Prólogo al libro “Desencuentros en la orilla”

Nació primerizo, a los siete meses de gestación, en una casa abrazada por viejos árboles de tamarindo de Trinidad, hijo de una trinitaria de “enormes ojos color de tiempo y tez blanca como la luna” y de un emigrante japonés que había llegado a las tierras bajas en busca de los árboles de monedas de oro. Con su sabiduría ancestral, la matrona les reveló el significado del nombre que habían elegido para su vástago: “El que gobierna para el bien y la paz del mundo”. Les dijo también que los nombres de las criaturas son sagrados, que son amuletos y guardianes, que deben ser guardados con el mayor secreto para que ningún extraño o persona con malas intenciones pueda desviarlos de su destino, pero que en el caso del recién nacido no había ningún problema porque había sido su madre, precisamente, quien había pronunciado su nombre por primera vez, Freddy, y que esa era su estrella.

Vania Solares Maymura “evoca con frenesí” los orígenes familiares y los “desencuentros en la orilla” de la vida y el destino de su tío Freddy Maymura Hurtado, el joven médico trinitario enrolado en la guerrilla del Che Guevara y ejecutado a sangre fría tras caer vivo en la emboscada de  Vado del Yeso, el 31 de agosto de 1967. Como en las coloridas pinturas de la artesanía chiquitana, la autora dibuja las “campiñas tórridas, tapizadas por la floresta”, donde vieron la luz los cinco hijos de Rosa Hurtado Suárez y Junkichi Maymura Ojera, y con la habilidad propia del artesano, rescata el trajín del revolucionario, desde su infancia -el niño que era capaz de sacarse hasta los zapatos para donarlos a sus compañeros de “rostros pálidos y cuerpos escuálidos” de la escuela-, hasta el trágico fin que no había previsto la comadrona que lo trajo al mundo.

El nombre de Freddy no era conocido cuando estallaron las hostilidades en la cañada de Ñancahuazú, el 23 de marzo de 1967. Se lo conoció cinco meses después como una de las víctimas de la emboscada organizada por el entonces mayor Mario Vargas Salinas en complicidad con el campesino Honorato Rojas, quien condujo a la muerte a los diez integrantes de la retaguardia de la guerrilla guevarista. Tampoco se conocieron de inmediato las circunstancias de su ejecución a manos de un suboficial de origen trinitario conocido suyo, una verdad que tampoco estuvo al alcance de su familia sino hasta años después, tras el retorno de la democracia. Al difundirse el diario del Che, en julio de 1968, supimos que el jefe guerrillero lo había elogiado por haber superado “la doble prueba del sacrificio y el fuego”.

Pasada la pesadilla dictatorial, durante la cual la familia sufrió persecución por el solo hecho del llevar la misma sangre, su hermana Mary reconstruyó la historia en El Samurai de la Revolución. Ahora lo hace Vania, hija de Mary y sobrina de Freddy, en un texto primoroso, cargado de amor y poesía

No se puede –ni se debe- juzgar con los parámetros actuales las razones que impulsaron a una pléyade de jóvenes a empuñar las armas hace medio siglo –primero en Ñancahuazú y después en Teoponte-, cuando toda una generación buscaba hacer realidad sus ideales de cambio social. El mundo vivía los “años calientes” de la Guerra Fría, entre satrapías militares, rebeliones populares y guerras coloniales, un mundo bipolar, en blanco y negro, sin grises intermedios, que interpelaba a la juventud y le demandaba definiciones. Bolivia y América Latina buscaban su destino entre dos paradigmas: la Revolución Cubana de Fidel Castro y el Che Guevara, victoriosa en la Sierra Maestra y en Playa Girón, y la Alianza para el Progreso de John F. Kennedy, que no tardaría en decantarse por el statu quo.

Eran tiempos de premura revolucionaria, donde la voluntad del cambio prevalecía sobre las “condiciones objetivas” para promoverlo. Años después nos enteraríamos de que el propio Fidel Castro había intentado disuadir al Che de viajar a Bolivia, porque consideraba, precisamente, que el país elegido para la creación del primero de muchos Vietnam no reunía las condiciones políticas y sociales para semejante andadura.

Vania no entra a las disquisiciones políticas e ideológicas de la época, pero sí ubica a su personaje, el muchacho “callado, serio y muy tímido”, como lo describía su hermana Mary, que se forma políticamente en la Juventud Comunista y “desde peladito” muestra “el espíritu que lo había llevado por esos rumbos” de la militancia. La sensibilidad social lo llevó a ingresar a la Facultad de Medicina de La Habana y la conciencia revolucionaria  a enrolarse en las brigadas organizadas por el gobierno cubano para defender a la isla de un posible ataque estadounidense durante la llamada crisis de los misiles de octubre de 1962, que enfrentó a Estados Unidos y la Unión Soviética y que puso al mundo al borde de una hecatombe nuclear. Fue su primer contacto con las armas, como artillero antiaéreo, ocasión en la que también experimentó por primera vez la ansiedad y tensión de las vigilias y los patrullajes nocturnos.

Cuatro años después, en noviembre de 1966, partiría de La Habana rumbo a La Paz en compañía de otros jóvenes comunistas bolivianos, entre ellos Roberto Coco Peredo, para incorporarse al contingente de Ñancahuazú con el nombre de guerra de Ernesto.   “…a las 9 llegó el primer jeep de la Paz. Con el Coco venían Joaquín (Juan Vitalio Acuña Núñez) y Urbano (Leonardo Tamayo Núñez) y un boliviano a quedarse: Ernesto, estudiante de medicina”, escribió el Che el 27 de noviembre en su diario.

Vania reconstruye la historia de la saga familiar desde la llegada de sus abuelos Rosa y Junkichi a Trinidad, a una casa blanca poblada de “macizos de ramas y hojas esmeraldas cargadas de frutos” -a donde habían recalado tras casarse “a la usanza del Oriente boliviano”, ante los reparos de la familia de Rosa al matrimonio-, hasta el sacrificio de Freddy en Vado del Yeso, cuando “la muerte se descolgó del follaje alto y oscuro de las orillas” del río y “como las alas de mil vampiros, remordió la carne joven de los guerrilleros”.

Recrea el paisaje que “se calaba en el amarillo prieto del río solitario”, de “aquel recodo ermitaño que retenía en el subconsciente el ayer y más allá del tiempo, casi en el territorio de la leyenda”, en el momento en que Freddy “sintió el deseo imperioso de ser visto por los ojos color miel de Rosa Hurtado, y dejar allí en la retina el último registro de su existencia, en el ocaso del final del invierno”.

Nos muestra a los guerrilleros de Joaquín en las “noches más largas que los días”, acechados por “los insectos, los animales y algún pensamiento desolador que se colaba al cansancio y su fiebre”, con “los estómagos casi vacíos, las bocas como un desierto, secas, ásperas y sin palabras”, como esa última noche de agosto, bajo esa “luna de nirvana” que ilumina toda víspera. 

Para reconstruir la historia, la autora apela básicamente al testimonio de José Castillo Chávez, alias Paco, el único sobreviviente de la masacre, que debió cargar hasta su muerte con el estigma que le endilgó el propio Guevara, como “resaca” de la guerrilla, y la cruz que le impusieron sus captores y torturadores al perdonarle la vida. ¿Colaboró Paco con los militares a cambio de su vida? Vania no lo juzga ni condena. Lo describe como el “antihéroe de la Retaguardia” y lo muestra congelado por el miedo, con la transpiración “fría y ácida” que baña su cuerpo, “frente a una 42 milímetros cargada de plomo y lista para cazar guerrilleros”, mientras el índice del torturador juega con el gatillo. Es el “ex” que en el infierno del exilio interior trata de reivindicar su pasado y dice que no fueron las Fuerzas Armadas ni los “boinas verdes” quienes derrotaron al Che, sino “el hambre y la traición”.

En su calidad de testigo, como periodista, y protagonista, como familiar, la autora recupera también la historia del hallazgo de los restos de su tío en Vallegrande, en 1999, y nos cuenta su “obsesión” por “el esqueleto 6”, al que ubicó “sembrado como parte de un vergel en la esquina inferior izquierda de la fosa común”, y que se confirmaría posteriormente como perteneciente a Freddy. 

Periodista al fin y al cabo, la autora alterna la crónica con otros géneros propios del oficio, como la semblanza y la entrevista, en un crisol narrativo depurado y armónico. Lo hace a través de imágenes de gran fuerza y dramatismo, en unos casos, y de profunda ternura, en otros, pero, sobre todo, de personajes convincentes, hombres de carne y hueso, como Paco y el propio Ernesto, a quienes muestra como seres humanos antes que militantes.

Vania nos ofrece una novela de no ficción que muy bien podría inscribirse en la corriente del Nuevo Periodismo, con una historia real relatada con el lenguaje y los recursos literarios propios de la ficción, en la que los datos y los hechos históricos son apenas un punto de partida para la reconstrucción de un momento dramático del devenir boliviano, lo que el historiador y periodista británico Timothy Garton Ash llamaría “la literatura de los hechos” o el relato que apela a la ficción para hacer el mejor de los periodismos. Y Vania nos demuestra que -como dijo el español Manuel Leguineche- “la literatura y el periodismo son orillas del mismo río”.

En las cálidas noches de la casa blanca de Trinidad, Junkichi Maymura Ojera narraba a sus hijos los cuentos encantados que habían animado a los primeros emigrantes japoneses en su aventura americana de principios del siglo pasado, como el de los árboles cuajados de monedas de oro, la quimera que nunca pudieron alcanzar. La guerrilla es apenas el hilo conductor de otra historia, la verdadera, la que cuenta la vida de un joven idealista que vio en el cambio social el árbol de las monedas de oro que impulsó a sus ancestros.

La Paz, 11 de septiembre de 2017

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *