Xavier Albó, un cura “librepensante”, especialista en “patios traseros”

Sabía poco de Bolivia, casi nada, cuando su superior le comunicó que la Compañía de Jesús le había elegido ese destino para que desempeñara su ministerio sacerdotal. Recordaba que era un país con dos capitales, pero no imaginaba que a su llegada se encontraría con dos países fundidos en uno solo: una Bolivia urbana y otra rural, totalmente indígena. El día que las conoció, se enamoró de ambas y las hizo suyas. Xavier Albó Corrons sintió entonces que había vuelto a nacer y decidió que no retornaría nunca más a su Cataluña natal.

Arribó a Cochabamba el 9 de junio el 1952, con 17 años recién cumplidos. Bolivia vivía bajo el signo del cambio, en plena efervescencia  revolucionaria. Obreros y campesinos recorrían el campo y las ciudades con el fusil al hombro tras el triunfo de la insurrección del 9 de abril, un movimiento que buscaba, precisamente, la integración de las “dos Bolivias”. Si el descubrimiento del mundo indígena le causó asombro, mayor fue su sorpresa al toparse con un pueblo rebelde y levantisco que tres meses antes había impuesto sus reivindicaciones a punta de bala y dinamita.

Poco dado al trabajo de sacristía, “librepensante” y obrero de los “patios traseros”, como denomina a las regiones marginadas de América Latina, Xavier Albó es un “cura raro” o “atípico”, como suele describirlo la prensa. Se enamoró de las “dos Bolivias”, cierto, pero desde el principio optó por una de ellas, por la profunda, la más postergada, la de los indígenas.

Como dice Gloria Ardaya, la activista que convivió con él y otros jesuitas en la comunidad de Los piadosos en los años 70, hizo de los indígenas su “causa mayor”. Y en esta labor, que él tomó como una auténtica misión pastoral, nunca le importó –según su biógrafa, Carmen Beatriz Ruiz– que le llamen “cura de mierda” por andar “levantando indios”. 

Se lo tiene por hacedor y forjador de líderes indígenas y campesinos, pero él, con la modestia y el buen humor que le caracterizan, afirma que si eso fuera cierto, los habría hecho mejor. No hizo a Evo Morales, pero tiene una gran influencia sobre él, a tal punto de que el Presidente se refiere a él como “mi padre Albó”, pese a que le ha dicho en su cara muchas verdades. Tampoco presume de su influencia, porque, según admite, Evo es “inasesorable”,  un animal político “muy vivo”, que al final hace lo que quiere.

Con la barba crecida, abundante y desprolija, suele cubrirse la calva con un lluchu o una boina vasca, según apriete el frío. No le importa mucho el “buen vestir”, como él mismo dice, porque no lo hace para lucir. Le basta con una tenida de chompas de lana de llama y un par de ponchos, una indumentaria que agrega otro detalle “típico” a ese aspecto “singular” al que alude la prensa.

“Una vez me topé con una pobre muchacha en una calle de Buenos Aires y al verme salió corriendo, despavorida… Seguramente pensó que era un sátiro”, solía contar entre risas. A decir de uno de sus compañeros “descurados”, como él llama a los jesuitas que colgaron los hábitos, se parece más bien a un patriarca salido del Viejo Testamento. 

Doctor en Lingüística, Antropología y Filosofía y licenciado en Teología, no presume de ninguno de sus títulos. “¡Llámame p’ajla, como todos!”, propone, anticipándose a quienes se dirigen a él con el “padre” o el “doctor” por delante. Además de sus idiomas maternos, el catalán y el español, habla francés, inglés y algo de alemán. Como sacerdote, aprendió latín, y ya estando en Bolivia, el quechua y al aymara, sus “lenguas favoritas”. 

Pero, ante todo, es un investigador de “campo traviesa”, porque ha recorrido el mundo rural al derecho y al revés cual atleta de la especialidad. Ha donado su biblioteca a la fundación que lleva su nombre. Como el excanciller David Choquehuanca, a quien quería como sucesor de Evo, dice que también ha leído en las arrugas de los ancianos. 

Carmen Beatriz Ruiz lo describe como un hombre que “no tiene miedo nunca de decir lo que piensa, aunque sea  pateando el tablero y en la cara de quienes lo están adulando”, que “mira de frente a los años y a la muerte, con una agenda de proyectos y pendientes que cansarían a una quinceañera”, y como “un hombre a quien no le pesa sentarse a la mesa con moros y cristianos si se trata de una oportunidad para vender su charque o para facilitar el diálogo”.

Nació en La Garriga, un municipio de Barcelona, el 4 de noviembre de 1934, dos años antes del estallido de la Guerra Civil española (1936-1939). Ubicada en la comarca del Vallés Oriental y famosa por sus aguas termales, La Garriga fue una de las poblaciones catalanas más castigadas por los bombardeos franquistas.

El conflicto armado marcó su vida y la de su familia, no sólo porque su padre fue asesinado durante la conflagración, sino porque definió su destino. Su madre, Assemta Corrons, se hizo cargo de él y sus cinco hermanos, pero, en plena guerra, apareció un tío que sería fundamental en su futuro, el  tío Miguel, quien, a pesar de tener ocho hijos, acogió y ayudó a los Albó. Fue él quien lo inscribió en un colegio jesuita, situándole, sin quererlo, en el camino que seguiría el resto de su existencia. “El destino pone a cada uno en su lugar”, diría años después. 

Su madre fue su primera maestra, la que le enseñó a leer y escribir, primero en catalán y después en español. Su afición por las lenguas originarias le viene, pues,  de su experiencia infantil. Era la época en que el catalán –al igual que el vasco y el gallego– estaba confinado a la intimidad del hogar, debido a la represión del régimen franquista, que no aceptaba las lenguas regionales. “Esta presión contra mi lengua originaria me marcó mucho desde pequeño”, rememoró en una ocasión.

Ingresó a la Compañía de Jesús a sus 16 años, en 1951. Tenía otras opciones, los Capuchinos y los Benedictinos, pero se decidió por los jesuitas. Piensa que fue “a buena hora”, por “la apertura que tienen los jesuitas a nivel mundial y la cantidad de cosas que se puede hacer siendo jesuita”, que probablemente no hubiese podido hacer en otras órdenes. Tenía cuatro meses de haber iniciado el noviciado cuando el Provincial de la Compañía le propuso venir a Bolivia. “Fue una decisión de mis superiores de la que yo estoy muy contento”, asegura.

Eran tiempos en que la Compañía de Jesús tenía “supernumerarios” –como dijo el padre José Gramunt, quien llegó a Bolivia con Albó– y se daba el lujo de “exportar” misioneros a todo el mundo, principalmente a África y América Latina, para suplir la falta de vocaciones religiosas en esas regiones. El papa Pío XII encargó a los jesuitas catalanes que apoyaran a Bolivia y Paraguay. “En dos años, nombraron a 80 jesuitas. Yo fui uno de los elegidos”, recordó.

Con él llegaron –al mismo tiempo o poco después– otros jesuitas que tuvieron una gran influencia política y social en Bolivia, como Gramunt, José Prats, Josep Barnadas, Luis Espinal, Pedro Negre, Luis Alegre y Federico Aguiló, entre otros, quienes participaron activamente en la conformación de Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL), una institución promotora del diálogo entre marxistas y cristianos, y la Comisión de Justicia y Paz, pionera en la defensa de los derechos humanos.

Cuando llegó a Cochabamba, “con pelo y sin barba”, usaba todavía sotana y el típico cuello blanco clerical. Tenía cabello, sí, pero también tonsura, el círculo rasurado en la coronilla que indicaba su consagración a Dios, hoy en desuso, al igual que el hábito. Y así, “sotanudo”, se montaba en los camiones destartalados que recorrían el valle cochabambino, entre fardos de fruta y verdura  o compartiendo espacio con vacas y ovejas.

Se instaló en Cliza y lo primero que hizo fue aprender el quechua, que él consideraba imprescindible para cumplir su misión evangelizadora. Al principio no hablaba un quechua fluido, sino el modesto “quechuañol” de todo aprendiz. Hizo su tesis doctoral en Cornell, precisamente, sobre el método de enseñanza de esa lengua.

Tras terminar su formación en Barcelona, Cornell y Quito, retornó a Bolivia para dedicarse por completo a desentrañar el mundo indígena. Lo hizo individual y colectivamente, al frente del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (Cipca), del que es su fundador. “Xavier es un trabajador compulsivo. Vive para trabajar al servicio de indígenas y campesinos”, dice Gloria Ardaya.

Gloria lo conoció en 1970, recién llegado de Cornell, cuando se integró, junto a su pareja e hijo, a la Comunidad Los Piadosos, una casa que compartía Albó con un grupo de jesuitas y laicos en la calle Illampu 733. Allí también vivieron “los Luchos” –Espinal y Alegre–,  Josep Barnadas, Óscar Eid y Hans Moeller, entre otros, “cuando la represión de la dictadura banzerista lo permitía”.

“La tarea de Xavier era la de lavar los platos por sus dificultades para cocinar. Conmigo tenía problemas porque mi hijo Luis Ernesto desordenaba sus libros y jugaba con las antiguas cintas de su grabadora, su principal instrumento de trabajo. Un día me amenazó: ‘lo que haga Luis Ernesto en mi habitación yo haré en la tuya’. Días después mi hijo se hizo popó en la suya y hasta ahora estoy esperando que cumpla su amenaza”, recuerda Gloria.

Allí fundó Cipca  (“en mi cuarto y sin un peso”) y allí desarrolló gran parte de su monumental trabajo académico. Era una “una casa abierta”, por donde pasó mucha gente, como Gregorio Iriarte, Amparo Carvajal, Olivia Harris y Filemón Escobar, quien se encontraba clandestino. 

En esa época, según Gloria Ardaya, Albó “no se involucraba mucho” en actividades propiamente “políticas”, a diferencia de “los Luchos” y otros jesuitas, que fueron activos en la conformación de la Comisión de Justicia y Paz y en la redacción de un famoso documento –Evangelio y violencia–, que denunció la violación de los derechos humanos en la dictadura banzerista.

“Estoy convencida de que su politización comenzó con su participación en la huelga de hambre junto a Luis Espinal y se profundizó con el asesinato de Lucho”, sostiene. Albó y Espinal acompañaron la huelga de las mujeres mineras que arrancó la amnistía general a la dictadura banzerista en enero de 1978.

Espinal fue asesinado el 21 de marzo de 1980, cuatro meses antes del golpe de Luis García Meza. Para entonces, la Comunidad ya se había trasladado a Miraflores, al final de la calle Díaz Romero. Con el golpe,  todos abandonaron la casa y no volvieron a vivir juntos. “Ninguno volvió a ser el mismo. Pese a ello, el espíritu de la Comunidad sigue y nos reunimos cada vez que podemos. Es nuestra familia”, dice Gloria.

Fue la época en que muchos jesuitas “se descuraron”, unos a causa de la militancia política, otros por haber optado por el matrimonio. Albó no regresó al San Calixto, la residencia habitual de los jesuitas, sino que se fue a Qurpa, una obra de la Compañía de Jesús ubicada cerca de Tiwanaku, y después a Jesús de Machaca. Trabajó con los indígenas y vivió como ellos. Si en Cliza quedó la mitad de su corazón, en Jesús de Machaca permanece la otra. “Allí me robaron mi plata, mi corazón y mi honra”, declaró en una oportunidad para subrayar su arraigo.

Cuando Evo lo condecoró con El Cóndor de los Andes, junto a su compañero jesuita Mauricio Bacardit, el 4 de abril de 2016, como reconocimiento a su labor en defensa de la democracia y de los derechos de los indígenas y marginados, Albó le regaló un ejemplar del libro Oraciones a quemarropa, de Luis Espinal, con una dedicatoria que firmó como “librepensante”. De esa manera quiso recordarle que, si bien veía con buenos ojos el llamado “proceso de cambio”, lo hacía desde una posición crítica, no desde el llunk’erío.

Fue precisamente en esa ocasión que le sugirió agregar “dos yapas” a la trilogía andina –ama qhella, ama llullay, ama suwa (no seas flojo, no seas mentiroso, no seas ladrón)–, los principios ama llunk’u (no seas adulón) y el ama k’illi (no callar). Recordando a Espinal, quien dijo que “callar es lo mismo que mentir”, le pidió a Evo “reconocer” que perdió el referendo del 21 de febrero y le planteó “descansar” el próximo período presidencial y “volver” el 2025.

Antes, en una entrevista con Página Siete, declaró que si la derrota que sufrió el MAS en las primeras elecciones judiciales y en las subnacionales de 2015 servía para que el gobierno aprendiera a ser más pluralista, “entonces el batacazo ha sido en buena hora”, que “la derrota electoral sea una llamada de atención para rectificar”.

A Evo no le gustó que hablara de derrota. “Mi padre Albó no puede mentir, no puedo creer que un padre mienta (…). Yo de frente digo que hemos ganado”, declaró. Albó le respondió: “Evo tiene razón, pero yo también”, porque, efectivamente, el MAS ganó a nivel nacional, pero perdió en La Paz, El Alto y en otros municipios donde había ganado anteriormente.

No fue la única vez que aireó sus discrepancias. También le criticó haber “postergado demasiado la búsqueda de un sucesor”, dijo que el proceso de cambio “nació medio jodido en algunas cosas, aunque no tantas como ocurrió después”, y que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Nunca negó su adhesión al “proceso de cambio”, pero ha dicho que si hubiese tenido que levantar el puño izquierdo, como saludan los masistas, hubiese levantado al mismo tiempo la mano derecha con la señal de la cruz. Tras el fallo del Tribunal Constitucional que autorizó la reelección vitalicia, estuvo barajando la posibilidad de devolverle a Evo el Cóndor de los Andes, pero también llegó a la conclusión de que “aunque le devuelva diez condecoraciones, el Evo es el Evo y hace lo que le viene bien”.

Al recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad de San Andrés, dijo que prefiere mil veces hacer lo que hace, “en lugar de perder el tiempo en cosas burocráticas”, porque “más vale morir viviendo que vivir muriendo”.  Así se las gasta este cura “librepensante”, “especialista en patios traseros del continente”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 22 de septiembre de 2019

Compañeros de cama

Fue el escritor y periodista estadounidense Charles Dudley Warner, coautor con Mark Twain de la novela La edad dorada: un cuento de hoy, quien dijo que “la política hace extraños compañeros de cama”. Groucho Marx le corrigió: «No es la política la que crea extraños compañeros de cama, sino el matrimonio». Sin ánimo de contradecir a mi “marxista” de cabecera, yo diría que es el “matrimonio electoral” el que forma, si no extraños compañeros de cama,  sí insólitos “compañeros de ruta”, para citar a otro famoso, el inventor del término, Leon Trotsky, quien recomendaba no desdeñar a los “simpatizantes” circunstanciales en la lucha por el poder.

Recordé a Warner, Groucho y Trostky al ver los “fichajes” del MAS para las elecciones del 20 de octubre, que han convertido a los enemigos irreconciliables de ayer en los amigos de hoy. No sólo por esa constatación, sino también por las declaraciones de algunos de los protagonistas de las elecciones del 20 de octubre. Dime a quién criticas (directamente) y te diré a quién apoyas (indirectamente). Dicho de otro modo, dime a quién elogias y te diré cuánto has cambiado.

Evo Morales nos sorprendió al invitar y elegir a connotados empresarios del denostado neoliberalismo para puestos clave del futuro Congreso, a despecho de sus aliados de los movimientos sociales. Según el mandatario, “sin ser masistas, sin ser del proceso”, algunos empresarios, “gente responsable”, se ha sumado “de manera sincera” a su proyecto político. “Me dicen: no soy del MAS, no soy del proceso, pero estoy ganando mejor que con mi partido”,  reveló. No necesitaba decirlo. La alianza es notoria, como se está viendo a propósito de los desgraciados incendios de la Chiquitania.

No sólo eso. En la campaña de “todos contra Carlos Mesa”, hemos visto a personajes del oficialismo hacer pinza con los principales voceros del gonismo para demoler al candidato de Comunidad Ciudadana. El yerno de Gonzalo Sánchez de Lozada, Mauricio Balcázar, acusa a Mesa de “extorsión”, y el exministro Carlos Sánchez Berzaín, desde Miami, pide el voto nulo. No deja de ser paradójico ver a masistas y gonistas unidos en un mismo afán.

Los candidatos del MAS también sorprendieron al afirmar que es “inteligente” por parte de la oposición –se referían a Bolivia dice No– proyectar a Óscar Ortiz, como dijo Evo, y pronosticar, como hizo García Linera,  una “sorpresa electoral” del candidato cruceño. Tampoco deja de ser curioso ver a los representes del oficialismo y de Bolivia dijo No hacer causa común en los debates de televisión.

Lo del jefe militar con nombre de superhéroe (masista) es otra cosa. A juzgar por las prebendas, de las que Página Siete ofreció un cabal recuento, no estamos ante un compañero de cama, sino ante un compañero de cama y rancho.

Semanas antes, el presidente brasileño, Jair Bolsonaro, a quien se supone en las antípodas del “proceso de cambio”, dijo que su colega boliviano está dando  “señales” de querer apartarse de sus aliados ideológicos tradicionales y que es un dirigente de la “vieja izquierda” que “está evolucionando”. ¿Hacia dónde? Poco después, con motivo de la Cumbre de la Amazonia, elogió a Evo como “un hombre de la tierra” y felicitó a Bolivia porque es un país donde “un indio puede ser presidente sin problema”, unas declaraciones sorprendentes para quien no ha tenido consideración alguna para la causa indígena de su propio país.

Al repasar los “fichajes” de Evo y las “señales” de las que habló Bolsonaro, recordé el tango de Santos Discépolo y Juan de Dios Filiberto, tan bellamente interpretado por el polaco Roberto Goyeneche: “¡Decí, por Dios, qué me has dao, que estoy tan cambiao! ¡No sé más quién soy!”. Para seguir con la letra, supongo que el masismo “extrañao” mira a su líder “sin comprender”.

¿Tanto ha cambiado el MAS? Tal vez. La necesidad (electoral) tiene cara de hereje (ideológico) y el oficialismo sabe dónde le aprieta el zapato. Los que parecen no saberlo son los opositores, que se despedazan en una lucha caníbal –guerra sucia mediante–, sin poder precisar cuál es el objetivo principal de su campaña ni apuntar al rival a vencer, mientras el oficialismo aplaude desde la azotea de la Casa del Pueblo.

Como se ha visto reiteradamente en la historia de Bolivia, los “matrimonios electorales” no son tales, porque son resultado de intereses coyunturales, simples promesas de amor, que tarde o temprano terminan en desengaño. Como dijo  la marquesa de Merteuil, genialmente interpretada por Glenn Close en la película Relaciones peligrosas: “Le prometí amor eterno, y realmente así lo creí durante un par de horas”. No duran eternamente, en cierto, pero dan votos.

Página Siete – 12 de septiembre de 2019

De chispas, fósforos e incendios

El periodista y poeta brasileño Oswald de Andrade dijo alguna vez que “en un incendio sin explicación, hay un silencio del tamaño del cielo”. Atribuir los devastadores incendios que afectan a la Amazonía y a la Chiquitanía al calentamiento global, como causa única y exclusiva del desastre, es una forma de silencio que elude no sólo las explicaciones, sino las responsabilidades de quienes tienen el deber de prevenir y combatir las catástrofes ambientales. Me refiero a los gobernantes cortoplacistas, extractivistas y negacionistas, cuyas políticas depredadoras actúan como chispas en el monte, porque incendiario no es únicamente el que enciende el fósforo, sino también el que proporciona el combustible para prender la pradera.

Evo Morales se queja de que “la derecha” lo culpa de las inundaciones, la sequía y los incendios que aquejan al país, pero él mismo reconoce que Bolivia no tiene equipos para enfrentar siniestros como el de la Chuquitanía. No los tiene. Tampoco tiene ni ha tenido políticas para prevenirlos, sino todo lo contrario.

No voy a insistir en la reacción tardía del Gobierno, su reticencia a acudir a la ayuda internacional y su negativa a declarar la emergencia nacional. Tampoco en el dispendio de recursos y la falta de criterio en la asignación de prioridades en el gasto público. ¿Improvisación? No es una novedad. La crisis del agua de hace tres años en La Paz pudo haberse evitado si las autoridades responsables hubiesen detectado a tiempo, como era su obligación, la reducción de los embalses.

En un recuento de la política gubernamental de los últimos 13 años, Página Siete enumeró las leyes y decretos sobre bosques y tierras que aprobó Morales durante su gestión. Las normas incluyen desde “perdonazos” para quienes ejecutaron desmontes por tala o chaqueo hasta ampliaciones de la frontera agrícola, pasando por la entrega de tierras para asentamientos humanos.

Las leyes 337 (1 /01/2013), 741 (29/09/2015), 1098 (15/09/2018) y 1171 (25/04/2019) perdonan los desmontes no autorizados realizados entre el 12 de julio de 1996 y el 31 de diciembre de 2011; dan luz verde a los desmontes por tala o quema de hasta 20 hectáreas y autorizan “el buen uso y manejo integral de fuego a través de la quema planificada y controlada” para la producción de aditivos de origen vegetal para que Bolivia “ingrese en la era del etanol” y los biocombustibles.

La dotación masiva de tierras a colonos afines al Gobierno y la ampliación de la frontera agrícola ha provocado un chaqueo intensivo por parte de los nuevos agricultores para incrementar las áreas de siembra. Según un informe de la Autoridad de Fiscalización y Control Social de Bosques y Tierra (ABT) de abril pasado –citado por Página Siete–,  entre 2017 y 2018 se produjo un “incremento sustancial” de la deforestación (medio millón de hectáreas).  Los propietarios privados fueron responsables del 63%, las comunidades campesinas del 31% y las comunidades indígenas del 6%. 

Al negar la responsabilidad del Gobierno en la deforestación, el ministro de Desarrollo Rural y Tierras, César Cocarico, dijo que los desmontes no son de ahora, sino que datan de 2001, cuando Hugo Banzer los autorizó, con el Decreto 26075. ¡Vaya argumento! ¡Todo un “proceso de cambio” para hacer lo mismo que hizo el neoliberal y derechista Banzer!  

Es cierto que hay una responsabilidad  colectiva internacional, no sólo nacional, ante el ecocidio que está viviendo el planeta. Como afirmó un  diario madrileño, la selva se está quemando por “una mezcla de ignorancia e intereses truculentos” y es necesario que la sociedad reaccione ante esta “barbarie ambiental” para evitar daños irreversibles. Ya sabemos. Hay gobernantes del tipo Trump y Bolsonero a los que no conviene dejar una caja de cerillas al alcance de la mano, pero la caridad empieza por casa. 

El Gobierno está pagando el precio –y los bolivianos con él– de la aplicación de un modelo de desarrollo extractivista depredador. Y no habrá cortafuegos que detenga el desastre si la sociedad no asume el rol protagónico que le corresponde en la defensa del hábitat común, empezando por la toma de consciencia sobre la magnitud y consecuencias de la catástrofe que nos afecta.

No deja de ser aleccionador para un régimen que ha hecho del pachamamismo su bandera que el incendio haya estallado precisamente en agosto, el mes de la Pachamama, aunque está visto que el culto del gobierno a la Madre Tierra se reduce desde hace tiempo a la k’oa de los actos oficiales. Ahí está el Tipnis como símbolo de lo que fue y no es más.

Me pregunto si el Presidente saldrá políticamente indemne de la Chiquitanía. Un político argentino dijo alguna vez, refiriéndose a los gobernantes supuestamente incombustibles, que hay “hombres de asbesto” que “cruzan sin chamuscarse los incendios de inoperancia que han encendido”. ¿Será? Lo veremos en las elecciones del 20 de octubre.

Página Siete – 29 de agosto de 2019

Pérez Alcalá, el hacedor de colores

El color es tan importante como el sabor, decía, mientras dejaba que las verduras se cocieran a fuego lento en su propio jugo. “¡Sería un crimen freírlas!”. Con la fritura, sostenía, no sólo pierden su aroma natural, sino también su frescura y tonalidades. La sartén lucía como un jardín, con los pimientos, el brócoli, el ajo y la cebolla crepitando sobre la plancha.

“Cuando están perladas, como la hierba con el rocío de la mañana, están listas”, era el momento de volcar los langostinos, los camarones, los mejillones y el vino blanco. Tres o cuatro vueltas, lo suficiente para que los mariscos adquirieran su tono sonrojado, y el chupe lucía como un plato de cualquiera de sus bodegones.

Ricardo Pérez Alcalá, el acuarelista, arquitecto, dibujante, poeta, ajedrecista y chef autodidacta nacido en Potosí un 30 de julio de 1939, manejaba los utensilios de cocina con la misma habilidad que la paleta y el pincel, porque las viandas, como las pinturas, debían entrar por la vista. Puesto a cocinar, los fogones no eran otra cosa que un soporte para la creación, como un caballete o una mesa de dibujo. “¡Es una obra de arte!”, presumía al servir sus pucheros.

Descrito por los críticos como “maestro de los colores imposibles”, “alquimista de la acuarela” y “realista mágico”, Perico, como lo conocían sus amigos, era un hacedor de colores. Descubría la belleza literalmente debajo de las piedras, en zaguanes oscuros, puertas astilladas, ventanas desvencijadas y muros devastados por el tiempo, donde los simples mortales veíamos únicamente escombros. A pesar de su agnosticismo, gustaba de imaginar a Dios con una paleta  en la mano pintando el universo en siete días, porque “¡alguien tuvo que crear tanta belleza!”.

“¿Qué haces?”,  le pregunté a manera de saludo durante una visita en su pequeño estudio  de la capital mexicana, allá por los años 80. “Colores”, me respondió. No los inventaba. Los encontraba donde nadie los veía. “Están ahí, en la naturaleza de las cosas…”, explicaba. Y los recreaba.

Lucía una barba negra, espesa y desordenada, su marca de identidad, que recordaba a un Marx sesentón; vestía camisas oscuras, pantalones de pana y llevaba la también característica gorra con visera a lo Lenin, una imagen que, en todo caso, no tenía ninguna connotación ideológica, porque siempre se mostró reacio a la política, actividad de la que decía que chocaba con el buen gusto.

Solía madrugar para recorrer los alrededores de La Paz y observar las sombras que proyectan los cerros gredosos durante los amaneceres. “¡Mira!, parecen castillos medievales”, me dijo durante uno de esos recorridos, mientras apuntaba con el índice las manchas fantasmagóricas que se descolgaban del horizonte trazado por las montañas.

En su búsqueda de colores y tonalidades, recogía piedras de diferentes formas y texturas de los lechos de los ríos, recorría barrios marginales y visitaba pueblos perdidos del campo, fotografiando con la memoria patios y rincones carcomidos por la humedad, paredes descascaradas, muebles despachurrados, portones añosos y tinajas desportilladas que luego cobraban vida con sus pinceles.

Nació en Potosí, en las faldas del Cerro Rico, cuando la población de la Villa Imperial no sobrepasaba los 200 mil  habitantes. Se crió arropado por las leyendas del cono de la abundancia, cuyas tonalidades ocres, cobrizas, grisáceas y rojizas marcaron su imaginación infantil y le enseñaron que es la luz la que descifra los colores, puesto que la plata no es plateada ni el oro es dorado en el vientre de la naturaleza. 

También recorrió las regiones más benignas del departamento, como Betanzos, Tarapaya, Don Diego, Miraflores y Chaquí; conoció el verdor de los valles de los Lípez y los Chichas y descubrió que la geografía potosina albergaba los colores del arco iris y algunos otros por conocer.

Fue su maestro de la escuela Alonso de Ibáñez, quien descubrió su talento a temprana edad, al ver los retratos que hacía de sus compañeros de salón, e inscribió al niño dibujante con dinero de su propio bolsillo en la Escuela de Bellas Artes de Potosí. A sus 12 años ganó el Premio Nacional de Pintura Infantil y a los 15 presentó su primera exposición. 

Terminados sus estudios secundarios, a los 18 años, se trasladó a La Paz para estudiar arquitectura, a la que reconocía como “la madre de todas las artes”. Realizó exposiciones en La Paz, Sucre y Cochabamba, y ganó varios premios, entre ellos los de acuarela del Salón 14 de Septiembre de Cochabamba (1969 y 1971) y del Salón Pedro Domingo Murillo de La Paz y el Gran Premio Nacional de Pintura Pedro Domingo Murillo (1971).

Cuando partió rumbo a México, era un artista maduro, pero desconocido fuera del ámbito nacional. En México encontró el ambiente propicio para su desarrollo. Reconocía su estancia de 14 años en ese país, entre 1978 y 1992, como la más fecunda de su vida. “Gané cuatro premios nacionales y vendía hasta mis garabatos; mis apuntes eran requisados por la dueña de la galería que compraba toda mi obra por adelantado”, le confió a la periodista Isabel Mercado.

Efectivamente, en México ganó el Premio Nacional de Acuarela en cuatro ocasiones (1983, 1984, 1985 y 1989). Fueron los más significativos de su carrera, aunque, con  la modestia que le caracterizaba, no le asignaba al galardón mayor importancia. “Incluso me lo dieron a mí…”, comentaba con el humor ácido con el que solía referirse a sí mismo. Expuso en Brasil, Ecuador, Panamá, México, Estados Unidos,  Francia, España y Rusia. En 2009, recibió el Gran Premio de la Tercera Trienal Internacional de Acuarela, en Santa Marta, Colombia.

No llevaba la cuenta de los cuadros que había pintado a lo largo de su carrera desde el lejano día de su infancia que vendió en el boulevard potosino una pequeña acuarela, en la que había pintado dos salteñas junto a una botella de cerveza y un vaso medio vacíos. Sin embargo, “a ojo de buen tinajero”, calculaba que había producido más de 6.000 piezas entre acuarelas, óleos, dibujos y bocetos.

Utilizaba una técnica que él denomina “acuarela sobre tabla” –“mis tablitas”, decía–,  consistente en un preparado de yeso sobre una superficie de madera. Según el crítico Harold Suárez Llápiz, esa técnica “compleja y extravagante” le permitía dotar al color de “mucho más brillo e intensidad”, al reducir el efecto de la absorción del papel.

Pintaba con el corazón. La poeta y ensayista Blanca Wietüchter, quien le dedicó un libro (Pérez Alcalá, o los melancólicos senderos del tiempo), recordaba que el pintor amaba el ajedrez como un “resquicio de la racionalidad”, que le permitía “hacer trabajar la otra parte del cerebro”, porque para pintar trataba de liberarse de todo sentido racional. Lo hacía con el sentimiento. “Mi objetivo es lograr el misterio inexplicable e irrepetible en todas las facetas del arte”, le dijo a la periodista María Angélica Kirigín.

“Manejaba de manera magistral la luz” y con “una paleta sobria y elegante, imprimía en sus acuarelas misteriosas atmósferas inquietantes”, escribió Suárez Llápiz, quien describe al potosino como un “extraordinario colorista”, un “esteta cultivado”, que “resolvía cada pieza con un minucioso manejo técnico aprovechando muy bien los efectos pictóricos muy luminosos y los tonos de luz ligera y traslúcida que ofrece esta compleja técnica a través del blanco papel de acuarela”.

Como recuerda su biógrafo Marcelo Paz Soldán, Pérez Alcalá llegó a formular su propia teoría, la teoría de los “colores imposibles”, a partir de la constatación de que “el color es luz”. El acuarelista “maneja de manera sublime elementos de la composición pictórica como la luz y el color que, al combinarlos, hacen del suyo un arte único”, apuntó.

Pérez Alcalá le dijo a Isabel Mercado que la pintura debía estar estructurada en “un dibujo riguroso y un estudio del color profundo”, ambientada en una atmósfera propicia y realizada con una técnica depurada. “Sólo quien demuestra que es capaz de dibujar, crear y pintar con el mismo genio puede darse el lujo de dar cinco brochazos y sostener que eso es arte”, señaló. Al fin y al cabo, sostuvo en esa entrevista, “el arte es una mentira en busca de una verdad”.

También incursionó en el muralismo y la escultura. Como arquitecto, diseñó estructuras de gran relevancia, como la Iglesia de San Miguel, en Calacoto, y la Iglesia del Corazón de María, en Miraflores; la Piscina Olímpica y la Normal Simón Bolívar, ambas en Alto Obrajes; la Capilla de San Silvestre, en Aranjuez, y varias residencias del sur de La Paz. Su obra escultórica más conocida es el monumento conmemorativo de la presencia boliviana en el Puerto de Ilo, titulado Boliviamar (1999).

Era conocido por su sentido del humor. “Los grandes genios han muerto relativamente jóvenes… Y yo ya me estoy sintiendo un poco mal…”, bromeaba. Como recuerda su amigo Carlos Toranzo, vivía “con el humor a flor de labios” y no temía reírse de sí mismo.

Extraordinario dibujante y caricaturista, desplegó su humor en la revista satírica Cascabel, que dirigía José Pepe Luque en los años 60, donde firmaba como Cardo, con una C en forma de penca de tuna, que definía muy bien el carácter “espinoso” de sus caricaturas.

“Ricardo tuvo un paso casi fugaz por la revista, pero no muy fácil de olvidar. Su carácter bonachón, con su risueño rostro de ojos saltones y su particular forma de hablar, nos conquistó al momento. Era un observador como nadie, muy agudo y audaz en sus trazos como caricaturista. Pero un día, así como llegó, se fue con sus sueños de ser arquitecto”, rememoró Pepe.

Eran legendarios sus duelos, a chascarrillo limpio, con el poeta y periodista Coco Manto (Jorge Mansilla Torres) y el médico forense Rolando Costa Arduz, a cual más agudo e ingenioso. Con Carlos Toranzo había planificado instalar una salteñería de nombre sugerente:  El Jigote de la Mancha.

Durante una tertulia en México, sorprendió a sus amigos con un poema de su puño y letra, que aparentemente aludía a su difícil inicio en México. “Este es el lugar/ Este es el lugar del hombre/ que llegó de lejos y está parado./ Aquí está el rincón del hombre/ que llegó de lejos, está ilegal y desocupado./ Aquí se encuentra la humedad del rincón/ del hombre que vino de lejos con toda su carga/ y está agobiado. / Este es el lugar del hombre que llegó/ de lejos con tanto lastre/ sobre los hombros, la cabeza y el alma (….)”.

Coco Manto se refirió a esa desconocida faceta del acuarelista en un homenaje realizado en el Museo de la Acuarela Mexicana, en diciembre de 2013.  Recordó que “la pintura es poesía esparcida de palabras con identidad en los colores” y que “la poesía es una pintura que flamea en el color de las palabras”.  “En su raíz esencial –señaló–, todo pintor es un poeta. Y viceversa, viceverso. Color, calor. Los artistas crean para conmover o remover, no para convencer. Por eso los pintores dicen no me veas, siente. Y los poetas y escritores: no me crean, lean”.

Contó con alumnos excepcionales, como Mónica Rina Mamani y Rosemary Mamani Ventura, de quienes se declaraba admirador. “¿Qué puede enseñar alguien que ha sido superado por sus alumnos?”, repetía orgulloso. Decía que el talento no servía de nada si no está respaldado por el trabajo. “El que escucha, olvida; el que mira, recuerda; el que hace, aprende”, repetía.

El poeta y periodista Rubén Vargas resumió los atributos del artista en pocas palabras: “Una gran pintura, un enorme sentido del humor y un exquisito paladar”.

El pintor falleció el 23 de agosto de 2013 bajo el techo de la casa-taller que él mismo diseñó como arquitecto y tardó en construir más de 10 años, frente a los cerros de Irpavi, donde recreó su mundo de luz y color, con la misma perfección de sus acuarelas, con las piedras del altiplano, los adobes de noble textura, las maderas labradas a mano y los mármoles azules que inspiraron su trabajo, porque –según decía– quería vivir dentro de una verdadera obra de arte. Vivir como un artista, pero también morir, “con el último brochazo”, para replicar el autorretrato que él mismo denominó Reclinado sobre mi tumba, una acuarela que lo muestra inclinado sobre una lápida.

Dibujo de Pepe Luque

Página Siete – 18 de agosto de 2019