la universidad.

Días después, el propio Morales anunció que fue ratificado como presidente del Movimiento Al Socialismo (MAS) y que en esa condición dirigirá la campaña para las elecciones subnacionales de marzo por próximo, lo que equivale a decir que elaborará las listas de candidatos. El que nombra controla.

Algunos analistas creen ver señales de independencia tanto en la ausencia de Arce en la recepción de Chimoré como en ciertas declaraciones del vicepresidente. Sin embargo, el exministro Carlos Romero afirmó que Arce y Choquehuanca conforman “un binomio legítimo que ha ganado por mérito propio la Presidencia y la Vicepresidencia del Estado”, pero que “la dirección política y estratégica del proceso es de Evo Morales”. 

Conociendo su trayectoria y personalidad,  cuesta imaginarlo al margen de la política diaria o en un trabajo de bajo perfil, aunque en los días posteriores a su llegada a Bolivia haya guardado un discreto silencio. Pues sí, como dice su brazo derecho, el cocalero Andrónico Rodríguez, es “prematuro” hablar de su jubilación.

Volviendo a la obra de Carlos Fuentes, el consejero le dice al protagonista de la novela: “Hay que tener más imaginación para ser expresidente que para ser presidente”. Me temo que Evo Morales nunca se vio a sí mismo como un expresidente. Por algo quiso prorrogarse indefinidamente en el poder. Si no cambió en 14 años, menos lo hará ahora que se considera el padre de la restauración masista. El único que cambió de la noche mañana fue Gregorio Samsa, el personaje de Franz Kafka, que se acostó siendo uno y despertó siendo otro. Las metamorfosis se dan únicamente en la literatura.

Página Siete – 19 de noviembre de 2020

Y sin embargo….

“Eppur si muove” (Y, sin embargo, se mueve) es la frase que supuestamente pronunció Galileo Galilei después de abjurar de la teoría heliocéntrica  del mundo ante el  tribunal  de la Santa Inquisición. Nunca se confirmó si el astrónomo y físico italiano formuló realmente tales palabras ante sus detractores, pero se utiliza la expresión para significar que un hecho es totalmente cierto aunque se niegue su veracidad.

Los vencedores de las elecciones del 18 de octubre se han dado a la tarea de reescribir la historia. Están en su derecho, pues como dijo George Orwell, “la historia la escriben los vencedores”. Sin embargo, quienes intentan reescribirla olvidan que los hechos son tozudos y que el tiempo también suele dar voz y razón a los vencidos. Ni el voto popular redime ni la “nueva” historia absuelve.

Ahora resulta que Evo Morales no violó la Constitución en dos ocasiones para reelegirse de manera ilegal e ilegítima, que no desconoció el resultado de un referéndum vinculante, ni hizo fraude para perpetuarse en el poder. Según los “historiadores” del orden restaurado, tampoco renunció al cargo ni huyó del país, sino que fue víctima de un golpe de Estado.

El relato era conocido, pero quienes lo sustentan pretenden convertirlo, sin pudor alguno, en historia oficial, amparados en el veredicto de las urnas y en el poder del vencedor. Por eso mismo conviene recapitular los hechos.

Avalado por jueces designados por el oficialismo, Evo Morales violó los artículos 168 y el primero transitorio de su propia Constitución, que prohíben expresamente la segunda reelección, al postularse para las elecciones de 2009 y 2014; desconoció el resultado de un referéndum vinculante, convocado por él mismo, con el argumento de que violaba su derecho humano a la reelección vitalicia; finalmente, ante el resultado adverso, la Corte Electoral, igualmente oficialista, interrumpió el recuento de votos para arañar las 57 milagrosas centésimas que permitían a su mandante eludir la segunda vuelta.

Evo Morales era consciente de lo que significaba desconocer el resultado del referéndum porque, una semana antes de la consulta, él mismo declaró públicamente que hacerlo equivaldría a dar un golpe de Estado. Por eso tiene gracia escucharle acusar de “golpistas” a quienes le reclamaban el cumplimiento de la Constitución y de su palabra.

Evo Morales anuló la elección y renunció. Y con él todos los parlamentarios oficialistas ubicados en la línea sucesoria. Es cierto, los jefes militares, designados por él mismo, le pidieron la renuncia, pero antes lo había hecho la Central Obrera Boliviana (COB), también aliada suya. Se fue un día después a México, cuando nadie lo perseguía y ni siquiera había gobierno. 

Por cierto, ¿no fue Evo Morales  quien solicitó la auditoría vinculante de la OEA? ¿Y no fue él quien cubrió con guirnaldas de coca al ahora denostado Luis Almagro cuando asistió a su ilegal e ilegítima proclamación en el Chapare? 

El Movimiento Al Socialismo (MAS) habla de violencia y terrorismo en los días de furia, pero, por supuesto, no se refiere a la quema de los 64 buses PumaKatari, ni a las nueve estaciones policiales incendiadas, ni a las tres pasarelas dinamitadas en El Alto. Contabiliza los hechos que afectaron a sus militantes, condenables por cierto, pero tuerce la vista cuando se menciona la quema de las viviendas del rector Waldo Albarracín y de la periodista Casimira Lema. Para el MAS, ni el cerco a las ciudades para privarles de alimento, ni los llamados al enfrentamiento (“¡Ahora sí, guerra civil!”) son condenables. Mucho menos el corte de los suministros de oxígeno a los hospitales en la última huelga.

En justicia, ningún hecho delictivo debería quedar impune, “venga de donde venga”, como suelen repetir los gobernantes con todo cinismo. Pero, ya se sabe, los vencedores no sólo escriben la historia. También designan a los jueces y elaboran sus fallos. En el caso boliviano, los jueces no esperaron el cambio de gobierno para volver al quicio masista del que provenían. Para el poder, la violencia, la corrupción y la ilegalidad siempre estarán en el bando contrario.

El vencedor tiende a ocultar bajo el lado oscuro de su propia historia para justificar su trayectoria. La magnitud de la victoria puede dar fuerza al relato, pero no la razón, que depende de los hechos puros y duros. 

Y, sin embargo, la Tierra se mueve, dijo Galileo después de verse obligado a abjurar de la teoría según la cual la Tierra y los planetas giran alrededor del Sol. Parafraseando al astrónomo, bien podríamos decir: y, sin embargo, Evo violó la Constitución; sin embargo, desconoció el resultado de un referéndum vinculante; sin embargo, intentó hacer un fraude; sin embargo, anuló la elección, renunció y huyó del país; sin embargo, no hubo golpe y si hubo, lo hizo él mismo al desconocer el referéndum.

Esos son los hechos. Señalarlos y recordarlos no significa desconocer la victoria del MAS, pero conviene aclararlo, porque en la “nueva historia” todo el que ha criticado y critica la conducta autoritaria del vencedor es “golpista” y “antidemocrático”. Los hechos son los hechos y son los que cuentan para la historia. Y el MAS no podrá borrarlos aunque obtenga el 99% de los votos, porque –como dijo Goethe–, para pesar de Evo Morales, “los pecados escriben la historia, el bien es silencioso”.

Página Siete – 5 de noviembre de 2020