Adela Cortina define la ética como “la búsqueda del bienestar humano a través del deber ser para lograr la felicidad de la humanidad”, y sostiene que “el espacio de realización de la ética es la política”. Marcelo Quiroga Santa Cruz no llegó a conocer la obra de la filósofa española, puesto que ésta no había publicado todavía La moral del camaleón: ética política para nuestro fin de siglo (1991) y Ética aplicada y democracia radical (1993), pero nadie como el líder socialista hizo de la política el “espacio de realización de la ética” como postulaba la pensadora valenciana.
Marcelo fue asesinado el 17 de julio de 1980 por los paramilitares y militares de García Meza y Arce Gómez. Sus restos permanecen secuestrados. Las Fuerzas Armadas, que como institución tienen una inocultable responsabilidad en el golpe, mantienen desde entonces un silencio cómplice, responsabilidad que alcanza al presidente huido, quien, como Capitán General, no hizo nada durante 14 años –excepto utilizar indebidamente su nombre– para devolverlos a la familia.
Si Marcelo practicó la “ética de los ciudadanos”, la ”ética cívica”, en el sentido de que “no se puede construir un país si no hay unos elementos éticos que todos compartan” –como sostiene Cortina–, el líder socialista supo también interpretar las reivindicaciones de los marginados a partir de la convicción –para citar nuevamente a la filósofa española– de que “el pobre no puede aspirar a ser feliz”, mientras lo sea, y de que la pobreza “no es sólo falta de recursos, es falta de libertad para llevar a cabo los planes de vida”.
Evoco a la autora de Aporofobia: el rechazo al pobre, la más popular de sus obras, para explicar la vigencia del legado de Marcelo a 40 años de su asesinato, presencia que parece acrecentarse en momentos de crisis, como los que hemos vivido en el pasado reciente y los que estamos viviendo actualmente, tal vez por aquello que el mismo Marcelo decía a manera de advertencia: “Cuando en una nación nadie sabe señalar el camino a seguir, cualquiera que señale un camino será seguido, ciegamente, aunque sea al desastre”.
Nada definió mejor la conducta personal y política del líder socialista que el título de uno de sus documentos programáticos más emblemáticos: “Una sola línea”. Es lo que hizo a lo largo de toda su vida, seguir la línea que le trazaban sus principios morales, por encima de los políticos e ideológicos, porque, si estamos de acuerdo con él, toda praxis política responde a la concepción ética que la sustenta.
Son esos valores los que lo llevaron a reflexionar sobre la dramática realidad boliviana y a buscar soluciones para enmendarla. “¿Qué lo llevó a la política?”, le preguntó un periodista en una entrevista reproducida por Hugo Rodas Morales en su magnífica biografía (Marcelo Quiroga Santa Cruz: El socialismo vivido): “Ni mis escritos ni mis lecturas”, respondió. “Fue la experiencia cotidiana en nuestro medio. Creo que no hay otro país como Bolivia, en América Latina, donde se observen contrastes tan lacerantes (…). Es la vida misma la que me ha llevado a mí a la vocación y la práctica de la política”.
La coherencia es una virtud escasa en el mercado político. Lo que sí abundan son los pretextos para justificar los cambios de rumbo, los golpes de viento que marcan los giros de las veletas. Marcelo decía lo que pensaba y hacía lo que decía. Criticaba a “los complacientes, oportunistas y claudicantes de ayer” que se mostraban como “los intransigentes del día siguiente” y a los que utilizaban un lenguaje reservado y otro público. Y pedía que “no se contradiga en el balcón de discursos lo que se comprometía en el pasillo de la negociación”. En otro documento emblemático (Lo que no debemos callar), decía que “la tarea del político no es la del creador; nada debe inventar”, sino “expresar lo que yace inexpreso en el fondo del espíritu colectivo; objetivizar una latencia”.
Marcelo solía repetir ese viejo proverbio árabe que dice que “el hombre se parece más a su época que a su padre”. Marcelo vivió su tiempo e intentó dar respuesta a los problemas y desafíos de la Bolivia del siglo XX. Creía en una “revolución integral”, que definía como “un ánimo colectivo de renovación”, que involucrara a ciudadanos, partidos políticos, sindicatos y empresas, y que solucionara la cuestión del pan y respetara la libertad. Pero, ante todo, decía que esa revolución “debe ser moral”.
Un día después de la sentencia de muerte que pronunció García Meza, cuando lo amenazó públicamente con “ponerlo en su lugar”, Marcelo me dijo: “Si los militares quieren matarme, lo harán, haga lo que haga. Tendría que ocultarme debajo de las piedras o irme del país, y eso no lo voy a hacer (…) No puedo rehuir a mis responsabilidades ni renunciar a mis convicciones”. No lo hizo.
Es el Marcelo que conocí, el amigo y compañero, el hombre de una sola línea, cuya coherencia política y personal lo levó a la muerte. Nunca su presencia fue tan necesaria como hoy. Pero nos queda su palabra, como guía y esperanza. Como dijo en una oportunidad: “Cada día se yergue Bolivia por la primera vez. Por esto su marcha tiene toda la vacilación de un tambaleante ambular infantil y esta misma razón explica el que sus siempre primeros pasos terminen en una lamentable caída”.
Página Siete – 16 de julio de 2020