De la crónica a la ficción poética

Por Alfonso Gumucio Dagron

Que esta sea la primera incursión en la ficción de Juan Carlos Salazar del Barrio no significa que se trate de un ejercicio primerizo. Por el contrario, es una obra madura, trabajada como quien pule una escultura de mármol hasta limar todas sus asperezas. No me sorprende la destreza que caracteriza a Figuraciones (2021), porque a lo largo de 50 años de periodismo, el Gato Salazar ha cultivado la crónica, un género más cercano a la literatura que al periodismo: se nutre de hechos reales para convertirlos en el lenguaje universal de la narrativa de ficción.

Sobran ejemplos de escritores que desde la crónica han derivado en la mejor literatura. Hemingway o García Márquez son ejemplos emblemáticos, pero hay muchos más. La misma experiencia vital que nutre la crónica de un periodista acucioso, desarrolla la creatividad de un narrador para quien el lenguaje no es un desafío, sino un río sobre el que navega con despreocupada soltura.

La brevedad del libro (62 páginas) recuerda la precisión en el lenguaje que caracteriza los cuentos de Borges o de Rulfo, quienes se admiraban mutuamente (como sabemos a raíz de un encuentro entre ambos). En los relatos de Juan Carlos Salazar, existe esa misma voluntad: no utilizar más palabras que las necesarias. Hay escritores que estiran sus textos para ocupar más páginas y otros que hacen lo contrario para concentrar la esencia.

Estos cuentos que tienen valor intrínseco como ficciones, serán mejor disfrutados por lectores que conocen la historia reciente de América Latina, aquella que el cronista-cuentista ha vivido de cerca. La lectura será aún más beneficiosa si el lector reconoce los hechos que inspiran a Juan Carlos Salazar. Tenemos ventaja quienes hemos vivido en México y Centroamérica y podemos reconocer el cuento que nos habla al oído sobre la guerrilla salvadoreña o los zapatistas, entre otros guiños contextuales que se inscriben a la par en la historia personal y en la Historia grande, además de una complicidad etaria, por así decirlo, con los lectores que están en el séptimo piso de la vida.

Hay un orden temporal en el libro. El primer cuento, Casilda, apela a la memoria más remota, las historias vividas en la infancia, rodeadas de misterio y fascinación. El autor podría escribir un libro entero con las memorias rumiadas en el subconsciente durante décadas, pero prefiere contenerse, por el momento, con este relato que tiene brochazos costumbristas y un toque de realismo mágico.

El segundo cuento, El triste Pizarro, aborda una etapa de juventud en la que lectores de la misma edad podemos reconocernos en los eucaliptos que rodean el pueblo, las lecturas de Emilio Salgari, los enamoramientos prematuros y clandestinos, entre otras señales que van trazando un camino que inevitablemente lleva lejos del lugar donde uno vivió de niño y joven.

Debo confesar mi debilidad por ¿Acaso crees en Dios?, por la magistral narración de una historia en dos tiempos paralelos. Atrás quedó la Tupiza (no mencionada explícitamente) y ahora estamos en el México del Púas, el famoso campeón de boxeo con conciencia social, un ídolo mexicano. También el México de la pasión de Cristo en Iztapalapa, una tradición cultural que crece cada año más. El cuento teje la violencia simbólica religiosa y la violencia real del bajo mundo en un personaje cuyo nombre emblemático es Jesús Salvador. Un gran cuento.

“Los lugares son como la ropa, sientan bien o mal a las personas…”. Aunque el narrador evita sistemáticamente nombrar países, ciudades o lugares que inspiran sus relatos, es inevitable reconocerlos y reconocerse en ese ir y venir entre México y Bolivia.

Precisamente un cuento, El santo prestado, vincula ambos países a través de una historia de narcotráfico que sucede en el Chapare (que tampoco se menciona). Aquí también la cultura popular, que se expresa en creencias religiosas y mitos urbanos, marca la lectura, mejor aprovechada por quienes tienen antecedentes sobre Jesús Malverde, el santo clandestino de los narcos. La influencia del narcotráfico mexicano en el boliviano es irrefutable, muy lejos de las inocentes influencias culturales que hace 50 años se limitaban a las películas de Jorge Negrete y Cantinflas, o a la proliferación de la música de mariachis. Ahora dominan los nuevos “valores” que descomponen la sociedad: la ostentación del oro y de la muerte. No digo más sobre este cuento que describe esa involución a través de un personaje emblemático: Jacinto.

Disfruto cuando el autor me convierte en cómplice de su experiencia literaria. Me sucedió también con Quitapesares, las muñequitas de tela que hacen los mayas, y que cumplen una función similar a los “atrapasueños” de los indígenas ojibwa (hilos tejidos en un aro con plumas de ave, que se cuelgan sobre la cama para proteger de las pesadillas). De entrada, con las menciones de Jacmel, La Habana, Chiapas, París y Madrid, me sentí pisando territorio conocido, y más aún con los guiños a la Maga de Cortázar (a quien no menciona porque sería redundante hacerlo). Hemos caminado pasos similares en más de cuatro décadas lejos de Bolivia, y eso es algo que nutre la memoria compartida. El cuento es una delicada historia de amor, que nace en tierra zapatista.

Aquí vive la muerte subraya la intolerancia y absurdo de ciertos movimientos armados que ajustician a sus propios camaradas, como sucedió con el poeta Roque Dalton en la guerrilla salvadoreña. No es necesario que se mencione el apellido para reconocer su impronta en este relato que contiene descripciones poéticas hermosas, que me hubiera gustado citar aquí.

El libro se cierra con El espejo, sensible relato en primera persona del guerrillero más emblemático en sus últimos minutos de vida, antes de ser acribillado a balazos. Si no fuera por el dibujo de Luis Zilveti, quedaría en el aire ese famoso apodo de tres letras que ha sido inmortalizado en tantos filmes, ensayos, cuentos y poemas. La perspectiva subjetiva supera a otros relatos sobre lo sucedido en la escuelita de La Higuera.

En Figuraciones Juan Carlos Salazar infiere que el lector es un cómplice informado, cultivado y sensible. Como en la poesía, el autor no precisa ofrecer todos los detalles, sino que invita a recorrer el espacio imaginario compartido que representa toda lectura.

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Página Siete – Domingo, 07 de agosto de 2022