Cumbres, las de antes

“Estas cumbres son detestables porque se convierten en turismo presidencial”, comentó el entonces presidente colombiano Álvaro Uribe antes de viajar a la XV Cumbre Iberoamericana de Salamanca en octubre de 2005. Son muchos los presidentes que las consideran inútiles, una pérdida de tiempo, aunque muy pocos se atreven a decirlo en voz alta. La “cumbritis” es una enfermedad de la diplomacia moderna, pero el afán de congregar a políticos de todos los niveles por una u otra causa, aquí o allá, no es nuevo.

Las primera “cumbre” de que se tiene memoria en América Latina es el Congreso Anfictiónico de Panamá que convocó el Libertador Simón Bolivar en diciembre de 1824 con la intención de establecer una confederación de Estados americanos. Los delegados deliberaron entre el 22 de junio y el 15 de julio de 1826 en el convento de San Francisco, con la asistencia de representantes de la Gran Colombia, México, Perú y las Provincias Unidas de Centroamérica.

El traslado de los delegados fue toda una odisea. Las grandes distancias y los precarios medios de transporte de la época –a lomo de mula, en la mayoría de los tramos-, aunados a la anarquía  reinante en los países de tránsito, fueron los grandes obstáculos que debieron superar los embajadores. Los  peruanos llegaron a la sede en junio de 1825 –seis meses después de la convocatoria-, los colombianos a fines del mismo año, los centroamericanos en marzo de 1826 y los mexicanos tres meses más tarde.

Uno de los representantes estadounidenses, R. Anderson, murió durante la travesía. El otro llegó cuando el congreso había terminado. Los  bolivianos -José María Mendizábal y Mariano Serrano- tampoco llegaron a tiempo, pese al compromiso que había asumido  Antonio José de Sucre con Bolívar. Argentina, Chile y el Imperio de Brasil no mostraron interés. Ya entonces el desaire era moneda corriente en la diplomacia.

No hubo una cumbre más importante en el siglo XX que la Conferencia de Yalta, que congregó a José Stalin, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, “Los tres grandes”, entre el 4 y el 11 de febrero de 1945, en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial.  Tampoco fue fácil su organización y puesta en escena. Roosevelt llegó el 2 de febrero a La Valeta  a bordo del USS Quincy. Desde la capital de Malta se trasladó con Churchill a Yalta en un C-54 Skymaster, la primera versión del Air Force One. Era la primera vez que Roosevelt subía a un avión.

Churchill y su segundo, el secretario de Estado de Asuntos Exteriores, Anthony Eden, intentaron discutir una posición común con Roosevelt en La Valeta antes de encontrarse con Stalin, pero sus intentos fueron vanos a decir de Eden:  “Vamos a una conferencia decisiva y hasta ahora ninguno ha acordado qué vamos a discutir o cómo vamos a manejar los temas con un oso (Stalin), que sin duda sabe que tiene en mente”, escribió en su diario. No siempre las cumbres estuvieron precedidas por los consensos.

La primera reunión internacional que organizó Bolivia fue probablemente la Conferencia de Cancilleres de la Cuenca del Plata, realizada en mayo de 1968 en Santa Cruz. A diferencia del presidente Evo Morales, quien está echando la casa por la ventana para acoger a los participantes de la Cumbre del Grupo de los 77 + China, el general René Barrientos Ortuño no invirtió un solo dólar para garantizar el éxito de la reunión.

Argentina, Bolivia, Brasil, Paraguay y Uruguay habían suscrito un año antes el Tratado de la Cuenca del Plata con el propósito  de “promover el desarrollo armónico y la integración de la Cuenca”. Los periodistas que cubrieron el encuentro creyeron ver en el documento final  el acta fundacional del proceso de integración latinoamericana, pero con el correr de los años descubrirían que los buenos propósitos que adornaban el “Acta de Santa Cruz” se repiten invariablemente en todos los “documentos históricos” que suelen aprobarse en este tipo de eventos.

Un veterano editor de la BBC de Londres preguntó a sus periodistas si alguno se acordaba de una cumbre trascendente donde la noticia no hubiese sido algo anecdótico. “Por más que me intenten convencer de lo contrario, yo no les veo mucha utilidad”, argumentó. Y tal vez  tenía razón.

¿Alguien tiene una idea acerca del Tratado de Montevideo de 1960 o de la Declaración de Miami de 1994, de la Declaración de Guadalajara de 1991 o del Tratado de Asunción de 1991? Sin embargo, todos –o casi todos- recuerdan el famoso “¿Por qué no te callas?”, que le espetó el rey Juan Carlos a Hugo Chávez en la Cumbre Iberoamericana de Santiago de Chile ( 2007), y del “¡Comes y te vas!”, que en tono poco diplomático le sugirió el presidente mexicano Vicente Fox a Fidel Castro para que no incomodara con su presencia a su colega George W. Bush en la Conferencia sobre Financiación del Desarrollo de la ciudad de Monterrey de 2002.

Página Siete – 5 de junio de 2014

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