Recuerdos del porvenir

Al comentar la victoria de Alberto Fernández y Cristina Kirchner de hace un año en Argentina, evoqué en esta misma columna un famoso microcuento de Augusto Monterroso , El dinosaurio (“Cuando despertó, el dinosaurio estaba todavía allí”). Imaginaba entonces  la perplejidad de Mauricio Macri al toparse con una realidad política que él creía superada. La imagen volvió a mi memoria tras la noche electoral del domingo pasado. Al despertar, los bolivianos nos encontramos con que el MAS todavía estaba aquí, intacto, como hace 15 años.

Las encuestas nos habían persuadido de una posible segunda vuelta, así que la victoria del candidato del MAS no dejó de ser una gran sorpresa –incluso para quienes veíamos los sondeos con cierta cautela–, no sólo porque se daba en la primera vuelta, sino por la magnitud del triunfo, con una ventaja de veinticinco puntos porcentuales sobre el abanderado de Comunidad Ciudadana. Luis Arce no sólo había logrado superar ampliamente la votación que obtuvo su mandante en las elecciones anuladas de 2019, sino que había colocado a su partido en el mismo nivel de 2005, cuando inauguró su gestión de 14 años. Los propios masistas admiten en privado que nunca imaginaron una victoria tan amplia.

Alguna vez recordé la ironía con la que René Zavaleta Mercado se refería a los sueños prorroguistas de algunos dictadores militares cuando aseguraban que permanecerían en el poder diez o veinte años. El autor de La formación de la conciencia nacional decía que la eternidad en Bolivia no dura tanto tiempo. Zavaleta no vivió para opinar sobre la “eternidad” masista, pero está a la vista que la caída de Morales no fue otra cosa que la apertura de un simple cuarto intermedio en lo que ya era el mandato más largo de la historia de Bolivia.

Se dice que la victoria tiene mil padres y que la derrota es huérfana. Y es así. En los próximos días,  semanas y meses seguramente seremos testigos de una implacable caza de culpables y de un endiosamiento de los héroes del momento, pero, por eso mismo, creo que es más importante la autocrítica que la crítica. No sólo de los perdedores, que buena falta les hace, sino y sobre todo de los vencedores, debido, precisamente, a la tentación que puedan sentir de suponer que el voto popular redime al gobernante de culpas y errores.

La única estrategia electoral válida es la que da el triunfo. Las demás son perdedoras. Así como Mesa consiguió forzar la segunda vuelta y con ello la salida de Morales, Arce logró reconquistar el poder. Y lo cierto es que lo hizo con una holgura sin precedentes y en una situación política desventajosa. Cualquier análisis debe tomar como punto de partida esa realidad. El negacionismo y las teorías de la conspiración no son el mejor camino para sacar conclusiones y lecciones útiles para la convivencia democrática. 

No voy a insistir en el pecado original de la postulación de Jeanine Añez, a la que renunció tardíamente, ni en la mala gestión del proceso de transición, incluida la campaña contra la pandemia salpicada de escándalos, ni en el funesto papel de su ministro de Gobierno, factores que probablemente cohesionaron al masismo y coadyuvaron a su recuperación; tampoco voy a referirme a la falta de visión y a la ausencia de un proyecto atractivo de los opositores al retorno del MAS. 

Sera útil, sin embargo, ahondar en las causas de la recuperación del MAS tras la crisis de noviembre, resultante del empecinamiento de su líder en la reelección vitalicia, y a pesar de su  liderazgo del violento e irracional “bloqueo del oxígeno” de agosto pasado, acción que en cualquier otro país del mundo hubiese sepultado políticamente a sus promotores. Es evidente que el MAS logró instalar la esperanza en la restauración del “milagro económico”, como respuesta a la crisis agudizada por la pandemia, y alentar y capitalizar el temor al advenimiento de una ultraderecha neoliberal, fundamentalista y racista, en la que englobó a todos sus rivales.

Las primeras declaraciones del vencedor del 19 de octubre, en sentido de que no será un títere de su mandante, pero sobre todo las manifestaciones “autocríticas” de David Choquehuanca, quien ha reconocido errores y ha señalado la necesidad de enmendarlos, han abierto cierta esperanza en un cambio de talante en los nuevos gobernantes, muy necesario para restañar heridas y promover la reconciliación nacional. El 54% del resultado electoral dio un ganador, pero al mismo tiempo mostró la profunda división de la sociedad boliviana. El vencedor deberá gobernar para ambas mitades.

El voto popular, como dije, no redime. Evo Morales presidió un gobierno autoritario, corrupto y despilfarrador, violador de su propia Constitución y negador de derechos políticos y civiles básicos. Eludió todo control y fiscalización al suprimir la división de poderes. Su sucesor no puede hacer lo mismo, pero la trayectoria de su líder, a quien me cuesta verlo alejado del poder, no invita precisamente al optimismo. Lamentablemente, con el perdón de Elena Garro por robarle el título de su novela para esta columna, la gestión de 14 años de Evo Morales es un mal recuerdo del porvenir.

Página Siete – 22 de octubre de 2020

La hora de las urnas

Con su conocida ironía y convicción anarquista, Jorge Luis Borges dijo alguna vez que “la democracia es un abuso de la estadística”, la del recuento de votos después de cada ciclo de gobierno, pero no habiendo un sistema mejor ni otra manera de medir la voluntad popular, la democracia y las elecciones son hoy por hoy las mejores fórmulas para normar la convivencia y dirimir las divergencias, dicho esto con el perdón del autor de la Historia universal de la infamia.

Los bolivianos acudiremos a las urnas el 18 de octubre próximo tras un año de sobresaltos, durante el cual vivimos un intento de fraude, la fuga del hombre que quiso convertir el gobierno vitalicio en un derecho humano y el azote de una pandemia que ha obligado a la humanidad a repensar valores y paradigmas. No será pues un “recuento estadístico” cualquiera, sino un acto soberano que marcará un antes y un después en la historia contemporánea de Bolivia.

No es la primera vez que Bolivia vive momentos difíciles en la construcción de su democracia. Basta recordar la tragicomedia del 6 y 7 de octubre de 1970, cuando vimos jurar a seis presidentes militares en 24 horas, o la saga de asonadas sangrientas y elecciones anuladas o desconocidas durante el bienio siniestro de 1978/1980.

Si algo nos han enseñado las dictaduras militares a los bolivianos es a valorar la democracia, con todas sus imperfecciones, a salvaguardar las libertades civiles y políticas y a defender principios elementales como el de tolerancia y la convivencia entre diferentes. Esas convicciones, arraigadas en el sentir ciudadano a golpe de infortunios, permitieron el retorno a la democracia, en un 10 de octubre de hace 38 años, y el freno al autoritarismo populista en octubre del año pasado.

Un nuevo octubre, el de 2020, nos da la oportunidad de marcar otro hito en la senda de la consolidación democrática. Las encuestas perfilan una segunda vuelta entre la fórmula que busca el restablecimiento del modelo autoritario vigente durante 14 años y la que propone la apertura de un nuevo escenario que abra paso a la renovación política y a la instauración de una democracia moderna.

Hay muchas razones para negarle el voto al vicario del presidente huido. No voy a enumerarlas. Bastaría señalar el autoritarismo de que hizo gala el régimen durante sus 14 años de gestión, la corrupción generalizada, el dispendio que privó al país de obras e infraestructuras necesarias, que tanto extrañamos ahora, y la conducta amoral que ha caracterizado a su líder, para decirle que su partido no merece otra oportunidad. Son buenas razones para marcar el final de un ciclo y el inicio de otro, el de la consolidación democrática.

Las encuestas perfilan una segunda vuelta, pero no la garantizan. Coinciden en que un 70% del electorado prefiere la renovación, pero la dispersión de las preferencias, aunada a los eventuales votos nulos y blancos, favorece al candidato de la restauración autoritaria, quien precisa del 40% de los votos válidos y una diferencia adicional de 10 puntos porcentuales sobre el segundo para obtener el triunfo en primera vuelta.

Dicho de otro modo. Votar por las opciones que no tienen ninguna posibilidad de llegar a la segunda vuelta, como muestran las encuestas de manera coincidente, es ayudar objetivamente a la restauración del régimen autoritario, aunque sus abanderados digan que permanecen en la carrera electoral para evitarlo. El voto nulo y blanco son votos de protesta. ¿Contra quién? En realidad, contra nadie, sino a favor del primero en el escrutinio. 

La definición estará pues en manos del electorado, como ocurrió en octubre del año pasado, cuando se unificó en torno a la opción antiautoritaria. Por eso es importante acudir masivamente a las urnas y hacerlo de manera pacífica, rechazando las provocaciones y los llamados a la violencia de quienes buscan imponer sus propuestas por las buenas o las malas.

Winston Churchill, uno de los grandes estadistas europeos, dijo alguna vez que “tras un recuento electoral, sólo importa quién es el ganador; todos los demás son perdedores”. Eso lo veremos en la noche del 18 de octubre, pero si nos atenemos a las encuestas, tendremos dos ganadores, con un segundo con mayores posibilidades de ganar la gran final de noviembre. 

Parafraseando a José Martí cuando habló de la “hora de los hornos” como parteaguas de un determinando momento histórico, bien podríamos decir que Bolivia se encuentra en la “hora de la urnas”, la hora de las grandes decisiones, después del cual “no se ha de ver más que la luz”. Que así sea.

Página Siete – 8 de octubre de 2020

El Padrino como mentor político

Un político español dijo en una reciente entrevista que todo lo que sabía de política lo había aprendido de El Padrino. Tal vez sólo quiso ser ingenioso al responder al periodista, pero algo de cierto hay en sus palabras. No en vano el hijo de Don Corleone, Michael, obviamente el mejor discípulo del capo, decía que “la política y el crimen son lo mismo” y que su padre, como toda persona con poder, no era diferente de “cualquier hombre poderoso, como un presidente o un senador”.

Desde luego, no todos los políticos piensan que todo vale para conquistar o mantenerse en el poder, pero la falta de escrúpulos de muchos de ellos induce a creer que, si bien no tienen a Don Corleone como mentor, han visto varias veces la saga cinematográfica completa y suponen que el fin justifica los medios. 

Y no me refiero únicamente a conductas claramente criminales, como las que vimos en el  reciente bloqueo al suministro de oxígeno e insumos médicos a los hospitales, sino a la ausencia de todo principio ético en el quehacer político de quienes están obligados no solo a ser personas de sólidos principios morales, sino también a parecerlo, porque, como bien dijo el historiador y politólogo James MacGregor Burns, “divorciado de la ética, el liderazgo se reduce a la gestión y la política a una mera técnica”.

La ética empieza por el reconocimiento de los errores cometidos y la promesa de enmendarlos. Si no hay consciencia de la falta, tampoco hay contrición. Obviamente me refiero a quienes han ejercido funciones públicas y, tras haber sido desplazados del poder, creen que pueden reconquistarlo con solo volcar la página y volver a fojas cero.

Clama al cielo escuchar hablar al presidente huido y a su vicario en Bolivia de “golpe” y “fraude”, como si el propio líder exiliado no hubiese sido el primero en señalar que desconocer el resultado del referéndum equivalía a dar un golpe de Estado y como si él no hubiese sido quien anuló las elecciones del 19 de octubre pasado, en un reconocimiento implícito de su carácter fraudulento.

Pero no, ahí los tenemos a ambos, hablando de “golpe” y “fraude”, como si no existieran ni el 21 de febrero ni el 19 de octubre. ¡Los burros hablando de orejas! Lo grave no es la falta de memoria, sino la amenaza que implican sus advertencias.

Algunos observadores creen ver en ciertas declaraciones de la dupla electoral masista una suerte de autocrítica y un síntoma de división interna, como cuando afirman que el desconocimiento del referéndum fue un error, que el famoso “entorno” no puede volver al gobierno  o que el Jefazo “tiene que resolver primero sus temas pendientes en los estamentos judiciales”. Sin embargo, la praxis partidaria histórica y reciente del Movimiento Al Socialismo (MAS), la práctica del todo vale, no invita precisamente al optimismo. 

“Ahora tal vez (haya) otro golpe (de Estado) y ahí estamos hablando con algunos miembros de las Fuerzas Armadas, con empresarios, con la Iglesia Católica”, declaró el líder exiliado. “Nosotros no vemos la posibilidad de que nos ganen, excepto con un fraude”, repitió su vicario. Son declaraciones que dejan entrever que la cúpula masista da por cierta su derrota y se apresura a abrir el paraguas para justificar acciones futuras. ¿Y cuáles serían esas acciones? Es fácil adivinarlas. ¿Acaso no desconocieron el resultado de un referéndum? ¿Acaso no intentan imponer sus razones por la vía de los hechos?

Las advertencias no sólo están dirigidas a las autoridades y rivales políticos, sino al propio electorado: O ganamos o convulsionamos el país, un chantaje digno de un guion de Francis Ford Coppola para la saga de El Padrino. En uno de los diálogos memorables de la película, Don Corleone le dice al cantautor Johnny Fontane: “Le haré una oferta que no podrá rechazar”.

Es la “oferta” que estará en la mesa el próximo 18 de octubre y que requiere de una respuesta contundente en las urnas. Las tres últimas encuestas perfilan una probable segunda vuelta, posibilidad reforzada con la renuncia de la señora Jeanine Añez a su candidatura, pero la persistente división del bloque antimasista podría dar la victoria en la primera vuelta al partido desplazado del poder. 

Dependerá de la “unidad en la base del electorado” a favor del candidato con mayores posibilidades de vencer al binomio masista, a través de la conquista de los indecisos y de los “votos útiles”, y de la contundencia de la respuesta, imprescindible para garantizar una segunda vuelta. Pero, claro, no todo lo resolverá el “voto útil”. Nunca falta el “tonto útil” que, con su persistencia en el error, ayuda al rival que dice combatir, como ocurrió en elecciones pasadas.

Página Siete – 24 de septiembre de 2020

Los días de la marmota

Como en El día de la marmota, la comedia interpretada por Bill Murray y Andie MacDowell, los bolivianos parecemos condenados a revivir cada día la misma historia. Murray interpreta en la famosa película a un periodista que acude a Punxsutawney, un pequeño pueblo de Pennsylvania, donde, según una tradición rural, una marmota “predice” cuán largo será el invierno a través de la sombra que proyecta su cuerpo al salir de su madriguera. Una tormenta obliga al reportero a pernoctar en la ciudad, pero al día siguiente –y en los días sucesivos–, al despertar y escuchar la radio, comprobará azorado que el tiempo ha detenido su marcha y que está condenado a vivir una y otra vez el mismo día, el día de la marmota.

Al igual que Bill Murray, los bolivianos nos desayunamos cada mañana con las mismas noticias y la sensación de estar atrapados en el tiempo. Pero a diferencia del héroe de la película, que a fuerza de revivir sus acciones y enmendar sus errores termina cambiando el curso de la fatídica jornada, el pueblo boliviano gira y gira en torno a sus problemas como el borrico alrededor de la noria. Los conflictos aparecen y reaparecen, sin haberse movido ni un milímetro del punto en que surgieron. 

La pandemia y la cuarentena han acrecentado esta sensación, con días calcados unos de otros.  Esta suerte de inmovilismo que parecería haberse instalado en el país se refleja en los medios de comunicación, con contenidos monotemáticos y titulares que se repiten cíclicamente, y en los discursos de muchos de los políticos, en una retahíla que resulta aburrida cuando no cínica.

“¿Y si no hay mañana? Hoy no lo ha habido. Hoy es mañana”, dice Murray en uno de los diálogos del filme. “¿Sabes qué día es hoy?”, insiste en otro. “Hoy es mañana”. Cuando uno ve la portada de los periódicos queda con la sensación de estar viendo los diarios del día anterior. Lo peor es saber que al día siguiente nos encontraremos más o menos con las mismas noticias. 

Y no se trata simplemente de las estadísticas de contagiados y fallecidos, de las que el lector o el televidente ya no lleva la cuenta, ni del recuento de las carencias para enfrentar la pandemia o de las cuarentenas que se flexibilizan o endurecen en función de cómo sopla el viento político, sino de muchas conductas previas a la aparición del coronavirus que uno hubiese querido ver superadas a la luz de la desgracia colectiva.

¿Acaso es nuevo el chantaje de “los abajo firmantes” con las medidas de hecho “hasta las últimas consecuencias”? Ahí están los bloqueos por todo y para todo, movilizaciones de unos pocos que afectan a muchos, conductas –muchas de ellas delictivas– que nos hacen pensar, como escribí en una columna anterior, que la “nueva normalidad” no será otra cosa que la “vieja anormalidad”. Como diría la canción ranchera, “nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores”. 

Y la política no es ajena a esta realidad. El hoy se parece demasiado al ayer. Las últimas encuestas parecen indicar que marchamos hacia un escenario muy parecido, calcado, al de octubre pasado, con una campaña de todos contra uno, pero con los “todos” divididos, como siempre. ¿Quién se baja? ¡Nadie se baja! A diferencia del protagonista de El día de la marmota, la repetición de los errores no nos ha ayudado a enmendarlos. 

Alguien ha dicho que la historia envejece rápidamente hasta marchitarse por completo y que la memoria no es otra cosa que la historia marchita, pero a muchos de los candidatos que dicen querer evitar el retorno del autoritarismo, no les queda ni la memoria. En la persistencia del error, confunden al rival y ayudan al candidato que dicen combatir, como en octubre pasado. No tienen opciones de éxito, pero siguen en carrera con el argumento de que “las encuestas mienten” o “la campaña recién empieza”, aunque saben a ciencia cierta –lo dicen los expertos- que una campaña no cambia tendencias. Las reafirma, si no las profundiza.

Al vicario del presidente huido le preocupa –y con razón– que el presente convoque al pasado y que termine por deteriorar su “voto duro”, como parece indicar su caída en las encuestas. Tal vez por ello mira a otra parte ante las acusaciones que pesan contra su mandante y respira aliviado ante su inhabilitación, confiado en que “la distancia es el olvido”, como en el bolero.

Su principal rival repite la estrategia que lo llevó a la gran final de octubre pasado. Como dijo el líder histórico de los trabajadores mexicanos, Fidel Velázquez, “el que se mueve no sale en la foto”. No se movió de esa línea y sigue ahí. Si las tendencias se mantienen, saldrá en la foto del 18 de octubre. Alguien ha dicho que “gobernar es hacer descontentos”. Es lo que le ha pasado a la tercera en discordia. Ha tenido errores de gestión, pero también es justo reconocer que le ha tocado bailar con la más fea: la crisis sanitaria.

Vamos, pues, hacia una elección que será dirimida por el voto útil, como en octubre pasado, con la esperanza de que la balanza se incline a favor de la democracia.

Página Siete – 10 de septiembre de 2020