Semblanzas al estilo del ”Gato” Salazar

Mauricio Quiroz

Ajetreado por su nuevo libro, Juan Carlos el Gato Salazar ya sabe que su nueva obra superará las 350 páginas con más de una veintena de semblanzas o “aproximaciones” a personajes que conoció a lo largo de su carrera periodística que comenzó a finales de los sesenta a bordo de la Agencia de Noticias Fides (ANF).

De esos años mozos del periodismo, Salazar recupera, por ejemplo, a Luis Espinal, el sacerdote jesuita que fue asesinado en marzo de 1980, cuatro meses antes del golpe de Estado que dirigió Luis García Meza. “Lucho era tímido y modesto. ‘¿En qué puedo ayudar?’, dijo, a manera de presentación, el día que llegó a la redacción de Radio Fides (donde también funcionó la ANF). ‘Es un tío listo’, nos había advertido en la víspera el director, José Gramunt, jesuita como él. Era una manera de decir que no venía a aprender, sino a enseñar. Pero él no pedía nada ni daba instrucciones a nadie. Se ponía a disposición de todos, pese a la bisoñez de sus colegas, porque, como ya se sabe, su filosofía consistía en gastar la vida —y los conocimientos— en los demás”.

De hecho, los textos del Gato Salazar reflejan, de cierto modo, varias de las facetas de su recorrido por las rutas del oficio que lo llevó hasta la jefatura del servicio en castellano de la agencia alemana DPA. Por eso es que entre estos artículos aparecen personajes como del líder cubano Fidel Castro, “el superviviente”: “Nada le gustaba más que evocar sus glorias y hazañas en la conquista del poder. ‘Fue una empresa de locos antes que de estrategas militares’, nos dijo al recordar el día que se embarcó en el Granma en el puerto veracruzano de Tuxpan, el 25 de noviembre de 1956, para iniciar la lucha revolucionaria en la Sierra Maestra. Fidel Castro, el superviviente, hablaba con un reducido grupo de periodistas en la isla de Cozumel durante la sobremesa de una cena, aderezada de añoranzas y nostalgias, con el presidente mexicano José López Portillo como anfitrión, que se prolongó hasta la madrugada. Era mayo de 1979”, cuenta.

“La semblanza, uno de los géneros más atractivos del periodismo, requiere de un tono y un hilo conductor. Son las anécdotas, entendidas como sucesos circunstanciales, las que conforman el derrotero de esa gran crónica que es la vida, y es el entorno el que da sentido a esos pequeños acontecimientos. En todo caso, la semblanza no es una historia de vida, como se supone, ni siquiera un perfil, sino una visión fugaz, la percepción del destello de una trayectoria, un trazo que apenas insinúa contornos y contextos, sin precisar facciones ni semblantes. No es, pues, una fotografía, sino apenas una apariencia”, señala Salazar en la introducción del libro que será presentado el miércoles 6 de junio.

Esta entidad, la decana del gremio periodístico del país, galardonó a Salazar en 2016 con el Premio Nacional. Ese mismo año había dejado el ejercicio activo del oficio tras dirigir la ANF, donde comenzó, y Página Siete. En 2017, cuando se cumplieron 50 años de la muerte del Che Guevara, presentó La guerrilla que contamos, junto a sus colegas y amigos José Luis Alcázar y Humberto Vacaflor. El tomo fue un éxito editorial. El Gato espera, en este caso, dar un buen testimonio de su credo: contar esas historias reales, crudas y relevantes, pero esta vez desde la sabiduría de su experiencia que ayuda a comprender de mejor manera la historia y sus contextos.

Un poco más modesto, el autor anota que su nuevo aporte es en realidad una serie de “aproximaciones” a la vida de un puñado de personajes a los que se vinculó por amistad, “en la mayoría de los casos”, o por simples relaciones profesionales “en todo caso, circunstanciales”. Además, el cronista de estas semblanzas también pinta a través de sus escritos sus propias vivencias. La obra también incluye retazos de algunas conversaciones que se presentan a manera de entrevistas. La idea, según dice, es reflejar a los elegidos desde sus propias opiniones.

“Los personajes no han sido elegidos al azar. La selección tiene que ver, como todo lo que ocurre en el periodismo, con la pertinencia noticiosa. Ha sido su fugaz asomo a la actualidad mediática, en algunos casos, o esa última anécdota vital que es la muerte, en otros, lo que ha llevado al memorioso a recuperar estos pedazos de vida, que tienen más sentido de testimonio que de homenaje. Antes que semblanzas, prefiero llamarlas apariencias —a sabiendas de que las apariencias (casi) siempre engañan—, porque simplemente son eso, percepciones, apuntes elaborados a imagen y semejanza de alguien”, explica el periodista.

Leer los escritos del Gato Salazar es una experiencia gratificante y altamente ilustrativa. Y es que estas semblanzas plantean también “unas aproximaciones” a escenarios variopintos que, en suma, ayudan a comprender el presente, a mirar a los personajes de estos años como el resultado de una historia siempre inconclusa.

La Razón – 27 de mayo de 2018

“Así merito” era Cantinflas

Mario Moreno era un actor novato cuando olvidó su monólogo en pleno escenario. Paralizado por el pánico, en medio de las burlas y rechiflas de un auditorio agresivo y exigente, comenzó a balbucear palabras y frases sin sentido, en un monólogo enrevesado  que arrancó sonrisas, primero, y sonoras carcajadas, después.

“¿Qué está pasando?”, susurró, muerto de miedo, a su compañero de rutina, el también cómico Estanislao Shilinsky. “¡Sigue así!”, le respondió. “Se están riendo porque dices mucho y al mismo tiempo no dices nada”. En ese momento, Mario Moreno supo que había triunfado. Acababa de nacer Cantinflas.

El célebre comediante mexicano, a quien Charles Chaplin elogió como uno de los mejores de su época, tenía 20 años cuando abandonó sus estudios de medicina para dedicarse a la actuación. Ganador del Globo de Oro por La vuelta al mundo en 80 días (1956), Mario Fortino Alfonso Moreno Reyes -su verdadero nombre- protagonizó 39 largometrajes, siete cortometrajes y tres películas internacionales.

Fue el sexto de doce hijos del matrimonio formado por el cartero Pedro Moreno Esquivel y María de la Soledad Reyes Guízar. De los doce, sobrevivieron ocho. Nació el 12 de agosto de 1911 en el barrio de Santa María la Ribera, pero se crió en el de Tepito, uno de los más pobres de México, cuna del “peladito”, el típico personaje de la clase baja, pícaro, audaz y simpático, el pobre que supera las adversidades, pero nunca progresa ni asciende de clase social, a quien interpretó magistralmente en el celuloide.

Ayudante de zapatero, limpiabotas, cartero, taxista, boxeador aficionado, bailarín y aprendiz de torero, hizo de todo antes de subir al escenario para ganarse la vida como artista. Decía que había adoptado el nombre de Cantinflas para no avergonzar a su familia. Aunque nunca precisó el origen de su apodo, sus biógrafos lo atribuyen a una contracción de las expresiones “cuánto inflas”, por parlanchín, o “en la cantina inflas” (en el argot mexicano, “inflar” significa beber).

Debutó en 1936 con No te engañes corazón, pero su primer éxito fue Ahí está el detalle (1940), donde desplegó sus dotes y consagró al personaje. La frase que le dio nombre a la cinta fue la muletilla de toda su carrera. Luego siguieron El gendarme desconocido, A volar joven, El siete Machos, Caballero a la medida y Abajo el telón, entre sus películas en blanco y negro, y El bolero de Raquel, El analfabeto, El padrecito y El profe, en su producción  a color.

Con su pantalón a media cadera, su “gabardina” colgada del cuello, su sombrerito de pico y su bigotito ralo, casi pintado, supo captar la viveza, la astucia y el “rebuscarse la vida” del “peladito”, a quien el cronista Carlos Monsiváis definía como el lumpen proletario, “el que nada lleva y nada tiene (…), el que nunca tuvo con qué cubrirse”.

Según el escritor, Cantinflas es “la erupción de la plebe en el idioma”, porque “así merito” habla el mexicano del pueblo. Su “estilo” –dice– es una “brillante incoherencia”. En la “manipulación del caos” y la “completa emancipación de palabras y frases”, lo enredaba todo: “Y le dije. Y entonces, ¿qué dices? Ni me dijo nada, nomás me dijo que ya me lo había dicho, y entonces, ¿qué?, como no queriendo. Entonces, pues, yo digo, ¿no?”.

La Academia de la Lengua reconoció las palabras Cantinflas, cantinflada y cantinfleo, los adjetivos cantinflesco, cantinflero y acantinflado y el verbo cantinflear para definir el modo de “hablar o actuar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada con sustancia”.

Al intervenir en una polémica entre dos líderes sindicales, uno de ellos había desafiado al otro a demostrar su “capacidad dialéctica” en un debate con Cantinflas. El cómico aceptó el reto y le lanzó la siguiente perorata: “Ahora voy a hablar claro, camaradas: hay momentos en la vida que son verdaderamente momentáneos. Y  no es que uno diga, sino que hay que ver. ¿Qué vemos? Es lo que hay que ver. Porque, qué casualidad, camaradas, que poniéndose en el caso, no digamos que puede ser, pero sí hay que reflexionar y comprender la sicología de la vida para analizar la síntesis de la humanidad. ¿Verdad? Pues, ahí está el detalle”.

Paradójicamente, era un hombre serio en su trato cotidiano. Vestía íntegramente de negro, de pies a cabeza, y usaba unas gafas oscuras que acentuaban su gesto adusto. Así lo vimos el día que lo visitamos con Alfonso Gumucio en su oficina de la  colonia Roma de la capital mexicana, para una entrevista para la agencia DPA.

“Cuando inicié mi carrera como actor cómico, mi familia se oponía. Prefería que yo fuera doctor o licenciado, pero yo insistí en el show bussines y para que mi familia no lo supiera, comencé a inventar nombres que fonéticamente me gustaran, y entre ellos encontré el de Cantinflas. Mi familia lo descubrió mucho después”, nos dijo en esa oportunidad.

Para muchos críticos, Cantinflas era una versión latinoamericana de los vagabundos del cine cómico mudo, particularmente de Chaplin, pero él no reconocía tal influencia. “En realidad, no le debo nada al cine mudo norteamericano, pero sí le tengo mucha admiración a mi amigo Charles Chaplin, que fue un gran comediante”, afirmó.

Autor del libro Vocabulario para entender a los mexicanos, el escritor Héctor Manjarrez dice que “los mexicanos no hablan como Cantinflas, pero piensan como él”, sobre todo los políticos, en quienes el cantinfleo  es más que evidente, “por los rodeos verbales que dan para no llegar a ninguna parte”.

Interpretó a los políticos en varias películas, como Si yo fuera diputado y Su excelencia, y los ridiculizaba cada vez que se refería a ellos en sus cintas, burlándose de su demagogia. Decía que “el poder político es simplemente el poder organizado de una clase para oprimir a otra”, y que los políticos habían convertido la democracia en una “dedocracia”, donde “todas las cosas salen al dedillo” de los propios líderes.

Tenía fama de conservador, afín al partido de gobierno, aunque sus personajes le dieron la reputación de defensor de los pobres, enfrentado al poder. “Algo malo debe tener el trabajo o los ricos ya lo habrían acaparado”, dijo en una ocasión. “A pesar de ser tan pollo, tengo más plumas que un gallo y, sobre todo, tengo ganas de hacer justicia y darle al pueblo lo que el pueblo necesita”, afirmó en otra.

Fallecido un 20 de abril de 1993, él mismo dictó su epitafio: “Parece que se ha ido, pero no es cierto”. 

Página Siete –  20 de mayo de 2018

Luis Zilveti: El músico del silencio, arquitecto de la luz

Luis Zilveti ha definido la pintura como “la música del silencio”, tal vez porque la pintura plasma en el lienzo la melodía, el ritmo y la armonía de las formas y los colores. Si la pintura es la música del silencio, el pintor es su intérprete, el artista que busca combinar los sonidos y los silencios de la paleta y el pincel para subvertir la sensibilidad del observador y despertar sus sentimientos.

El compositor francés Claude Debussy (1862-1918) decía que “la música es la aritmética de los sonidos, como la óptica es la geometría de la luz”, una combinación muy presente en la obra de Zilveti. “No basta con oír la música; además hay que verla”, afirmaba a su vez el compositor y director de orquesta ruso Igor Stravinski (1882-1971). En sentido inverso, Zilveti diría que no basta con ver la pintura, sino que hay que oírla.

“Una pintura, en su composición, tiene un ritmo, como la música. Ese ritmo es el que prevalece y que hace que una obra sea reconocida por un espíritu…  Se lo ve. El ritmo está dado por la composición, por cierta musicalidad”, me explicó en una ocasión. “Es una musicalidad que entra por los ojos y te conmueve o no. Pienso que la pintura es la música del silencio”, resumió.

Sus exposiciones nos hablan de “la luz del origen”, “el territorio de las sombras”, “la pintura del tiempo”, las “huellas intemporales de presencias efímeras”… Todo artista busca crear un mundo a medida de su obra. Es lo que ha hecho Zilveti. Ha inventado un territorio de crepúsculos y lo ha poblado de soledades espectrales, “presencias efímeras”, suspendidas en un tiempo indefinido; una región cercana a la melancolía, no como sinónimo de tristeza, sino de ese “placer de estar triste”, del que hablaba Víctor Hugo, o de “la tristeza que ha sido tomada de la luz” –nunca mejor dicho–, a la que se refería Italo Calvino.

Ya el crítico alemán Pierre Soehlke había advertido ese estado de ánimo en la monocromía  de su obra, en “esos colores terrosos, esos marrones, esos ocres”, que remiten, según su observación, a la geografía altiplánica. El propio Zilveti admite un condicionamiento “profundo y antiguo” con Bolivia, nacido no sólo de sus sensaciones infantiles y juveniles, sino del mismo paisaje, que ha persistido a pesar de su destierro de más de medio siglo. Es el sentimiento que Soehlke percibe en “la imaginería embrujada” de los “sueños y visiones” de Zilveti.

Pintor, dibujante, muralista y grabador, egresó de la Escuela de Bellas Artes de La Paz y estudió en la Cité Internationale des Arts y en el taller de grabado Friedlander de París (1967-1968). Ha sido acreedor de varios reconocimientos, entre ellos el Gran Premio del Salón Pedro Domingo Murillo (1964 y 1969), el Segundo Premio de la Unesco (1975) y el premio E.J.A de Monte Carlo (1993). Su obra está repartida en cientos de colecciones públicas y privadas. En 1969 pintó sendos murales en la Universidad Mayor de San Andrés, pero fueron destruidos tras el golpe militar de 1971. Una de sus obras más significativas es el mural de la cúpula de la Iglesia de la Exaltación, ubicada en Obrajes. La pintó en 1993 a pedido del párroco, quien eligió a Zilveti no sólo para cubrir el gris del cemento, sino por el “tratamiento de la luz” que veía en los trabajos del artista.

Nació en La Paz el 16 de noviembre de 1941 y dibujó desde su niñez. A sus padres les hubiese gustado que estudiara arquitectura. “Yo quería dedicarme a la pintura e hice todo lo posible por reprobar el examen de ingreso para demostrarles que mi vocación era otra, pero con tan mala suerte que obtuve la mejor nota de la universidad”, dice, como quien cuenta una travesura infantil. Inició la carrera a pesar suyo, pero la abandonó dos años más tarde, el mismo día en que inauguró su primera exposición en el Salón Municipal, en 1960, una muestra de la que no guarda un buen recuerdo, porque su pintura no tenía –cree ahora–- la coherencia que requiere toda obra para hacerse reconocible y ser “escuchada con los ojos”.

Sin embargo, ya en esos años inaugurales, dos jóvenes poetas y escritores, Pedro Shimose y Marcelo Quiroga Santa Cruz, elogiaban los “rasgos seguros y firmes de sus metáforas” y el “carácter poético” de sus “formas fantasmales”, producto de ese sentimiento sosegado con el  que el autor parece percibir el mundo exterior, el paisaje de la melancolía, una mirada que se ha ido cimentando con el tiempo en la retina del pintor.

Y su pintura, como él mismo dice, no ha cambiado demasiado desde aquellos tiempos, aunque nunca ha dejado de experimentar con las formas y  los colores. Sigue reacio a los colores vivos. Su colorido es sobrio (Fuego y gris III, Dos figuras, La otra noche, Mujer y sol, para citar algunas de sus obras en esta clave), donde el color busca iluminar el no color, el color de la bruma, con toda su variedad de claroscuros, pardos, ocres, castaños, grisáceos y cobrizos.

¿Por qué huyes de los colores vivos?, le pregunté durante una reciente exposición de su Selección Retrospectiva 1960-2018, en el Museo Nacional de Arte. “No se me dan”, respondió con una mueca, como quien dice que el color, como la forma, debe encontrar su quicio con la naturalidad de la imaginación. Tampoco es una “pintura sombría”, ni siquiera en el caso de sus Lloronas, sus Crucifixiones,  sus Jinetes del Apocalípsis o su diversidad de manchas nocturnas; sus obras transmiten alegría, como sus copas de vino, e incluso humor, como sus niños gordos.

El escritor Alfonso Gumucio Dagron, quien ha seguido de cerca la evolución de su obra a lo largo de los años, ha elogiado sus “hermosas representaciones de mujeres de frente, de espaldas, de perfil o al amanecer”, unas “mujeres que despiden luz”, y la luz que “baña esas formas sensuales como si el artista las espiara a través de un espejo de doble fondo”.

No es, pues, un pintor de penumbras, sino un paisajista de la melancolía, un artista que rescata la luz para iluminar los misterios y los enigmas de la bruma.

(Dibujo: Marcos Loayza)

Página Siete – 18 de marzo de 2018

Indio Fernández, el modelo de la estatuilla del Óscar

El Indio Fernández presumía de encarnar como nadie el cine mexicano. “El cine mexicano soy yo”,  afirmó en una ocasión. “En lugar de corazón, yo tengo un águila devorando una serpiente”, resumió, en alusión al antiguo mito azteca plasmado en el escudo nacional. Y no exageraba. El realizador que se jactaba de hacer películas por sus pistolas, porque le venía en gana, contribuyó a forjar el “nacionalismo cinematográfico” surgido de los ideales de la revolución de 1910 y a cimentar los estereotipos del México rural.

Su vida está envuelta en la leyenda. Célebre por su carácter irascible y su lenguaje virulento y procaz, Emilio Fernández  Romo, más conocido como el Indio, tuvo una vida digna del celuloide. Combatió y recibió cuatro balazos durante la revolución mexicana, pasó seis años en la cárcel por conspirador y algún hecho de sangre, fue modelo para la estatuilla del Óscar y “un tal Sandino” estuvo a punto de convencerlo de hacer la revolución en Nicaragua.

Verdad o mentira, se dice que fue protagonista de varios hechos de sangre desde los 10 años, que enseñó a bailar a Rodolfo Valentino,  que se separó de la actriz Columba Domínguez porque se cortó el cabello –“una mujer debe ser mujer”, con trenzas o el pelo suelo,  pero largo–, que golpeaba a sus mujeres –“a todas les gusta ser educadas a golpes”– y que más de una vez corrió de su casa a sus invitados a balazo limpio.

Fiel a su imagen de hombre de campo, bronco y violento, vestía de negro, con un paliacate floreado al cuello y sombrero alón; bebía tequila y fumaba puros. Y, por supuesto,  como los personajes de sus películas, lucía pistola al cinto, porque -según decía- tenía “muchos pendientes”. Todo un villano, como lo pinta Paco Ignacio Taibo I en El cine por mis pistolas.

Participó como actor, director, argumentista y productor en casi 200 películas, pero debe su fama a un puñado de joyas que realizó con la actriz Dolores del Río, el actor Pedro Armendáriz y el fotógrafo Gabriel Figueroa, con quienes formó el más famoso cuarteto de la Época de Oro del cine mexicano de mediados del siglo pasado.

Con el apoyo del escritor Mauricio Magdaleno, llevó a la pantalla María Candelaria –Palma de Oro en Cannes en 1946– y Flor Silvestre, en 1943; Las abandonadas y Bugambilia, en 1944, y La Malquerida, en 1949, todas con la pareja Del Río-Armendáriz. Con María Félix y Armendáriz, hizo Enamorada (1946), Río Escondido (1947) y Maclovia (1948). Decía que María Candelaria y La malquerida eran sus mejores películas, pero la favorita de la crítica siempre fue Pueblerina (1948), que lanzó al estrellato a su futura esposa, Columba Domínguez.

Nació el 26 de marzo de 1904 en El Hondo, un pequeño pueblo minero del estado norteño de Coahuila, hijo de un general revolucionario y una mujer de origen indígena. Tenía 10 años cuando abandonó su tierra natal, junto con su padre, para unirse a Pancho Villa. En 1923 fue condenado a 20 años de prisión por su participación en un levantamiento armado contra el gobierno de Álvaro Obregón. A los tres años logró escapar hacia Estados Unidos, donde inició su carrera cinematográfica, pero después estuvo nuevamente tras las rejas acusado de homicidio.

Se dice que el presidente Adolfo de la Huerta (1920), a quien había apoyado en su época de revolucionario, fue quien le aconsejó dedicarse al cine: “México no necesita más revoluciones. Tú estás en la meca del cine, y el cine es la herramienta más efectiva que los humanos hemos inventado para expresarnos. Aprende a hacer películas y regresa a nuestra patria con el conocimiento. Haz nuestras películas y así podrás expresar tus ideas de manera que lleguen a miles de personas”.

Es lo que hizo. Pero, antes, pasó  las de Caín en Los Ángeles, trabajando como lavaplatos, peón, estibador y albañil. “Trabajar con un pico y una pala es cosa de hombres, lavar platos es lo más bajo a lo que puede llegar un macho”, declaró al recordar esa experiencia.

Por macho estuvo a punto de rechazar la oferta que le hizo el director de Arte de la Metro-Goldwyn-Mayer, Cedric Gibbons, a quien le habían encomendado supervisar el diseño de la estatuilla del premio Óscar, que se entregó por primera vez en 1929. Por recomendación de Dolores del Río, quien ya brillaba en Hollywood, Gibbons le pidió que sirviera de modelo, pero el Indio se negó en un principio porque pensaba que el  modelaje era “cosa de maricones”. Aceptó posar desnudo más por el amor que decía sentir por Dolores del Río que por otra cosa. De esa manera su imagen quedó inmortalizada en la estatuilla.

Pero él no quería entrar de esa manera a la historia del cine. Ya había trabajado en media docena de películas, cuando, en  1930, llegó a Estados Unidos el director de cine Serguéi Eisenstein. Vio El acorazado Potemkin y escenas de ¡Viva México!  Impresionado, quiso imitar su estética a partir del relato de la revolución mexicana. Influido por el ruso y John Ford, a quien ayudó en la dirección de El fugitivo (1946), y admirador de la plástica del muralista Diego Rivera, otra de sus influencias, retornó a México en los años 40 para realizar lo mejor de su producción.

Con sencillez y no poca ingenuidad –y la cámara de Figueroa–, supo pintar el paisaje geográfico y humano del México rural, con sus magueyes majestuosos y sus cielos abiertos, cuajados de nubes, y sus campos poblados de indios buenos, mestizos ladinos y hacendados perversos. Se dice que buscaba retratarse a sí mismo en los rancheros machos, tequileros y pendencieros,  y a su ideal de mujer, en las campesinas abnegadas, sumisas y sufridas que protagonizaban sus historias.

“El hombre vale por la mujer y la patria que tiene, y yo me siento muy orgulloso de ser mexicano y de haber conocido a María Félix”, me dijo en marzo de 1984, en una entrevista en su caserón de Coyoacán. También estuvo perdidamente enamorado de Olivia de Havilland (Lo que el viento se llevó) y Dolores del Río, pero el amor de su vida fue México. Tenía entonces 80 años y creía que todavía no había hecho su mejor película. “Aún no me ha llegado la hora. Tengo cosas importantes que hacer por el cine mexicano antes de abandonar este mundo”, resumió.

(Dibujo: Marcos Loayza)

Página Siete – 18 de marzo de 2018