Víctor Jara, el de la sonrisa ancha y la vida eterna

“Son cinco minutos /  la vida es eterna / en cinco minutos”, cantaba Víctor Jara cuando recordaba a Amanda, la de “la calle mojada, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo”, y cuando evocaba a Manuel, el compañero amado “que nunca hizo daño” y que “en cinco minutos quedó destrozado”. El cantautor estaba en la plenitud de su vida y su arte.

Años después, preso y desgarrado por la tortura, escuchando otras sirenas, no las que convocaban a Manuel a la vuelta al trabajo, siguió cantando, pero esta vez de dolor. “Canto qué mal que sales / Cuando tengo que cantar espanto /  Espanto como el que vivo / Espanto como el que muero”, escribió en su último y desgarrador poema de apenas 20 palabras.

Tuvo una muerte lenta, desde que fue detenido en la Universidad Técnica del Estado (UTE), junto con otros 600 profesores, estudiantes y funcionarios, el 12 de septiembre de 1973, al día siguiente del golpe pinochetista, hasta su asesinato. Un oficial con lentes oscuros y rostro pintado, conocido como El príncipe, lo reconoció cuando entraba al Estadio Chile con las manos entrelazadas en la nunca. “¡A ese hijo de puta me lo traen para acá!”, gritó al verlo, según un testigo. “¡A ese huevón, a ése! ¡No me lo traten como señorita, carajo!”, agregó. “¡Así que vos sos Víctor Jara, el cantante marxista, comunista concha ‘e tu madre, cantor de pura mierda!”, le espetó.

Los soldados lo sacaron de la fila a culatazo limpio. El prisionero cayó casi inconsciente a los pies del oficial. Allí empezó su calvario. No fueron cinco minutos. Fue golpeado y torturado durante cuatro días. Un oficial le rompió los dedos a pisotones. “¡A ver si ahora vas a tocar la guitarra, comunista de mierda!”. 

Su cuerpo, cubierto de sangre, apareció detrás de un matorral, junto al Cementerio Metropolitano. La primera autopsia, practicada en 1973, reveló 44 balazos. Una nueva, realizada en 2009, confirmó que el poeta murió por múltiples impactos. “Mi corazón late como campana”, se les escuchó decir poco antes de ser conducido a la muerte.

La justicia es lenta, pero llega. En el caso de Víctor Jara, tardó 45 años. Los nueve militares responsables del asesinato fueron declarados culpables y condenados a 18 años de cárcel, en un proceso que concluyó el 4 de julio. Además, el Estado chileno deberá indemnizar a la familia de la víctima con dos millones de dólares.

Nacido 28 de septiembre de 1932 en el seno de una familia campesina de la provincia de Ñuble, en el sur chileno, encontró la vocación musical de la mano de su madre, Amanda Martínez, quien tocaba la guitarra y cantaba. De su padre, Manuel Jara, heredó el amor a la tierra. Las necesidades familiares lo obligaron a ayudar a su padre desde niño en los trabajos del campo. Se dice que en honor a sus padres compuso Te recuerdo, Amanda.

Por consejo de un cura, ingresó en un seminario. “Lo hice por razones íntimas y emocionales, por la soledad y la desaparición de un mundo que hasta entonces había sido sólido y perdurable, simbolizado por un hogar y el amor de mi madre”, recordaría años más tarde. Buscó refugio en la Iglesia pensando en que allí podría “encontrar un amor diferente y más profundo que quizá compensaría la ausencia de amor humano”. Sin embargo, abandonó el seminario dos años después, al comprobar que no tenía vocación.

Ícono cultural del socialismo chileno y latinoamericano, el autor de El manifiesto desarrolló una amplia carrera como autor, director y actor teatral, pero sobre todo como cantor y compositor, hasta convertirse en referente internacional de la canción protesta y la Nueva canción chilena.

Estudió actuación y dirección en la Escuela de Teatro de la Universidad de Chile. A sus 27 años, dirigió su primera obra de teatro, Parecido a la felicidad, de Alejandro Sieveking, y con La mandrágora, de Maquiavelo, realizó una gira por varios países latinoamericanos.

Compaginó su actividad teatral con la musical. En 1957, ingresó al conjunto folclórico Cuncumén. En 1959 grabó su primer disco y en 1961 compuso su primera canción, Paloma, quiero contarte, e hizo una gira europea con Cuncumén. Fue director artístico del grupo Quilapayún y en 1966 grabó su primer longplay como solista, Víctor Jara. Entre 1969 y 1973 publicó Pongo en tus manos abiertas, Canto Libre, El derecho a vivir en paz, La población y Canto por travesura.

Asumía el compromiso político y la militancia en la protesta social como actividades inherentes a su oficio de cantautor y promotor de la cultura. Afiliado desde joven al Partido Comunista, solía decir que sólo el amor a la justicia conduce a la dignificación del hombre. “Yo no canto por cantar / ni por tener buena voz, / canto porque la guitarra / tiene sentido y razón”, proclamaba en El manifiesto

Participó activamente en la campaña electoral que llevó a Salvador Allende al poder. Al asumir la presidencia, el líder socialista lo nombró “Embajador cultural”. El día de la rebelión militar, Jara  tenía previsto intervenir con Allende en un acto político programado en la UTE.

Al estallar el golpe, el artista se sumó a la resistencia. Estudiantes, trabajadores y profesores permanecieron esa noche concentrados en la universidad. Los golpistas detuvieron al día siguiente a 600 personas, entre ellos a Jara, y los trasladaron al Estadio Chile, que años después sería rebautizado con el nombre del poeta. A sus compañeros de prisión, cerca de 5.000, dedicó uno de sus últimos poemas: “¡Cuánta humanidad / con hambre, frío, pánico, dolor, / presión moral, terror y locura!”.

Uno de los testigos de la detención, el abogado Boris Navia, recordó que Jara fue golpeado con furia una y otra vez, en el cuerpo y en la cabeza. “Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente”, declaró al diario El País de Madrid.

Cuando fueron exhumados sus restos en 2009, el pueblo chileno le brindó un emotivo homenaje.

“Este sábado entierran a Víctor Jara por segunda vez. Quien amó tanto la vida, 36 años después, vuelve a pasear su muerte”, escribió Joan Manuel Serrat. Al conocer el fallo, la expresidenta Michelle Bachelet, detenida y torturada por los golpistas, declaró: “Víctor Jara canta con más fuerza que nunca y Chile hace justicia con su historia”.

Como Amanda, Víctor Jara tenía la sonrisa ancha, y como Manuel, nunca hizo daño. Hoy tiene vida eterna.

(Dibujo de Marcos Loayza)

Página Siete – 22 de julio de 2018

Federico García Lorca: Hace 120 años nació el romancero gitano

Cuentan que deambulaba por los bares de la Alcaicería de Granada, lloriqueando, siempre ebrio, frente a una copa de vino, repitiendo una y otra vez: “Perdóname, Federico, perdóname”. Era uno de los hermanos Rosales, jefe de la Falange Española en la región, arrepentido de su felonía. Años antes había entregado a Federico García Lorca a los esbirros de la dictadura franquista. Como escribiría el poeta Antonio Machado, el “Homero español” salió al campo frío por una calle larga, aún con las estrellas de la madrugada, caminando entre fusiles, rumbo al paredón.

Nacido un 5 de junio de hace 120 años en Fuente Vaqueros, una comarca andaluza de la vega granadina, el poeta del Romancero gitano fue fusilado en el camino de Víznar a Alfacar, Granada, el 18 de agosto de 1936, acusado de socialista, masón y homosexual. “El pelotón de verdugos no osó mirarle la cara. Todos cerraron los ojos; rezaron: ¡ni Dios te salva! Muerto cayó Federico, sangre en la frente y plomo en las entrañas”, lloró Machado en su poema El crimen fue en Granada (1937).

“Tengo una poesía de abrirse las venas, una poesía evadida ya de la realidad como una emoción donde se refleja todo mi amor por las cosas y mi guasa por las cosas. Amor de morir y burlar de morir”, había escrito, premonitoriamente. Como no le preocupó nacer –según afirmó alguna vez–, tampoco le preocupaba morir. Pensaba, como dijo en otra ocasión, que sólo aquellos que temen a la muerte, la llevan sobre sus hombros.

Su nombre completo era Federico del Sagrado Corazón de Jesús García Lorca, hijo de Federico García Rodríguez, un hacendado que cultivaba remolacha y tabaco, y de una maestra de escuela, Vicenta Lorca Romero, tierna y querendona, quien le fomentó el gusto por la buena lectura, aunque en su niñez se mostraba más interesado en la música que en la literatura.

Solía reunirse con otros jóvenes intelectuales en la tertulia El Rinconcillo del café Alameda, con quienes se trasladó en 1919 a la famosa Residencia de Estudiantes de Madrid, donde trabó amistad con los intelectuales más importantes de la época, como Salvador Dalí, Luis Buñuel y Rafael Alberti. Se dice que Lorca animó a escribir a Dalí y Dalí a pintar a Lorca, quien llegó a presentar una exposición en Barcelona.

También frecuentó a Juan Ramón Jiménez y a la camada de escritores que dieron nombre a la Generación del 27, como Dámaso Alonso, Gerardo Diego, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre y Rafael Alberti, entre otros. En 1921 conoció al maestro Manuel de Falla, con quien emprendió varios proyectos vinculados a la música, una de sus vocaciones juveniles. De esa relación nació el Poema del cante jondo.

Tenía 38 años recién cumplidos cuando estalló la sublevación de Francisco Franco, el 17 de julio de 1936, en Marruecos. Para entonces ya había escrito sus obras más emblemáticas, Poema del cante jondo (1921), Romancero gitano (1928), Un poeta en Nueva York (1930), Bodas de sangre (1933) y Yerma (1934, y terminado de escribir La casa de Bernarda Alba, el “drama de la sexualidad andaluza”.

Detestaba la política partidaria y se dice que incluso resistió la presión de sus amigos para hacerse miembro del Partido Comunista. Sin embargo, sufrió duras críticas de los sectores conservadores por su amistad con personalidades socialistas, como el ministro Fernando de los Ríos y la actriz Margarita Xirgu. Su popularidad y sus declaraciones a la prensa contra las injusticias sociales que él veía en España y en su Andalucía natal lo convirtieron en un blanco perfecto para el fascismo.

Alguna vez se definió como “católico, comunista, anarquista, libertario, tradicionalista y monárquico”, pero, si en algo creía, era en la libertad. “En la bandera de la libertad bordé el amor más grande de mi vida”, afirmó en una ocasión.

La instauración de la Segunda República (1931) trajo una bocanada de aire fresco a la España conservadora. Junto con el escritor y escenógrafo Eduardo Ugarte y financiado por el Ministerio de Educación que dirigía Fernando de los Ríos, codirigió La Barraca, un grupo de teatro universitario, con el que representó obras teatrales del Siglo de Oro, pero el proyecto se vio truncado por el estallido de la guerra civil española.

Ya antes de que estallara el conflicto, España vivía un clima de violencia e intolerancia. Los embajadores de Colombia y México le ofrecieron asilo, temerosos de que pudiera ser víctima de un atentado debido a su identificación con la República, pero Lorca rechazó las ofertas y retornó a su tierra, adonde llegó el 14 de julio de 1936, tres días antes del alzamiento de Franco en Melilla. “Me voy a Granada y que sea lo que Dios quiera”, había dicho a su familia.

En Granada buscó refugio en casa del poeta Luis Rosales, donde –según creía- estaba más seguro, debido a que dos de sus hermanos, en los que confiaba, eran dirigentes falangistas. A pesar de ello, el 16 de agosto de 1936, se presentó una patrulla de la Guardia Civil para detenerlo. Se dice que el gobernador de Granada, José Valdés Guzmán, consultó con uno de los líderes del alzamiento, el temible teniente general Gonzalo Queipo de Llano, lo que debía hacer con Lorca. El militar respondió: “Dale café, mucho café”. Es decir, que lo pasara por las armas.

Dos días después, lo sacaron de su celda, le dieron el “paseo de la muerte” y lo ajusticiaron en un descampado. El régimen franquista nunca reconoció su implicación en el crimen. Aunque no existen datos precisos, se dice que fue fusilado en el camino Víznar-Alfacar. Su cuerpo permanece enterrado en una fosa común anónima en un paraje conocido como Fuente Grande, junto con otros tres compañeros de desdicha.

«Estoy persuadido de que Lorca está en el parque que lleva su nombre, a dos pasos de la acequia de Aynadamar, construida por los árabes en el siglo XI para trasladar agua a Granada. La palabra significa Fuente de las Lágrimas. Toda una profecía”, dijo su biógrafo, el historiador dublinés Ian Gibson.

Como el Rosales que lloraba por el perdón de Federico, uno de los periódicos del franquismo intentó un mea culpa. “El crimen fue en Granada; sin luz que iluminara ese cielo andaluz que ya posees. Los cien mil violines de la envidia se llevaron tu vida para siempre”, escribió Luis Hurtado Álvarez en Antorcha, un semanario falangista de Antequera, en marzo de 1937. Su director, el poeta y catedrático Nemesio Sabugo Gallego, pagó con la prisión su osadía.

(Dibujo de Marcos Loayza)

Página Siete – 17 de junio de 2018

“Así merito” era Cantinflas

Mario Moreno era un actor novato cuando olvidó su monólogo en pleno escenario. Paralizado por el pánico, en medio de las burlas y rechiflas de un auditorio agresivo y exigente, comenzó a balbucear palabras y frases sin sentido, en un monólogo enrevesado  que arrancó sonrisas, primero, y sonoras carcajadas, después.

“¿Qué está pasando?”, susurró, muerto de miedo, a su compañero de rutina, el también cómico Estanislao Shilinsky. “¡Sigue así!”, le respondió. “Se están riendo porque dices mucho y al mismo tiempo no dices nada”. En ese momento, Mario Moreno supo que había triunfado. Acababa de nacer Cantinflas.

El célebre comediante mexicano, a quien Charles Chaplin elogió como uno de los mejores de su época, tenía 20 años cuando abandonó sus estudios de medicina para dedicarse a la actuación. Ganador del Globo de Oro por La vuelta al mundo en 80 días (1956), Mario Fortino Alfonso Moreno Reyes -su verdadero nombre- protagonizó 39 largometrajes, siete cortometrajes y tres películas internacionales.

Fue el sexto de doce hijos del matrimonio formado por el cartero Pedro Moreno Esquivel y María de la Soledad Reyes Guízar. De los doce, sobrevivieron ocho. Nació el 12 de agosto de 1911 en el barrio de Santa María la Ribera, pero se crió en el de Tepito, uno de los más pobres de México, cuna del “peladito”, el típico personaje de la clase baja, pícaro, audaz y simpático, el pobre que supera las adversidades, pero nunca progresa ni asciende de clase social, a quien interpretó magistralmente en el celuloide.

Ayudante de zapatero, limpiabotas, cartero, taxista, boxeador aficionado, bailarín y aprendiz de torero, hizo de todo antes de subir al escenario para ganarse la vida como artista. Decía que había adoptado el nombre de Cantinflas para no avergonzar a su familia. Aunque nunca precisó el origen de su apodo, sus biógrafos lo atribuyen a una contracción de las expresiones “cuánto inflas”, por parlanchín, o “en la cantina inflas” (en el argot mexicano, “inflar” significa beber).

Debutó en 1936 con No te engañes corazón, pero su primer éxito fue Ahí está el detalle (1940), donde desplegó sus dotes y consagró al personaje. La frase que le dio nombre a la cinta fue la muletilla de toda su carrera. Luego siguieron El gendarme desconocido, A volar joven, El siete Machos, Caballero a la medida y Abajo el telón, entre sus películas en blanco y negro, y El bolero de Raquel, El analfabeto, El padrecito y El profe, en su producción  a color.

Con su pantalón a media cadera, su “gabardina” colgada del cuello, su sombrerito de pico y su bigotito ralo, casi pintado, supo captar la viveza, la astucia y el “rebuscarse la vida” del “peladito”, a quien el cronista Carlos Monsiváis definía como el lumpen proletario, “el que nada lleva y nada tiene (…), el que nunca tuvo con qué cubrirse”.

Según el escritor, Cantinflas es “la erupción de la plebe en el idioma”, porque “así merito” habla el mexicano del pueblo. Su “estilo” –dice– es una “brillante incoherencia”. En la “manipulación del caos” y la “completa emancipación de palabras y frases”, lo enredaba todo: “Y le dije. Y entonces, ¿qué dices? Ni me dijo nada, nomás me dijo que ya me lo había dicho, y entonces, ¿qué?, como no queriendo. Entonces, pues, yo digo, ¿no?”.

La Academia de la Lengua reconoció las palabras Cantinflas, cantinflada y cantinfleo, los adjetivos cantinflesco, cantinflero y acantinflado y el verbo cantinflear para definir el modo de “hablar o actuar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada con sustancia”.

Al intervenir en una polémica entre dos líderes sindicales, uno de ellos había desafiado al otro a demostrar su “capacidad dialéctica” en un debate con Cantinflas. El cómico aceptó el reto y le lanzó la siguiente perorata: “Ahora voy a hablar claro, camaradas: hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos. Y  no es que uno diga, sino que hay que ver. ¿Qué vemos? Es lo que hay que ver. Porque, qué casualidad, camaradas, que poniéndose en el caso, no digamos que puede ser, pero sí hay que reflexionar y comprender la sicología de la vida para analizar la síntesis de la humanidad. ¿Verdad? Pues, ahí está el detalle”.

Paradójicamente, era un hombre serio en su trato cotidiano. Vestía íntegramente de negro, de pies a cabeza, y usaba unas gafas oscuras que acentuaban su gesto adusto. Así lo vimos el día que lo visitamos con Alfonso Gumucio en su oficina de la  colonia Roma de la capital mexicana, para una entrevista para la agencia DPA.

“Cuando inicié mi carrera como actor cómico, mi familia se oponía. Prefería que yo fuera doctor o licenciado, pero yo insistí en el show bussines y para que mi familia no lo supiera, comencé a inventar nombres que fonéticamente me gustaran, y entre ellos encontré el de Cantinflas. Mi familia lo descubrió mucho después”, nos dijo en esa oportunidad.

Para muchos críticos, Cantinflas era una versión latinoamericana de los vagabundos del cine cómico mudo, particularmente de Chaplin, pero él no reconocía tal influencia. “En realidad, no le debo nada al cine mudo norteamericano, pero sí le tengo mucha admiración a mi amigo Charles Chaplin, que fue un gran comediante”, afirmó.

Autor del libro Vocabulario para entender a los mexicanos, el escritor Héctor Manjarrez dice que “los mexicanos no hablan como Cantinflas, pero piensan como él”, sobre todo los políticos, en quienes el cantinfleo  es más que evidente, “por los rodeos verbales que dan para no llegar a ninguna parte”.

Interpretó a los políticos en varias películas, como Si yo fuera diputado y Su excelencia, y los ridiculizaba cada vez que se refería a ellos en sus cintas, burlándose de su demagogia. Decía que “el poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra”, y que los políticos habían convertido la democracia en una “dedocracia”, donde “todas las cosas salen al dedillo” de los propios líderes.

Tenía fama de conservador, afín al partido de gobierno, aunque sus personajes le dieron la reputación de defensor de los pobres, enfrentado al poder. “Algo malo debe tener el trabajo o los ricos ya lo habrían acaparado”, dijo en una ocasión. “A pesar de ser tan pollo, tengo más plumas que un gallo y, sobre todo, tengo ganas de hacer justicia y darle al pueblo lo que el pueblo necesita”, afirmó en otra.

Fallecido un 20 de abril de 1993, él mismo dictó su epitafio: “Parece que se ha ido, pero no es cierto”. 

Página Siete –  20 de mayo de 2018

Luis Zilveti: El músico del silencio, arquitecto de la luz

Luis Zilveti ha definido la pintura como “la música del silencio”, tal vez porque la pintura plasma en el lienzo la melodía, el ritmo y la armonía de las formas y los colores. Si la pintura es la música del silencio, el pintor es su intérprete, el artista que busca combinar los sonidos y los silencios de la paleta y el pincel para subvertir la sensibilidad del observador y despertar sus sentimientos.

El compositor francés Claude Debussy (1862-1918) decía que “la música es la aritmética de los sonidos, como la óptica es la geometría de la luz”, una combinación muy presente en la obra de Zilveti. “No basta con oír la música; además hay que verla”, afirmaba a su vez el compositor y director de orquesta ruso Igor Stravinski (1882-1971). En sentido inverso, Zilveti diría que no basta con ver la pintura, sino que hay que oírla.

“Una pintura, en su composición, tiene un ritmo, como la música. Ese ritmo es el que prevalece y que hace que una obra sea reconocida por un espíritu…  Se lo ve. El ritmo está dado por la composición, por cierta musicalidad”, me explicó en una ocasión. “Es una musicalidad que entra por los ojos y te conmueve o no. Pienso que la pintura es la música del silencio”, resumió.

Sus exposiciones nos hablan de “la luz del origen”, “el territorio de las sombras”, “la pintura del tiempo”, las “huellas intemporales de presencias efímeras”… Todo artista busca crear un mundo a medida de su obra. Es lo que ha hecho Zilveti. Ha inventado un territorio de crepúsculos y lo ha poblado de soledades espectrales, “presencias efímeras”, suspendidas en un tiempo indefinido; una región cercana a la melancolía, no como sinónimo de tristeza, sino de ese “placer de estar triste”, del que hablaba Víctor Hugo, o de “la tristeza que ha sido tomada de la luz” –nunca mejor dicho–, a la que se refería Italo Calvino.

Ya el crítico alemán Pierre Soehlke había advertido ese estado de ánimo en la monocromía  de su obra, en “esos colores terrosos, esos marrones, esos ocres”, que remiten, según su observación, a la geografía altiplánica. El propio Zilveti admite un condicionamiento “profundo y antiguo” con Bolivia, nacido no sólo de sus sensaciones infantiles y juveniles, sino del mismo paisaje, que ha persistido a pesar de su destierro de más de medio siglo. Es el sentimiento que Soehlke percibe en “la imaginería embrujada” de los “sueños y visiones” de Zilveti.

Pintor, dibujante, muralista y grabador, egresó de la Escuela de Bellas Artes de La Paz y estudió en la Cité Internationale des Arts y en el taller de grabado Friedlander de París (1967-1968). Ha sido acreedor de varios reconocimientos, entre ellos el Gran Premio del Salón Pedro Domingo Murillo (1964 y 1969), el Segundo Premio de la Unesco (1975) y el premio E.J.A de Monte Carlo (1993). Su obra está repartida en cientos de colecciones públicas y privadas. En 1969 pintó sendos murales en la Universidad Mayor de San Andrés, pero fueron destruidos tras el golpe militar de 1971. Una de sus obras más significativas es el mural de la cúpula de la Iglesia de la Exaltación, ubicada en Obrajes. La pintó en 1993 a pedido del párroco, quien eligió a Zilveti no sólo para cubrir el gris del cemento, sino por el “tratamiento de la luz” que veía en los trabajos del artista.

Nació en La Paz el 16 de noviembre de 1941 y dibujó desde su niñez. A sus padres les hubiese gustado que estudiara arquitectura. “Yo quería dedicarme a la pintura e hice todo lo posible por reprobar el examen de ingreso para demostrarles que mi vocación era otra, pero con tan mala suerte que obtuve la mejor nota de la universidad”, dice, como quien cuenta una travesura infantil. Inició la carrera a pesar suyo, pero la abandonó dos años más tarde, el mismo día en que inauguró su primera exposición en el Salón Municipal, en 1960, una muestra de la que no guarda un buen recuerdo, porque su pintura no tenía –cree ahora–- la coherencia que requiere toda obra para hacerse reconocible y ser “escuchada con los ojos”.

Sin embargo, ya en esos años inaugurales, dos jóvenes poetas y escritores, Pedro Shimose y Marcelo Quiroga Santa Cruz, elogiaban los “rasgos seguros y firmes de sus metáforas” y el “carácter poético” de sus “formas fantasmales”, producto de ese sentimiento sosegado con el  que el autor parece percibir el mundo exterior, el paisaje de la melancolía, una mirada que se ha ido cimentando con el tiempo en la retina del pintor.

Y su pintura, como él mismo dice, no ha cambiado demasiado desde aquellos tiempos, aunque nunca ha dejado de experimentar con las formas y  los colores. Sigue reacio a los colores vivos. Su colorido es sobrio (Fuego y gris III, Dos figuras, La otra noche, Mujer y sol, para citar algunas de sus obras en esta clave), donde el color busca iluminar el no color, el color de la bruma, con toda su variedad de claroscuros, pardos, ocres, castaños, grisáceos y cobrizos.

¿Por qué huyes de los colores vivos?, le pregunté durante una reciente exposición de su Selección Retrospectiva 1960-2018, en el Museo Nacional de Arte. “No se me dan”, respondió con una mueca, como quien dice que el color, como la forma, debe encontrar su quicio con la naturalidad de la imaginación. Tampoco es una “pintura sombría”, ni siquiera en el caso de sus Lloronas, sus Crucifixiones,  sus Jinetes del Apocalípsis o su diversidad de manchas nocturnas; sus obras transmiten alegría, como sus copas de vino, e incluso humor, como sus niños gordos.

El escritor Alfonso Gumucio Dagron, quien ha seguido de cerca la evolución de su obra a lo largo de los años, ha elogiado sus “hermosas representaciones de mujeres de frente, de espaldas, de perfil o al amanecer”, unas “mujeres que despiden luz”, y la luz que “baña esas formas sensuales como si el artista las espiara a través de un espejo de doble fondo”.

No es, pues, un pintor de penumbras, sino un paisajista de la melancolía, un artista que rescata la luz para iluminar los misterios y los enigmas de la bruma.

(Dibujo: Marcos Loayza)

Página Siete – 18 de marzo de 2018