Violeta Parra, la gratitud a una vida ingrata

Nadie agradeció tanto a la vida ni hubo una vida más ingrata que la suya. Le agradecía por haberle dado dos luceros que le permitían distinguir entre multitudes al hombre que amaba, pero clamaba contra el corazón ciego, sordo y mudo que le causaba tormento; le daba gracias por permitirle distinguir lo bueno de lo malo y la dicha del quebranto, pero maldecía al alto cielo y se preguntaba qué había sacado con querer al hombre amado. Violeta Parra terminó poniendo fin a sus días en la Carpa de la Reina después de haberle cantado a la vida.

Llegó a La Paz una tarde de mayo de 1966 en busca del amor perdido. “¿Aquí vive Gilbert Favre?”, le preguntó a Pepe Ballón tras deambular durante horas por la plaza San Francisco y el mercado de las brujas de las calles adyacentes. “¿Quién lo busca?”, le replicó el creador de la Galería y Peña Naira sin responder a su pregunta. “Una amiga, Violeta Parra”, respondió. Pepe la recordaba flaca, feucha y greñuda, “nada que ver con la imagen idealizada” que le había pintado el “Gringo bandolero”, como era conocido el quenista suizo, en las noches de bohemia.

Famosa en Chile como cantante, compositora y divulgadora de la música popular, Violeta Parra era por entonces desconocida en Bolivia. Favre, en cambio, era un artista reconocido en los medios culturales paceños. Había llegado un año antes huyendo de Chile, cansado del carácter dominante y posesivo de Violeta. “Tenía su genio”, recordaba Ballón.

“Ya me voy, ya me voy para Bolivia…”, cantó al salir de Chile rumbo a La Paz. Favre la acogió en el cuartito que le había cedido Ballón en el patio trasero de la peña, una estancia de dos por cuatro que apenas daba cabida a un camastro, una mesita de noche y una silla. Durante meses fue su “nidito de amor y desamor”, hasta que sobrevino la ruptura definitiva.

Comunista, atea y anticlerical de hueso colorado, “¿qué haces con tantos curas?” me espetó cuando Pepe Ballón me presentó como un “joven reportero de Fides y amigo de la casa”, días después de su debut. Lucía un faldón gris lleno de lamparones y una chompa de alpaca prestada por el Gringo. A diferencia de su amante, un personaje extrovertido, amiguero y parlanchín, la cantautora era reservada, huraña, casi hosca, aunque entrada en confianza se mostraba cálida y amistosa.

Fue presentada una noche de viernes como “la extraordinaria folklorista chilena” que era. Cantó en el cierre del programa, un show que incluía al trío de Favre, integrado por el guitarrista tupiceño Alfredo Domínguez y el charanguista Ernesto Cavour, y a Los Jairas, el conjunto de Favre, Cavour, Julio Godoy y Yayo Jofré.

Poco agraciada, desaliñada en el vestir y con las greñas que se empeñaban en cubrirle el rostro, la cantante chilena se desplazaba silenciosa por el patio de Naira y por el mismo escenario. Cuando actuaba, iba directamente el grano, sin mediar palabra, con el rasguido de su guitarra como única introducción. No tenía una voz extraordinaria, ni mucho menos. Sus canciones sonaban un tanto monótonas, pese a la fuerza de su poesía.

Gladys Cortéz, esposa de Alfredo Domínguez, recordaba el consejo que le dio a su compañero cuando el guitarrista le dijo en su timidez que no era cantor ni tenía voz para el canto. “Pero, ¡qué te importa! Lo que tienes es una voz, cantas como tú eres; yo tampoco soy cantora, pero quiero decir lo que yo escribo…”, le replicó. Su consejo fue decisivo para que Alfredo se decidiera a interpretar sus propias canciones.

A excepción de Gracias a la vida –un verdadero himno a la vida–, su poesía estaba teñida por el dolor y la angustia del desamor:  “Maldigo la primavera/ Con sus jardines en flor/ Y del otoño el color/ Yo lo maldigo de veras/ A la nube pasajera/ La maldigo tanto y tanto/ Porque me asiste un quebranto/ Maldigo el invierno entero/ Con el verano embustero/ Maldigo profano y santo/ Cuánto será mi dolor”, cantaba en una de ella, Maldigo al alto cielo. O también: “Qué pena siente el alma/ cuando la suerte impía/ se opone a los deseos/ que anhela el corazón/ Qué amargas son las horas/ de la existencia mía/ sin olvidar tus ojos/sin escuchar tu voz”, en Qué pena siente el alma

La desesperanza y la depresión en la que le había sumido el amor perdido parecían reflejarse en el desgarrador lamento de Qué he sacado con quererte

¿Qué he sacado con la luna
que los dos miramos juntos?
¿Qué he sacado con los nombres
estampados en el muro?
Como cambia el calendario,
cambia todo en este mundo.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
¿Qué he sacado con el lirio
que plantamos en el patio?
No era uno el que plantaba;
eran dos enamorados.
Hortelano, tu plantío
con el tiempo no ha cambiado.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
¿Qué he sacado con la sombra
del aromo por testigo,
y los cuatro pies marcados
en la orilla del camino?
¿Qué he sacado con quererte,
clavelito florecido?
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!
Aquí está la misma luna,
y en el patio el blanco lirio,
los dos nombres en el muro,
y tu rastro en el camino.
Pero tú, palomo ingrato,
ya no arrullas en mi nido.
¡Ay, ay, ay! ¡Ay! ¡Ay!

Hija de un maestro de escuela y músico, Nicanor Parra Alarcón, y de una modista y tejedora campesina, Rosa Clarisa Sandoval, nació en San Fabián de Alico, en la Región de Ñuble, el 4 de octubre de 1917. Era la tercera de nueve hermanos, quienes desde niños se inclinaron por el arte. Violeta formó dúos con sus hermanos Hilda, Eduardo y Roberto, en tanto que el primogénito, Nicanor, se consagró como el creador de “antipoesía” y fue galardonado en 2011 con el Premio Cervantes de Literatura.

Sus biógrafos dicen que empezó a tocar la guitarra a los nueve años y que compuso sus primeras canciones a los 12. Transcurrió su infancia en el campo. Llegó a estudiar un año de la escuela normal, pero debió abandonar los estudios para ayudar a la manutención de la familia tras la muerte de su padre. Para sobrevivir, actuaba con sus hermanos en plazas, restaurantes, bares y circos. A sus 15 años se fue a vivir a Santiago, invitada por su hermano Nicanor.

Comenzó su carrera a los 20 como intérprete de boleros y rancheras en un restaurante de Santiago, donde conoció al obrero ferroviario Luis Cereceda Arenas, con quien se casó en 1938 y tuvo dos hijos, Isabel y Ángel, quienes siguieron sus pasos en el mundo del espectáculo y llegaron a convertirse en destacados músicos. Se dice que fue Cereceda quien la inició en la actividad política como militante del Partido Comunista. 

Casada en segundas nupcias con Luis Arce Leytón, un tenor de ópera, tuvo dos hijas, Carmen Luisa y Rosa Clara, fallecida dos años después. Para entonces había grabado en dúo con Hilda –Las hermanas Parra– sus primeros discos, dedicados al folklore. Vinculada por su hermano Nicanor a los círculos culturales santiaguinos, conoció a Pablo Neruda y otros poetas. Fue también Nicanor quien la animó a investigar y recuperar la música tradicional chilena, labor que  quedó plasmada en el libro Cantos folklóricos chilenos y en sus primeros discos como solista.

En 1954 ganó el Premio Caupolicán a la Folklorista del Año, lo que le valió para presentarse en un festival de Varsovia, Polonia, viaje que aprovechó para conocer la Unión Soviética y recorrer parte de Europa.  Estando en París, grabó el disco Guitare et chant: chants et danses di Chili (1956), una recopilación del folklore chileno, que le dio una gran popularidad. A su retorno a Chile, editó varios discos, como Canto y guitarra (1957) y Acompañada de guitarra (1958). 

Para entonces ya era conocida como una cantante preocupada por los problemas sociales y había incursionado en otros campos del arte, como la cerámica y la pintura al óleo y en arpillera, que más tarde llevaría a Europa. Antes de viajar a Argentina, donde se instaló por una temporada, publicó el álbum Toda Violeta Parra (1961), el primero que se conoció en Bolivia.

En su diario inédito Memorias de un gringo, un manuscrito citado por la historiadora del arte Erica Deuber Ziegler en la revista Fuentes de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa, Favre cuenta cómo conoció a Violeta. Fue en 1960, cuando acompañó al antropólogo y arqueólogo suizo Jean-Christian Spahni al desierto de Atacama para realizar un estudio de las poblaciones indígenas de los Andes.

Mientras Spahni se ocupaba de los preparativos para la expedición en Santiago, Favre se puso a buscar material para un posible reportaje sobre el folklore chileno. De esa manera llegó al departamento de Folklore de la Universidad y de allí lo llevaron a casa de Violeta Parra, donde –según Deuber Ziegler– “pasó la noche y salió, al día siguiente, por la ventana”. Después de tres meses de estar trabajando con Spahni, se aburrió y partió a pie por el desierto, donde casi se pierde, rumbo a Santiago en busca de Violeta. Volvió a la Universidad y encontró a su hijo Ángel, quien lo llevó a la casa de los Parra el 4 de octubre, día del cumpleaños de la cantante.

Favre se convirtió en el amor de su vida. Violeta le dedicó algunas de sus canciones más célebres, entre ellas la inolvidable Gracias a la vida. Existen muchas versiones sobre el momento en que la compuso. Según relata Favre en Memorias de un gringo, fue en el cuartito de Naira donde le puso la letra y la música.

Según Leni Ballón, hija de Pepe, aparentemente ya había escrito una primera versión en Chile, pero “si no la compuso en Naira en su totalidad, sí le dio los últimos retoques y la estrenó en La Paz”, feliz como estaba de su recuentro y aparente reconciliación con el suizo. De hecho, parece aludir al “hogar” de la pareja en Naira cuando menciona en la canción “la casa tuya, tu calle y tu patio”.

Gracias a la vida que me ha dado tanto
me dio dos luceros, que cuando los abro
perfecto distingo lo negro del blanco
y en el alto cielo su fondo estrellado
y en las multitudes el hombre que yo amo.
Gracias a la vida que me ha dado tanto
me ha dado el oído que en todo su ancho
graba noche y día, grillos y canarios
martillos, turbinas, ladridos, chubascos
y la voz tan tierna de mi bien amado.
Gracias a la vida que me ha dado tanto
me ha dado el sonido y el abecedario
con el las palabras que pienso y declaro
madre, amigo, hermano, y luz alumbrando
la ruta del alma del que estoy amando.
Gracias a la vida que me ha dado tanto
me ha dado la marcha de mis pies cansados
con ellos anduve ciudades y charcos
playas y desiertos, montanas y llanos
y la casa tuya, tu calle y tu patio.
Gracias a la vida que me ha dado tanto
me dio el corazón que agita su marco
cuando miro el fruto del cerebro humano
cuando miro al bueno tan lejos del malo
cuando miro al fondo de tus ojos claros.
Gracias a la vida que me ha dado tanto
me ha dado la risa y me ha dado el llanto
así yo distingo dicha de quebranto
los dos materiales que forman mi canto
y el canto de ustedes que es mi mismo canto
y el canto de todos que es mi propio canto
Gracias a la vida que me ha dado tanto.

“En su relato autobiográfico, Gilbert narra cómo en febrero de 1965, en Santiago, después de una tentativa de suicidio de Violeta con barbitúricos, escapó del dominio autoritario de su enamorada, tomó su grabadora Revox, la cámara fotográfica que ella le había regalado, su quena y su clarinete, se presentó en la embajada de Perú para obtener una visa, fue mal recibido, luego pasó a la embajada de Bolivia donde enseguida le hicieron sus papeles. Para pagar su pasaje en el tren Arica-La Paz, vendió su clarinete a un comerciante de instrumentos de música”, dice Deuber Ziegler.

Violeta lloró la partida y dejó constancia de su dolor en Run run se fue pa’l norte, una canción cargada de nostalgia y desesperanza  (“En un carro de olvido/ antes del aclarar/ de una estación del tiempo/ decidido a rodar/ Run Run se fue pa’l norte/ no sé cuándo vendrá/ Vendrá para el cumpleaños/ de nuestra soledad”).

Favre no quiso regresar a Chile, enamorado como estaba, no de Violeta, sino de Bolivia y la música boliviana. Como escribió Deuber Ziegler, sentía admiración por una ciudad como La Paz, a la que veía “mágica, maravillosa”, por la gentileza de su gente y por la “increíble riqueza y diversidad” de su  música popular.

Tras su estancia en La Paz, interrumpida en una ocasión por un breve viaje a Santiago, la artista retornó definitivamente a Chile a fines de 1966 y se suicidó el 5 de febrero de 1967. Se dice que lo hizo con una pistola que compró en La Paz.  

Leni Ballón la recuerda como “una mujer maravillosa, talentosa,  virtuosa y de gran sensibilidad”, perdidamente enamorada de Favre, a quien cansó con su acoso permanente. Tras su llegada a La Paz, en mayo de 1966, cantó en varias oportunidades en la peña y presentó una exposición de dibujos. “Los dibujos emotivos trasuntan en su autora un espíritu que capta y expresa escenas y personajes que adquieren vida en sus rastros (…) Son obras que demuestran gran sensibilidad, no en vano Violeta tiene alma de artista”, escribió El Diario.

Después de un mes, retornó a Santiago, llevándose a Los Jairas y a Los Choclos, un conjunto de zampoñeros integrado por  lustrabotas de la Plaza Murillo para que actuaran en su peña, La Carpa de la Reina. Volvió a La Paz por otra corta temporada. Fue cuando estrenó Gracias a la vida.

  Lení la vio por última vez en Santiago, en septiembre de 1966, cinco meses antes de su suicidio. La invitó a La Carpa de la Reina. “Me ofreció todo un concierto de charango, acompañada en el bombo por el músico uruguayo Alberto Zapicán, con un charango que se había llevado de Bolivia”. 

Joaquín Sabina, quien se proclamaba “embajador violetero”, la consideraba “un magisterio, una tremenda inspiración”, no sólo por su sentido de lo popular, sino también por la poesía que escribía. Le compuso Violetas para Violeta, canción que estrenó en Santiago: Maldigo del alto cielo/ que nos expropió su canto,/ sus décimas, su pañuelo,/ su quinchamalí, su llanto,/ viola de chicha y pomelo,/ cacerolas del espanto.

Nadie supo definir el amor mejor que ella. “El amor es torbellino/ de pureza original/ hasta el feroz animal/ susurra su dulce trino/ Detiene a los peregrinos/ libera a los prisioneros/ el amor con sus esmeros/ al viejo lo vuelve niño/ y al malo solo el cariño/ lo vuelve puro y sincero”, cantó en Volver a los 17. 

Violeta fue muriendo poco a poco, a medida que perdía el amor, cercada por la soledad, desolada. “Que la vida es mentira/ que la muerte es verdad/ ¡Ay, ay, ay, de mí!”,  había lamentado en Run run se fue pa’l norte.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 20 de diciembre de 2020

Quino visto por Felipito

Jorge Timossi estaba en una cafetería de Argel cuando cayó en sus manos una tira cómica de Quino. Encontró un inconfundible aire familiar en uno de los personajes. Levantó la vista, vio su imagen reflejada en el espejo ubicado detrás de la barra, la contrastó con el dibujo y no le cupo ninguna duda. Volvió a su oficina y le envió un telegrama al creador de Mafalda, su amigo de infancia: “Confiesa, hijo de puta”. Semanas después, recibió por correo un póster con el retrato de un Felipito desconcertado: “¿Qué culpa tengo de parecerme a mí mismo?”.

Efectivamente, cuando vio por primera vez el cómic, a mediados de la década de los 60, el entonces joven corresponsal de la agencia cubana de noticias Prensa Latina se reconoció de inmediato en el amigo íntimo de Mafalda, un niño de cara alargada y boca prominente, pelos duros y rubios que se prolongaban en punta sobre la frente a manera de visera, y dos dientes frontales de conejo. Era su vivo retrato. 

Quino se inspiró en mi imagen desde el punto de vista físico, pero en realidad se retrató a sí mismo en el personaje, como un niño tímido, soñador, generoso y más bueno que el pan, como era él mismo en su niñez, en su juventud e incluso en su vida adulta”, me diría años después al contarme la anécdota en Ciudad de México.

Pero el problema no era que Felipe se pareciera físicamente a él, algo que no lo podía negar ni siquiera de viejo, sino que, al final, terminó asumiendo la personalidad de su caricatura: tímido, fantasioso, enamoradizo y un tanto despistado, como el original. “Felipito, Quino y yo somos trillizos”, solía decir, muerto de la risa, durante las tertulias del Club de Corresponsales Extranjeros en México y el bar del Hotel Habana Libre.

Timossi no inspiró ninguno de los diálogos del personaje infantil en la tira cómica, como él mismo reconocía, pero podía suscribir cualquiera de sus frases célebres: “Siempre hay un sarcástico materialista dispuesto a estropearnos la fantasía” o “¡Algún día se dará más importancia a la cultura que al dinero!”. Lector apasionado del Llanero Solitario y ajedrecista precoz, como Felipe, el periodista y el caricaturista compartieron desde niños gustos y aficiones.

Periodista, ensayista, poeta y cuentista, la prensa lo recordó a su muerte, en mayo de 2011, no como el cronista y narrador que fue, autor de varios libros, sino como “el niño que inspiró a Quino”, tal vez porque el propio Timossi alentó el mito al asumirse ante sus compañeros y colegas como Felipillo.

Sus amigos le sugerían entre broma y broma que le cobrara a Quino derechos de autor por el uso de su imagen, pero él solía decir que le bastaba con haber sido “inmortalizado” por el  creador de Mafalda, así sea con un nombre que no era el suyo.

Jorge Francisco Timossi Corbado (1936/2011) y Joaquín Salvador Lavado Tejón (1932/2020), conocido simplemente como Quino, eran casi de la misma edad. Se conocieron de niños como vecinos del mismo edificio, cuando la familia Timossi se mudó de Palermo al centro de Buenos Aires. Él tenía siete años, la edad de Felipe, y Quino once.

Desde entonces llevaron vidas paralelas. Caminaron juntos un largo trecho de la juventud, con los mismos amigos, un grupo de jóvenes intelectuales que hacían sus primeras armas en el periodismo y las letras, como el poeta Francisco (Paco) Urondo, el periodista Rodolfo Walsh, la actriz Zulema Katz, la escritora Susana (Pirí) Lugones, la poeta Clara Fernández Moreno y el escritor y humorista Miguel Brascó, entre otros, con quienes compartían ideales e ilusiones.

Quino era un tipo muy tímido, igual que yo. Un mendocino muy flaco y de espejuelos redonditos. En las reuniones casi no hablaba. Sólo abría la boca una vez cada media hora pero para hacer un chiste desopilante… Lo que no llegábamos a darnos cuenta era que, además de hacer esos chistes, Quino también nos observaba”, recordaría años después en una entrevista con Página 12 al evocar las reuniones del grupo de casa de Pirí Lugones.

Decía que Quino lo miró de frente y  de perfil, por afuera y por adentro, y que creó a Felipe de un solo trazo, pero que en realidad puso en su creación más de sí mismo que del propio modelo, puesto que lo hizo soñador, tierno, generoso, retraído y observador.

“Efectivamente, (yo tenía)  el pelo, los dientes, la delgadez, pero también algunas cosas psicológicas… Evidentemente yo era muy tímido, como Felipe. Me enamoraba de todas las mujeres habidas y por haber, me gustaba jugar a los cowboys… Alguna vez dijo que me veía muy, muy flaco, muy pálido, todo vestido de negro y con una flor roja en la mano”, declaró a Página 12.

En todo caso, según Timossi, todos los personajes de la tira nacieron de las observaciones del dibujante. “Todos tenían algo de todos y cada uno de los pibes del barrio”, recordó en una ocasión. Todos, excepto Felipe y Mafalda, inspirada esta en Periquita, la niña revolucionaria creada en 1933 por Ernie Bushmiller con el nombre de Nancy, “idénticas  física e intelectualmente”. 

Pero él y sus amigos recién se enteraron de que eran observados y tomados como “objeto de estudio” por el humorista cuando apareció la tira, publicada por primera vez el 29 de septiembre de 1964 en la semanario Primera Plana. Timossi lo describía como un “observador compulsivo”, un hombre de gran sensibilidad, que sabía captar las contradicciones de los adultos en la sociedad de su época y que buscaba inspiración en los discursos de los políticos y en las penurias de sus “víctimas”, los ciudadanos de a pie.

Quino, según su amigo de infancia, quiso reflejar en su historieta y en sus personajes, sobre todo en Mafalda , la irreverente, y  Felipe, el soñador, sus propias preocupaciones y las preocupaciones de una juventud inconformista y rebelde sobre la democracia, la guerra y la paz, el hambre y la justicia, y en temas que entonces no estaban tan de moda, como la ecología y el feminismo.

Probablemente, también estaba influido por las ideas izquierdistas de Rodolfo Walsh y Paco Urondo, militantes de la guerrilla, secuestrados y asesinados por la dictadura militar a mediados de los 70. De hecho, él mismo debió buscar refugio en Italia para eludir la represión. 

Eran tiempos de convulsión política por la guerra de Vietnam, la lucha por los derechos civiles y políticos de las minorías, los vientos de democratización en la Europa del Este, la emergencia de los países del Tercer Mundo, ahogados en la pobreza, y el surgimiento de los movimientos contraculturales beatnik y hippie y de la guerrilla castrista en América Latina.

Como dijo el humorista alguna vez, Mafalda era “la niña que intenta resolver el dilema de quiénes son los buenos y quiénes los malos en este mundo”, aunque al final de su vida lamentaría que el mundo estuviera dominado por los malos y que no quedara “ningún Felipe”, sino “hijos de puta, como Susanita”, la personificación del egoísmo, la discriminación y el  racismo, la “niña bien” de la pandilla que le decía a Felipito: “¿No entendés que son pobres porque quieren?”.

Fue Rodolfo Walsh quien lo puso en contacto con el periodista argentino Jorge Ricardo Masetti, quien organizaba la agencia Prensa Latina por encargo del Che Guevara. De esa manera llegó a La Habana a fines de 1959. Con el idealismo propio de Felipito, obtuvo la nacionalidad cubana y se enroló de por vida en la revolución como un convencido fidelista.

No era periodista. Era técnico químico de profesión, oficio que, sin embargo, abandonó pronto, atraído por las letras. Como Felipito, que quería ser ingeniero, se sentía mejor construyendo mundos de fantasía. Corresponsal trotamundos, cubrió la invasión estadounidense a la República Dominicana de 1965, la caída de Salvador Allende en Chile, la revolución iraní, el ascenso de Muamar Gadafi al poder en Libia y muchos de los conflictos de la segunda mitad del siglo pasado en América Latina y África. 

“Sobreviviente de las historias periodísticas de este contienen”, como solía definirse, tuvo que “superar la timidez con audacia” para enfrentar las situaciones de peligro que le tocó vivir a lo largo de su carrera, como lo haría Felipe en su mundo de fantasía cuando imaginaba encarnar al Llanero Solitario.

 Un día se cansó del trabajo gris que realizaba en un laboratorio de Buenos Aires y se lanzó a la “conquista” de América Latina con poco dinero y una mochila al hombro. Corría 1959. Empezó por Bolivia. Estrenándose como escribidor, dejó constancia de su asombro al descubrir  “la hondonada montañosa, bajo un cielo que se adivinaba sin nubes y un frío seco que cortaba la respiración y estimulaba la sensación de estar colaborando en la creación de este pasmoso valle” (“En plena puna”).

Volvió 26 años después, en plena crisis del gobierno del Hernán Siles Zuazo, para dar cuenta de las protestas obreras. “La Paz se estremecía por los cartuchos de dinamita que los mineros lanzaban al aire con una destreza de muerte, con una salvaje precisión”, escribió en La mita.

Contaba que, tras recorrer el Lago Titicaca y la frontera boliviano-peruana,  se quedó sin dinero para seguir viaje a Brasil. Acudió al cónsul brasileño en La Paz, el poeta Thiago de Melo, quien le proporcionó los fondos necesarios para trasladarse a Sao Paulo, donde tomó contacto con la oficina de Prensa Latina. Viajó en tren. “Fue el viaje más increíble y bello de mi vida”, recordaría años después.

Recaló en La Habana a fines de 1959 para incorporarse a Prensa Latina, recién creada por Jorge Ricardo Masetti –muerto años después cuando organizaba una guerrilla en el norte argentino–, junto con otros jóvenes periodistas por entonces desconocidos, como Gabriel García Márquez, Rogelio García Lupo y el propio Walsh.

Amigo personal de Salvador Allende, cubrió para la agencia cubana los tres años del gobierno socialista y el sangriento golpe militar de Augusto Pinochet. En vísperas de la asonada, lo visitó en la residencia presidencial y jugó con él una partida de ajedrez. Cuenta que al acomodar las piezas, Allende le dijo: “La cosa está muy fea. Tomaré una determinación en un par de días. Ya ve: hice buenos enroques y alguna variante. Pero se me están acabando los peones”. Tres días después se suicidó en pleno bombardeo a La Moneda.  Le hizo la última entrevista, vía telefónica, el mismo 11 de septiembre, cuando estaba rodeado en el palacio.

Recopiló sus crónicas en sendos libros, De buena fuente (1988) y Crónicas casi reales (1995), editados en La Habana, Caracas y Buenos Aires, y en un libro testimonial, Grandes Alamedas, el combate del presidente Allende (1974). También publicó poesía: Poemas de un corresponsal (1981),  Palmeras (1982), Las cosas como son (1991); los libros de cuentos Los consejos del abuelo conejo (1997) y Juego de Apariencias (1998), la novela Un perfume para Lam (1988) y los ensayos El desafío cubano (1968), Irán no alineado (1978) y Palabras sin fronteras: Literatura y periodismo en América Latina (2001).

Una de sus últimas obras fue el libro Cuentecillos y otras alteraciones (1995), ilustrado por Quino y publicado en España, Cuba, Brasil, México, Italia y Canadá, en el que alterna relatos breves con caricaturas alusivas de Felipito.

Durante la presentación del libro en Madrid, en marzo de 1997, Quino admitió que tomó como modelo a Timossi, “un tipo flaco, con unos graciosos dientecillos de conejo”, adicto al Llanero Solitario, al ajedrez y a la música de los Beatles, pero que puso mucho de sí mismo en el personaje. “Metí mucho de mí en el carácter de Felipe, sobre todo mi pereza y mi indecisión”.

Posteriormente publicó Los cuentos de Barbarroja (1999), cuyo protagonista es el siniestro Manuel Piñeiro Losada, conocido como Comandante Barbarroja, el hombre que tuvo en sus manos los servicios de inteligencia cubanos y manejó las guerrillas latinoamericanas durante varios años como jefe del Departamento de América del Partido Comunista Cubano (PCC).

Cuando dejó Prensa Latina, se desempeñó como vicepresidente del Instituto Cubano del Libro y director de la Agencia Literaria de Derechos de Autor de Cuba.  Recibió todas las distinciones del mundo socialista de la época, como el Premio Internacional de la Organización Internacional de Periodistas (OIP), el Premio Nacional de Periodismo José Martí de Cuba por su obra de vida y la Orden Félix Varela, una de las condecoraciones más importantes que otorga el gobierno cubano.

Murió de un infarto el 9 de mayo de 2011, a sus 75 años, casi medio siglo después del nacimiento del singular “muñequito dientón”, cuya figura apareció por primera vez en la prensa argentina el 19 de enero de 1965. Tenía fama de hombre duro, hosco y ríspido entre sus colegas cubanos, pero entre sus amigos latinoamericanos era el Felipito de las caricaturas, “bueno como el pan”.

Como le advirtiera Masetti a su llegada a La Habana en 1959, que en Cuba había que ser “más revolucionario que periodista”, Timossi fue ante todo un militante, hombre del aparato, muy cercano al poder. Incondicional de Fidel Castro, se declaraba “fidelista”, en primer término, y “soldado de la revolución”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 8 de noviembre de 2020

El periodismo de compromiso de Anamar

Norah, una de las protagonistas de Cables Cruzados, la única novela de Ana María Romero, decía que ninguna de las noticias que procesaba como periodista era neutra. Daban cuenta de muertos y heridos, como ocurría en los tiempos de las “dictaduras criminales y guerrillas militantes” que le tocó cubrir, pero no hablaban de las políticas que provocaban las “guerras frías y calientes” de la época. Le gustaba informar sobre esos “retazos de la historia” pero al mismo tiempo se rebelaba contra la neutralidad del periodista ante las injusticias y desigualdades que subyacen en el fondo de tales hechos.  

Ana María ve en Norah a la periodista comprometida, la reportera que se resiste a cumplir el papel de simple taquígrafa de los hechos. “Cuando le tocaba procesar ese tipo de información tenía la sensación de estar participando en un rito de sangre”, dice de su personaje, cuyo pensamiento cuadra muy bien con las ideas que sustentaba la autora acerca del periodismo.

Es el mismo compromiso que la llevaría años después a incursionar en la política, siguiendo su propia vocación y la de su padre, el político e intelectual Gonzalo Romero, en el entendido de que no basta detectar y reseñar las causas de los problemas que afectan a la sociedad, sino trabajar en la solución de los mismos.

Llegó a la Agencia de Noticias Fides (ANF) a fines de la década de los 60 para sustituir a José Luis Alcázar, quien se acababa de incorporar a la redacción del diario católico Presencia.  Exalumna de los colegios Sagrados Corazones de La Paz e Irlandés de Cochabamba, empezaba sus estudios de Filosofía y Letras y tenía muy poca experiencia periodística. Había trabajado como corresponsal de un periódico de Santa Cruz y como redactora de una de las revistas semanales de El Diario.

“A ver cómo nos va con Ana María. Tengo muy buenas referencias de ella”, me dijo el padre José Gramunt, director de la agencia, al anunciarme su contratación. “El padre Gramunt fue mi primer maestro”, solía decir, como muchos de los periodistas que nos formamos en Fides. En realidad, llegó recomendada por su padre, muy amigo de Gramunt, quien le había dicho que Ana María se empeñaba en ser periodista y él creía que no había mejor escuela que Fides para aprender el oficio.

Efectivamente, los periodistas de esa época se formaban en las redacciones de medios de prestigio, como Fides y Presencia, porque no existía la carrera universitaria de periodismo ni de comunicación social. La primera que abrió sus puertas fue la de la Universidad Católica Boliviana con el nombre de Instituto Superior de Ciencias y Técnicas de la Opinión Pública, escuela a la que entramos con Ana María junto con una veintena de periodistas como sus primeros alumnos. El 23 de diciembre del 2020 se cumple precisamente el cincuentenario de la colación de grados de esa primera promoción.

Para Ana María el periodismo, más que una pasión, era un “vicio terrible”, una “verdadera adicción”, de la que recién pudo librarse cuando incursionó en la política, otra adicción. Mientras  ejerció el oficio, mantuvo, como ella misma decía, una “actitud irreverente” ante el poder y los poderosos.

“Una característica del buen periodista, y siempre lo he dicho, es la irreverencia frente al poder. El rato que el periodista esté con miramientos, para mí, ya se echó a perder”, declaró a la Agencia Alemana de Prensa (DPA) en ocasión de la presentación de su novela. “Los buenos y grandes periodistas siempre han sido personas que han mirado con recelo al poder, lo cual no quiere decir que por ese recelo se pueda torcer una noticia ni mucho menos”, agregó.

Tal vez, por eso mismo, respetó el trabajo de sus colegas cuando le tocó seguir el periodismo desde “el otro lado de la barrera”, desde “la acera del enfrente”, el poder, cuando asumió el Ministerio de Información del gobierno provisional del presidente Walter Guevara Arze, primero, y como senadora del Movimiento al Socialismo (MAS), después.

Antes coincidí con ella en la DPA, ella como corresponsal en La Paz, yo en México.  Era la época en que ella estaba concentrada en su carrera periodística y lamentaba la precariedad de las condiciones en las que el periodismo realizaba su trabajo. “Antes –decía– se hacía carrera en un medio. Uno se ponía la camiseta y se podían dar heroicas batallas por conseguir una noticia”. 

Pero, eso sí, nunca olvidó la misión en la que creía. “Hoy –lamentaría–, de repente te metes a hacer una investigación o escribir una noticia, pero como los medios se han vuelto tan neutros no entra esa noticia, por ser demasiado fuerte o porque sacude el sistema”.

En la agencia Fides nos tocó cubrir momentos difíciles, los años de las rebeldías armadas y las amenazas golpistas, los tiempos de las coberturas clandestinas. “Una vez conseguimos el diario del Chato Peredo. Hicimos el contacto en la plaza Uyuni con el Gato Salazar, yo iba  20 metros de atrás. La cita era clandestina”, relató en una entrevista con Julieta Vidza Tovar Ibieta.

Al  mediodía del 17 de julio del 1980 me llamó a la ciudad de México. “¡Han asesinado a Marcelo!”, me dijo, antes de lanzar la noticia, paralizada por el miedo y sin poder ahogar el llanto. “¿Tienes fuentes?”, le pregunté. “Sí –me dijo–, algunos testigos”. La oficina de la DPA estaba al lado de la sede de la Central Obrera Boliviana (COB), donde sesionaban los líderes de la resistencia, y ella misma había sido testigo del sangriento asalto de los paramilitares.

Fue así que Ana María dio la primicia mundial del asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz, cuando nadie se atrevía a dar la información por temor a la represión. De hecho, la noticia se conoció en Bolivia días después.

Ana María describe a Norah, personajes de su novela Cables Cruzados, como una mujer de unos 40 años, “una persona serena y con mucho control pero un tanto tímida”, “peinado corto, convencional”, “barbilla y frente cuadradas y unos ojos medianamente achinados”, en una descripción que cuadra con su propia imagen. Pero, tal vez, se  pinta mejor a sí misma cuando se refiere a ella como la periodista empecinada a ver las noticias más allá de las apariencias y en ahondar en las causas de las tragedias que afectan al hombre y a la comunidad en la que se desenvuelven.

Página Siete – 25 de octubre de 2020

Alfredo Domínguez, el artista que «ya era antes de ser»

Como en la parábola del jardín de los senderos que se bifurcan de Jorge Luis Borges,  Alfredo Domínguez se encontró un día en esa encrucijada de la vida que “abarca todas las posibilidades”, cuando el hombre tiene ante sí “diversas alternativas, opta por una y elimina las otras”, el punto de inflexión en el que el destino le obliga a elegir entre “diversos porvenires”. Fue su mentor, el anarquista Liber Forti, quien acudió en su ayuda. Y la elección no fue difícil, porque, como diría el propio Forti, el artista tupiceño “ya era antes de ser”.

Alfredo, como lo recuerdan sus amigos del pueblo, era un “chango prometedor” en oficios y menesteres diversos: dibujante, caricaturista, pintor, cantor, compositor e incluso actor, pero sobre todo destacaba como futbolista y guitarrero. Fue cuando Forti, según contó su biógrafa, Gisela Derpic Salazar, le instó a optar por el sendero del arte: Futbolistas, hay cientos; artistas, pocos, le dijo, y lo disuadió de firmar un contrato con un equipo de la primera división paceña.

Artista polifacético, Domínguez desarrolló en Bolivia y Suiza. Ganó fama no solo como guitarrista y compositor, sino también como pintor y grabador. 

En un artículo publicado por la revista Fuentes de la Biblioteca y Archivo Histórico, el músico suizo Yves Cerf describe el talento rítmico del tupiceño como una “dramaturgia sonora” y una “poesía hipnótica”, en tanto que la historiadora del arte suiza Erica Deuber Ziegler señala, en la misma publicación, que sus pinturas y grabados tienen “poesía, movimiento, armonías sutiles, como su música en la guitarra”. El semanario suizo francófono L’Hebdo se refirió a él como “genio salvaje”, deslumbrado por el “reguero cósmico” de sus aguafuertes, el “naïf boliviano”, y por sus “estrellas en relieve, síntesis modesta y convincente de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande”.

Su esposa y compañera de vida, Gladis Cortez, lo describía como un “artista plástico, concertista de guitarra, cantor y compositor”, pero él, en su humildad y modestia, se definía simplemente como un “viajador y tocador de guitarra”. El cantautor y guitarrista tupiceño Luis Rico lo recuerda como “un buen artista plástico, buen cantor, buen guitarrista y buen actor de teatro”.

Alfredo Domínguez nació el 9 de julio de 1938 en Tupiza, un “pueblito encatao”, rodeado de cerros colorados y salpicado de molles olorosos, sauces llorones y cardones gigantes; llegó al mundo  acunado por el canto de los huichicos y arrullado por las “campanitas de cualquier parte”, cuyo tañido musical marcaba el compás de los amaneceres y atardeceres de las comarcas del valle.

El mundo se ha reservao
un campito muy sagrao,
los dueños de la tierra lo han modelao,
con cerros colorados a cada costao.
Con la brisa se ha asociao, 
con su alegre sonrisa, 
el silbo del huichico ha colaborao
al llamarle Tupiza pueblito encatao.

Nacido en el seno de una familia “humilde pero digna”, hijo único de un carpintero fabricante de guitarras, don Cesáreo Domínguez, y una modesta vendedora ambulante de dulces y helados, doña Eleuteria Romero, aprendió de su tierra y de su gente. Nadie interpretó mejor la “vida, pasión y muerte” del hombre del pueblo, personificado en su obra musical y pictórica por Juan Cutipa, el hijo de la tierra, en una saga de 12 piezas y 12 óleos de hondo contenido autobiográfico. 

Según Galo Illatarco Peñarrieta, autor de una breve biografía difundida en la revista Fuentes, la prolífica obra musical, plástica y poética de Domínguez es “una narración contemporánea artísticamente elaborada sobre la realidad socio económica cultural y política de Bolivia, y sobre todo de su Tupiza natal y su propia familia de origen”. 

 Alfredo creció en la pobreza. Trabajó desde su niñez como ayudante en el taller de su padre y en el puesto de venta de su madre, pero se daba tiempo para corretear por los maizales y frutales de Palala, escalar los cerros colindantes y cazar palomas y pescar cangrejos en Chajrahuasi, la hacienda de la dinastía minera de los Aramayo. 

Su amigo y compañero de correrías Blas Sivila Sarmiento recuerda con nostalgia las competencias infantiles para trepar “como monos” un churqui centenario de la plazuela Cotagaita, ubicada en la zona norte del pueblo, junto con otros niños del barrio. “Alfredo era muy ágil y conmigo alcanzamos las ramas más altas, luego la bajada era competible, Alfredo y yo éramos los que llegábamos más rápido…”, relató en un testimonio difundido por su hijo Luis.

Asistió a la escuelita primaria 7 de Noviembre. Allí aprendió a leer y escribir, pero también sufrió la amarga experiencia de la discriminación. Abandonó sus estudios cuando cursaba el primero de secundaria en el Colegio Suipacha debido, precisamente, al maltrato y a los insultos racistas de uno de sus maestros. A pesar de ello, recordaba su vida escolar con ternura y nostalgia.

Guardapolvo polvoriento
vuelve rumbo a su chocita;
la dicha se cobija
en su cara morenita.
De pronto los pajaritos
se entretienen comentando;
de un tiempo a esta parte
Juancito está cambiando.
Las letras como estrellitas
se le van clarificando;
sus ingenuas pupilas
las va identificando.
El cerro abre sus abarcas,
lagrimeando está por dentro;
qué más puede pedir
si Juan ya sabe escribir.

Cansado de las humillaciones, según cuenta Sivila Sarmiento, un día de esos Alfredo comunicó a sus amigos su intención de abandonar los estudios. “No me gusta el estudio voy a dejar el colegio, quiero ayudar a mis papás, quiero trabajar de lo que sea”, les dijo.

Siendo aún adolescente se trasladó a la Argentina para trabajar en la zafra azucarera. “Aprendí la música desde los 12 años, en Tupiza y en la Argentina, con los trabajadores de la caña de azúcar. Cada noche nos reuníamos alrededor de un fuego para cantar y tocar. Pude aprender observando a un músico”, rememoró en una entrevista concedida al periódico La Suisse de Ginebra.

Para no contrariar a su padre, quien le había prohibido que se dedicara a la música porque temía que “se volviera un borracho”, tocaba casi clandestinamente, a ocultas de su familia, hasta que don Cesáreo, compadeciéndose de su hijo, le fabricó una guitarra. A su retorno de Argentina, se incorporó a una estudiantina local, dirigida por el músico José Ortega, y comenzó a frecuentar a los hermanos Adalberto, Iván y Godofredo Barrientos, talentosos artistas y gestores culturales tupiceños, y al grupo teatral Nuevos Horizontes, que dirigía Liber Forti y al que pertenecían los hermanos Barrientos.

“Remontándome al pasado, veo a un muchacho, casi un niño, que hace correr sus morenos deditos por las cuerdas de una guitarra, prestada por su tío, en la cual aprende sus primeros acordes. Veo que su padre quien, deseoso de que su hijo  no tenga que prestarse el instrumento para ejercitarse, le construye su primera guitarra propia que, por un favor del destino, se encuentra en mi poder, como un grato recuerdo del hermano”, evocaría Iván años después.

Barrientos recordaba a Domínguez como un “niño rebelde, sencillo, sensible y aventurero”, que un día desapareció de Tupiza para irse a la zafra, primero, y con un circo chileno después, con el que recorrió el país durante un año como ayudante, cuidador de monos e incluso payaso. Fue una época dura, como dejó constancia en la canción Éxodo.

Gentes collas de todo lugar,
van camino a un cañaveral,
la frontera cruzando están,
cada uno pensativo va.
Entre ellos Cutipa llega a aquel lugar,
pensando en lo mucho que puede ganar,
el machete entró a funcionar.

Liber Forti recordaba que se incorporó a Nuevos Horizontes como actor siendo muy joven. Le gustaban los papeles cómicos y “era uno de los encargados de dar las serenatas, con la luz de la luna”. No sólo fue un gran músico, sino “un gran ser humano”, modesto y solidario, según le dijo a Gisela Derpíc Salazar. “¡Un gran talento! ¡Puta… Qué talento! (…) ¡Mucha cosa!”.

Futbolista, basquetbolista y fisiculturista, destacó como arquero del Club Huracán de Tupiza. Un día tomó la decisión de marcharse a La Paz con la idea de jugar en el Bolívar, en el que militaban otros afamados futbolistas tupiceños, como Víctor Agustín Ugarte y Hernán Huaranca. Después de asistir a varios entrenamientos y recibir una oferta para incorporarse al equipo, se encontró en la calle con Forti: “Le dije que como Domínguez arquero habían cientos; como artista, nadie”.  Tenía 24 años.

Forti tuvo una gran influencia en Domínguez, no solo en su carrera artística, sino también en el plano ideológico. En Nuevo Horizontes abrevó las ideas libertarias del anarquismo, ideas que, sin embargo y precisamente por eso mismo, nunca se tradujeron en militancia política ni mucho menos partidaria. “Mi mejor maestro es el pueblo libre, abierto y sencillo”, decía al resumir su filosofía de vida.

Alfredo hizo sus primeras giras –por los centros mineros del sur, con Nuevos Horizontes– y fue el grupo teatral el que patrocinó su primera exposición de dibujos, pinturas y caricaturas en la plaza de Tupiza en 1959. Como dijo su esposa, Gladis Cortez, fue en esa institución, que agrupaba a actores, dramaturgos, pintores, escritores, poetas y músicos de muchas latitudes, donde Domínguez desarrolló su “verdadera formación artística”.

“Nuestro entrañable Liber Forti ha marcado la vida de nuestra generación, donde han habido grandes periodistas; alguno cantaba, pero cantaba mal; actores de teatro (…), pero no tocaban guitarra, o cantores como yo, que a pesar de ensayar la gran obra Doce hombres en pugna, apenas alcancé a hacer un buen papel en Tres Generales, de Raul Salmón, dirigido por Leo Redín”, recordó Luis Rico.

Fue también en ese momento que se cruza su camino con el de los hermanos Barrientos, “cuando la guitarra de Alfredo se encuentra con el piano, el acordeón, el botellófono, las armónicas y las voces de los hermanos Barrientos, para recorrer juntos muchas rutas sureñas en ese árido terreno de hacer arte por arte mismo, sin esperar remuneración económica”, según recordaría Iván.

Es en La Paz donde se relaciona con otra institución que marcaría su vida y su carrera artística, la galería y peña folklórica Naira, fundada por Pepe Ballón. Para entonces ya había abandonado la idea de dedicarse al fútbol y sus paisanos tupiceños residentes en la sede de Gobierno le habían regalado una guitarra del famoso fabricante Rivas. En Naira conoció al charanguista Ernesto Cavour, al antropólogo y quenista suizo Gilbert Favre, más conocido como “Gringo bandolero”, y a su compañera, la por entonces no muy famosa cantautora chilena Violeta Parra.

Naira era el centro cultural más importante de La Paz, punto de encuentro de la intelectualidad de la época. Allí conoció al poeta Oscar Rivera Rodas, cuya obra admiraba, y trabajó en diversos proyectos con su amigo de infancia, el escritor tupiceño Gastón Suárez, quien escribió la letra de uno de sus grandes éxitos musicales: Rosendo Villegas Velarde.

Alfredo tenía para entonces medio centenar de composiciones instrumentales y letras de canciones, pero las interpretaba a regañadientes porque no le gustaba el timbre de si voz. Fue Violeta Parra la que lo animó a cantar sus composiciones, a seguir su ejemplo,  pues ella misma no tenía una voz excepcional. “Cuando quieras decir algo, dilo, aunque no tengas buena voz”, le dijo.

Su experiencia como intérprete se reducía a unas pocas actuaciones en las radios Méndez y El Cóndor, muy populares en su época, aunque había obtenido ya un par de premios en sendos concursos folklóricos de Argentina. Actuaba gratis y se ganaba la vida como dibujante de geología en el Servicio Geológico de Bolivia (Geobol)  y como caricaturista de El Diario.

En Naira nació la cantata Juan Cutipa (1968). El músico suizo Yves Cerf elogió la obra por su “gran fuerza dramática y teatral” y sus “paisajes sonoros, ritmos y melodías tejidas” para contar la Vida, Pasión y Muerte de Juan Cutipa, el campesino, el pastor, el soldado, el zafrero, el indígena, el minero de su tierra, que no es otro que el propio Domínguez. 

Muchos han querido encasillar a Domínguez en la canción protesta, muy de moda en las décadas de los 60 y 70, en coincidencia con la radicalización de los movimientos de izquierda, pero, como él mismo decía, nunca pretendió hacer canción política, sino mostrar los problemas de la gente, como lo hizo con Juan Cutipa.

Otros creyeron ver en esta misma cantata la vida, pasión y muerte de Jesucristo, a partir de algunos de los doce temas (Villancico, Navidad Rural, Procesión, etcétera), como resultado de una supuesta influencia de la Teología de la Liberación, también muy vigente en la época, pero él negaba cualquiera filiación que sea la simple preocupación por la pobreza, la injusticia y la discriminación social que veía en su entorno. “Estas son cosas que hemos vivido en el pueblo y en el campo; lo que hago es reproducir esas vivencias”, me dijo en una ocasión, al resumir el sentido de su música y sus canciones.

Vivencias como las que relata en La leñera: India bronceada por las tormentas,/ muy lastimada por el dolor./ fiel compañera de las quebradas,/ hija del cerro, india mancay./ Y por delante van los burritos,/ tristes, callados, van y van./ De rato en rato se escucha el arre/ de la leñera que va detrás./ A las montañas, cumbres, sendero,/ silo su abarca saben pisar./ Es azotada por la pobreza/ con su destino de arrear y arrear.

En Navidad Rural, Alfredo canta: Ya llegó la Noche Buena/ cielo y campo se alegró/ por el niño de una india que María se llamó./ Con olor a tierra pura/ cuentan que encontrábase/ saboreando su acullico/ el indio tata José./ Noche Buena, Noche Buena,/ noche de verdad,/ ha llegado un Mesías a la chocita rural.

Años después, el nicaragüense Carlos Mejía Godoy compuso algo parecido (El Cristo de Palacagüina), él sí influenciado por la revolución sandinista y la Teología de la Liberación: Cristo ya nació en Palacagüina/ De Chepe Pavón y una tal María/ Ella va a planchar muy humildemente/ La ropa que goza la mujer hermosa del terrateniente (…)/ María sueña que el hijo/ igual que el tata sea carpintero/ pero el chavalito piensa:/ Mañana quiero ser guerrillero.

También en Naira nació el llamado “neofolklore”, una suerte de estilización de los ritmos nativos, gracias a la conjunción de tres talentos: Domínguez, Cavour y Favre. En los acordes conjuntos, como diría Manuel Monroy Chazarreta (El Papirri), el charango de quirquincho de Cavour y la guitarra criolla de Domínguez “hacen el amor con toda sinceridad” y dan cobijo a la quena de Favre. Para El Papirri, Domínguez y Cavour son los Lennon y McCartney de Bolivia.

Fue entonces que el delegado de la Fundación Simón I. Patiño en Bolivia, el suizo Rémy Montavon, los “descubrió” en Naira y les consiguió una invitación para visitar Ginebra, en septiembre de 1969, junto con Julio Godoy, Edgar Joffré, quienes formaban parte del cuarteto Los Jairas, con Cavour y Favre. Era la época en que América Latina estaba de moda en Europa, no solamente por la música, sino por la literatura gracias al boom de Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes y otros autores.

La gira, según Montavon, fue “un descubrimiento por partida doble: Los Jairas y el Trío Domínguez-Cavour-Favre descubrieron Europa y el público europeo descubrió una faceta de la cultura boliviana”.  Domínguez echó raíz en Ginebra, donde hizo una exitosa carrera, no solo como guitarrista, sino también como grabador. Incorporado al Centro de Grabado Contemporáneo de Ginebra, expuso con Picaso, Chagal, Dalí, Leonor Fini, Clavé y otros en los centros culturales más famosos, como la galería de la Catedral, en Fribourg, y la Numen Inter-Arts, en Lyon.

“Su gusto por el grabado no es casual. Sus relieves llevan el testimonio de un país, de una poesía bruta, cotidiana, y que otorga una dimensión excepcional al agua, al cielo, a la lluvia, a la tierra, a los muros, a las vestimentas, a los ritos”, comentó La Gaceta de Lausana.

Domínguez murió a los 42 años de edad mientras jugaba un partido de fútbol en la sala de deportes de Sous-Moulin, en el barrio de Thônex, Ginebra, el 28 de enero de 1980, a consecuencia del mal de Chagas, una enfermedad típica de la pobreza. El funeral se realizó en la iglesia de San José de Eaux-Vives. Favre improvisó una canción con su quena para despedir al amigo. Erica Deuber Ziegler cuenta que cuando el cortejo abandonaba la iglesia, una pluma, seguramente de una paloma, descendió suavemente sobre el barniz fresco del ataúd. Poco tiempo después, los restos del artista fueron trasladados a Tupiza, donde reposan en la actualidad.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 27 de septiembre de 2020