“A la guerra en taxi”, con Juan Carlos Salazar

Por Roberto Navia Gabriel

El periodismo de guerra tiene sus propias historias y sus propios héroes. Juan Carlos Salazar del Barrio es uno de ellos, un corresponsal intrépido que ha recorrido los escenarios más peligrosos y desafiantes en busca de la verdad y la información. En su libro A la guerra en taxi, finamente publicado por Editorial Plural, nos sumerge en su apasionante trayectoria, en la que los taxis se convierten en vehículos testigos de los conflictos armados que ha presenciado y cubierto a lo largo de los años.

Desde sus primeros pasos en la profesión, Juan Carlos Salazar nos lleva de la mano a través de sus experiencias en distintos países y momentos históricos. Con maestría narrativa, nos transporta a la guerra civil de El Salvador en los años 80, donde los taxistas se convierten en compañeros de viaje y guías en medio del caos y la violencia. Nos cuenta cómo, en un país tan pequeño, pero tan devastado por el conflicto, los taxistas eran capaces de acercarlo al frente de batalla más cercano en cuestión de horas.

Pero la historia de Salazar del Barrio no se detiene allí. Nos lleva también a otros escenarios de guerra, como Bolivia, Argentina, México y Cuba, donde se enfrentó a distintos desafíos y limitaciones tecnológicas propias de la época. Nos relata cómo, en una era sin teléfonos móviles ni grabadoras livianas, tuvo que valerse de una libreta de notas y un bolígrafo, e incluso del antiguo telégrafo Morse, para transmitir sus noticias desde lugares remotos y peligrosos.

A través de sus relatos, el autor nos sumerge en el mundo del periodismo en tiempos de conflicto, donde el miedo, la incertidumbre y el silencio son parte del día a día. Nos muestra la importancia de la valentía y la determinación para llevar la verdad al mundo, a pesar de las dificultades y los obstáculos en el camino.

Pero más allá de las historias de guerra y periodismo, A la guerra en taxi es también un homenaje a esos hombres y mujeres anónimos que, desde el volante de un taxi, se convierten en testigos y cómplices de los momentos más intensos de la historia. Los taxistas, con su mirada aguda y su oído atento, son capaces de captar los rumores y las verdades ocultas en una ciudad. Son los guías que conducen a los periodistas por los laberintos de la realidad, compartiendo sus historias y conocimientos.

En este libro, Juan Carlos Salazar nos invita a un viaje fascinante, en el que los taxis se convierten en un símbolo de conexión con la verdad en medio del caos de la guerra. Nos muestra cómo, a través de estas singulares travesías, se pueden descubrir las historias que no se encuentran en los titulares, las voces que no son escuchadas y los detalles que marcan la diferencia.

A la guerra en taxi es un testimonio vibrante y conmovedor, que nos muestra el valor del periodismo en situaciones extremas y la importancia de los pequeños detalles en la búsqueda de la verdad que las convierte en crónicas memorables. Es un llamado a no olvidar a los anónimos de la vida, a todos ellos que han sido muy importantes para que las historias de Juan Carlos Salazar y de cientos de periodistas de guerra y de postguerra, no se olviden nunca. 

Es que, leyendo a Juan Carlos Salazar, uno confirma que el periodismo nos lleva a los rincones más peligrosos y volátiles del mundo, donde los reporteros arriesgan sus vidas para contar historias en medio de estas situaciones extremas.

En A la guerra en taxi, el autor también nos sumerge en sus experiencias como corresponsal y cómo sus piernas de aventurero responsable lo llevaron por tantos países como tantas historias. Desde su incursión en Bolivia en 1967, donde cubrió sobre Ernesto Che Guevara, hasta sus desafiantes viajes a Argentina, El Salvador, México y Cuba. Este periodista enorme nos lleva a través de una serie de recuerdos inmortales que capturan la esencia del periodismo que la humanidad no solo que debe saber, sino, que no debe olvidar.

Olvidar lo que Juan Carlos Salazar escribe, es imposible. Porque sus textos son profundos y están poéticamente escritos. Escribe con la música en los dedos. Sus crónicas llevan una banda sonora que acompañan incluso después de que uno ha terminad de leerlo.

El libro me ha atraído desde el primer momento que lo he visto.

El título del relato se origina en la pregunta recurrente que los taxistas hacían a los periodistas que llegaban a San Salvador durante la guerra civil de los años 80:

—”¿Periodista? ¿Quiere ir a la guerra?”. 

El libro que he leído en los intervalos de mi última expedición por el norte amazónico, pone énfasis en ese maravilloso periodismo que se hacía cuando los medios de comunicación no tenían la tecnología actual. La pasión por contar la verdad seguía siendo el motor que impulsaba a los periodistas a arriesgarlo todo por informar al mundo.

Ahí radica la esencia de este oficio maravilloso. En tener una pluma y las ganas de recorrer el mundo. 

A la guerra en taxi es ese periodismo que tiene sus estructuras en la naturaleza vital del periodismo: se necesita la fuerza de la historia. Pero también el talento para conseguirla y narrarla.

Por lo general, los lectores no nos enteramos cómo el periodista llegó hasta las mecas de sus historias. Pero por suerte, nosotros, tenemos la fortuna de que existe en este mundo un hombre que se llama Juan Carlos Salazar del Barrio, que, con su tremenda generosidad, nos revela de una manera bellamente escrita, la importancia que tuvieron los taxis para eternizar crónicas que ya son inmortales. 

En un mundo donde la palabra escrita tiene un poder e influencia inmensa, con cada libro que Salazar nos regala a sus lectores, consolida su lugar entre los inmortales del gran periodismo. Su obra se encuentra al lado de figuras como John Reed y su monumental trabajo México Insurgente, y John Kenneth con su innovador México Bárbaro.

A lo largo de su destacada carrera, no solo ha informado sobre eventos, sino que ha profundizado en el tejido de las sociedades, desenterrando historias no contadas y revelando verdades ocultas. Su compromiso de evidenciar las voces polifónicas me recuerda al extraordinario trabajo de Svetlana Alexievich y su obra maestra Los muchachos de Zinc.

Siguiendo los pasos del gran Ryszard Kapuściński, Salazar se ha embarcado en viajes transformadores, capturando la esencia de las culturas y las civilizaciones. Así como lo hizo el periodista polaco con Viaje con Heródoto, Juan Carlos muestra su habilidad para unir el pasado y el presente, iluminando a los lectores con profundos conocimientos sobre la experiencia humana.

Así como Oriana Fallaci dejó una huella imborrable en el periodismo con su trabajo revolucionario, Entrevista con la historia, Juan Carlos Salazar ha seguido provocando reflexiones y encendiendo debates con sus poderosos textos que desafían el statu quo. Su trabajo resuena en los lectores, instándolos a examinar críticamente el mundo que les rodea.

El trabajo de Juan Carlos Salazar nos insta a leer, a escribir y, sobre todo, a viajar. Nos recuerda que, solo viajando, explorando nuevas culturas y paisajes, podemos comprender verdaderamente las complejidades y maravillas de nuestro mundo.

Opinión, Ramona – Cochabamba, 18 de junio de 2023

https://www.opinion.com.bo/articulo/ramona/guerra-taxi-juan-carlos-salazar/20230617173736910877.html

A la guerra en taxi, una lectura fascinante

Por María Silvia Trigo

Antes de comentar la obra, me gustaría hacer una breve referencia a la trayectoria del autor. Juan Carlos Salazar es posiblemente el periodista que muchos hubiéramos querido ser, no solo por los puestos que ocupó en América Latina y Europa como periodista y jefe del servicio en español de la Agencia Alemana de Noticias DPA –y en otros medios bolivianos–, sino fundamentalmente por las emblemáticas coberturas realizadas y la diversidad de los caminos transitados.

Le tocó trabajar en una época complicada, en la que prácticamente todos los periodistas –queriendo o sin querer– eran una especie de corresponsales de guerra. Cubrió la América Latina del último tercio del siglo XX, en los oscuros años de los golpes militares y las dictaduras, de las persecuciones y masacres, del terrorismo de Estado y los conflictos internos. Una cronología que él define como “la cronología del espanto”. Este libro es un testimonio de su larga y prolífica vida periodística.

A la guerra en taxi compila crónicas sobre los hechos que fueron narrados por Juan Carlos Salazar desde la década del 60 hasta los primeros años del siglo XXI. Nos lleva desde la búsqueda del Che en Bolivia, donde se estrenó como periodista, hasta el inicio de la guerra yihadista en Europa, pasando por el alzamiento indígena de Chiapas, los conflictos armados de Centroamérica y las operaciones del Plan Cóndor, entre otros momentos clave de la historia contemporánea.

El libro incluye también retratos de personajes –buenos y malos, tiranos y redentores– que marcaron la época, como el siniestro y poco conocido Claudio San Román, jefe del Control Político y responsable de montar una red de campos de concentración durante el primer gobierno del MNR o como monseñor Romero, el cura progresista y defensor de los derechos humanos que acabó asesinado a tiros en El Salvador.

Es precisamente el hecho de traer de nuevo a la luz estos sucesos y personajes lo que le da un singular valor a este trabajo. Dice un filósofo español que los pueblos que no conocen su historia están condenados a repetirla, y las crónicas de Salazar son un recordatorio de ese pasado reciente que no podemos sepultar en el olvido. “La guerra y la paz son el anverso y reverso del mismo drama humano”, advierte el autor en su libro.

Durante su carrera, Juan Carlos estuvo en el lugar donde sucedieron las cosas y se ocupó de mirar lo grande y lo pequeño. Entrevistó a los protagonistas de la historia y también a desconocidos, en un afán por entender la realidad con honestidad y desde todos sus ángulos. Este libro nos trae los puntos de vista de leyendas como Salvador Allende y de gente común, como aquella ama de casa con cuyo testimonio nos cuenta sobre el inicio del racionamiento de alimentos en Cuba y cómo se las ingeniaban para resolver el menú de cada día.

Algo que encuentro fascinante en estas páginas es que incluye anécdotas de hechos importantes que suelen ser ignorados cuando se escribe la historia oficial. Lo que podríamos llamar “las tras bambalinas de la historia”, esas que solo conocen los periodistas inquietos y sagaces como él. ¿Qué decía en la foto que el Che Guevara le regaló a Salvador Allende? ¿Cómo fue la salida de Paz Estenssoro al exilio y quiénes lo acompañaron en su última noche en el palacio? ¿Qué encontraron los periodistas en su despacho a la mañana siguiente? ¿Cómo reaccionó la esposa de Juan José Torres cuando le avisaron que habían encontrado el cadáver torturado de su marido?, son algunas de las curiosidades que se revelan y de las cuales no daré pistas para invitarlos a leer el libro.

No puedo dejar de mencionar la memoria prodigiosa, el vasto conocimiento y la destreza narrativa de Juan Carlos. A pesar de que cuenta capítulos dramáticos de la región, las crónicas están llenas de escenas y descripciones precisas y bellamente escritas. Hay momentos de tensión, de conmoción y suspenso, que solo puede lograr una pluma entrenada como la suya. Mientras leía, lo he visto recorriendo zonas de conflicto con una bandera blanca como símbolo de paz y lo he visto contar cadáveres en un pueblo de Chiapas que en la víspera se había convertido “en el reino de la muerte”.

A lo largo de estas 300 páginas se revive una época a través de las vivencias del autor, que recoge una infinidad de voces para contarnos cómo era el mundo que acabamos de dejar. El lector encontrará titulares de la época y citas de los grandes actores de la política regional intercalados con versos de poetas como Octavio Paz, Gabriela Selser y Ernesto Cardenal, entre otros.

Cuando inicié esta presentación, mencioné que posiblemente muchos periodistas hubiéramos querido ser como él. Otro de los motivos es que es uno de los pocos privilegiados que vivió en carne propia la evolución del periodismo y en este libro queda ese registro. Inició su vida profesional cubriendo la guerrilla de Ñancahuazú desde donde mandaba notas a la Agencia de Noticias Fides a través de un telégrafo Morse y llegó a cubrir el primer suceso histórico que fue transmitido en vivo y directo por televisión a todo el mundo: el ataque a las torres gemelas en Nueva York. Pocos periodistas conocen tan bien todas las arenas del oficio como él.

Para finalizar, quiero darle las gracias al autor. No solo por invitarme a la presentación del libro, sino por su obra. Es cierto que, como menciona al final del libro, los tiempos han cambiado y también los periodistas. Pero este libro es un tirón de orejas y a la vez una fuente de inspiración para nuevas generaciones. Es un recordatorio de que el periodismo no sólo se hace por teléfono y de que el pulso no sólo se mide en las redes sociales. Es un libro de crónicas, pero también es el resumen del deber ser del periodismo, la esencia, el lugar a dónde debemos volver. Muchas gracias y felicidades, maestro.

Página Siete, LetraSiete – La Paz – domingo, 18 de junio de 2023

https://www.paginasiete.bo/letra-siete/a-la-guerra-en-taxi-una-lectura-fascinante-EY8177431

“A la guerra en taxi”

Juan Carlos Salazar del Barrio

Stephen King dijo alguna vez que “en lo que concierne al pasado, todo el mundo escribe ficción”. Paul Auster opinaba en el mismo sentido. “En el mundo real –escribió– nos ocurren cosas que se parecen a la ficción. Y si la ficción resulta real, entonces quizás debamos reconsiderar nuestra definición de realidad”. 

No es raro, pues, que, al ver la tapa y leer el título de mi reciente libro, A la guerra en taxi (Plural), un conjunto de crónicas sobre los conflictos armados que me tocó cubrir a lo largo de mi carrera profesional, algún lector piense que está ante una novela, como ya me lo han dicho. 

Yo mismo escribí en el epígrafe de mi libro de cuentos, Figuraciones (Plural, 2021), que “la ficción cobra vida y recupera certezas cuando la imaginación desvela lo que la realidad oculta”. Dándole la vuelta a la idea, bien podría decir que es la realidad la que cobra vida al cabalgar en la ficción. Y nada más parecido a la ficción que la realidad latinoamericana, la de antes y la de ahora.

Parece de cuento la anécdota que da lugar al título de mi libro. Me ocurrió durante mi primera visita a El Salvador para cubrir la guerra civil. Después de acomodarme en la habitación del hotel, un hotel que servía de búnker a los enviados de la prensa mundial, bajé al vestíbulo y salí a la puerta para ver si me encontraba con algún colega.

Allí estaban estacionados varios taxis a la espera de pasajeros. Uno de los taxistas se me acercó y me preguntó. “¿Es usted periodista?” Sí, le respondí. Y a continuación me hizo una invitación: “¿Quiere ir a la guerra?”.

El Salvador es un país muy pequeño, de apenas 21.000 kilómetros cuadrados –la mitad de Oruro–, y claro, como me dijo un diplomático argentino, los frentes de batalla estaban “a un tiro de distancia” de la capital. Nunca mejor dicho.

Años después, al abordar un taxi en el aeropuerto de la capital de Chiapas, Tuxtla Gutiérrez, rumbo a San Cristóbal de las Casas, para cubrir el alzamiento indígena zapatista, el chofer me sorprendió con la misma pregunta: “¿Periodista? ¿Va usted  a la guerra?”. 

Era la segunda vez que me desplazaba al escenario de un conflicto armado en un medio de transporte eminentemente citadino. Y es que en los años de fuego, la guerra y el taxi eran “parte del paisaje urbano”, como me dijo el periodista y poeta argentino Juan Gelman, enviado del diario Página 12 de Buenos Aires, cuando le comenté las anécdotas.

Durante una de mis visitas a El Salvador, escribí una crónica que reproduzco en el libro sobre la geografía de la guerra.  

Chalatenango –el principal escenario– es una palabra de origen náhuatl. Proviene de “shal”, que significa arena, “at”, agua, y “tenan”, muro. Chalatenango significa “muro de agua y arena”. Suchitoto, otro de los escenarios,  es el “lugar del pájaro flor”. Viene de “shuchit” (flor) y “tutut” (pájaro). Perquín, vocablo lenca, es el “camino de brasas”. El cerro San Vicente o Chichontepec, una montaña de dos picos, tiene también un nombre sugerente: “Cerro de las dos tetas”. Guazapa, el volcán, es la “peña sonora”.

La geografía de la guerra salvadoreña era un poema, pero el conflicto la convirtió en un infierno y ahogó los nombres de sus montañas, valles y cañadas en un baño de sangre.

Ni qué decir de la geografía de Chiapas. Los cerros que rodean a la hermosa ciudad colonial de San Cristóbal de las Casas, tienen nombres sonoros, como Tzontehuitz, Huitepec y Mitzitón. Es una región bañada por ríos y arroyos de cursos poéticos, como “Peje de Oro” y “Ojo de Agua”. 

¿Cómo conciliar tanta poesía con la brutalidad de la guerra? ¿Cómo no escribir una novela en lugar de una crónica periodística? La tentación era grande.

Como escritor y periodista, yo admito muchas influencias, de escritores y periodistas, a quienes he leído desde siempre. 

En el caso de mi libro, reconozco la de John Dos Pasos, el autor de USA, una hermosa trilogía sobre la Gran Depresión americana. En Paralelo 42, 1919 y El Gran dinero, los títulos de la trilogía, Dos Pasos utiliza varios géneros para montar una verdadera sinfonía de la sociedad estadounidense de la época. Utiliza la crónica, la semblanza e incluso la noticia, en una estructura maravillosa. Y, claro, también la ficción, con la historia novelada de los personajes de su obra.

La estructura de mi libro incluye igualmente crónicas, semblanzas y algunas viñetas, a manera de postales, para describir hechos, escenarios y personajes. Pero, claro, falta la ficción, aunque mis lectores dirán que muchos de mis personajes son producto de la imaginación antes que de la realidad. 

Al comentar mi libro de semblanzas Semejanzas (Plural, 2018), una colega me preguntó por qué todos mis personajes eran positivos. Yo le respondí que no se me daban los negativos. Pero en este libro intenté retratar a los “malos de la película” de la época. Espero haberlo logrado.

Escribí la semblanza del represor con nombre de santo que creó su propio infierno, la del brujo que organizó la banda paramilitar más siniestra que conoció América Latina, la del “malavida” que se jactaba de haber sido el “secretario general” del Plan Cóndor en Bolivia, la del pastor evangélico de la Biblia y la ametralladora que arrasó las comunidades indígenas de Guatemala en nombre de Dios. 

Y, claro, por el libro desfilan los sátrapas, los profetas y los redentores que poblaron el continente en el siglo pasado; y los redentores que derrocaron a los sátrapas para imitarlos cuando llegaron al poder.

Hay guerras y guerras. Desde la guerrilla urbana, como la que se libró en Argentina, hasta la guerra civil salvadoreña, pasando por la insurgencia indígena zapatista de Chiapas y las operaciones de “tierra arrasada” ejecutadas por los militares guatemaltecos contra las comunidades indígenas. Está la del Che en Bolivia o la que libraron los cubanos contra el hambre. O las invasiones extranjeras o la que declaró el terrorismo yihadista a Occidente.

Pero, la guerra es la guerra, llámese “sucia”, como la de los militares argentinos, o “santa”, como la que decían librar los generales anticomunistas centroamericanos. Todas las guerras son sucias, ninguna es santa. Es el mismo conflicto, con diferentes rostros. 

A todas ellas me refiero en mi libro. Y también a la paz, porque la guerra y la paz son el anverso y reverso del mismo drama humano. Y la paz, como el hambre, tiene cara de hereje. Logra reconciliar a enemigos irreconciliables al sentarlos en una misma mesa, como ocurrió en El Salvador y Guatemala.

Escribo “crónicas desarmadas”, como dice el subtítulo, porque aludo a guerras olvidadas, a causas traicionadas, a banderas arriadas y –como en toda guerra– a un inútil derramamiento de sangre. 

Basta ver lo ocurrido en Centroamérica. Con la paz llegó la democracia, con elecciones libres y alternancia en el poder, pero no la solución de los problemas estructurales que dieron origen a los conflictos armados de la época. La dictadura retornó a Nicaragua, con la reelección eterna de Daniel Ortega desde 2006, y la violencia delincuencial de los “maras” sustituyó a la violencia política en El Salvador y Guatemala.  

Durante la guerrilla del Che, hace 55 años, utilicé el telégrafo Morse para trasmitir mis crónicas;  en El Salvador, en los años 80, tuve en mis manos un extraño artilugio, la texi de Olivetti, antecedente de la laptop, que en realidad era una máquina de escribir con una pequeña pantalla, donde cabían cinco líneas, con dos ventosas que se conectaban al auricular del teléfono para la transmisión de los datos. 

Chiapas vio llegar a los “corresponsales modernos”, con una laptop, un celular en la cintura e incluso un teléfono satelital a manera de mochila.

Del telégrafo Morse al Internet pasaron menos de 40 años. Las historias sobre la guerrilla del Che se difundieron por el mundo a golpe de teletipo y en “spots” filmados con cámaras de cine de 16 mm, que llegaban a las teleaudiencias con un retraso de más de 24 horas. 

A pesar de los adelantos tecnológicos posteriores, ni la guerra civil centroamericana ni la rebelión zapatista tuvieron la difusión “en vivo y en directo” de los conflictos armados actuales, como lo que vimos en la Guerra del Golfo y lo que estamos viendo ahora en Ucrania.

Y no es la única diferencia. La cobertura de siete meses de la guerrilla del Che costó a mi agencia ¡500 dólares!, una suma que hoy probablemente apenas alcanzaría para pagar los viáticos de un día de un corresponsal de guerra en Europa o el Medio Oriente… ¡O la tarifa de un taxi para cruzar la frontera de dos países en llamas!

Los tiempos han cambiado. También los periodistas. Y las guerras no son lo que eran.

https://www.opinion.com.bo/articulo/ramona/a-la-guerra-en-taxi/20230429212411905651.html

Ramona – Opinión – 30 de abril de 2023

Periodismo y literatura, a propósito de Figuraciones

Juan Carlos Salazar del Barrio

Una de las preguntas más recurrentes que me formulan los colegas periodistas a propósito de la reciente publicación de mi libro de cuentos, Figuraciones,  es qué me impulsó a incursionar en la ficción tras haber dedicado mi vida profesional al periodismo; cómo se dio esa transición del relato periodístico al literario, cuándo y en qué momento.

Tal vez, como declaré en alguna entrevista, por la necesidad de transmitir vivencias, imágenes, sensaciones y percepciones que no tienen cabida en una crónica o en un reportaje, menos aún en una noticia, porque, como sabemos todos los ejercemos este oficio, las estructuras periodísticas, incluso las más flexibles, tienen reglas rígidas que no admiten fantasías ni “figuraciones”.

Es, pues, una necesidad de expresión, la que siente todo periodista cuando no encuentra asidero para contar una historia que la percibe como cierta o probable.

La creación literaria es un acto individual, muy personal. Uno escribe para uno mismo, por la necesidad que tienes de volcar sentimientos que llevas dentro y que de otra manera no encontrarían salida, a diferencia del periodismo, que es un oficio nacido para contar las cosas de los demás.

En todo caso, esta transición no debería llamar la atención, porque, como decía un gran amigo y colega español, el corresponsal de guerra Manuel Leguineche, a quien suelo citar a menudo, el periodismo y la literatura son orillas de un mismo río. O en palabras del periodista mayor, Gabriel García Márquez: son hijos de la misma madre, la narrativa. Y en el peor de los casos, primos hermanos, pero parientes de un mismo linaje.

Toda narrativa está anclada en la realidad, en percepciones del mundo que nos circunda. La periodística, en hechos, y la literaria, en sensaciones fugaces, en vivencias inacabadas, que dejan profundas huellas en nuestro espíritu y que cobran cuerpo y sentido por obra y gracia de la imaginación.

Es el abordaje de la realidad desde una perspectiva diferente, la exploración de aristas apenas perceptibles por nuestros sentidos. Una búsqueda, si se quiere, porque, como dijo Kafka, “la literatura es siempre una expedición a la verdad”, una verdad que se hace cierta el momento en que la concebimos.

A García Márquez no le costó trabajo cruzar el río, porque había descubierto que la historia contada en un reportaje o en una crónica no solo podía llegar a ser igual a la vida, sino mejor que la vida misma. Es lo que le permitió escribir una crónica como un cuento y un cuento como una crónica.

¿Cuándo abandoné la orilla del periodismo para incursionar en la ficción? Tal vez el día en que no pude respaldar con hechos mis propias percepciones, las vivencias inacabadas que mencioné al principio.

Siempre me pregunté, por ejemplo, cómo vivió el Che Guevara la agonía de los condenados a muerte, qué le pasó por la mente cuando se dio cuenta de que había llegado su hora final, qué recuerdos le atormentaron o lo consolaron cuando vio entrar al sargento Mario Terán a la escuelita de La Higuera para ejecutar la sentencia del Alto Mando militar.

No pude contarlo en una crónica, puesto que no tenía las evidencias que prescriben las reglas del periodismo, así que intenté reconstruir ese dramático final, esos dos o tres minutos últimos de su vida, en un cuento, en “El Espejo”, abusando, tal vez, de una figuración.

Al comentar este cuento, en una opinión muy generosa, el historiador Gustavo Rodríguez Ostria, autor de una biografía inédita del Che, dijo que “la ficción permite una libertad que el historiador no dispone”. Y eso es lo que hice. Llenar con imaginación un espacio que la historia dejó abierto.

García Márquez decía que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites, pero que la crónica tiene que ser verdad hasta la última coma, aunque nadie lo sepa ni lo crea. Siguiendo el mismo razonamiento, yo diría que el relato literario debe ser verosímil, creíble, aunque no sea cierto.

Mis personajes surgen de los pliegues de la memoria, apenas esbozados, escondidos como estaban en rincones desapercibidos, para inventarse a sí mismos y recorrer su propia historia, con el autor como testigo o si acaso como un simple amanuense que se deja llevar por su propia criatura.

Así nació Lenca, la guerrillera que transita por la tierra de los carbones encendidos, el lugar donde vivía la muerte; y el Triste Pizarro, un joven condenado a vivir un duelo eterno con la sonrisa vestida de luto, víctima del sino hereditario de los malqueridos; y Casilda, la niña que cree descubrir la certeza que la realidad le negaba detrás de las sombras tortuosas y amenazantes que suelen tejer los ocasos.

Son estos personajes los que dan unidad, si es que tienen alguna, a los siete cuentos de mi libro: el heroísmo de los derrotados, la audacia de los inocentes, la porfía de los sobrevivientes.

Con los personajes surgen los escenarios y muchas veces son los mismos escenarios que dan nacimiento a los personajes. Los paisajes se apropian de las personajes, los recrean y los hacen suyos, hasta convertirlos en ánimas o fantasmas, según los humores y amores que recogen en su transitar por cada entorno.

Así pude entrever las aguas vidriosas, relampagueantes, que pujaban por alcanzar el río, entre guijarros bruñidos por el torrente y el tiempo, en la acequia de la hacienda de la abuela Herminia; el bosquecillo de eucaliptus de un pueblo, cuando ese pueblo todavía no era pueblo, sino apenas una parroquia de chacras y fincas floridas; las selvas pobladas por mil especies de mariposas y cubiertas por cuatrocientas variedades de orquídeas de un escenario bélico; al venado de cola blanca que correteaba en un bosque de mangales; o el firmamento de la gran ciudad que escondía las tres estrellas amarillas con nombres de odaliscas: Sadal-melik, Sadal-suud  y Sadach-bia.

La poesía, si existe, no está en las palabras, sino en los personajes. Nace con ellos y vive con ellos. Si el autor tiene algún mérito, es haberla detectado en las apariencias que dan paso a las figuraciones.  Al fin y al cabo, las apariencias no son otra cosa que realidades que se visten de poesía para burlar los sentimientos.

La creación literaria, como dije,  es un acto individual, muy personal, un acto que abre la puerta a la reflexión, más allá del propósito lúdico del autor. No es que yo crea en la literatura como mensaje, mucho menos como mensaje político, pero si en la introspección de la propia creación.

El cuento “Aquí vive la muerte” me permitió reflexionar sobre la inutilidad de la lucha armada, la “violencia revolucionaria”, la que alguna vez, siendo jóvenes,  justificamos o toleramos. “Los muertos nunca son ajenos, todos son propios”, dice Lenca, la guerrillera.

Es también una condena a las atrocidades de la guerra, como el asesinato del Poeta Mártir, Roque Dalton, a manos de sus propios compañeros de lucha. “Puedo entender la guerra, el combate cara a cara con el enemigo, pero no los ajustes de cuentas entre amigos, los fratricidios y parricidios entre compañeros”, dice Lenca, en otra reflexión autocrítica que la lleva a la revisión de sus propias convicciones.

El guerrillero agónico vive las dudas de todo convencido en el balance de su vida, en el final de su andadura, entre las consignas en desuso que pugnan por liberarse de las ataduras del olvido y las premoniciones que se le atoran en la mente.

O el Cristo ateo subido a la cruz que, en medio del vocerío amontonado de fariseos y samaritanos en túnicas níveas, judíos barbados, plañideras de rebosos enlutados, centuriones plateados y soldados en casacas entorchadas, alcanza a percibir una voz liberadora distante: “Pater in manus tuas commendo spiritum meum”.

Como digo en uno de los epígrafes del libro a manera de presentación y justificación de mis textos, la ficción cobra vida y recupera certezas cuando la imaginación desvela lo que la realidad oculta. Mis historias son eso, apariencias, figuraciones mías que quise rescatar por la necesidad íntima de verlas convertidas en realidad.

https://www.opinion.com.bo/articulo/ramona/periodismo-literatura-proposito-figuraciones/20220416201230863172.html

Ramona – Opinión de Cochabamba – 17 de abril de 2022