Luis Zilveti ha definido la pintura como “la música del silencio”, tal vez porque la pintura plasma en el lienzo la melodía, el ritmo y la armonía de las formas y los colores. Si la pintura es la música del silencio, el pintor es su intérprete, el artista que busca combinar los sonidos y los silencios de la paleta y el pincel para subvertir la sensibilidad del observador y despertar sus sentimientos.
El compositor francés Claude Debussy (1862-1918) decía que “la música es la aritmética de los sonidos, como la óptica es la geometría de la luz”, una combinación muy presente en la obra de Zilveti. “No basta con oír la música; además hay que verla”, afirmaba a su vez el compositor y director de orquesta ruso Igor Stravinski (1882-1971). En sentido inverso, Zilveti diría que no basta con ver la pintura, sino que hay que oírla.
“Una pintura, en su composición, tiene un ritmo, como la música. Ese ritmo es el que prevalece y que hace que una obra sea reconocida por un espíritu… Se lo ve. El ritmo está dado por la composición, por cierta musicalidad”, me explicó en una ocasión. “Es una musicalidad que entra por los ojos y te conmueve o no. Pienso que la pintura es la música del silencio”, resumió.
Sus exposiciones nos hablan de “la luz del origen”, “el territorio de las sombras”, “la pintura del tiempo”, las “huellas intemporales de presencias efímeras”… Todo artista busca crear un mundo a medida de su obra. Es lo que ha hecho Zilveti. Ha inventado un territorio de crepúsculos y lo ha poblado de soledades espectrales, “presencias efímeras”, suspendidas en un tiempo indefinido; una región cercana a la melancolía, no como sinónimo de tristeza, sino de ese “placer de estar triste”, del que hablaba Víctor Hugo, o de “la tristeza que ha sido tomada de la luz” –nunca mejor dicho–, a la que se refería Italo Calvino.
Ya el crítico alemán Pierre Soehlke había advertido ese estado de ánimo en la monocromía de su obra, en “esos colores terrosos, esos marrones, esos ocres”, que remiten, según su observación, a la geografía altiplánica. El propio Zilveti admite un condicionamiento “profundo y antiguo” con Bolivia, nacido no sólo de sus sensaciones infantiles y juveniles, sino del mismo paisaje, que ha persistido a pesar de su destierro de más de medio siglo. Es el sentimiento que Soehlke percibe en “la imaginería embrujada” de los “sueños y visiones” de Zilveti.
Pintor, dibujante, muralista y grabador, egresó de la Escuela de Bellas Artes de La Paz y estudió en la Cité Internationale des Arts y en el taller de grabado Friedlander de París (1967-1968). Ha sido acreedor de varios reconocimientos, entre ellos el Gran Premio del Salón Pedro Domingo Murillo (1964 y 1969), el Segundo Premio de la Unesco (1975) y el premio E.J.A de Monte Carlo (1993). Su obra está repartida en cientos de colecciones públicas y privadas. En 1969 pintó sendos murales en la Universidad Mayor de San Andrés, pero fueron destruidos tras el golpe militar de 1971. Una de sus obras más significativas es el mural de la cúpula de la Iglesia de la Exaltación, ubicada en Obrajes. La pintó en 1993 a pedido del párroco, quien eligió a Zilveti no sólo para cubrir el gris del cemento, sino por el “tratamiento de la luz” que veía en los trabajos del artista.
Nació en La Paz el 16 de noviembre de 1941 y dibujó desde su niñez. A sus padres les hubiese gustado que estudiara arquitectura. “Yo quería dedicarme a la pintura e hice todo lo posible por reprobar el examen de ingreso para demostrarles que mi vocación era otra, pero con tan mala suerte que obtuve la mejor nota de la universidad”, dice, como quien cuenta una travesura infantil. Inició la carrera a pesar suyo, pero la abandonó dos años más tarde, el mismo día en que inauguró su primera exposición en el Salón Municipal, en 1960, una muestra de la que no guarda un buen recuerdo, porque su pintura no tenía –cree ahora–- la coherencia que requiere toda obra para hacerse reconocible y ser “escuchada con los ojos”.
Sin embargo, ya en esos años inaugurales, dos jóvenes poetas y escritores, Pedro Shimose y Marcelo Quiroga Santa Cruz, elogiaban los “rasgos seguros y firmes de sus metáforas” y el “carácter poético” de sus “formas fantasmales”, producto de ese sentimiento sosegado con el que el autor parece percibir el mundo exterior, el paisaje de la melancolía, una mirada que se ha ido cimentando con el tiempo en la retina del pintor.
Y su pintura, como él mismo dice, no ha cambiado demasiado desde aquellos tiempos, aunque nunca ha dejado de experimentar con las formas y los colores. Sigue reacio a los colores vivos. Su colorido es sobrio (Fuego y gris III, Dos figuras, La otra noche, Mujer y sol, para citar algunas de sus obras en esta clave), donde el color busca iluminar el no color, el color de la bruma, con toda su variedad de claroscuros, pardos, ocres, castaños, grisáceos y cobrizos.
¿Por qué huyes de los colores vivos?, le pregunté durante una reciente exposición de su Selección Retrospectiva 1960-2018, en el Museo Nacional de Arte. “No se me dan”, respondió con una mueca, como quien dice que el color, como la forma, debe encontrar su quicio con la naturalidad de la imaginación. Tampoco es una “pintura sombría”, ni siquiera en el caso de sus Lloronas, sus Crucifixiones, sus Jinetes del Apocalípsis o su diversidad de manchas nocturnas; sus obras transmiten alegría, como sus copas de vino, e incluso humor, como sus niños gordos.
El escritor Alfonso Gumucio Dagron, quien ha seguido de cerca la evolución de su obra a lo largo de los años, ha elogiado sus “hermosas representaciones de mujeres de frente, de espaldas, de perfil o al amanecer”, unas “mujeres que despiden luz”, y la luz que “baña esas formas sensuales como si el artista las espiara a través de un espejo de doble fondo”.
No es, pues, un pintor de penumbras, sino un paisajista de la melancolía, un artista que rescata la luz para iluminar los misterios y los enigmas de la bruma.
(Dibujo: Marcos Loayza)
Página Siete – 18 de marzo de 2018