El Desencanto, bitácora de una desilusión

La desilusión supone la existencia previa de una ilusión. No puede haber desencanto si no hubo encanto. El diccionario de Oxford define el desencanto como la “pérdida de la esperanza o la ilusión, especialmente la de conseguir una cosa que se desea o al saber que algo o alguien no es como se creía”.

Y de eso trata el libro de Hugo José Suárez, del desencanto, la decepción que siente y expresa su autor al ver y comprobar que ese algo que lo había ilusionado no es o ha dejado de ser lo que él creía. Pero no solo de eso.

El desencanto es la bitácora valiente y dolorosa de una desilusión, un ajuste de cuentas con una fascinación, pero al mismo tiempo es la cronología de la descomposición de un proceso político, el relato descarnado, como dice el autor, del derrumbe de un castillo de naipes, de un “castillo de cartas que se viene abajo”. Y, ante todo, es un testimonio de gran honestidad intelectual, valiente y conmovedor.

La portada del libro es en sí misma una hermosa metáfora de su contenido. Nos muestra una pequeña choza de adobe delante de la monumental Casa Grande del Pueblo; es decir, una gráfica que muy bien podría representar el contraste entre la magnitud de un sueño y el verdadero tamaño de la dura realidad.

Hugo José Suárez nos lleva de la mano por las tripas del llamado “proceso de cambio”, al que describe como “el proyecto más lúcido y a la vez contradictorio de la historia contemporánea de Bolivia”; lo hace desde el ascenso de Evo Morales, en 2006, hasta su caída, en 2019, pasando por la consolidación de su poder, lapso en el cual pasa del “enamoramiento inicial” a la sorpresa del descalabro.

“Descubrí –nos dice– otros rostros de la política real, rostros que ese momento no había querido ni podido ver”, una observación que termina, inexorablemente, en la frustración.

Nos habla de los “frutos fabulosos y horrendos al mismo tiempo” que dejó ese proceso, sus luces y sombras, como resultado de las “pasiones” que despertó y la “mezquindad” que carcomió sus bases, para citar sus propias palabras.

Y nos relata cómo empezó a perder la ilusión desde el momento en que puso su pluma, su capital simbólico, como define a su inicial actitud militante, al servicio de un proyecto colectivo del que se sentía copartícipe.

Hay un párrafo que refleja muy bien el ánimo y la ilusión con que el autor percibió la apertura de ese proceso: “Lloré al verlo en el parlamento, mientras le ponían la banda presidencial”, dice al recordar al asunción de Evo Morales el 22 de enero de 2006. “Sentía –prosigue– que se materializaba uno de nuestros sueños. Se hacía realidad aquello por lo que habíamos luchado tantos años…. Lloré con él –agrega–, y lo aposté todo, me entregué sin reparos al proyecto”.

El autor escribe, como nos advierte, “desde una posición de izquierda crítica y ecuménica”, desde una “izquierda adolorida”, desde el dolor que puede provocar la frustración del ideal traicionado. 

Al enumerar los valores y principios que inspiran su crítica y autocritica, Suárez enumera, tal vez sin proponérselo, los valores y principios incumplidos, los que provocaron el derrumbe y el propio desencanto, la causa y el efecto.   

El autor nos dice que no obedece a jefes, que no promueve monopolios de la verdad, que habla con voz propia, una palabra apasionada por la diversidad, por la irreverencia, por la autonomía, que habla en nombre de una izquierda que no se cuadra  frente a las estatuas, ni dogmas, ni doctos; que no se inclina ante los lineamientos intelectuales o políticos de un comité central o de los “líderes históricos”.

¿No son precisamente esos los grandes errores y defectos que nos tocó ver durante la descomposición del llamado “proceso de cambio”? Una pluralidad y una diversidad sustituidas por la verdad única y aplastadas por el afán hegemónico de un régimen; un partido y unas organizaciones sociales cuadradas frente a una estatua, que hicieron programa y praxis del culto a la personalidad, y un régimen, en fin, que hizo dogma no digo ya de  la palabra sino incluso de los deseos del caudillo.

Por eso El desencanto no solo es la bitácora valiente y dolorosa de una desilusión, sino también la cronología de la descomposición de un proceso político; el desengaño de un intelectual militante, pero también la descripción del derrumbe de un proceso que se proponía cambiar al país, pero cuyas propuestas, como la del “buen vivir”, terminaron en el archivo de los discursos de retórica hueca.

El autor nos ofrece una colección de columnas periodísticas sobre los momentos claves y decisivos de la gestión masista, escritas al calor de la política coyuntural, y puñado de ensayos político-sociológicos, en los que analiza esos mismos momentos a la luz del contexto y la perspectiva de sus posibles desenlaces.

Escribe, pues, con la urgencia militante, en el primer caso, y con  la pluma sosegada, en el segundo, pero, siempre, con la limpieza y elegancia del buen escritor y la agudeza analítica del buen observador.

Pero no solo eso. Al comentar los sucesos de los días que siguieron al fraude y a la huida de Evo Morales a México, Suárez recoge los post y mensajes que difundió en las redes sociales, textos que reflejan muy bien la urgencia de las horas dramáticas que vivía el país.

“El MAS abrió las puertas del infierno. Dio el salto al abismo con el país en los brazos”, escribe en su muro. Y más adelante se lamenta: “Evo pudo haber organizado una transición  democrática, ordenada. Prefirió sembrar el caos”. Días después apunta: “En Bolivia no hay golpe de Estado. Hay un pueblo que defendió su voto”. Y así sucesivamente, día tras días.

Los textos que escribió en su muro no solo nos acercan de nueva cuenta a los días dramáticos que sacudieron al país en octubre y noviembre de 2019, sino que nos muestran de manera dramática cuán cerca estuvo Bolivia del enfrentamiento fratricida. Hugo José titula una de sus columnas: “Evo en el precipicio”. Yo creo que no era Evo el que estaba caminando al borde del abismo, sino Bolivia entera.

El autor escribe desde la lejanía, desde París y México, pero esa distancia, lejos de desmerecer o devaluar su testimonio, le permite observar y analizar el desarrollo de los acontecimientos tal vez con mayor serenidad que la que mostramos quienes los vivimos de cerca, en carne propia. Desde sus miradores, observa el acontecer nacional, no da crédito a lo que ve y expresa su indignación.

Alguien dijo alguna vez que “una decepción es un martillo que te golpea, que te romperá si eres de cristal, pero que te forjará si eres de hierro”. Y así toma el autor su desencanto. Vive “el duelo por la muerte de un gran proyecto”, como él mismo dice, pero al mismo tiempo, ve renacer entre sus cenizas la esperanza de tiempos mejores, a partir, como nos insta, de una lectura renovada de la dramática experiencia boliviana.

“Esta es la historia de una apuesta, quizá no equivocada, acaso ingenua”, nos dice sobre su libro. Y agrega: “Es una pequeña muestra de cómo pueden cambiar las personas y los proyectos, cómo la política tiene múltiples rostros y el poder puede desvirtuar las mejores intenciones”. Y señala: “Queda este testimonio de un desengaño. Ojalá que al menos estas letras sirvan para aprender una lección”.

Jean Paul Sartre solía decir que “como todos los soñadores”, él “confundía el desencanto con la verdad”. Hugo José Suárez en un soñador, pero qué bueno que haya soñadores, porque son los sueños los que mueven la historia. Lo que vivió Hugo José Suárez, como muchos bolivianos, no fue un desencanto, sino el descubrimiento de una verdad. En todo caso, y es bueno recordarlo, las

desilusiones siempre dan paso a cosas mejores.

(Texto leído en la presentación del libro El Desencanto)

Página Siete – 16 de mayo de 2021

Ángel Tórres – Contexto histórico del periodismo boliviano

El periodista e historiador Robert Brockmann, autor del exitoso libro El general y sus presidentes y del recién editado Tan lejos del mar, dice que “en cada periodista hay un historiador en potencia”. El periodista escribe la historia del día y el historiador, en opinión de Brockmann, “sólo va un poco más atrás” para contarnos el pasado. Y así ocurre en el caso del autor de “Contexto histórico del periodismo boliviano”. Ángel Tórres aborda la historia desde su oficio de periodista, al estilo que recomienda Brockmann de tratar los hechos históricos como si fueran reportajes de actualidad (1).

Con un estilo ágil y fluido y un lenguaje conciso y directo, propios del periodismo, pero al mismo tiempo con el rigor que debe caracterizar a toda investigación histórica, Ángel Tórres nos transporta desde los albores de la Independencia hasta nuestros días a través de los medios impresos, para demostrar, una vez más, que la prensa es espejo de la sociedad, a la que interpreta y proyecta en el proceso histórico. Y así su trabajo nos permite registrar los agitados pasos de la vida nacional, desde la aparición de El Cóndor de Bolivia, el primer periódico de la época republicana, hasta La Patria de Oruro y El Diario de La Paz, los centenarios decanos de la prensa boliviana todavía vigentes.

En pequeñas crónicas, viñetas casi autónomas, que muy bien podrían leerse de manera independiente, aunque enlazadas en el tiempo histórico, Tórres nos relata la vida y muerte de periódico emblemáticos, como El Iris de La Paz, que sustentó al gobierno de Santa Cruz; La situación, un ejemplo de la “máxima abyección y el más bajo nivel” del periodismo al servicio de un dictador, en este caso Mariano Melgarejo; o La calle, el diario en que el Augusto Céspedes, Carlos Montenegro y otros intelectuales fraguaron la doctrina y la militancia del “nacionalismo revolucionario”.

En ese mismo estilo, el autor nos cuenta las enconadas lides políticas que dieron marco –casi sin excepción– a las diversas épocas del periodismo boliviano y que, en muchos casos, tenían como campo de batalla a las propias redacciones de los periódicos, sean oficialistas u opositores, con su secuela de secuestro y “empastelamiento” de ediciones, clausura de imprentas, prisión y destierro de periodistas, cuando no de fusilamientos. Y de pronto, como relata con mucho sentido del humor, uno que otro “lance de honor” entre gobernantes y editores ultra honorables o súper ofendidos, por aquello de que “nadie puede escribir como periodista lo que puede sostener como caballero”.

A diferencia de otros historiadores, Tórres ubica el desarrollo del periodismo boliviano en el marco histórico, contextualizando su evolución en el devenir político, económico y social del país. “Nuestro periodismo nace con la República” y con la “introducción tardía de la imprenta” en el Alto Perú, nos dice, en abierta discrepancia con quienes ven el origen de nuestra prensa en lo que el propio Tórres describe como simples “papeles anónimos escritos a pulso” que recogieron las protestas contra los excesos de la Corona en las postrimerías de la Colonia.

Tórres divide la historia del periodismo boliviano en cinco períodos: 1) El cívico independentista patrio, que ubica entre la fundación de la República y los primeros motines cuartelarios; 2) la etapa de la afirmación de la nacionalidad y la prensa estatista, que se desarrolla bajo la administración del Mariscal Santa Cruz; 3) el período de los caudillos militares, en el tercer cuarto del siglo XIX, que el autor caracteriza como “paternalista estatal y de prensa caudillesca”; 4) la época de la consolidación de los partidos políticos, y finalmente, 5) el período empresarial-industrial, durante el cual la prensa adquiere su actual fisonomía.

A diferencia de la monumental historia de Eduardo Ocampo Moscoso (2), a la que tiene como una de sus fuentes, el libro de Ángel Tórres es un manual didáctico, un texto de lectura fácil, útil y recomendable para estudiantes de Periodismo y Comunicación y para todos aquellos interesados en acercarse a la historia del periodismo boliviano, pues se trata, como bien dice el autor, de una “relectura” de la historia boliviana en función de la evolución de su prensa. Otra ventaja de escribir historia desde el oficio periodístico.

Conocí a Ángel Tórres hace 50 años, en las postrimerías del “doble sexenio” del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y en vísperas del golpe que daría inicio a un largo ciclo militar, cuando el autor del libro se desempeñaba como redactor político de El Diario y yo hacía mis primeras armas como reportero de Radio Fides, en una época –la década de los 60– en que el mundillo del periodismo político se concentraba en la Sala de Prensa del Palacio de Gobierno. Más tarde, en marzo de 1967, tuve la suerte de toparme con él camino a Camiri, en la que sería la más extraordinaria aventura periodística de nuestra época, la guerrilla del Che Guevara.

Ángel publicó en La Patria de Oruro un testimonio de aquella aventura (3). Se trata de una foto en la que aparecemos ambos con el uniforme de las tropas Ranger, un uniforme que tuvimos que vestir como condición para entrar al campamento de Ñancahuazú poco después de su ocupación por las tropas del Ejército. La foto es de alguna manera histórica dentro del periodismo –por eso la menciono en esta ocasión–, porque demuestra que hace cinco décadas ya hubo en Bolivia “periodistas empotrados” –como se los denomina actualmente– en las filas de un ejército en guerra. La presencia de reporteros uniformados dentro de las tropas estadounidenses que invadieron Irak en marzo de 2003 desató una gran polémica a nivel mundial y abrió un debate todavía no resuelto sobre la condición de vestir uniforme que imponen los ejércitos a los informadores para aceptarlos en las misiones de guerra. Las organizaciones de periodistas rechazan esta imposición por razones éticas y reclaman su derecho a acoplarse a las tropas vestidos de civil.

Este y otros temas vinculados a la cobertura periodística de los conflictos armados ya eran tema de discusión de los periodistas bolivianos en aquella época. Pero no eran los únicos. Recuerdo que ya entonces, en las largas y tediosas noche del pequeño Hotel Berlín de Camiri, donde teníamos nuestro centro de operaciones, Ángel Tórres gustaba de explayarse sobre la historia de Bolivia y veía la guerrilla del Che como un nuevo eslabón de la trágica historia nacional.

La afición de Tórres a la historia no es nueva. Nace, precisamente, de su vocación de periodista, del afán de investigación que mueve a todo reportero y que se cristaliza ahora en este nuevo libro.

Notas

(1) Robert Brockmann: Somos y seremos gente de tierra adentro. Nueva Crónica (1era. Quincena de mayo 2012).

(2) Eduardo Ocampo Moscoso. Historia del periodismo boliviano. Librería Editorial Juventud (1978).

(3)  “Gato Salazar”, de la guerrilla del “Che” a la insurgencia zapatista. La Patria de Oruro (2 de octubre de 2011).

Journal de Comunicación Social – No. 4 – Mayo de 2017

Contadores de historias

El periodismo nació para contar historias. “¿En qué consiste ser periodista? ¿Qué necesito hacer?”, preguntó el joven Mark Twain a su primer director cuando decidió ganarse la vida como reportero después de probar suerte en otros oficios. “Salga a la calle, mire lo que pasa y cuéntelo con el menor número de palabras”, le respondió el experimentado editor. Es lo que hizo el novel periodista y futuro escritor a partir de ese momento. Mirar lo que ocurría en la calle y describir los hechos de los que era testigo. El periodista es un contador de historias. Mirar y contar está en la esencia del relato periodístico, porque las noticias satisfacen un instinto básico del hombre, el instinto de estar informado.

John Carlin, un “contador de historias” de profesión que ha recorrido medio mundo como corresponsal o enviado especial de varios medios ingleses, solía decir que, en realidad, el oficio más antiguo del mundo es el periodismo, no otro, porque nació en la época de las cavernas, cuando un miembro de la tribu narraba a sus familiares y compañeros la aventura de la última caza de mamuts. El hablador, protagonista de la novela homónima de Mario Vargas Llosa, era un “contador historias” que recorría las tribus primitivas de la Amazonía llevando las novedades que recogía de las comunidades que visitaba.     

Y si el periodismo nació para contar historias, el formato que adoptó desde épocas tempranas fue el de la crónica. El diluvio universal que relata el Génesis, escrito en el siglo V antes de Cristo, es la crónica de una catástrofe natural, un texto magistral de apenas 650 palabras. Y crónicas son los evangelios que recogen la vida de Jesús. El evangelio de la multiplicación de los panes y los peces, de escasas 200 palabras, podía haber sido un reportaje dominical de haber existido un periódico en los tiempos de Marcos. Como dice el escritor mexicano Juan Villoro, Lucas, “el más narrativo” de los cuatro evangelistas, actúa como un verdadero reportero: “Reúne las piezas de un mosaico disperso a partir de múltiples declaraciones y del testimonio de un testigo”.

También miraba, escuchaba y contaba lo que veía y oía el “Padre de la Historia”, Herodoto, quien muy bien podría ser inscrito en los anales del periodismo como el primer “corresponsal viajero” de que se tenga memoria.

Ver y contar la vida, recrear la realidad con el asombro de quien la observa por primera vez, armar “las piezas de un mosaico disperso”, es el afán del periodista. Y es lo que hace Karen Gil en la colección de relatos del presente volumen. Retorna al origen y a la esencia del oficio no sólo para contarnos las alegrías y pesares de un puñado de heroínas anónimas, sino para rescatar, como apunta el título, los sueños de sus protagonistas, porque, al fin y al cabo, la ficción es el mejor camino para narrar lo que todavía no ha ocurrido.

El truco del buen reportero consiste en mirar donde nadie mira, porque es allí donde se encuentran las mejores historias. Karen sabe que toda buena historia pide ser contada antes de nacer y vuelca su mirada donde nadie lo ha hecho, pone ojos y oídos en detalles desapercibidos para otros. Y como buena cronista se entromete en la vida –y la piel- de sus personajes para armar la trama de su narración.

Así nos cuenta cómo “la fuerza del miedo” impulsó a Bertha, la cholita aymara de “cuerpo robusto, ojos risueños y mejillas ruborizadas de una niña traviesa”, a vencer el acoso político de la que era víctima en la alcaldía de Collana, o cómo Luna encontraba en el espejo la identidad que su cuerpo le reclamaba y que la sociedad le negaba; cómo Daniela convocaba la libertad añorada con dos pequeñas alas tatuadas en los omoplatos, o cómo Adela, la nonagenaria con cuerpo de niña y “tantas arrugas como sus recuerdos”, es capaz de correr los 100 metros planos en 23 segundos.

Ernest Hemingway, otro “contador de historias”, primero como periodista y después como novelista, solía decir con cierta ironía que de “las 110 reglas” periodísticas “probadas, aprobadas y santificadas” en los manuales de estilo de las redacciones de medio mundo, sólo dos son válidas: “usar frases cortas y emplear un estilo directo, sin rodeos”. Pero la crónica, como también lo sabía Hemingway, requiere de un tono y un ritmo narrativos. Karen no sólo atiende las recomendaciones del bueno estilo periodístico, sino que dota a sus textos de la tensión propia del relato literario, algo característico del género. 

La crónica combina información con elementos de ambiente,  referencias de “color”, citas de los protagonistas, aspectos anecdóticos y detalles de “interés humano”, porque busca recuperar la atmósfera, las emociones y los colores de un hecho que escapan al formato netamente informativo. Karen aborda sus historias desde la perspectiva de quienes la viven o la sufren, mediante descripciones, metáforas y testimonios, en una coral de imágenes y sonidos que dan solidez argumental y elasticidad estilística al texto, sabedora de que la crónica no es la simple interpretación de un suceso, sino la narración creativa del acontecimiento.

Tampoco lo hace de manera anecdótica, sino que analiza y reflexiona sobre los problemas sociales que subyacen en las experiencias cotidianas de sus personajes. Es así que pasa revista a la Ley Contra el Acoso y Violencia Política hacia las Mujeres, al desamparo legal de las trabajadoras del hogar o la ley de identidad de género, para citar  unos ejemplos. Visto de otro modo, bien podría decirse que las historias particulares no son otra cosa que un pretexto para abordar las causas profundas de la exclusión y la marginación.

Tal vez por esta razón es que observa a sus personajes con una ternura conmovedora, tanto al retratarlos como al describir el escenario y las situaciones en que se desenvuelven. Muestra a Luna, la transexual  de “cabello largo color oro, piel morena y ojos cafés oscuros custodiados por pestañas postizas”, asediada por miradas impúdicas que buscan su cuerpo delgado, sus caderas ahora femeninas y “sus senos que tanto le costaron tener”, o a la alcaldesa Bertha, que “sabe que todo el tiempo se mueve en un territorio de hombres”,  donde debe demostrar no sólo sus habilidades políticas y administrativas, sino, “aunque no le guste, jugar con sus reglas”, porque en eso le va la vida. “Te vamos a enterrar viva y quemar la casa de tus papás para que aprendas”, le habían advertido sus enemigos políticos.

Tomas Eloy Martínez dijo alguna vez que los seres humanos pierden la vida buscando cosas que ya han encontrado y que los editores de periódicos siguen buscando cómo seducir a sus lectores, cuando “el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración”. Tal vez esa sea también la solución a la crisis de los medios tradicionales, principalmente la prensa escrita, porque lo cierto es que, para citar otra vez al autor de Santa Evita, “la gente ya no compra diarios para informarse”, sino “para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad”.

No se trata, pues, de qué es lo que se cuenta, sino de cómo se lo cuenta. Para ello nada mejor que volver a los orígenes del periodismo, al periodismo de los “contadores de historias”, como Mark Twain, Ernest Hemingwy y García Márquez. Y es lo que está tratando de impulsar la Fundación Para el Periodismo con sus diversos programas.

Karen Gil  se benefició con uno de ellos. Obtuvo una beca para escribir un libro de no ficción, otorgada por la Fundación Para el Periodismo y el European Journalism Centre (EJC), en su primera convocatoria (2016), con una estancia de un mes en el Carey Institute for Global Good de Nueva York y la participación de otros 12 periodistas del mundo. The Logan Nonfiction Program brindó la tutoría del periodista y escritor Tim Weiner, Premio Pulitzer, quien ayudó a los becarios a delimitar las historias planteadas y a tejer -tanto en la forma como en el fondo- la unidad temática.

Este es el resultado de su trabajo.

Prólogo al libro Tengo otros sueños, de Karen Gil)

Ramona (Opinión) – 2 de septiembre de 2018

Presentación del libro “Elecciones judiciales y Reelección presidencial”

El 12 de febrero de 2014, dos años y cuatro meses después de las primeras elecciones judiciales, el presidente Evo Morales admitió el fracaso de un experimento que su gobierno postulaba como una revolución en materia de justicia. Al inaugurar una Casa de Justicia en Muyupampa, municipio del departamento de Chuquisaca, dijo textualmente: “Yo quiero decir la verdad, aunque algunos se molesten. Creo que en vano incorporamos poncho y pollera en la justicia, no cambia nada”. Reconoció que “la retardación y la corrupción son el cáncer dentro de la justicia” y, dirigiéndose a los operadores de la justicia, dijo que todavía había tiempo para cambiar esta lacra y “de verdad hacer justicia en Bolivia”.

Previamente, el 23 de enero de ese mismo año, al asumir el cargo, la entonces ministra de Justicia,  la abogada Elizabeth Sandra Gutiérrez Salazar, consideró que la elección judicial había sido “un desacierto”. “Vamos a ser autocríticos –dijo-, a veces nos equivocamos. Es una posición personal, hemos podido ver que no está funcionando, yo creo que debería ser bajo méritos que se elija a los miembros del Consejo de la Magistratura, del Tribunal (Constitucional), Supremo de Justicia y Agroambiental, en base a su currículum y no en base al voto; yo creo que ha sido un desacierto. Sin embargo, creo que vamos a tener que trabajar para cambiar este tipo de situaciones”, afirmó entonces.

Quince meses después, el 22 de mayo de 2015, el vicepresidente del Estado, Álvaro García Linera, declaró a una canal de televisión que “un tribunal de justicia huele a azufre”.  “La justicia está muy mal –dijo-, no hay una justicia rápida, barata y que obre en equidad y en legalidad. Se tienen un sistema judicial muy corrupto y lento, es un padecimiento entrar a la justicia y acercarse a un tribunal huele a azufre a diez cuadras de distancia”, señaló textualmente.

Era la época en que el Gobierno promocionaba la cumbre judicial como punto de partida para llevar adelante lo que el mismo García Linera definía como “profundas reformas institucionales” del sistema y el cambio de personal para, según dijo entonces, “deshacernos de los jueces corruptos”.

Un año después, el 27 de enero de 2016, la misma autoridad admitió: “La justicia en Bolivia está podrida, si tiene dinero, le va bien; si tiene tiempo, le va bien; si tiene amigos, le va bien; si tiene la justicia de su lado, no le va bien. Lo que prima por encima de la verdad es el amiguismo, el dinero y la presión, es una vergüenza”.

García Linera aceptó en la ocasión que el Gobierno se había equivocado. “Nos hemos equivocado y ahora queremos enmendar drásticamente, un giro de timón de 180 grados, para que haya una justicia rápida, gratuita y justa”, señaló en el programa “El hombre invisible”. Reconoció que el problema está en la elección de las autoridades judiciales. Dijo que antes se elegían mediante cuoteo político, pero, luego, bajo el actual Gobierno,  se pasó a un cuoteo de organizaciones sociales y que “no había sido (bueno) ni lo uno ni lo otro”.

“Tiene que haber algún tipo de acción política y nuestra propuesta es que se elijan con criterios meritocráticos”, señaló a manera de conclusión.”Vamos a encontrar el consenso entre todos de cuál es la mejor manera de seleccionar jueces, cuál debe ser la calidad de los códigos, cómo debe mejorar la educación, cómo debemos sancionar a quienes rompen la norma; todo esto lo vamos a ver en esta cumbre que tiene que ser operativa”, agregó.

“La justicia está tan mal hoy, que no se puede corregir con pequeñas reformas, necesita un cambio estructural, una auténtica revolución que transforme sus pilares. Hoy no es justa, no es barata y no es rápida”, añadió.

Nada de eso ocurrió

Todo esto debía hacerlo la Cumbre de Justicia, realizada en junio del año pasado en Sucre, pero,  ¿alguien recuerda cuáles fueron las conclusiones de ese evento? Si acaso una sola, que dio lugar a títulos llamativos de la prensa nacional: la propuesta para incorporar la pena de cadena perpetua para los delitos de violación contra niños y niñas seguida de muerte.

Seis años después de las primeras elecciones judiciales y un año después de la famosa cumbre, nos enteramos de que Bolivia se encuentra entre los 10 países con peor justicia del mundo, en el puesto 104 entre 113 países, de acuerdo con el ranking elaborado por la organización internacional Proyecto de Justicia Mundial (WJP), que publica anualmente un Índice sobre el Estado de Derecho.

Bolivia está por debajo de países como Nigeria, Bangladesh y Honduras. Es el penúltimo de América Latina y el Caribe, sólo superando a Venezuela, que ocupa el último puesto del ranking.

El índice toma en cuenta ocho parámetros para calificar el estado de derecho sobre una puntuación que va del 0 al 1: restricciones a los poderes del Gobierno, ausencia de corrupción, transparencia, derechos fundamentales, orden y seguridad, cumplimiento normativo, justicia civil y justicia penal.

¿Y qué dice el Gobierno sobre esta calificación?

El diputado masista Víctor López declaró: “Considero que se trata de una suerte de complot internacional para hacer ver a Bolivia como un infierno judicial. Lamentablemente, creo que estas organizaciones internaciones no toman criterios técnicos sino cuestiones políticas para elaborar sus informes”.

No sólo eso.  Según un informe oficial, en el primer trimestre del año, la cantidad de detenidos en las cárceles, entre preventivos y con sentencia, sumaron 16.613. Se trata del número más elevado de los últimos 16 años de acuerdo a los datos de la Dirección de Régimen Penitenciario publicados por el Instituto Nacional de Estadística (INE). De los 16.613 detenidos hasta marzo de este año, apenas 5.028 tienen sentencia y 11.585 están con detención preventiva. Al comentar estas estadísticas, el ministro de Justicia, Héctor Arce, admitió que, evidentemente, “algo está mal” para que esto ocurra.

¿Qué es lo que ha pasado?  ¿No había reconocido el Gobierno los errores y coincidido con los expertos en el diagnóstico?

Hablando ante un grupo de juristas extranjeros, García Linera dijo en junio pasado que “la justicia está enferma” y requiere de “una nueva pedagogía en la propia sociedad”.

“El mal viene de antes (…)”, así se haga hagamos  20 procedimientos penales, cinco reformas judiciales, cambiemos a todos los personeros de la justicia, barramos con los abogados y vengan otros abogados, vamos a seguir reproduciendo los males de la justicia que hoy por hoy todos las aborrecemos”, declaró.

La pregunta es: si conocemos los errores y acertamos en el diagnóstico, ¿por qué tropezamos ahora en la misma piedra? 

La Cumbre de la Justicia transcurrió sin pena ni gloria. El Gobierno ignoró las propuestas de los expertos y convocó a la gente de siempre, a los representantes de las llamadas organizaciones sociales, desconocedores de la materia.

Los expertos coincidieron que la cumbre fue una oportunidad perdida. “La cumbre judicial ni siquiera ha tratado a fondo, y menos ha dado respuestas, el principal problema de la administración de justicia, que es la falta de independencia de todos los operadores del sistema judicial con relación al poder político; tumor cancerígeno del cual se derivan todos los demás males y defectos del sistema y que tienen de víctima al conjunto de la población boliviana”, resumió el constitucionalista Carlos Alarcón, a quien se ignoró el convocatoria, como a muchos otros experimentados juristas.

Eso sí, la cumbre determinó mantener la elección de altas autoridades del Órgano Judicial por voto popular y la preselección de los candidatos a cargo de la Asamblea Legislativa sin mayores cambios.

Todos conocemos el resultado de esta preselección y estamos en vísperas de una nueva elección de autoridades judiciales, en las que el elector deberá optar de una nómina de candidatos sólo conocidos por su adhesión y lealtad al partido de gobierno.

Pese a las advertencias y a las propuestas formuladas por expertos independientes para implementar una preselección meritocrática sin alterar el mandamiento constitucional, el Gobierno ha optado por la repetición de los métodos y por tanto de los errores, olvidándose de su autocrítica y sus golpes de pecho.

Pero, no sólo eso, resulta que ahora es la oposición la oposición la culpable de los males por impugnar a los candidatos oficialistas.

“La oposición quiere seguir manteniendo en pie la vieja justicia corrupta; creo que la oposición celebra la corrupción de la justicia actual”, dijo García Linera en junio pasado. Apelando al sanbenito antichileno de siempre, agregó: “La oposición como siempre, ha dicho que no debería haber elecciones, parecen chilenos, todo lo que hacen en su vida política, todo es no, todo es no”.

En la era de la posverdad, al Gobierno no le importa cambiar de paso y borrar con el codo lo que escribió con la mano. Si antes era cierto que el poncho y la pollera no habían cambiado nada en la justicia, como dijo el presidente Morales, o que el “cuoteo político” había sido sustituido por el “cuoteo de las organizaciones sociales”, como admitió García Linera, ahora, por la simple magia de la palabra, pretenden hacernos creer que una nueva elección –convocado bajos mismos métodos y parámetros- salvará a la justicia de todos sus males.

No es que los asesores gubernamentales no consulten las hemerotecas para contrastar las declaraciones de antes con las actuales. Si lo hacen, pero los imperativos coyunturales –y no tanto. son otros. Al poder político no le interesa una justicia independiente, porque una justicia independiente va en contra de la hegemonía que pretende mantener. Y menos aún en este momento en que se debate la presidencia vitalicia del Primera Mandatario.

Hace más de dos mil años, el poeta latino Marco Anneo Lucano dijo que la virtud y el poder no se llevan bien. “Aléjese de los palacios el que quiera ser justo. La virtud y el poder no se hermanan bien”, dejó dicho.

Y aquí, como se ha visto en las elecciones de 2011 y en las que veremos ahora, no son precisamente los justos los que se acercan al poder. Es el poder el que se rodea de sumisos para llevar adelante sus propósitos partidarios.

Las elecciones judiciales fueron implementadas para eso. Como recordó el abogado Gonzalo Mendieta Romero, en su origen no están ni Fausto Reinaga ni René Zavaleta, sino Rousseau y su país de origen, Suiza, y  los asesores españoles de la fundación anticapitalista Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) que participaron en la redacción de la Constitución.

“Parece que la idea era cambiar de sucursal europea, no desarrollar pensamiento propio. De esto el Viceministro de Descolonización no se queja. El salto intelectual al vacío de las elecciones judiciales nació de un razonamiento elemental: la felicidad pública estaría garantizada si el poder constituyente mandara siempre y eligiera magistrados. No se preguntaron cómo reclutar a los mejores, cómo asegurar su independencia y que no se sometieran al poder prevaleciente o a la platita”, escribió Mendieta Romero.

Mendieta Romero cita un documento del consultor valenciano Martínez Dalmau, difundido por la vicepresidencia en 2009, en el que sostenía: “En el caso boliviano, ni se va a ir por la gerontocracia ni por la designación por el Presidente de la República o el Parlamento, se va a ir por la designación directa del pueblo, el pueblo va a decidir qué magistrados van a formar parte del tribunal constitucional, viendo sus currículums, sus trayectorias, sus publicaciones, y van a votar si quieren que tal persona esté o no (…) Eso van a poder hacer ustedes con el nuevo proyecto de constitución cuando pase a ser constitución. Eso no existe en ninguna parte del mundo. Otros aspectos que no existen son, por ejemplo, la elección de los miembros de la Corte Suprema de Justicia (…)”.

Y esto es lo que hizo que el gobierno anticolonial de Evo Morales, aceptar el consejo de unos asesores extranjeros.

Pero el problema no es la elección como tal, sino, en este caso, la preselección, que ha sido espuria, bajo el control del partido de Gobierno, lo que lleva a suponer que los elegidos, como ocurrió en los últimos seis años, actuarán bajo ese mismo control. El  Gobierno impuso a la lista de precandidatos a través de sus dos tercios en la Asamblea sin escuchar las observaciones y pedidos de la oposición.

¿Alguien conoce los méritos profesionales de alguno de los candidatos? Evidentemente, no están los mejores, porque no hubo una selección meritocrática, sino política, y, como dijo el escritor español Francisco de Quevedo, “menos mal hacen los delincuentes que un mal juez”.

Pero, como dije, el asunto no era elegir a los mejores, sino a los leales. Henry Oporto cita en el prólogo del trabajo que hoy presentamos a Luis Pásara, un experto peruano  que estudió la experiencia boliviana. En el libro “Elecciones judiciales en Bolivia: Una experiencia inédita”, Pásara recuerda que “una función importantísima del juez es servir de control sobre el uso del poder. En un gobierno democrático, si usted no tiene una instancia ante la cual pueda reclamar el hecho de que se incurre en una inconstitucionalidad, una ilegalidad, en un abuso de poder de cualquier funcionario, si usted no tiene un juez para esto, ¿podremos hablar de democracia? ¿qué democracia es una en la que usted no tiene el derecho a reclamar lo que es un derecho?, se pregunta Pásara.

Y éste es el quid de la cuestión.

Resulta paradójico que el magistrado que más obtuvo en las elecciones de 2011, en las que los votos nulos y blancos superaron a los válidos en una proporción de 60 a 40%, haya sido expulsado del Tribunal Constitucional Plurinacional por actuar de manera independiente. Gualberto Cusi Mamani, quien obtuvo el 15,70% de la votación, se opuso a la re-reelección de Evo Morales, cuando el Tribunal Constitucional “interpretó” que los períodos anteriores a la aprobación de la Constitución, reconocidos en un artículo transitorio, no contaban parea la nueva era masista.

Evo Morales no podía ser candidato en las elecciones de 2014 no sólo porque se lo prohibía la Constitución, sino porque él mismo había empeñado su palabra. Pero se ve que eso no cuenta.

Y en este caso también conviene repasar la hemeroteca.

Una semana antes del referéndum, el 15 de febrero del año pasado, cuando se sentía ganador, el presidente Morales declaró: “Si el pueblo dice ‘no’, ¿qué podemos hacer? No vamos a hacer golpe de estado. Tenemos que irnos callados”.

El 22 de febrero, un día después del referéndum, Morales declaró textualmente: “Aunque con un voto o con dos votos va haber un ganador, eso se respeta. Esa es la democracia“. Dos días después, el 24, señaló: “Quiero decirles que respetamos los resultados, es parte de la democracia”.

Pero miren lo que declaró el Vicepresidente al diario El Deber hace tres semanas: “En verdad, lo que hubo es un empate. Han ganado por 70 mil votos, eso no es ganar, eso es empatar… “

¿No era que el gobierno aceptaba la victoria del No incluso por uno o dos votos? Ahora resulta que no hubo victoria del No, que hubo un empate, y como hubo empate, el pueblo debe desempatar. ¿No era que si ganaba el No se iban callados, porque de lo contrario era protagonizar un golpe de estado?.

Sobre esta posverdad –la derrota que se convierte en empate- el gobierno pretende construir la “verdad” –entre comillas- del supuesto “derecho humano” del presidente a la reelección vitalicia. 

En el excelente trabajo que hoy presentamos, el constitucionalista José Antonio Rivera demuestra que el  resultado del proceso de selección de los candidatos de este año no ha sido cualitativamente mejor que el de 2011,ya que los aspirantes “no han sido seleccionados en razón de su idoneidad y probidad”, sino por su “afinidad política con los gobernantes de turno”.

También nos dice que, “si se toma en cuenta que una de las causas de la crisis judicial es la ausencia de independencia de los jueces y magistrados debido a la excesiva injerencia política”,  la elecciones judicial del próximo domingo “no es una solución a la crisis”, sino que, por el contrario, la profundiza, como ocurrió en los últimos seis años.

Y es que en realidad, agrega, “la finalidad que persigue el oficialismo” es “lograr la reelección indefinida del Presidente y Vicepresidente del Estado”, como ha quedado demostrado con la Acción de Inconstitucionalidad Abstracta planteada ante el Tribunal Constitucional para que declare inaplicables los artículos 156, 168, 285 y 288 de la CPE.

“…resulta evidente –dice Rivera- que el régimen político pretende consolidar un sistema judicial sumiso para que la jurisdicción ordinaria no ejerza un efectivo control de legalidad sobre los actos administrativos y sea efectivo en la persecución de los líderes cívicos, sindicales, sociales y políticos”, y consolidar “una jurisdicción constitucional sumisa para que no otorgue protección a los derechos de las víctimas de la persecución política, para dar validez constitucional a actos, decisiones o disposiciones legales o reglamentarias que contradicen a la Constitución”.

Sobre aviso, no hay engaño.

La Paz, 27 de noviembre de 2017.