Cincuenta años después: “La guerrilla que contamos”

Gloria Helena Rey, Especial para EL TIEMPO

No siempre se tiene la suerte como reportero de vivir momentos únicos en la historia de un país y, mucho menos de una región, pero los periodistas bolivianos Juan Carlos Salazar, José Luis Alcázar y Humberto Vacaflor recibieron ese regalo del destino y acaban de publicar ‘La guerrilla que contamos’, narración de sus vivencias en el cubrimiento de la guerrilla que comandó en Bolivia el guerrillero argentino-cubano Ernesto Che Guevara, hace 50 años.

El hecho marcó la historia de Bolivia y la de América Latina, donde la figura del Che sigue siendo un ícono, como en el resto del mundo. El famoso retrato que le hizo al Che el fotógrafo cubano Alberto Korda, en 1960, y cuyas reproducciones se ven hoy en universidades públicas y privadas del continente y en toda clase de suvenires.

El libro cuenta, sin apasionamientos, lo escrito en la piel de nuestro continente por el Che y su proyecto de vida, que siguen vivos en nuestra historia.

Después de medio siglo de su muerte, el mito pervive porque lo sucedido en Bolivia se mantiene como un secreto de Estado, que solo se revelará cuando se den a conocer archivos confidenciales de Cuba, la ex-URSS, algunos de la CIA y del ejército boliviano.

El relato de 280 páginas, editado por Plural Editores, agotó dos ediciones en dos meses. Incluye documentos y fotos inéditas de personalidades de la talla del filósofo y escritor francés Régis Debray (exconsejero del presidente François Mitterrand), detenido por el ejército boliviano en la población de Muyupampa tras reunirse con el Che, en 1967, después condenado a 30 años de cárcel, bajo el régimen presidencial del general René Barrientos (1964-1969), y finalmente amnistiado y liberado en el gobierno del presidente Juan José Torres, en 1970.

Figuran también la famosa periodista italiana Oriana Fallaci y la modelo Michèle Ray, esposa del famoso director de cine franco-griego Costa Gavras, entre muchos otros.

Juan Carlos Salazar, uno de los autores de ‘La guerrilla que contamos’, a quien EL TIEMPO entrevistó, comenzó a escribir sobre el Che y su guerrilla boliviana cuando tenía apenas 21 años y hacía el cubrimiento para las Agencias de noticias Fides y DPA. Debray, como Fallaci, le escriben a Salazar con cariño, recordándole su aprecio y resaltando sus cualidades como la de “… todos los que luchan con honradez desde adentro…”, como le dice Debray, o la divertida nota en la que Fallaci se suscribe como “tu devotísima y nunca consumada amante”.

Alcázar y Vacaflor, los otros dos autores del libro, trabajaban en la época para el periódico Presencia.

Salazar fue el primero en llegar a la zona de conflicto en marzo de 1967. Él cubrió la detención y juicio de Debray y del argentino Ciro Bustos, miembros de la red subversiva guevarista.

Alcázar dio la primicia mundial de la captura del Che “vivo y herido” el 8 de octubre de 1967. Y Vacaflor, expulsado dos veces de la zona militar e incluso amenazado con un juicio tras ser acusado de formar parte de la campaña para la liberación de Debray, fue quien reveló el robo de los diarios del Che, años después.

Los tres fueron enviados por sus respectivos medios hace 50 años a la zona del río Nancahuazú, en el departamento de Santa Cruz, días después de que las autoridades bolivianas informaron del primer combate entre los militares y la guerrilla.

Alcázar también fue el único reportero que estuvo presente en las operaciones militares contrainsurgentes de la época y el primero en descubrir la farsa montada por Barrientos sobre la supuesta muerte en combate del Che, pues, además, tocó su cadáver en la lavandería del hospital de Villegrande, donde fue llevado después de la ejecución y notó que aún todavía estaba tibio. “Sentí un escalofrío, un estremecimiento. Aún estaba caliente”cuenta en el libro. También fue el primero en comprender, después de hablar con los soldados que custodiaban al Che, que no solo fue ejecutado por Mario Terán, sino que fueron tres los militares que participaron en su asesinato.

Reportaje del reportaje

Reportaje del reportaje

“Todo acontecimiento periodístico tiene dos historias –precisa Salazar–: la que uno cuenta a sus lectores y la que vive para contar ese hecho. Este libro cuenta los entretelones de esa cobertura. El libro está dividido en tres partes, cada una de ellas escrita por uno de los coautores. El título de mi parte, ‘Entre guerrilleros escurridizos, censores militares y atractivas espías’, da una idea de su contenido”.

Señala que su colega José Luis Alcázar, el único periodista que participó en combates, y quien tocó la mano del Che, minutos después de su ejecución.

“A las cinco de la tarde llegó el helicóptero con el cadáver del Che. Ahí estaba el cuerpo del guerrillero, envuelto con una frazada o cobija militar. Un círculo de soldados resguardaba el helicóptero, evitando que la muchedumbre, que se había dado cita en la precaria pista, se acercara a la nave. Ahí estuve. A mi lado, un agente de la CIA, el cubano Gustavo Villoldo, alias capitán Eduardo González. Villoldo rompió el cerco militar y yo aproveché y juntos corrimos hacia el helicóptero. Mientras Villoldo-González levantaba la cobija para ver el rostro y jalarle la barba y decirle: “¡Por fin has caído!”, yo vi una de las manos del Che que aparecía a un costado de la improvisada camilla en el patín del helicóptero. La tomé y sufrí un escalofrío, un estremecimiento. Estaba caliente. Había muerto recién…”, explica Alcázar en el libro

Sobre el filósofo Debray, dado por muerto por el gobierno de Barrientos, se cuenta que Hugo Delgadillo, reportero y colega de los autores del libro, le salvó la vida. Delgadillo envió a La Paz una imagen de Debray y otros detenidos, la cual fue publicada por el diario ‘Presencia’, provocando un escándalo y una campaña mundial por su liberación, en la que intervinieron el presidente Charles de Gaulle, el papa Pablo VI, el filósofo Jean-Paul Sartre y el novelista André Malraux, entre otros.

Para Salazar, esa foto sentenció a muerte al Che, pues, tras ese incidente Barrientos decretó una guerra de ejecuciones, sin prisioneros, contra la guerrilla.

Por eso, al ser capturado el 8 de octubre de 1967, el Che fue ejecutado por los militares al día siguiente en la pequeña localidad de La Higuera, departamento de Santa Cruz, y sus restos enterrados en secreto en Villegrande, a 60 kilómetros de allí y solo encontrados 20 años después, tras innumerables investigaciones.

Vacaflor, el otro autor del libro, cuenta cómo lo persiguió el fantasma del Che hasta Londres, donde fue convocado por la empresa rematadora Sotheby’s para que certificara la autenticidad del diario de Guevara, que pretendía rematar por encargo del militar que robó el documento.

Reflexión

Reflexión

‘La guerrilla que contamos’ es, también, una reflexión sobre lo sucedido y las consecuencias políticas de la guerrilla en Bolivia, que polarizó y radicalizó a la juventud de la época. Porque sin la acción del Che no se explican los gobiernos progresistas de los generales Alfredo Ovando Candia (1969/70) y Juan José Torres (1970/71), quienes combatieron al Che y, según los testimonios, decidieron su ejecución.

Ovando era Comandante en Jefe de las FF. AA. y Torres Jefe del Estado Mayor. La guerrilla polarizó a la sociedad boliviana y radicalizó a muchos sectores sociales, pero también permeó al Ejército, que se sintió interpelado por las injusticias económicas y sociales que agitó el Che como banderas.

“Ovando tomó el poder en septiembre de 1969, nacionalizó el petróleo (Gulf Oil Company) y prometió una nueva revolución. Cuando la derecha militar intentó derrocarlo”, explica Salazar.

En el caso de Torres, afirma que hizo un gobierno más de izquierda. “Bajo su mandato se reunió la Asamblea Popular, conocida como el Sóviet boliviano, una suerte de parlamento integrado por obreros, campesinos y estudiantes que intentó disputarle el poder. Ante la radicalización, el coronel Hugo Bánzer Suárez lo derrocó en un golpe el 21 de agosto de 1971”.

La polarización no fue solo en Bolivia. En Perú gobernaba otro militar de izquierda, Juan Velasco Alvarado (1968/75) y en Chile Salvador Allende (1970-73). “Fue el signo de esos tiempos”, recuerda.

Anota que ni la guerrilla del Che ni otras que nacieron en los 60 y 70 cambiaron en algo la opresión de los pueblos de América Latina, pues “tuvieron como correlato las dictaduras militares, con su dramáticos saldos de torturas, asesinatos, desapariciones y descabezamiento de las izquierdas y movimientos populares, sino porque muchas de sus reivindicaciones sociales siguen vigentes, a pesar de que algunos líderes políticos, como el presidente Evo Morales, se reclaman como seguidores del Che”.

Desmitificaciones El libro desmitifica parte de la historia oficial respecto de la figura del Che y de la guerrilla que comandó en Bolivia. Por ejemplo, su categorización como estratega político y militar. Alcázar desmenuza los fracasos militares del argentino, quien llegó a Bolivia después de su primer gran descalabro político militar en el Congo en 1965, a donde fue enviado por Fidel Castro para establecer, en el corazón de África, una plataforma contra “el imperialismo yanqui” y “el neocolonialismo continental”.

No pudo. ¿Por falta de preparación, por conocimiento superficial de la situación o desconocimiento de la mentalidad de población o todo a la vez? Igual pasó después en Bolivia. “El Che no entendió el contexto político y social boliviano al elegir el país como escenario de su lucha y tampoco pudo hacer frente a la estrategia militar”, dice Salazar.

Él y Alcázar coinciden en asimilar los dos experimentos como fracasos. En Bolivia encontró a campesinos con los que nunca logró establecer la relación esperada.

“Desde el punto de vista militar, el Che vivió en la selva 337 jornadas de penurias, acosado por el asma, el hambre, las diarreas y las calenturas; aislado, cercado y perseguido por las tropas del Ejército”, escriben en su libro.

Quedó consignada en el diario del Che: “Sigue sintiéndose la falta de incorporación campesina”.

“Desde las primeras semanas de la campaña, también había perdido todo contacto con la incipiente red urbana, que nunca llegó a funcionar, e incluso con La Habana”, se afirma en el libro.

La idea del Che era utilizar Bolivia para crear una escuela, una célula madre de guerrilleros, que se expandirían hacia otros países. Pero los autores recuerdan que menospreció a grupos internos que pudieron apoyarlo dentro de Bolivia, como el Partido Comunista, y subestimó al ejército y al gobierno bolivianos. Se amparó en la supuesta debilidad del gobierno de Barrientos.

En la época de la guerrilla del Che comenzó a escribirse en América Latina, con el apoyo de Estados Unidos, uno de los capítulos más sangrientos de la historia continental con golpes militares, asesinatos, desapariciones y torturas en Paraguay y Brasil en los años 60 y después, en los 70, en Bolivia, Chile, Argentina y Uruguay.

Todo planeado desde la Escuela de las Américas y después, con la creación regional de uno de los procesos represivos más criminales de nuestra historia, la llamada Operación Cóndor, que se articuló en el marco de la Guerra fría global. En esa atmósfera de represión y miedo surgieron las guerrillas como una respuesta política a las dictaduras militares en el Cono Sur, o, como en el caso de Colombia, a la expropiación de las tierras campesinas por terratenientes, en los 60 y 70.

Así se dibujó el mapa de la subversión continental en el que creció la mítica guerrilla de Guevara en Bolivia. “La historia de un gran fracaso”, según el propio Che.

El Tiempo (Bogotá, Colombia) – 9 de noviembre de 2017

A 50 años de la ejecución del Che, un pueblo boliviano lo recuerda como si hubiese sido ayer

Por NICHOLAS CASEY, The New York Times

LA HIGUERA, Bolivia — Irma Rosales, cansada tras décadas de atender su pequeña tienda, se sentó una mañana con una caja llena de fotos y recordó al extraño que hace cincuenta años fue ejecutado en la escuela local.

Contó que su cabello era largo y grasoso, sus ropas estaban tan sucias que podrían haber sido las de un mecánico. Recordó que no dijo nada cuando ella le llevó un plato de sopa poco antes de que se escucharan las balas. El Che Guevara había muerto.

Acaba de cumplirse medio siglo de la ejecución de Guevara, el médico argentino cuyo nombre de pila era Ernesto y que dirigió a columnas de guerrilleros desde Cuba hasta el Congo. Fue un hombre que combatió a Estados Unidos durante la invasión de Bahía de Cochinos en Cuba, el mismo que pronunció un discurso ante las Naciones Unidas y predicó sobre un nuevo orden mundial dirigido por los marginados de las superpotencias.

Su vida brillante solo fue opacada por el mito que surgió con su muerte. La imagen de su barba desaliñada y su boina con una estrella se convirtió en la tarjeta de presentación de los revolucionarios románticos de todo el mundo. A lo largo de varias generaciones, se le ha visto en todas partes: desde los campos selváticos de milicias hasta los dormitorios universitarios estadounidenses.

Sin embargo, los pobladores de La Higuera que vivieron esa época narran una historia mucho menos mítica, que describe un episodio corto y sangriento en el que un rincón olvidado de esta provincia montañosa se convirtió en un campo de batalla de la Guerra Fría.

Rosales recuerda que al poco tiempo de que Guevara y los demás forasteros que le acompañaban aparecieran en el área, con promesas de igualdad, los guerrilleros fueron arrastrados hacia un mar de sangre.

“Fue una tortura para nosotros”, dijo. “Para nosotros, esa fue una época de sufrimiento”.

Y conforme América Latina recuerda la muerte de Guevara, la región también inicia un amplio ajuste de cuentas con los movimientos de izquierda que se inspiraron en este personaje.

Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, la guerrilla más grande que quedaba en la región, este año salió de la selva y entregó las armas culminando una guerra en la que nadie se declaró victorioso y en la que Colombia perdió a más de 220.000 personas.

El movimiento inspirado en el socialismo del difunto presidente venezolano Hugo Chávez condujo a mejoras en la educación y los servicios de salud, pero el país se ha hundido en el hambre, la agitación y un gobierno que algunos tildan de dictadura.

Incluso Cuba, que por años ha vivido con orgullo bajo la bandera revolucionaria que izó Guevara, ahora se enfrenta a un destino incierto a medida que el deshielo que se había alcanzado con Estados Unidos se complica con el gobierno de Trump.

Bolivia es una de las últimas democracias de América Latina donde la izquierda sigue en el poder y es difícil para los movimientos políticos florecer en ese vacío, según uno de los gobernantes del país. “No se puede prosperar ni mantenerse en el tiempo si no se tienen victorias y luchas en otros lugares”, comentó Álvaro García Linera, vicepresidente de Bolivia.

Jon Lee Anderson, quien escribió una biografía de Guevara y fue clave para descubrir sus restos —que escondieron los soldados hasta la década de los noventa— dice que Guevara y la izquierda ya tocaron fondo en otros momentos.

“Pero el Che permanece puro”, agregó. “Es un modelo siempre presente, un icono. ¿Hacia dónde irá en el futuro? Tengo esta idea de que el Che viene y va”.

La desaparición de un revolucionario

Durante sus últimos años de vida, el paradero de Guevara era un misterio para todo el mundo.

Después de que supervisó los escuadrones establecidos después de la victoria comunista en Cuba, y tras un periodo en el que dirigió el banco central de ese país, Guevara se desvaneció en 1965, enviado por Fidel Castro a organizar revoluciones en el extranjero. Lo mandó a una misión fallida en el Congo; después anduvo en distintas casas de seguridad de ciudades como Dar es Salaam y Praga.

“En aquel entonces, se decía que Fidel lo había matado; otros decían que había muerto en Santo Domingo o que estaba en Vietnam”, dijo Juan Carlos Salazar, quien en 1967 era un reportero boliviano de 21 años que buscaba su primer reportaje importante. “Decían que estaba aquí o allá, pero nadie sabía dónde”.

Loyola Guzmán, una revolucionaria que formaba parte de los líderes juveniles comunistas de La Paz, sería una de las primeras personas en saber dónde estaba el célebre guerrillero. Un día recibió un mensaje: se requería de su presencia en Camiri, un pequeño poblado cerca de la frontera de Paraguay. Dijo que no tenía idea del motivo de la reunión.

Guzmán es una mujer de 75 años, pero una foto de enero de 1967 muestra su rostro con el rubor de la juventud, en ropa de trabajo y una gorra, sentada sobre un tronco de un campo selvático donde hacía un calor sofocante. A su lado estaba Guevara.

“Dijo que quería crear ‘dos o tres Vietnam’”, recordó Guzmán, con Bolivia como base de una revolución tanto local como para los países vecinos, Argentina y Perú. Guzmán estuvo de acuerdo con la idea y fue enviada a la capital a obtener apoyo para los revolucionarios y administrar su dinero.

En marzo de 1967, comenzó la batalla.

Salazar, el periodista, supo en días posteriores de ese mismo mes que se habían desatado combates entre el ejército boliviano y un grupo armado, los cuales habían dejado a varios soldados heridos. El reportero fue enviado al área para investigar, pero no estaba claro quiénes eran los guerrilleros, solo se sabía que daban golpes importantes a las fuerzas gubernamentales.

Poco después, se empezó a correr la voz de que el cabecilla podía ser Guevara.

El ejército quería encontrarlo y derrotarlo. Entre los periodistas “todos querían entrevistarlo”, recordó Salazar.

Un pueblo receloso

Aunque Guevara era conocido en todo el mundo, su fama le sirvió poco para granjearse la simpatía de los campesinos bolivianos.

El país ya había pasado por una revolución una década antes, la cual instituyó el sufragio universal y la reforma agraria, además de que expandió la educación. No hay documentación alguna de que, durante el tiempo que Guevara pasó combatiendo en Bolivia, un solo campesino se haya unido a sus filas.

“No lo pensó bien”, dijo Carlos Mesa, expresidente de Bolivia e historiador, quien tenía 13 años cuando Guevara llegó. “Fracasó porque tenía que fracasar”.

Rosales —la mujer que le dio a Guevara el plato de sopa tras su captura— recordó haberse quedado estupefacta un día en La Higuera, poco antes de que Guevara fuera asesinado, cuando uno de sus guerrilleros, Roberto Peredo, conocido como Coco, entró al edificio donde trabajaba y le pidió usar el teléfono.

Ninguno de los pobladores esperaba esa visita, ya que los guerrilleros no tenían buena reputación. Todos los hombres del pueblo habían huido a las colinas, temiendo que los guerrilleros trataran de llamarlos a sus filas.

“Nos decían que los guerrilleros golpeaban a los hombres y violaban a sus esposas, que se llevaban cosas, y por tal motivo nadie les daba la bienvenida”, dijo Rosales.

Rosales recuerda que ese mismo día, el alcalde del lugar le informó a las autoridades que los guerrilleros habían llegado al pueblo.

Cada vez más cerca

Con información como la provista por el alcalde, el ejército comenzó a asediar al grupo de guerrilleros. Entre los que estaban al acecho se encontraba Gary Prado, entonces un joven oficial que había perseguido a Guevara por las montañas durante todo el verano.

Desde su estudio en la ciudad de Santa Cruz, el general jubilado, ahora de 78 años, admitió que el ejército apenas estaba preparado para combatir a una guerrilla en su elemento y en terreno conocido. Sin embargo, pronto comenzó a recibir ayuda con capacitación estadounidense y la llegada de agentes de la Agencia de Inteligencia Central (CIA, por su sigla en inglés), que ansiaban ver muerto a Guevara.

Guevara había sido aclamado por sus tácticas militares en la victoria de Castro en Cuba y escribió un manual, La guerra de guerrillas, que todavía utilizan los insurgentes de todo el mundo como guía. Sin embargo, Prado comentó que el Che estaba cometiendo errores en Bolivia: estableció bases que no podía defender, dividió sus fuerzas y dejó atrás fotos que los soldados estaban usando como pistas.

“Dominaba la guerra de guerrillas”, dijo Prado. “Llegó aquí e hizo todo al revés”.

En la última entrada de su diario, el 7 de octubre, Guevara escribe que se encontró con una vieja que pastoreaba a sus chivas, a quien tomó de rehén para interrogarla acerca de los soldados cercanos. “Se le dieron 50 pesos con el encargo de que no fuera a hablar ninguna palabra, pero con pocas esperanzas de que cumpliera sus promesas”, escribió.

‘Soy el Che’

El 8 de octubre hubo una balacera entre los soldados bolivianos y un grupo de combatientes.

Sin embargo, según Prado, la refriega acabó de manera distinta. Cuando uno de los guerrilleros se rindió, gritó: “No disparen, soy el Che y valgo más vivo que muerto”.

Julia Cortés, ahora de 69 años, recuerda haber escuchado una balacera a la distancia ese día mientras se acercaba a La Higuera, donde daba clases en la escuela local.

Luego de capturar a Guevara, el ejército lo trasladó a esa escuela. El guerrillero apenas y podía hablar cuando Cortés entró a la escuela al día siguiente, el 9 de octubre. Musitaba cosas sobre la revolución, dijo la exmaestra, sobre la lucha que estaba perdiendo.

“Dicen que era feo, pero a mí me parece que era increíblemente hermoso”, relató Cortés. Ella comentó que recién había llegado a su casa cuando se escucharon los disparos que lo mataron.

Salazar, el reportero, había regresado a La Paz para cubrir el juicio de otro guerrillero cuando se enteró de la ejecución en La Higuera. Se apresuró a volver a la región para informar sobre la muerte, lamentando haberse perdido la que para él “habría sido la entrevista del siglo”.

García Linera, vicepresidente de Bolivia, era un niño ese día y recuerda haber visto la imagen de Guevara en la primera plana de Presencia, un periódico boliviano, cuando estaba en la cama de su abuelo. “Todavía puedo ver esa foto, con la vista hacia el cielo, todo en blanco y negro”, dijo. “De primera vista, se veía como cualquiera, incluso como un indigente”.

Guzmán, la compañera guerrillera de Guevara, ya estaba bajo custodia del ejército para cuando Guevara fue capturado. No supo de su muerte sino hasta que encontró la copia de Presencia en un baño de la cárcel.

Rosales recuerda haber visto a Cortés acercarse a la escuela en La Higuera, tras el asesinato, para limpiar la sangre derramada en el salón.

“Desde entonces no ha habido clases”, dijo Rosales mientras explicaba que la escuela se convirtió en un pequeño museo. “Los niños no quieren ir ahí”.

(César Del Castillo Linares colaboró en este reportaje).The New York Times – 10 de octubre de 2017

Prólogo al libro “Desencuentros en la orilla”

Nació primerizo, a los siete meses de gestación, en una casa abrazada por viejos árboles de tamarindo de Trinidad, hijo de una trinitaria de “enormes ojos color de tiempo y tez blanca como la luna” y de un emigrante japonés que había llegado a las tierras bajas en busca de los árboles de monedas de oro. Con su sabiduría ancestral, la matrona les reveló el significado del nombre que habían elegido para su vástago: “El que gobierna para el bien y la paz del mundo”. Les dijo también que los nombres de las criaturas son sagrados, que son amuletos y guardianes, que deben ser guardados con el mayor secreto para que ningún extraño o persona con malas intenciones pueda desviarlos de su destino, pero que en el caso del recién nacido no había ningún problema porque había sido su madre, precisamente, quien había pronunciado su nombre por primera vez, Freddy, y que esa era su estrella.

Vania Solares Maymura “evoca con frenesí” los orígenes familiares y los “desencuentros en la orilla” de la vida y el destino de su tío Freddy Maymura Hurtado, el joven médico trinitario enrolado en la guerrilla del Che Guevara y ejecutado a sangre fría tras caer vivo en la emboscada de  Vado del Yeso, el 31 de agosto de 1967. Como en las coloridas pinturas de la artesanía chiquitana, la autora dibuja las “campiñas tórridas, tapizadas por la floresta”, donde vieron la luz los cinco hijos de Rosa Hurtado Suárez y Junkichi Maymura Ojera, y con la habilidad propia del artesano, rescata el trajín del revolucionario, desde su infancia -el niño que era capaz de sacarse hasta los zapatos para donarlos a sus compañeros de “rostros pálidos y cuerpos escuálidos” de la escuela-, hasta el trágico fin que no había previsto la comadrona que lo trajo al mundo.

El nombre de Freddy no era conocido cuando estallaron las hostilidades en la cañada de Ñancahuazú, el 23 de marzo de 1967. Se lo conoció cinco meses después como una de las víctimas de la emboscada organizada por el entonces mayor Mario Vargas Salinas en complicidad con el campesino Honorato Rojas, quien condujo a la muerte a los diez integrantes de la retaguardia de la guerrilla guevarista. Tampoco se conocieron de inmediato las circunstancias de su ejecución a manos de un suboficial de origen trinitario conocido suyo, una verdad que tampoco estuvo al alcance de su familia sino hasta años después, tras el retorno de la democracia. Al difundirse el diario del Che, en julio de 1968, supimos que el jefe guerrillero lo había elogiado por haber superado “la doble prueba del sacrificio y el fuego”.

Pasada la pesadilla dictatorial, durante la cual la familia sufrió persecución por el solo hecho del llevar la misma sangre, su hermana Mary reconstruyó la historia en El Samurai de la Revolución. Ahora lo hace Vania, hija de Mary y sobrina de Freddy, en un texto primoroso, cargado de amor y poesía

No se puede –ni se debe- juzgar con los parámetros actuales las razones que impulsaron a una pléyade de jóvenes a empuñar las armas hace medio siglo –primero en Ñancahuazú y después en Teoponte-, cuando toda una generación buscaba hacer realidad sus ideales de cambio social. El mundo vivía los “años calientes” de la Guerra Fría, entre satrapías militares, rebeliones populares y guerras coloniales, un mundo bipolar, en blanco y negro, sin grises intermedios, que interpelaba a la juventud y le demandaba definiciones. Bolivia y América Latina buscaban su destino entre dos paradigmas: la Revolución Cubana de Fidel Castro y el Che Guevara, victoriosa en la Sierra Maestra y en Playa Girón, y la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy, que no tardaría en decantarse por el statu quo.

Eran tiempos de premura revolucionaria, donde la voluntad del cambio prevalecía sobre las “condiciones objetivas” para promoverlo. Años después nos enteraríamos de que el propio Fidel Castro había intentado disuadir al Che de viajar a Bolivia, porque consideraba, precisamente, que el país elegido para la creación del primero de muchos Vietnam no reunía las condiciones políticas y sociales para semejante andadura.

Vania no entra a las disquisiciones políticas e ideológicas de la época, pero sí ubica a su personaje, el muchacho “callado, serio y muy tímido”, como lo describía su hermana Mary, que se forma políticamente en la Juventud Comunista y “desde peladito” muestra “el espíritu que lo había llevado por esos rumbos” de la militancia. La sensibilidad social lo llevó a ingresar a la Facultad de Medicina de La Habana y la conciencia revolucionaria  a enrolarse en las brigadas organizadas por el gobierno cubano para defender a la isla de un posible ataque estadounidense durante la llamada crisis de los misiles de octubre de 1962, que enfrentó a Estados Unidos y la Unión Soviética y que puso al mundo al borde de una hecatombe nuclear. Fue su primer contacto con las armas, como artillero antiaéreo, ocasión en la que también experimentó por primera vez la ansiedad y tensión de las vigilias y los patrullajes nocturnos.

Cuatro años después, en noviembre de 1966, partiría de La Habana rumbo a La Paz en compañía de otros jóvenes comunistas bolivianos, entre ellos Roberto Coco Peredo, para incorporarse al contingente de Ñancahuazú con el nombre de guerra de Ernesto.   “…a las 9 llegó el primer jeep de la Paz. Con el Coco venían Joaquín (Juan Vitalio Acuña Núñez) y Urbano (Leonardo Tamayo Núñez) y un boliviano a quedarse: Ernesto, estudiante de medicina”, escribió el Che el 27 de noviembre en su diario.

Vania reconstruye la historia de la saga familiar desde la llegada de sus abuelos Rosa y Junkichi a Trinidad, a una casa blanca poblada de “macizos de ramas y hojas esmeraldas cargadas de frutos” -a donde habían recalado tras casarse “a la usanza del Oriente boliviano”, ante los reparos de la familia de Rosa al matrimonio-, hasta el sacrificio de Freddy en Vado del Yeso, cuando “la muerte se descolgó del follaje alto y oscuro de las orillas” del río y “como las alas de mil vampiros, remordió la carne joven de los guerrilleros”.

Recrea el paisaje que “se calaba en el amarillo prieto del río solitario”, de “aquel recodo ermitaño que retenía en el subconsciente el ayer y más allá del tiempo, casi en el territorio de la leyenda”, en el momento en que Freddy “sintió el deseo imperioso de ser visto por los ojos color miel de Rosa Hurtado, y dejar allí en la retina el último registro de su existencia, en el ocaso del final del invierno”.

Nos muestra a los guerrilleros de Joaquín en las “noches más largas que los días”, acechados por “los insectos, los animales y algún pensamiento desolador que se colaba al cansancio y su fiebre”, con “los estómagos casi vacíos, las bocas como un desierto, secas, ásperas y sin palabras”, como esa última noche de agosto, bajo esa “luna de nirvana” que ilumina toda víspera. 

Para reconstruir la historia, la autora apela básicamente al testimonio de José Castillo Chávez, alias Paco, el único sobreviviente de la masacre, que debió cargar hasta su muerte con el estigma que le endilgó el propio Guevara, como “resaca” de la guerrilla, y la cruz que le impusieron sus captores y torturadores al perdonarle la vida. ¿Colaboró Paco con los militares a cambio de su vida? Vania no lo juzga ni condena. Lo describe como el “antihéroe de la Retaguardia” y lo muestra congelado por el miedo, con la transpiración “fría y ácida” que baña su cuerpo, “frente a una 42 milímetros cargada de plomo y lista para cazar guerrilleros”, mientras el índice del torturador juega con el gatillo. Es el “ex” que en el infierno del exilio interior trata de reivindicar su pasado y dice que no fueron las Fuerzas Armadas ni los “boinas verdes” quienes derrotaron al Che, sino “el hambre y la traición”.

En su calidad de testigo, como periodista, y protagonista, como familiar, la autora recupera también la historia del hallazgo de los restos de su tío en Vallegrande, en 1999, y nos cuenta su “obsesión” por “el esqueleto 6”, al que ubicó “sembrado como parte de un vergel en la esquina inferior izquierda de la fosa común”, y que se confirmaría posteriormente como perteneciente a Freddy. 

Periodista al fin y al cabo, la autora alterna la crónica con otros géneros propios del oficio, como la semblanza y la entrevista, en un crisol narrativo depurado y armónico. Lo hace a través de imágenes de gran fuerza y dramatismo, en unos casos, y de profunda ternura, en otros, pero, sobre todo, de personajes convincentes, hombres de carne y hueso, como Paco y el propio Ernesto, a quienes muestra como seres humanos antes que militantes.

Vania nos ofrece una novela de no ficción que muy bien podría inscribirse en la corriente del Nuevo Periodismo, con una historia real relatada con el lenguaje y los recursos literarios propios de la ficción, en la que los datos y los hechos históricos son apenas un punto de partida para la reconstrucción de un momento dramático del devenir boliviano, lo que el historiador y periodista británico Timothy Garton Ash llamaría “la literatura de los hechos” o el relato que apela a la ficción para hacer el mejor de los periodismos. Y Vania nos demuestra que -como dijo el español Manuel Leguineche- “la literatura y el periodismo son orillas del mismo río”.

En las cálidas noches de la casa blanca de Trinidad, Junkichi Maymura Ojera narraba a sus hijos los cuentos encantados que habían animado a los primeros emigrantes japoneses en su aventura americana de principios del siglo pasado, como el de los árboles cuajados de monedas de oro, la quimera que nunca pudieron alcanzar. La guerrilla es apenas el hilo conductor de otra historia, la verdadera, la que cuenta la vida de un joven idealista que vio en el cambio social el árbol de las monedas de oro que impulsó a sus ancestros.

La Paz, 11 de septiembre de 2017

Prólogo al libro “Regis Debray, Entrevista y textos”

Marcelo Quezada es un hombre de larga militancia. Su biografía personal se confunde con la historia de la izquierda boliviana y está ligada a muchos de los episodios que vivió su generación, ya sea en los tiempos del auge revolucionario o de la travesía del desierto –en el exilio o la resistencia- que impuso la larga noche de las dictaduras militares. Me lo presentó un amigo común, Liber Forti, y a lo largo de los años descubrimos que compartíamos, sin saberlo, no solo amistades, sino también experiencias de vida.

Durante mis investigaciones y lecturas sobre la guerrilla de Ñancahuazú, me encontré con su nombre en la declaración que formuló Regis Debray a sus captores del Ejército el 8 de mayo de 1967, tres semanas después de su captura en Muyupama, el 20 de abril de 1967. En el interrogatorio, el francés “reveló” los contactos que había sostenido en La Paz antes de entrar a Ñancahuazú para entrevistarse con el Che Guevara. “Además de Moisés Guevara, en La Paz contacté con Marcelo y Guido Quezada, N. Reinaga y N. Echazú; a estos conocía en Bolivia desde 1963”, dijo a los agentes del servicio de Inteligencia del Ejército y la CIA.

Lo cierto es que los hermanos Marcelo y Guido Quezada eran amigos de Debray desde sus épocas de estudiantes, a principios de la década de los 60. Marcelo recibió con sorpresa la declaración del francés, que lo puso en la diana de los servicios de seguridad, pero sabía que Debray no había intentado involucrarlo en una aventura en la que no tenía nada que ver, como era la guerrilla, sino que buscaba eludir la presión del interrogatorio mencionando, precisamente, a personas ajenas a la conspiración. De hecho, Quezada mantiene su relación de amistad con el francés.   

Marcelo Quezada conoció a Regis en la Ciudad Escolar Camilo Cienfuegos de La Habana en 1961, “Año de la educación”, dos meses después de la victoria de Playa Girón. Marcelo militaba en la Juventud del Partido Comunista de Bolivia (PCB), a cuya fundación contribuyó en junio de 1953, como miembro de la Juventud. Como militante comunista fue también el primer becario, a sus 18 años, en la Checoslovaquia comunista. Era comunista, sí, pero sobre todo castrista y guevarista, como era común en la juventud de la época. De hecho, estando en Praga –dominaba el checo-, contribuyó a la instalación de la corresponsalía de la agencia cubana de noticias Prensa Latina (PL), fundada tras el triunfo revolucionario, en 1959, por Jorge Ricardo Masetti y una pléyade de periodistas de fuste encabezados por Gabriel García Márquez, Rogelio Pajarito García Lupo, Carlos María Gutiérrez y otros.

También conoció en Europa a la venezolana Elizabeth Burgos, que años después se convertiría en la compañera de Regis, con quien se casaría en la prisión de Camiri. La conoció en Munich, en 1962, camino del Festival Mundial de la Juventud (comunista) de Helsinki, al que también asistió Quezada junto con otros jóvenes bolivianos, entre ellos Humberto Vázquez Viaña. El hermano de Humberto, Jorge, conocido como Loro, fue una de las primeras víctimas de la guerrilla del Che tras caer preso y, según varias fuentes militares, ser lanzado vivo desde un helicóptero.     

Durante su primera visita a Bolivia, en 1963, junto con su compañera Elizabeth Burgos, Debray tomó contacto con los hermanos Vázquez Viaña y con Marcelo Quezada. Eran tiempos de radicalización y Regis militaba en el maoísmo. De hecho, realizaba una gira por América Latina con una credencial de la revista francesa pro china Revolución, dirigida por el controvertido abogado Jacques Vergés y financiaba la República Popular China.  

El Partido Comunista Boliviano (PCB), en el que militan los hermanos Quezada y los hermanos Vázquez Viaña,  sufría el desgarramiento del movimiento comunista internacional a consecuencia de las divergencias ideológicas entre China y la Unión Soviética. Los Quezada quedaron alineados en la corriente maoísta, fundadora del Partido Comunista Marxista Leninista (1965), lo que explica también la amistad con Debray, en tanto que los Vázquez Viaña permanecieron leales al comunismo “moscovita”, liderado por Mario Monje Molina, hasta la ruptura con el Che Guevara.

Las divergencias políticas e ideológicas eran tan grandes que, durante su segunda visita a Bolivia, en 1966, esta vez para elegir el terreno de la acción revolucionaria, Debray, que se había alojado con Elizabeth en la casa de los Vázquez Viaña, se vio obligado a mudarse a la vivienda de Guido Quezada, con cuya familia, obviamente, tenía muchas más coincidencias, empezando por sus críticas a la Unión Soviética.

A pesar de su militancia juvenil, durante la cual llegó a ser el responsable de la Círculos Juveniles de Secundaria del PCB, mientras estudiaba en el Colegio Hugo Dávila, y su proximidad a la gente amiga de la Revolución Cubana, como el propio Debray, Marcelo Quezada nunca fue “tentado” para entrar al Ejército de Liberación Nacional (ELN), al que sí ingresó una facción disidente del maoísmo, encabezada por Moisés Guevara.

Sin embargo, junto con otros 18 militantes de su partido, recibió entrenamiento militar en China y Albania en 1967, año en que el Che luchaba en Bolivia, pero no para incorporarse a Ñancahuazú, sino en un proyecto insurgente propio del Partido Comunista Marxista Leninista (PCML).  De hecho, como él mismo cuenta, en la Academia Militar de Nan Kin le enseñaron que la “base de apoyo” maoísta (campesina) era el “verdadero camino” de la liberación, en el marco de la “guerra popular prolongada”, en contraposición al “foco guerrillero pequeño burgués y aventurero” que protagonizaba  el Che Guevara, al que consideraban un “agente del revisionismo soviético”.

Guevarista y procastrista como era desde su juventud, Marcelo Quezada rompió con el Partido Comunista Marxista Leninista (PCML) el día en que Fidel Castro afirmó –en la Introducción Necesaria al diario del Che- que Oscar Zamora Medinaceli, líder del maoísmo en Bolivia, era “otro Monje que hacía algún tiempo se había comprometido con el Che a trabajar en la organización de la lucha armada guerrillera en Bolivia, rehuyendo después los compromisos y cruzándose cobardemente de brazos a la hora de la acción, para convertirse con posterioridad a su muerte en uno de sus mas venenosos críticos, en nombre del ‘marxismo-leninismo’”.  En ese mismo documento, Fidel Castro había llamado a Mario Monje “inexperto seso hueco de estrechas miras chovinistas”.

Marcelo no fue un exiliado clásico. Es decir, nunca pisó una embajada para pedir asilo político, sino que, como muchos militantes de su generación, deambuló por el mundo con pasaportes falsos, elaborados en la clandestinidad de la resistencia. Y, claro, en ese deambular, a su paso por París, nunca dejó de frecuentar a su amigo de juventud.

Esa vieja amistad explica la entrevista que le concedió Debray a Marcelo Quezada, tema central de este libro. Su importancia no sólo radica en el hecho de que el francés haya roto el silencio que guardaba desde hace varios años sobre su experiencia en Bolivia (“Ya he pasado página de ese hecho”, ha dicho varias veces), sino el contenido mismo, puesto que, como se verá, incluye información y opiniones novedosas sobre un hecho crucial de la historia de Bolivia y Cuba de la segunda mitad del siglo.

Regis y Elizabeth llegaron a Bolivia de la mano de Liber Forti, a quien conocieron  en Lima, en 1964, recomendados por otro hombre de teatro. Liber, quien se encontraba exiliado en Perú, les habló de Bolivia y de la Federación de Mineros. “Es absolutamente necesario que conozcan Bolivia”, les dijo. Regis describe a Liber como “un hombre fraternal, extraordinariamente fraternal y generoso”.  Luego de una breve detención en Lima durante un acto de homenaje a Mariátegui, cuya libertad contribuyó Liber con sus gestiones, la pareja decide viajar a a Bolivia, donde, según relata Debray en la entrevista, descubre “la solidaridad y amistad a la que hizo referencia Liber” durante sus charlas en Lima.

Gracias a la recomendación de Forti, conocen en Oruro a Juan Lechín Oquendo y Hernán Siles Zuazo, cuando realizaban una huelga de hambre en protesta por los planes reeleccionistas de Víctor Paz Estenssoro. “Comparto una semana con los mineros, bajo la mina, donde fueron mis primeros contactos con la realidad boliviana, que en esos momentos era muy dura. Existía una especie de insurrección larvada. Había mineros muy mal equipados (armados) que chocaban con el Ejército de Bolivia. Participo en esas escaramuzas, y poco a poco voy descubriendo la realidad minera”, relata el francés. “En el fondo –dice-, me doy cuenta que siempre he visto Bolivia a través de la Federación de  Mineros”.

Pero no solamente eso. Gracias a los contactos que le proporciona Liber y Lechin, Debray conoce América Latina: “Cada vez me daban la dirección de un amigo del otro lado de la frontera, era una cadena milagrosa de encuentros personales fundados sobre la confianza y la fraternidad”. De esta manera, según reconoce el francés, llegó a América Latina como maoísta y volvió a Francia como castrista, puesto que se dio cuenta de que “en América Latina el maoísmo no tenía mucho sentido”.

Una de las novedades que aporta la entrevista es la defensa que hace Debray de Fidel Castro ante las acusaciones, veladas o directas, en el sentido de que el líder cubano habría mandado al Che a la muerte o lo habría abandonando a su suerte en Bolivia. “Es totalmente aberrante, es una ignominia, es totalmente aberrante”, le dijo al autor.

“Acá siempre se especuló mucho sobre el caso boliviano. Hay 40.000 libros, 50.000 artículos, 18.000 emisiones de televisión, y aquí, en Europa y en Francia particularmente, hay una versión dominante que señala que Fidel y el Che se hubieran peleado y que Fidel mando al Che lejos, a la muerte. Es decir, primero lo mandó y luego lo abandonó”, recuerda en la entrevista, pero, según dice de manera enfática,  “esto es absolutamente falso”.

“Y puedo decir con toda certeza: antes de mi salida, pasé casi toda la noche, la noche anterior a mi partida, en la casa de Fidel, con él, en su apartamento. Me habló del Che con una ternura, con una simpatía, más que una simpatía, una empatía, verdaderamente de una manera fraternal, intuitiva y lúcida. Fidel me explicó los peligros psicológicos que podrían llevar al Che al sacrificio de sí mismo, pues el Che era temerario, y me dijo: hay que hacer todo lo posible para que no ceda a esta tentación, que es la tentación de la radicalidad, es decir que no tome en cuenta las realidades locales, como si fuera Cuba, púes ya hubo la experiencia del Congo”, rememora el francés.

“Por lo tanto –agrega-, puedo decir que Fidel hizo todo para superar las deficiencias del proyecto y especialmente las diferencias nacionales”. Es más, dice que Fidel hizo mucho para retener al Che, “diciéndole que las condiciones aún no estaban dadas, que tenía que espera”, pese al compromiso que tenía con el argentino-cubano de dejarlo continuar con su camino cuando creyera conveniente. “Verdaderamente, fue realista y lúcido, ya que Fidel es táctico, tiene el sentido de la coyuntura, del equilibrio de fuerzas”.

Asimismo, rechaza la acusación muy difundida de no haber acudido en ayuda de Guevara cuando estaba rodeado por las tropas bolivianas. “Hay personas que dicen: ¿por qué los cubanos no enviaron una columna de auxilio? Es fácil decir, pero, ¿cómo hacerlo? No era posible. Hay que ver las distancia, el terreno, no era posible. ¿Desde el Brasil en helicóptero?”. 

La información y los comentarios tienen importancia debido a que, como se sabe, Debray, después de la severa autocrítica realizada en varios de sus libros, sobre todo en sus memorias (“Alabados sean nuestros señores”, ha roto con su pasado y con, el pasado, con Cuba y el régimen castrista.

Aunque se ha referido varias veces al tema, no deja de ser interesante la información complementaria que aporta sobre la elección de Ñancahuazú como zona de acción de la guerrilla y sobre el fracaso de su implementación social.

Como se sabe, en su segunda visita a Bolivia, a principios de 1966, ya no como periodista ni turista, sino como “agente cubano”, Debray  hizo un viaje de inspección al Alto Beni y el Chapare con la misión de elegir la zona de acción de la futura guerrilla del Che. Él recomendó el Alto Beni, como primera opción o escenario de un primer frente insurgente, y el Chapare, como segunda opción o sede del segundo frente, pero, incomprensiblemente, Guevara no atendió a las recomendaciones y optó por Ñancahuazú, una jungla que, según el francés, era “una zona infernal”, al lado de la cual “la Sierra Maestra es un jardín botánico”.

Al explicar su misión, Debray dice en el entrevista: “Yo exploré dos regiones (tenía una cobertura de sociólogo), una en el Alto Beni. Yo tenía una visión clara, sabía de las características necesarias de una zona guerrillera, esto, yo lo había aprendido en Cuba. No tengo ninguna autocrítica que hacerme, porque lo hice bien. Yo tenía mapas, incluso la exploración de una mina de oro americana en Tipuani. Hice muchas fotos. Incluso la localización de los campamentos militares y descubro que existe aquí una población parcialmente favorable: antiguos mineros que se han instalado allá. Existe, por lo tanto, una conciencia política. Más en el Alto Beni que en el Chapare. Pero, además, la proximidad con La Paz. Las vías de comunicación son buenas, a la vez hacia el Perú. La Paz no estaba muy lejos. En definitiva, era realmente una zona ideal”.

“Luego pasó algo –añadió- que no entiendo, o mejo dicho que… Cuando el Che llega ya había cubanos que se encontraban en Bolivia, y deciden irse hacia el sudeste, lo que evidentemente es por el Che, por la proximidad de la Argentina. Esto fue un redireccionamiento, yo estaba lejos de pensar que fue un rediccionamiento fatal”.

Debray dice que Fidel Castro le dijo que había recibido su informe “muy tarde”, razón por la cual no pudo considerarlo ni discutirlo con el Che antes de su partida a Bolivia.

“A mi entender, primero debería ser el Alto Beni y después el Chapare, y resultó que el Alto Beni sería el segundo frente y el Chapare el tercero”, subraya Debray en la entrevista. Lo que no dice ni comenta es que el lugar que eligió como primera opción fue el mismo escenario, Teoponte, donde fracasaría dos años después el Chato con el segundo contingente del Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Es interesante también el análisis sobre el fracaso de la implantación social de la guerrilla, algo a lo que Debray ya se ha referido en sus textos de autocrítica, pero lo que sí resulta novedoso es que el Che también había detectado el problema, aunque demasiado tarde. 

“Había un problema nacionalista, localista, que detecta  el Che”, dice Debray, y relata que el comandante Che sobre el tema con su gente en Ñancahuazú. “Nosotros, los cubanos, somos como el detonador, el ‘cebador’ del cable y de la mecha”, les había dicho, y los bolivianos tenían que tomar en sus manos posteriormente ese combate. “Hubo dos problemas”, reflexiona Debray. “Primeramente, donde había detonador no había carga explosiva, o mejor dicho no había explosión, y segundo, ahí donde había carga explosiva no había mecha para unir a la carga, es decir a los de la federación de mineros de Huanuni y Siglo XX.”

“El Che estaba con el esquema de la una guerrilla campesina, estaba con el esquema cubano, de ir de la sierra hacia la ciudad, y tal vez el Che no ha prestado atención al hecho de que la revolución boliviana fue urbana y el 9 de abril fue urbano y proletario, y no nacido del campesinado”, subrayó. “La conclusión que he sacado es que la cuestión cultural es esencial. La cuestión cultural, es decir etnológica, lingüística, mental. No puedes hacer planes político-militares, independientemente de un arraigo local, regional o nacional””, concluyó.

Marcelo Quezada completa el libro con varios textos escritos por el propio Debray en varios de sus libros autobiográficos, que dan contexto a la entrevista.

Cincuenta años después de la ejecución del Che en la escuelita de La Higuera, existen todavía muchas incógnitas en torno a la guerrilla de Ñancahuazú, debido en gran parte a que aún permanecen cerrados los archivos de Cuba y la antigua Unión Soviética, para no mencionar los del propio Ejército boliviano. La entrevista de Marcelo Quezada contribuye a aclarar algunos los puntos que aún permanecen en la sombra.

La Paz, 19 de Junio de 2017