El año que vivimos peligrosamente

Bolivia ha caminado muchas veces al borde del precipicio durante su vida republicana. Tantas que incluso han dado material para una que otra broma. El periodista argentino Rogelio “Pajarito” García Lupo solía contar una anécdota de su visita a La Paz tras una de las tantas asonadas de los años 70, cuando un general del Ejército, al hacer el balance de la crisis militar recién resuelta, le comentó aliviado: “Hemos estado al borde del precipicio, pero hemos dado un paso al frente…”.

Después de tres guerras internacionales, revoluciones y rebeliones armadas de todo signo y más de un centenar de golpes de Estado, sin contar catástrofes naturales, hambrunas y epidemias, no deja de ser un tópico afirmar que Bolivia vivió siempre al filo de la navaja. Y también que el país supo frenar al asomarse al abismo, que es lo que quiso decir el militar entrevistado por García Lupo.

“¡Tranquilo! Ya verás cómo se soluciona todo en el último minuto”, fue una de las frases más escuchadas durante los sucesos de noviembre pasado y los recientes bloqueos, cuando todo parecía indicar que nos acercábamos dramáticamente a un enfrentamiento fratricida. Cualquiera diría que a los bolivianos nos gusta acariciar el peligro, pero damos un paso atrás -¡no adelante!- cuando sentimos el vértigo del precipicio.

Al hacer el recuento de los acontecimientos que vivió Bolivia desde los pavorosos incendios de la Chiquitania hasta la insensata movilización de la COB masista, no pude menos que recordar la película El año que vivimos peligrosamente, no tanto por el tema, como por el título. No soy el primero en evocar el filme. Lo han hecho otros columnistas de la prensa internacional a propósito de la pandemia que afecta a la humanidad. ¡Cómo olvidar este 2020! El caso es que Bolivia no sólo fue víctima del coronavirus. Sufrió otras “pandemias”, no menores, que se fueron concatenando una tras otra, sin darnos tiempo para tomar aire, en una suerte de maldición bíblica.

En “el año que vivimos peligrosamente” en Bolivia, perdimos cientos de miles de hectáreas de bosques y más de un millar de especies, sufrimos un intento de fraude electoral, vimos caer a un régimen autoritario de catorce años, sobrevivimos un cerco a las ciudades, fuimos víctimas de un bloqueo de carreteras, con atentados criminales a la salud pública, y aguantamos la pandemia “a pecho descubierto” debido a la falta de recursos humanos y materiales. “¿Todavía están vivos?”, me preguntó un periodista español después de la última emergencia.

Como dijo Gabriel García Márquez en una de sus primeras novelas, La mala hora, “la vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir”. Parecería que los bolivianos hemos estado haciendo precisamente eso, sobrevivir a las tragedias que nos depara cada “mala hora” de nuestra historia, aferrándonos, como podemos, a las oportunidades que nos salen al paso.                  

Los bolivianos vivimos con el Jesús en la boca y respiramos aliviados después de cada crisis, a la espera de soluciones que nunca llegan. Como en el famoso cuento de Augusto Monterroso (El dinosaurio), cuando despertamos, los problemas siguen aquí.  Tal vez por eso, a la frase “ya verás cómo se arregla todo en el último minuto…”, agregamos en tono precavido: “….vamos a ver hasta cuándo”, mientras tocamos madera y cruzamos los dedos. 

Como siempre ha ocurrido en nuestra historia, no bien superamos una crisis, aparece la que sigue en turno, la que faltaba, la que había permanecido agazapada en el recodo del camino mientrasnos ocupábamos de la primera, tal vez porque en la anterior no dimos un paso atrás, sino un paso al costado. 

El bloqueo cobista es cosa del pasado, pero el futuro sigue siendo tan incierto como hace un año, con unas elecciones generales como la meta a conquistar y un pico epidemiológico de por medio. 

¿Sobreviviremos? Como dicen los mexicanos, “lo más seguro es que quién sabe”. El corto plazo en Bolivia es demasiado largo como para aventurar  pronósticos. En todo caso, si en algo podemos confiar, es en ese “sexto sentido” del pueblo boliviano –algunos lo llaman madurez política– para evitar el suicidio.

En la película de Peter Weir, interpretada por Mel Gibson como el periodista Guy Hamilton, y la actriz Linda Hunt, quien da vida a un personaje masculino, el fotógrafo Billy Kwan, ambientada en la Indonesia de la rebelión comunista contra el dictador Sukarno de fines de los 60, Kwan le dice a Hamilton: “Uno no debe ver los problemas de manera global, debe hacer lo que puede para aliviar las pequeñas miserias cotidianas”. 

Tal vez ese sea el problema de Bolivia. Que no supimos resolver nuestras “pequeñas miserias cotidianas”. Ojalá que podamos hacerlo después de reflexionar y sacar las consecuencias del año que vivimos en peligro.

Página Siete – 27 de agosto de 2020

Crimen y castigo

Alguien dijo que el voto es como la materia. Ni se crea ni se destruye. Simplemente se transforma. Es lo que ocurre en cada elección. Los contendientes buscan transformar las corrientes de opinión para ganar el favor del electorado. Y nadie, solamente un suicida, se dispara un tiro en el pie para enajenarse el apoyo popular. Mucho menos en vísperas de una consulta.

Por otra parte, todos sabemos que no hay salida posible a una crisis política si no es a través de las urnas. Incluso en las siniestras épocas del militarismo dictatorial, los golpistas entraban al palacio a punta de pistola, pero más temprano que tarde terminaban convocando a elecciones. Y lo que hacía el político inteligente en esas circunstancias era favorecer esa salida, porque, como dice el refranero popular, a enemigo que huye, puente de plata. 

Al comentar el bloqueo que pretende ahogar al país, el director de un hospital paceño decía que la acción de los bloqueadores “no tiene nombre”. Yo creo que sí lo tiene. Es un crimen. Impedir el paso de las cisternas de oxígeno y los camiones de insumos para los hospitales, apedrear ambulancias y agredir al personal médico, es un crimen de lesa humanidad, prohibido incluso por convenciones internacionales.

Y hacerlo a dinamitazos, a través de acciones violentas, para no mencionar el intento de dejar sin alimentos a la población civil, es terrorismo puro y duro, porque las víctimas no son los activistas que participan en los hechos y saben a lo que se arriesgan, sino hombres, mujeres y niños que nada tienen que ver con la disputa. La protesta política y social deja de ser legítima cuando adopta formas delincuenciales como las que estamos viendo en las carreteras.

El Movimiento Al Socialismo (MAS) pretende hacer creer que los “movimientos sociales” que promueven la convulsión son autónomos, que obedecen únicamente a sus bases, pero todos sabemos de quien es la mano que mece la cuna de esta película de terror.

El presidente huido ha “convocado” el martes a los “dirigentes sociales y pueblo movilizado” a “considerar” la “propuesta” de celebrar las elecciones el 18 de octubre, como “fecha definitiva, impostergable e inamovible”, y ha declarado que “no tiene sentido (…)  hacer problema” por “dos semanas o tres”, como propone la COB masista. 

Sin embargo, no se le ha escuchado hacer un llamado claro y firme a sus seguidores para que suspendan el bloqueo. Tampoco ha condenado, ni  mucho menos, los atentados contra la salud pública, que ya han costado la vida de casi medio centenar de enfermos. No lo ha hecho él ni su vicario en Bolivia.

La pregunta es por qué el MAS se dispara al pie con acciones que son francamente impopulares en vísperas de los comicios. Tal vez porque sabe o teme que las urnas no le garantizan el retorno al poder. El líder masista ha estado jugando a dos puntas, a la vía electoral y a la insurrección popular, a la victoria en primera vuelta y a la convulsión social como alternativa, porque en el ballotage no tendría ninguna opción, sobre todo si sus rivales se unen.

Ya en noviembre pasado intentó dejar sin alimentos a la población de los centros urbanos como represalia por su decisiva participación en el movimiento que puso fin a su mandato de 14 años. ¿Por qué no lo iba a hacer ahora? 

El retorno de grupos irregulares armados, como los que hemos visto en el trópico de Cochabamba y en el altiplano al grito de “ahora sí, guerra civil”, podría ser la respuesta a la “preocupación” que manifestó el líder cocalero ante sus seguidores en Buenos Aires, en enero pasado, cuando confesó que “si volviera (a Bolivia), hay que organizar como Venezuela, milicias armadas del pueblo”.

Por supuesto, nada justifica la existencia de bandas armadas del signo contrario, porque, como las otras, son ilegales y deben ser disueltas por las fuerzas del orden. Sin embargo, la autoridad está totalmente ausente, mientras la impunidad se impone poco a poco en el país, no sólo con la  presencia de esos grupos, sino con las acciones delictivas de los bloqueadores. No puede haber libertad sin justicia. Como dijo Albert Camus, “si el hombre fracasa en conciliar la justicia y la libertad, fracasa en todo”.

La polarización ha impuesto la antipolítica. Son los actores políticos quienes deben actuar con responsabilidad para neutralizar a los extremos, a los violentos que buscan la solución por el desastre, a los que debilitan la única salida posible a la crisis: las elecciones.

Entre ellos están los promotores del bloqueo. Su acción suicida me recordó la reflexión del protagonista de Crimen y castigo, la novela de Fiódor Dostoyevski, cuando se pregunta si la víctima del homicidio fue la usurera a la que había asesinado. “No –se responde–, me asesiné a mí mismo, no a ella, y me perdí para siempre”. El criminal encuentra el castigo en su propio crimen. Me pregunto si el MAS no se está asesinando a sí mismo, porque, tarde o temprano, el electorado le pasará la factura.

Página Siete – 13 de agosto de 2020

Enredos

Según el dicho popular, “todos necesitamos un ovillo donde enredarnos”. Los bolivianos ya tenemos el nuestro. Parafraseando a Mario Vargas Llosa, podríamos preguntarnos en qué momento se enredó el proceso de transición. Desde la renuncia y fuga de Evo Morales, vamos caminando al borde de la cornisa, en una carrera de obstáculos en la que no se alcanza a divisar la ansiada meta de la normalización democrática.

Alguien dijo también que es fácil predecir el ayer o acertar al gordo de la lotería el día después del sorteo. “¡Te lo dije!”, es la frase más repetida después de toda desgracia, porque, claro, nadie se equivoca al juzgar las cosas a toro pasado. Sin embargo, conviene hacer un “recuento de daños”, porque, como bien dijo alguien que pensaba mejor que cualquiera de nosotros, Aristóteles, “no se puede desatar un nudo sin saber cómo está hecho”.

Bolivia está viviendo una triple crisis. La política, resultante del afán prorroguista de Morales; la sanitaria, emergente de la pandemia del coronavirus, y la económica, producto de la anterior, que empieza a ensañarse con los sectores más desprotegidos de la sociedad. He ahí la madeja.

Mucho tiene que ver el régimen autoritario de Morales con la triple plaga. Al desconocer el referéndum (un verdadero “golpe de Estado”, como él mismo lo definió días antes de la consulta, cuando no imaginaba el “no”) e insistir en prolongar su mandato a través del fraude, abrió las puertas de la crisis que se prolonga hasta ahora. 

La pandemia desnudó nuestro sistema hospitalario. Está como está, en cueros, no sólo por el dispendio de recursos que caracterizó a la administración masista, sino también por la escasa prioridad –yo diría que ninguna- que le otorgó a la salud pública. El modelo económico, eminentemente extractivista, nos ha dejado sin mayores opciones al producirse la caída de los precios de las materias primas.

Estamos, como alguien dijo, ante tres jinetes del Apocalipsis montados en un solo caballo, mientras cruzamos los dedos para que no aparezca el cuarto, el de la violencia.

El gobierno de Jeanine Añez nació en circunstancias dramáticas ante la renuncia de varios de los eslabones de la cadena de sucesión, empezado por su cabeza, que dejó al país sumido en el caos, alentado por el vandalismo de los partidarios de los renunciantes. La senadora beniana asumió su responsabilidad con decisión y valentía.

Su mandato era claro: pacificar el país y convocar a elecciones transparentes y creíbles. Lo logró gracias a un esfuerzo concertador, apoyado por la Iglesia y la comunidad internacional, que se tradujo en la normalización de la vida pública y en la conformación de un Tribunal Electoral aceptado y elogiado por todos. Buen comienzo.

El ovillo comenzó a enredarse cuando la Presidenta lanzó su candidatura, incumpliendo su promesa inicial, y la señora Eva Copa, figura importante en el consenso de la primera hora, volvió a ser lo que era y, con ella, la mayoría masista. 

Jeanine Añez no logró el objetivo que se había propuesto, al menos hasta ahora, de unificar en torno suyo a las fuerzas que se oponen a Morales. Las dividió aún más. No sólo eso. Electoralizó su gestión, incluida la sanitaria, y se anuló a sí misma como conductora neutral del proceso de transición. ¿Qué se puede decir de Eva Copa? No mucho. Cada día se parece más al presidente huido que a sí misma. 

El MAS combate a la Presidenta-candidata desde todas las instituciones que controla, desde el Legislativo hasta el Judicial, pasando por los municipios azules. Y así estamos, en una guerra abierta, que se traduce, dicho sea de paso, en una actitud que linda en lo criminal por parte del partido desplazado del poder, con el bloqueo legislativo a los créditos destinados a paliar los efectos de la pandemia y la movilización en las calles.

La polarización ha alcanzado también al árbitro electoral a propósito de la fecha de los comicios y otras decisiones, con ataques a la institución, la única nacida del consenso, en detrimento de su autoridad y credibilidad.

Nunca como ahora han sido tan necesarias las elecciones, no sólo para normalizar la vida democrática, sino para que las instituciones puedan reflejar la correlación de fuerzas surgida de los cambios de noviembre. También es cierto que nunca como ahora se hace tan difícil realizar los comicios sin correr el riesgo de contribuir a la expansión de la pandemia.

El diálogo y el consenso no están de moda, pero nunca han sido tan necesarios. Lo de hoy es la bronca y el disenso. En lugar de ir con tiento cuando se está cara al viento, como aconseja el refranero popular, los actores políticos parecerían estar empeñados en buscar los callejones sin salida. Convendría recordar al escritor y poeta italiano Andrea Mucciolo cuando advirtió que “las encrucijadas no ayudan a decidir, sino más bien a arrepentirse”.

Página Siete – 30 de julio de 2020

Marcelo

Adela Cortina define la ética como “la búsqueda del bienestar humano a través del deber ser  para lograr la felicidad de la humanidad”, y sostiene que “el espacio de realización de la ética es la política”. Marcelo Quiroga Santa Cruz no llegó a conocer la obra de la filósofa española, puesto que ésta no había publicado todavía La moral del camaleón: ética política para nuestro fin de siglo (1991) y Ética aplicada y democracia radical (1993), pero nadie como el líder socialista hizo de la política el “espacio de realización de la ética” como postulaba la pensadora valenciana.

Marcelo fue asesinado el 17 de julio de 1980 por los paramilitares y militares de García Meza y Arce Gómez. Sus restos permanecen secuestrados. Las Fuerzas Armadas, que como institución tienen una inocultable responsabilidad en el golpe, mantienen desde entonces un silencio cómplice, responsabilidad que alcanza al presidente huido, quien, como  Capitán General, no hizo nada durante 14 años –excepto utilizar indebidamente su nombre– para devolverlos a la familia.

Si Marcelo practicó la “ética de los ciudadanos”, la ”ética cívica”, en el sentido de que “no se puede construir un país  si no hay unos elementos éticos que todos compartan” –como sostiene Cortina–, el líder socialista supo también interpretar las reivindicaciones de los marginados a partir de la convicción –para citar nuevamente a la filósofa española– de que “el pobre no puede aspirar a ser feliz”, mientras lo sea, y de que la pobreza  “no es sólo falta de recursos, es falta de libertad para llevar a cabo los planes de vida”.

Evoco  a la autora de Aporofobia: el rechazo al pobre, la más popular de sus obras, para explicar la vigencia del legado de Marcelo a 40 años de su asesinato, presencia que parece acrecentarse en momentos de crisis, como los que hemos vivido en el pasado reciente y los que estamos viviendo actualmente, tal vez por aquello que el mismo Marcelo decía a manera de advertencia: “Cuando en una nación nadie sabe señalar el camino a seguir, cualquiera que señale un camino será seguido, ciegamente, aunque sea al desastre”.

Nada definió mejor la conducta personal y política del líder socialista que el título de uno de sus documentos programáticos más emblemáticos: “Una sola línea”. Es lo que hizo a lo largo de toda su vida, seguir la línea que le trazaban sus principios morales, por encima de los políticos e ideológicos, porque, si estamos de acuerdo con él, toda praxis política responde a la concepción ética que la sustenta.

Son esos valores los que lo llevaron a reflexionar sobre la dramática realidad boliviana y a buscar soluciones para enmendarla. “¿Qué lo llevó a la política?”, le preguntó un periodista en una entrevista reproducida por Hugo Rodas Morales en su magnífica biografía (Marcelo Quiroga Santa Cruz: El socialismo vivido): “Ni mis escritos ni mis lecturas”, respondió. “Fue la experiencia cotidiana en nuestro medio. Creo que no hay otro país como Bolivia, en América Latina, donde se observen  contrastes tan lacerantes (…).  Es la vida misma la que me ha llevado a mí a la vocación y la práctica de la política”.

La coherencia es una virtud escasa en el mercado político. Lo que sí abundan son los pretextos para justificar los cambios de rumbo, los golpes de viento que marcan los giros de las veletas. Marcelo decía lo que pensaba y hacía lo que decía. Criticaba a “los complacientes, oportunistas y claudicantes de ayer” que se mostraban como “los intransigentes del día siguiente” y a los que utilizaban un lenguaje reservado y otro público. Y pedía que “no se contradiga en el balcón de discursos lo que se comprometía en el pasillo de la negociación”. En otro documento emblemático (Lo que no debemos callar), decía que “la tarea del político no es la del creador; nada debe inventar”, sino “expresar lo que yace inexpreso en el fondo del espíritu colectivo; objetivizar una latencia”. 

Marcelo solía repetir ese viejo proverbio árabe que dice que “el hombre se parece más a su época que a su padre”. Marcelo vivió su tiempo e intentó dar respuesta a los problemas y desafíos de la Bolivia del siglo XX.  Creía en una “revolución integral”, que definía como “un ánimo colectivo de renovación”, que involucrara a ciudadanos, partidos políticos, sindicatos y empresas, y que solucionara la cuestión del pan y respetara la libertad. Pero, ante todo, decía que esa revolución “debe ser moral”.

Un día después de la sentencia de muerte que pronunció García Meza, cuando lo amenazó públicamente con “ponerlo en su lugar”, Marcelo me dijo: “Si los militares quieren matarme, lo harán, haga lo que haga. Tendría que ocultarme debajo de las piedras o irme del país, y eso no lo voy a hacer (…) No puedo rehuir a mis responsabilidades ni renunciar a mis convicciones”. No lo hizo.

Es el Marcelo que conocí, el amigo y compañero, el hombre de una sola línea, cuya coherencia política y personal lo levó a la muerte. Nunca su presencia fue tan necesaria como hoy. Pero nos queda su palabra, como guía y esperanza. Como dijo en una oportunidad: “Cada día se yergue Bolivia por la primera vez. Por esto su marcha tiene toda la vacilación de un tambaleante ambular infantil y esta misma razón explica el que sus siempre primeros pasos terminen en una lamentable caída”.

Página Siete – 16 de julio de 2020