Cuando llegó a México por primera vez, en 1938, para
escribir un reportaje sobre las secuelas de la Guerra Cristera (1926-1929) y la
persecución religiosa, Graham Greene se encontró con un país conmocionado al
que definió como un “estado mental”. Desde entonces y durante medio siglo, el
escritor británico recorrió y noveló los caminos sin Dios ni ley de América
Latina, atraído por un continente donde la política era “una cuestión de vida o
muerte”.
Escritor, periodista, guionista, crítico cinematográfico,
comunista en su juventud, espía del servicio secreto británico y “católico
agnóstico”, Greene hizo de América Latina parte del “Greeneland”, el mundo
políticamente inestable y peligroso que caracteriza a su narrativa. Desde el
México de los “cristeros” hasta la Argentina de los guerrilleros marxistas,
pasando por la Cuba de Fulgencio Batista, el Haití de Papá Doc y el Panamá de
Omar Torrijos, el autor de Caminos sin ley entró “sin pasaporte de regreso” al
“territorio de mentiras” del continente, para apropiarse de sus
escenarios.
Nació en Berkhamsted, Hertfordshire, el 2 de octubre de 1904
en el seno de una influyente familia de banqueros y hombres de negocios. Era el
cuarto de seis hermanos. Según sus biógrafos, tuvo una infancia difícil. Sufrió
acoso de parte de sus compañeros de colegio debido a que su padre era el
director, experiencia que lo marcó para toda la vida. De carácter depresivo y
melancólico, intentó suicidarse a sus 19 años y fue sometido durante seis meses
a un tratamiento de psicoanálisis.
Jugó a la ruleta rusa cuatro veces con un viejo revólver de
seis balas propiedad de su hermano mayor, dolido por la indiferencia de la
institutriz de su hermana, de la que estaba enamorado. Durante una visita a La
Habana, según contó su amigo Gabriel García Márquez, le relató el
episodio a Fidel Castro, quien le dijo: “De acuerdo con el cálculo de
probabilidades, usted tendría que estar muerto”. Greene le respondió: “Menos
mal que siempre fui pésimo en matemáticas”.
Su carácter introvertido y el ambiente familiar fueron
determinantes en su afición a la lectura y escritura desde muy temprana
edad. Su hermano menor, Hugh, fue director general de la BBC. Su madre era
prima del escritor escocés Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro. Antes de cumplir los
20 años militó durante un breve tiempo en el Partido Comunista.
Tras licenciarse en Historia, trabajó como periodista en
Nottingham y llegó a ser subdirector de The
Times, al que renunció después de sus primeros éxitos bibliográficos. Como
periodista independiente, viajó por todo el mundo, en especial por América
Latina y África, regiones a las que describía como “lugares salvajes y remotos
del mundo”.
El servicio de espionaje británico MI6 quiso sacar
partido de sus viajes y lo reclutó como agente durante la II Guerra Mundial. Se
dice que fue su hermana Elisabeth, funcionaria de la agencia, quien facilitó el
contacto. Kim Philby, quien más tarde sería descubierto como agente soviético,
fue su supervisor en el MI6.
Greene sintió una especial fascinación por el mundo del
espionaje y volcó su experiencia en muchas de sus novelas. Lo abordó con humor
en Nuestro hombre en La Habana y como
telón de fondo en El Factor humano, El americano impasible, El revés de la trama o El tercer hombre, para consagrarse como
uno de los grandes escritores del género.
“La vida del servicio secreto resulta al final tan solitaria
como la del escritor que se retira de todo”, declaró durante una visita a
Madrid. “Espiar es una profesión extraña”, reflexionó en Una especie de vida.
A los 23 años se convirtió al catolicismo para poder
casarse con la católica Vivien Dayrell Browning, pero se dice que empezó a
creer en el Dios de los católicos cuando conoció en México la historia de los
curas perseguidos por el régimen anticlerical. A uno de ellos, un cura
alcohólico y lujurioso, quien prefiere ser fusilado antes que negarle la
extremaunción a un moribundo, lo convierte, precisamente, en héroe y mártir de El poder y la gloria.
Los personajes de Greene se mueven en la zona gris y
moralmente ambigua de la condición humana, entre el amor y el pecado, entre la
infidelidad y el sentimiento de culpa. No son del todo buenos ni del todo
malos. Son pecadores que no merecen ir al infierno y santos que han perdido el
camino al cielo. Greene los sitúa en el purgatorio, entre la condena y la
redención, en una tierra de nadie, donde los héroes se convierten en villanos,
los mártires en traidores y los santos en pecadores, porque –según decía– la
naturaleza humana no es blanca y negra, sino negra y gris.
“¿Cómo se puede servir a Dios en un mundo inmoral?”, se
preguntó en una ocasión, tal vez para justificarlos. “Yo no podría creer en un
Dios al cual comprendiera”, afirmó en otra oportunidad.
Como resumió un crítico, entre sus personajes abundan los
ladrones honestos, los canallas cargados de ternura, los moralistas dudosos y
los supersticiosos sin religión, sumergidos en sus propias dudas éticas y
morales.
El escritor valenciano Manuel Vicent dice que se mueven
en el doble juego de la vida y la muerte, la política y la religión, el amor y
el odio, el sufrimiento y la compasión, la inocencia y la presencia del mal.
En 1953, durante el papado de Pío XII, el Santo Oficio
incluyó El poder y la gloria en el
índex de libros prohibidos, porque a su juicio “dañaba la reputación del
sacerdocio”. Años después, en una audiencia privada, Pablo VI le dijo que se
olvidara del dictamen inquisitorial: “Mi estimado señor Greene, siempre habrá
cosas en sus libros que hieran a algún católico, pero no se inquiete”.
No le gustaba que lo llamaran “novelista católico”. “No
sé por qué me ponen la etiqueta de escritor católico. Soy simplemente un
católico que es también escritor”, declaró en una ocasión.
Tampoco aceptaba que le etiquetaran como “escritor político”,
aunque la mayoría de sus obras tiene un trasfondo político o se desarrolla en
escenarios marcados por los conflictos políticos.
En todo caso, siempre dejó traslucir, a través de sus
personajes, sus propias convicciones políticas y religiosas y sus problemas
morales, aunque aclarando que intentaba comprender la verdad, sin que esa
búsqueda comprometiera su ideología. “La política está en el aire mismo que
respiramos, igual que la presencia o ausencia de Dios”, explicaba a manera de
justificación.
Sus historias ocurren en el México de los campesinos que
mueren al grito de “¡Viva Cristo Rey!” (Caminos
sin ley y El poder y la gloria),
el Haití de los Tonton Macoutes (Los
comediantes), la Cuba de los casinos y los burdeles (Nuestro hombre en La Habana), el Panamá del militar que no quería
entrar a la historia, sino al Canal (Conociendo
al general), la Argentina del terrorismo izquierdista (El cónsul honorario) y el Paraguay de
Alfredo Stroessner (Viajes con mi tía).
Son historias que se desarrollan en lugares calurosos,
pobres y polvorientos, los típicos entornos del “Greeneland”. Pero también en
la Viena de la posguerra, la Indochina francesa o la España de la Guerra Civil.
Sergio Ramírez elogiaba su “asombrosa capacidad de registrar
escenarios y maneras de ser de países y regiones donde solo ha estado de paso,
y donde a lo mejor no regresará nunca, aprehendiéndolos como si fueran propios
y como si tuviera de ellos un conocimiento de por vida”.
“Graham Greene nos concierne a los latinoamericanos,
inclusive por sus libros menos serios”, escribió García Márquez, quien alguna
vez le preguntó si no se consideraba un “escritor de América Latina”. “No me
contestó, pero se quedó mirándome con una especie de estupor muy británico que
nunca he logrado descifrar”, relató el colombiano.
En una entrevista periodística, Greene dijo que escribía
sobre América Latina porque “en esos países la política rara vez significa una
mera alternativa de partidos políticos rivales, sino que siempre ha sido una
cuestión de vida o muerte”.
Eterno candidato al Nobel (“No me lo darán nunca porque no me
consideran un escritor serio”, decía), tuvo tantos admiradores como
detractores, que lo consideraban un escritor de segunda. William Faulkner se
refería a El fin del romance como
“una obra maestra en el lenguaje de cualquiera”. El propio Gabo lo
reconocía como el maestro que le enseño “una manera de ver el Caribe” y a
describir “ese clima que influye en el modo de ser de las personas”. De hecho
–admitió–, “La mala hora tiene, desde
el punto de vista técnico, una estructura casi calcada de la obra de Greene”.
Consideraba que literatura y periodismo son dos caras de
la misma medalla. Nunca dejó de sentirse periodista. “Puede que haya sus
diferencias entre el reportaje y la novela. Yo no las veo, salvo, quizá, la
invención de caracteres que supone la novela. El resto es igual: el periodista,
como el novelista, tratarán de contar los hechos con precisión y claridad”,
declaró en una ocasión.
La mayoría de sus obras han sido llevadas al cine. El tercer hombre, la más popular y la
única que nació como guión cinematográfico, está asociada al rostro de
Orson Welles –que interpreta al cínico Harry Lime–, a la cítara de Anton Karas
y a una frase: “En Italia, durante 30 años bajo los Borgia, hubo guerra,
terror, asesinatos y derramamiento de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel,
Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, tuvieron amor fraternal,
tuvieron 500 años de democracia y paz… ¿Y qué produjeron? El reloj cucú”.
John Ford llevó a la pantalla El poder y la gloria (El
Fugitivo), con Henry Fonda, Pedro Armendáriz y Dolores del Río; Carol Reed,
el mismo director de El tercer hombre,
realizó Nuestro hombre en La Habana,
con Alec Guinness y Maureen O’Hara, y Peter Glenville hizo Los comediantes, con Richard Burton, Elizabeth Taylor, Alec
Guinness y Peter Ustinov.
Greene murió el 3 de abril de 1991 en su retiro de Vevey,
Suiza. Como informó la prensa de la época, a su funeral asistieron su primera
esposa, Vivian, de 86 años, y su última amante, de 60, que se ubicaron a cada
lado de la iglesia, para dar fe de que toda pasión, como dijo el propio
escritor, tiene algo de clandestino, algo de transgresor y algo de perverso.
“En medio estaba Graham dentro del féretro, ante la puerta que daba a la vez al cielo y al infierno”, escribió su colega y amigo Manuel Vicent. Como un personaje de cualquiera de sus novelas.
Dibujo de Marcos Loayza
Página Siete – 2 de junio de 2019