“A la guerra en taxi”

Juan Carlos Salazar del Barrio

Stephen King dijo alguna vez que “en lo que concierne al pasado, todo el mundo escribe ficción”. Paul Auster opinaba en el mismo sentido. “En el mundo real –escribió– nos ocurren cosas que se parecen a la ficción. Y si la ficción resulta real, entonces quizás debamos reconsiderar nuestra definición de realidad”. 

No es raro, pues, que, al ver la tapa y leer el título de mi reciente libro, A la guerra en taxi (Plural), un conjunto de crónicas sobre los conflictos armados que me tocó cubrir a lo largo de mi carrera profesional, algún lector piense que está ante una novela, como ya me lo han dicho. 

Yo mismo escribí en el epígrafe de mi libro de cuentos, Figuraciones (Plural, 2021), que “la ficción cobra vida y recupera certezas cuando la imaginación desvela lo que la realidad oculta”. Dándole la vuelta a la idea, bien podría decir que es la realidad la que cobra vida al cabalgar en la ficción. Y nada más parecido a la ficción que la realidad latinoamericana, la de antes y la de ahora.

Parece de cuento la anécdota que da lugar al título de mi libro. Me ocurrió durante mi primera visita a El Salvador para cubrir la guerra civil. Después de acomodarme en la habitación del hotel, un hotel que servía de búnker a los enviados de la prensa mundial, bajé al vestíbulo y salí a la puerta para ver si me encontraba con algún colega.

Allí estaban estacionados varios taxis a la espera de pasajeros. Uno de los taxistas se me acercó y me preguntó. “¿Es usted periodista?” Sí, le respondí. Y a continuación me hizo una invitación: “¿Quiere ir a la guerra?”.

El Salvador es un país muy pequeño, de apenas 21.000 kilómetros cuadrados –la mitad de Oruro–, y claro, como me dijo un diplomático argentino, los frentes de batalla estaban “a un tiro de distancia” de la capital. Nunca mejor dicho.

Años después, al abordar un taxi en el aeropuerto de la capital de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez, rumbo a San Cristóbal de las Casas, para cubrir el alzamiento indígena zapatista, el chofer me sorprendió con la misma pregunta: “¿Periodista? ¿Va usted  a la guerra?”. 

Era la segunda vez que me desplazaba al escenario de un conflicto armado en un medio de transporte eminentemente citadino. Y es que en los años de fuego, la guerra y el taxi eran “parte del paisaje urbano”, como me dijo el periodista y poeta argentino Juan Gelman, enviado del diario Página 12 de Buenos Aires, cuando le comenté las anécdotas.

Durante una de mis visitas a El Salvador, escribí una crónica que reproduzco en el libro sobre la geografía de la guerra.  

Chalatenango –el principal escenario– es una palabra de origen náhuatl. Proviene de “shal”, que significa arena, “at”, agua, y “tenan”, muro. Chalatenango significa “muro de agua y arena”. Suchitoto, otro de los escenarios,  es el “lugar del pájaro flor”. Viene de “shuchit” (flor) y “tutut” (pájaro). Perquín, vocablo lenca, es el “camino de brasas”. El cerro San Vicente o Chichontepec, una montaña de dos picos, tiene también un nombre sugerente: “Cerro de las dos tetas”. Guazapa, el volcán, es la “peña sonora”.

La geografía de la guerra salvadoreña era un poema, pero el conflicto la convirtió en un infierno y ahogó los nombres de sus montañas, valles y cañadas en un baño de sangre.

Ni qué decir de la geografía de Chiapas. Los cerros que rodean a la hermosa ciudad colonial de San Cristóbal de las Casas, tienen nombres sonoros, como Tzontehuitz, Huitepec y Mitzitón. Es una región bañada por ríos y arroyos de cursos poéticos, como “Peje de Oro” y “Ojo de Agua”. 

¿Cómo conciliar tanta poesía con la brutalidad de la guerra? ¿Cómo no escribir una novela en lugar de una crónica periodística? La tentación era grande.

Como escritor y periodista, yo admito muchas influencias, de escritores y periodistas, a quienes he leído desde siempre. 

En el caso de mi libro, reconozco la de John Dos Pasos, el autor de USA, una hermosa trilogía sobre la Gran Depresión americana. En Paralelo 42, 1919 y El Gran dinero, los títulos de la trilogía, Dos Pasos utiliza varios géneros para montar una verdadera sinfonía de la sociedad estadounidense de la época. Utiliza la crónica, la semblanza e incluso la noticia, en una estructura maravillosa. Y, claro, también la ficción, con la historia novelada de los personajes de su obra.

La estructura de mi libro incluye igualmente crónicas, semblanzas y algunas viñetas, a manera de postales, para describir hechos, escenarios y personajes. Pero, claro, falta la ficción, aunque mis lectores dirán que muchos de mis personajes son producto de la imaginación antes que de la realidad. 

Al comentar mi libro de semblanzas Semejanzas (Plural, 2018), una colega me preguntó por qué todos mis personajes eran positivos. Yo le respondí que no se me daban los negativos. Pero en este libro intenté retratar a los “malos de la película” de la época. Espero haberlo logrado.

Escribí la semblanza del represor con nombre de santo que creó su propio infierno, la del brujo que organizó la banda paramilitar más siniestra que conoció América Latina, la del “malavida” que se jactaba de haber sido el “secretario general” del Plan Cóndor en Bolivia, la del pastor evangélico de la Biblia y la ametralladora que arrasó las comunidades indígenas de Guatemala en nombre de Dios. 

Y, claro, por el libro desfilan los sátrapas, los profetas y los redentores que poblaron el continente en el siglo pasado; y los redentores que derrocaron a los sátrapas para imitarlos cuando llegaron al poder.

Hay guerras y guerras. Desde la guerrilla urbana, como la que se libró en Argentina, hasta la guerra civil salvadoreña, pasando por la insurgencia indígena zapatista de Chiapas y las operaciones de “tierra arrasada” ejecutadas por los militares guatemaltecos contra las comunidades indígenas. Está la del Che en Bolivia o la que libraron los cubanos contra el hambre. O las invasiones extranjeras o la que declaró el terrorismo yihadista a Occidente.

Pero, la guerra es la guerra, llámese “sucia”, como la de los militares argentinos, o “santa”, como la que decían librar los generales anticomunistas centroamericanos. Todas las guerras son sucias, ninguna es santa. Es el mismo conflicto, con diferentes rostros. 

A todas ellas me refiero en mi libro. Y también a la paz, porque la guerra y la paz son el anverso y reverso del mismo drama humano. Y la paz, como el hambre, tiene cara de hereje. Logra reconciliar a enemigos irreconciliables al sentarlos en una misma mesa, como ocurrió en El Salvador y Guatemala.

Escribo “crónicas desarmadas”, como dice el subtítulo, porque aludo a guerras olvidadas, a causas traicionadas, a banderas arriadas y –como en toda guerra– a un inútil derramamiento de sangre. 

Basta ver lo ocurrido en Centroamérica. Con la paz llegó la democracia, con elecciones libres y alternancia en el poder, pero no la solución de los problemas estructurales que dieron origen a los conflictos armados de la época. La dictadura retornó a Nicaragua, con la reelección eterna de Daniel Ortega desde 2006, y la violencia delincuencial de los “maras” sustituyó a la violencia política en El Salvador y Guatemala.  

Durante la guerrilla del Che, hace 55 años, utilicé el telégrafo Morse para trasmitir mis crónicas;  en El Salvador, en los años 80, tuve en mis manos un extraño artilugio, la texi de Olivetti, antecedente de la laptop, que en realidad era una máquina de escribir con una pequeña pantalla, donde cabían cinco líneas, con dos ventosas que se conectaban al auricular del teléfono para la transmisión de los datos. 

Chiapas vio llegar a los “corresponsales modernos”, con una laptop, un celular en la cintura e incluso un teléfono satelital a manera de mochila.

Del telégrafo Morse al Internet pasaron menos de 40 años. Las historias sobre la guerrilla del Che se difundieron por el mundo a golpe de teletipo y en “spots” filmados con cámaras de cine de 16 mm, que llegaban a las teleaudiencias con un retraso de más de 24 horas. 

A pesar de los adelantos tecnológicos posteriores, ni la guerra civil centroamericana ni la rebelión zapatista tuvieron la difusión “en vivo y en directo” de los conflictos armados actuales, como lo que vimos en la Guerra del Golfo y lo que estamos viendo ahora en Ucrania.

Y no es la única diferencia. La cobertura de siete meses de la guerrilla del Che costó a mi agencia ¡500 dólares!, una suma que hoy probablemente apenas alcanzaría para pagar los viáticos de un día de un corresponsal de guerra en Europa o el Medio Oriente… ¡O la tarifa de un taxi para cruzar la frontera de dos países en llamas!

Los tiempos han cambiado. También los periodistas. Y las guerras no son lo que eran.

https://www.opinion.com.bo/articulo/ramona/a-la-guerra-en-taxi/20230429212411905651.html

Ramona – Opinión – 30 de abril de 2023

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