De célebres debates, rostros cansados y sillas vacías

La política boliviana descubrió la televisión en 1979, cuando la democracia reconoció el derecho de los candidatos al uso equitativo de los espacios televisivos para emitir sus mensajes. La televisión estaba todavía en pañales, con un solo canal, el estatal, que se había inaugurado una década antes.

Los archivos de la época muestran a los aspirantes presidenciales acartonados frente a las cámaras, recitando de memoria sus propuestas electorales. Todavía no se hablaba de debates, aunque el célebre cara a cara de John F. Kennedy y Richard Nixon, el primero en la historia, se había producido 19 años antes, el 26 de septiembre de 1960.

Sin embargo, aquellas primeras comparecencias fueron un gran avance democrático. Gran orador y mejor comunicador, el líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien duplicó su votación entre las elecciones presidenciales de 1978 y 1979, atribuía el crecimiento electoral de su partido al uso adecuado de los medios en general y de la televisión en particular. A partir de entonces, los medios electrónicos irían sustituyendo paulatinamente a calles y plazas como escenario de las campañas.

El primer debate presidencial en Bolivia se realizó en 1989, siete años después del retorno de la democracia. Fue “muy duro y comentado”, recordó la periodista Lupe Cajías. Los candidatos de entonces, Gonzalo Sánchez de Lozada, Hugo Banzer y Jaime Paz, poco habituados a este tipo de lides, “respondieron nerviosos”, rememoró Cajías, quien se dispone a organizar el cara a cara para los comicios del 12 de octubre.

Según los especialistas, los debates no cambian las tendencias del voto, sólo las confirman al influir en los indecisos y abstencionistas. Quienes creen en el poder de la televisión citan el clásico Kennedy-Nixon.

Los analistas atribuyeron la victoria del demócrata al hecho de que Kennedy cuidó su imagen. Nixon lucía cansado y sudoroso pues había rechazado el maquillaje. Por añadidura, vestía un traje gris con la camisa medio salida. Por el contrario, Kennedy se presentó fresco, juvenil y bronceado. “Nunca le había visto tan en forma”, admitió el propio Nixon. Quienes siguieron el debate por radio le atribuyeron la victoria al republicano, pero los televidentes no dudaron en su elección.

¿Cuánto influyó la silla vacía en el debate mexicano de 2006? Dos meses antes de los comicios, el candidato de la izquierda, Andrés López Obrador, marchaba al frente de las encuestas y se negó a asistir a la cita. En una decisión que algunos analistas calificaron de “mala leche”, porque nadie está obligado a debatir, los organizadores colocaron un atril vacío para subrayar la ausencia. López Obrador perdió la elección ante el conservador Felipe Calderón.

Evo Morales ha enviado a sus rivales a “debatir con su abuela”. Cajías ha declarado que “si no asiste, todos perderemos, él porque parecerá soberbio o temeroso, los otros candidatos porque su ausencia quitará audiencia y los ciudadanos porque quieren ver a todos los candidatos juntos”. La pregunta es si los organizadores mostrarán a los televidentes la silla vacía y, si lo hacen, cuánto influirá en el resultado electoral.

Página Siete – 15 de agosto de 2014

Cumbres, las de antes

“Estas cumbres son detestables porque se convierten en turismo presidencial”, comentó el entonces presidente colombiano Álvaro Uribe antes de viajar a la XV Cumbre Iberoamericana de Salamanca en octubre de 2005. Son muchos los presidentes que las consideran inútiles, una pérdida de tiempo, aunque muy pocos se atreven a decirlo en voz alta. La “cumbritis” es una enfermedad de la diplomacia moderna, pero el afán de congregar a políticos de todos los niveles por una u otra causa, aquí o allá, no es nuevo.

Las primera “cumbre” de que se tiene memoria en América Latina es el Congreso Anfictiónico de Panamá que convocó el Libertador Simón Bolivar en diciembre de 1824 con la intención de establecer una confederación de Estados americanos. Los delegados deliberaron entre el 22 de junio y el 15 de julio de 1826 en el convento de San Francisco, con la asistencia de representantes de la Gran Colombia, México, Perú y las Provincias Unidas de Centroamérica.

El traslado de los delegados fue toda una odisea. Las grandes distancias y los precarios medios de transporte de la época –a lomo de mula, en la mayoría de los tramos-, aunados a la anarquía  reinante en los países de tránsito, fueron los grandes obstáculos que debieron superar los embajadores. Los  peruanos llegaron a la sede en junio de 1825 –seis meses después de la convocatoria-, los colombianos a fines del mismo año, los centroamericanos en marzo de 1826 y los mexicanos tres meses más tarde.

Uno de los representantes estadounidenses, R. Anderson, murió durante la travesía. El otro llegó cuando el congreso había terminado. Los  bolivianos -José María Mendizábal y Mariano Serrano- tampoco llegaron a tiempo, pese al compromiso que había asumido  Antonio José de Sucre con Bolívar. Argentina, Chile y el Imperio de Brasil no mostraron interés. Ya entonces el desaire era moneda corriente en la diplomacia.

No hubo una cumbre más importante en el siglo XX que la Conferencia de Yalta, que congregó a José Stalin, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, “Los tres grandes”, entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.  Tampoco fue fácil su organización y puesta en escena. Roosevelt llegó el 2 de febrero a La Valeta  a bordo del USS Quincy. Desde la capital de Malta se trasladó con Churchill a Yalta en un C-54 Skymaster, la primera versión del Air Force One. Era la primera vez que Roosevelt subía a un avión.

Churchill y su segundo, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, intentaron discutir una posición común con Roosevelt en La Valeta antes de encontrarse con Stalin, pero sus intentos fueron vanos a decir de Eden:  “Vamos a una conferencia decisiva y hasta ahora ninguno ha acordado qué vamos a discutir o cómo vamos a manejar los temas con un oso (Stalin), que sin duda sabe que tiene en mente”, escribió en su diario. No siempre las cumbres estuvieron precedidas por los consensos.

La primera reunión internacional que organizó Bolivia fue probablemente la Conferencia de Cancilleres de la Cuenca del Plata, realizada en mayo de 1968 en Santa Cruz. A diferencia del presidente Evo Morales, quien está echando la casa por la ventana para acoger a los participantes de la Cumbre del Grupo de los 77 + China, el general René Barrientos Ortuño no invirtió un solo dólar para garantizar el éxito de la reunión.

Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay habían suscrito un año antes el Tratado de la Cuenca del Plata con el propósito  de “promover el desarrollo armónico y la integración de la Cuenca”. Los periodistas que cubrieron el encuentro creyeron ver en el documento final  el acta fundacional del proceso de integración latinoamericana, pero con el correr de los años descubrirían que los buenos propósitos que adornaban el “Acta de Santa Cruz” se repiten invariablemente en todos los “documentos históricos” que suelen aprobarse en este tipo de eventos.

Un veterano editor de la BBC de Londres preguntó a sus periodistas si alguno se acordaba de una cumbre trascendente donde la noticia no hubiese sido algo anecdótico. “Por más que me intenten convencer de lo contrario, yo no les veo mucha utilidad”, argumentó. Y tal vez  tenía razón.

¿Alguien tiene una idea acerca del Tratado de Montevideo de 1960 o de la Declaración de Miami de 1994, de la Declaración de Guadalajara de 1991 o del Tratado de Asunción de 1991? Sin embargo, todos –o casi todos- recuerdan el famoso “¿Por qué no te callas?”, que le espetó el rey Juan Carlos a Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile ( 2007), y del “¡Comes y te vas!”, que en tono poco diplomático le sugirió el presidente mexicano Vicente Fox a Fidel Castro para que no incomodara con su presencia a su colega George W. Bush en la Conferencia sobre Financiación del Desarrollo de la ciudad de Monterrey de 2002.

Página Siete – 5 de junio de 2014

Los agitados tiempos del “periodismo heroico”

Fue el coronel Andrés Sélich, el primer ministro del Interior de la dictadura del general Hugo Banzer Suárez, quien advirtió a los periodistas de poner “las barbas en remojo”, y fue otro coronel, Luis Arce Gómez, el siniestro jefe de la represión durante la narcodictadura del general Luis García Meza, el que les aconsejó caminar “con el testamento bajo el brazo”. Ambos veían en cada reportero a un peligroso terrorista o, en el mejor de los casos, un comunista en potencia. Era la época en que la gente de prensa trabajaba con “sobaquera y revólver”, como recordarían Luis González Quintanilla y Mario Rueda Peña, periodistas y militantes de izquierda en tiempo compartido. O los años del “periodismo heroico”, como escribió Juan León Cornejo en el primer número del semanario Prensa.

En palabras de Miguel Pinto Parabá, autor de  1970: Cuando los periodistas se enfrentaron al poder, el periodismo en aquellos agitados tiempos no era un oficio “tan apacible como lo es ahora”, ya que “no era suficiente escribir bien, atarse a la redacción por más de 12 horas y ser un activista de la bohemia”, sino que un “buen periodista” debía tener “sensibilidad social” y ser, sobre todo, “un militante revolucionario”. Según el investigador Erick Torrico Villanueva, prologuista del mismo libro, “quizá no hubo, desde el punto de vista político, tiempo más intenso para el periodismo boliviano” que “aquellas diecinueve semanas de 1970” en que circuló Prensa.

El “semanario libre”, editado por el Sindicato de Trabajadores de la Prensa de La Paz, nació el 2 de marzo de 1970, respaldado por un decreto supremo aprobado el 19 de febrero, el  que dio origen a la “columna sindical” de los periodistas. Cinco meses antes había tomando el poder el general Alfredo Ovando Candia, acompañado de un grupo de intelectuales de izquierda, entre los que destacaban Marcelo Quiroga Santa Cruz y Alberto Bailey Gutiérrez. Bolivia vivía  la “euforia revolucionaria” de la nacionalización del petróleo.

Óscar Peña Franco, líder de la Federación de Trabajadores de la Prensa de entonces, dijo que el movimiento de los periodistas, que culminó con la adopción de la tesis socialista de la Central Obrera, se explica en la cerrazón de los medios de la época a toda opinión contraria a la línea editorial, no sólo en materia de opinión, sino incluso de información. La  “columna sindical” y Prensa surgieron ante la “necesidad histórica de defender la nacionalización del petróleo”, diría a su vez Andrés Soliz Rada, protagonista central de esas jornadas como máximo dirigente del Sindicato de la Prensa de La Paz y director de Prensa.

“Yo no sé si la idea fue de Bailey o de Quiroga o de los dos”, agregó Soliz Rada en un testimonio recogido por Pinto Parabá, pero lo cierto es que el dirigente se acopló posteriormente al equipo que dio forma y viabilidad al proyecto. Bailey Gutiérrez barajaba varias ideas. Había pensado en una agencia de noticias y en un diario, pero finalmente optó por respaldar el semanario y la columna sindical.

Pero la experiencia duró poco. Quiroga Santa Cruz renunció cuando el gobierno militar pactó con la Gulf Oil Company la indemnización que le había negado el decreto de nacionalización. Para entonces Ovando Candia ya había virado a la derecha. Agentes de la Policía irrumpieron en la redacción de Prensa el 10 de agosto de 1970, clausuraron el semanario y encarcelaron a Soliz Rada.

El golpe del 21 de agosto de 1971 marcó el final del “verano revolucionario” e inauguró siete años de represión, especialmente dura con la prensa. “En el periodismo boliviano comprometido de 1970, sintetizado en el semanario sindical Prensa, no había francotiradores ni oportunistas, sino un proyecto compartido”, escribiría años después Erick Torrico.

Página Siete – 18 de abril de 2014

De puño y letra, al borde del abismo

Cuando el obispo Armando Gutiérrez Granier invocó al Creador aquel 14 de noviembre de 1984 para que “ilumine las mentes y mueva las voluntades” de los líderes políticos y los ayude a buscar “la salvación de la patria”, no realizaba ningún ejercicio retórico. Bolivia vivía horas dramáticas, “tal vez la más difíciles de toda su historia”, como afirmó otro prelado, el monseñor Luis Rodríguez Pardo. Víctor Paz Estenssoro lo diría meses después con sus propias palabras: “Bolivia se nos muere”. La Iglesia había convocado a un diálogo nacional para encontrar una salida a la crisis política, económica y social que conmovía al país. Con el presidente Hernán Siles Zuazo en huelga de hambre y el aparato productivo paralizado por los sindicatos, Bolivia se encontraba por aquellos días, una vez más, al borde del abismo. Era el tiempo en que el viejo luchador movimientista cabalgaba entre “la pared de los mineros y la espada de los militares”.

Al iniciar su mandato en coincidencia con el retorno de la democracia, el 10 de octubre de 1982, Siles Zuazo contaba con un envidiable capital político, resultado del impulso popular que había puesto en jaque y derrotado a las dictaduras. Las crónicas de la época dicen que obtuvo el “apoyo crítico” de la Central Obrera Boliviana, que no lo tenía como representante de la clase obrera, y la tolerancia de Estados Unidos, algo inaudito, teniendo en cuenta el sostén izquierdista del Gobierno. Ese oxígeno lo mantuvo a flote en los primeros tramos de su gestión, pero se fue evaporando al calor de la crisis económica. Bolivia estaba en quiebra. La hiperinflación, calculada en 8.200%, hizo trizas el poder adquisitivo de los salarios, con los precios escalando minuto a minuto.

La misma gente que le había votado y recibido dos años antes como un héroe, pedía en las calles su dimisión a la Presidencia. “El pueblo está empezando a odiarme por la inflación, siendo que yo he trabajado toda mi vida para beneficiarlo”, le dijo a Flavio Machicado Saravia el día que le comunicó su intención de renunciar a su cargo y adelantar las elecciones para facilitar la solución de la crisis. “Yo soy católico y no quiero que la Iglesia fracase en su mediación”, agregó. Machicado lo recuerda en la soledad del Palacio Quemado, abrumado por la crisis y decepcionado por la actitud de muchos de sus compañeros de partido que le empujaron al sacrificio para salvarse a sí mismos.

Para entonces la economía había tocado fondo. Sin mayoría congresal y con la dura oposición de Paz Estenssoro y del exdictador Hugo Banzer, el Mandatario vivía acosado por todos los flancos. Entre huelgas, bloqueos y frustrados golpes de Estado, fue víctima de un secuestro e incluso perdió a su vicepresidente, Jaime Paz Zamora, quien renunció a su cargo. “La realidad es que Siles no gobierna como quiere, sino como puede”, escribió un analista.

En una carta de puño y letra, los líderes de la UDP -entre ellos el mirista Antonio Araníbar y el comunista Jorge Kolle Cueto- comunicaron a los obispos, en pleno diálogo nacional, la “disposición” del Mandatario de “formalizar la ley que el Poder Legislativo sancione, adelantando las elecciones generales, a presidirlas y a transmitir el mando constitucional el 6 de agosto de 1985”. Así lo hizo y se retiró de la vida política. Su renuncia no sólo posibilitó la solución de la crisis, sino que pasó a la historia como un gesto de desprendimiento personal que  preservó  la democracia.

Promotor y gestor del diálogo de noviembre de 1984, por cuya labor recibió la Orden de Comendador de San Silvestre del Papa Juan Pablo II, Flavio Machicado rescata las negociaciones de aquellos aciagos días en el libro Lecciones en Democracia. “El retorno a la democracia fue un camino lleno de baches”, recuerda el autor, ministro de Juan José Torres y del propio Siles Zuazo. Y la gestión mediadora de la Iglesia, agrega, “uno de sus más intrigantes capítulos”.

Página Siete – 3 de abril de 2014