De puño y letra, al borde del abismo

Cuando el obispo Armando Gutiérrez Granier invocó al Creador aquel 14 de noviembre de 1984 para que “ilumine las mentes y mueva las voluntades” de los líderes políticos y los ayude a buscar “la salvación de la patria”, no realizaba ningún ejercicio retórico. Bolivia vivía horas dramáticas, “tal vez la más difíciles de toda su historia”, como afirmó otro prelado, el monseñor Luis Rodríguez Pardo. Víctor Paz Estenssoro lo diría meses después con sus propias palabras: “Bolivia se nos muere”. La Iglesia había convocado a un diálogo nacional para encontrar una salida a la crisis política, económica y social que conmovía al país. Con el presidente Hernán Siles Zuazo en huelga de hambre y el aparato productivo paralizado por los sindicatos, Bolivia se encontraba por aquellos días, una vez más, al borde del abismo. Era el tiempo en que el viejo luchador movimientista cabalgaba entre “la pared de los mineros y la espada de los militares”.

Al iniciar su mandato en coincidencia con el retorno de la democracia, el 10 de octubre de 1982, Siles Zuazo contaba con un envidiable capital político, resultado del impulso popular que había puesto en jaque y derrotado a las dictaduras. Las crónicas de la época dicen que obtuvo el “apoyo crítico” de la Central Obrera Boliviana, que no lo tenía como representante de la clase obrera, y la tolerancia de Estados Unidos, algo inaudito, teniendo en cuenta el sostén izquierdista del Gobierno. Ese oxígeno lo mantuvo a flote en los primeros tramos de su gestión, pero se fue evaporando al calor de la crisis económica. Bolivia estaba en quiebra. La hiperinflación, calculada en 8.200%, hizo trizas el poder adquisitivo de los salarios, con los precios escalando minuto a minuto.

La misma gente que le había votado y recibido dos años antes como un héroe, pedía en las calles su dimisión a la Presidencia. “El pueblo está empezando a odiarme por la inflación, siendo que yo he trabajado toda mi vida para beneficiarlo”, le dijo a Flavio Machicado Saravia el día que le comunicó su intención de renunciar a su cargo y adelantar las elecciones para facilitar la solución de la crisis. “Yo soy católico y no quiero que la Iglesia fracase en su mediación”, agregó. Machicado lo recuerda en la soledad del Palacio Quemado, abrumado por la crisis y decepcionado por la actitud de muchos de sus compañeros de partido que le empujaron al sacrificio para salvarse a sí mismos.

Para entonces la economía había tocado fondo. Sin mayoría congresal y con la dura oposición de Paz Estenssoro y del exdictador Hugo Banzer, el Mandatario vivía acosado por todos los flancos. Entre huelgas, bloqueos y frustrados golpes de Estado, fue víctima de un secuestro e incluso perdió a su vicepresidente, Jaime Paz Zamora, quien renunció a su cargo. “La realidad es que Siles no gobierna como quiere, sino como puede”, escribió un analista.

En una carta de puño y letra, los líderes de la UDP -entre ellos el mirista Antonio Araníbar y el comunista Jorge Kolle Cueto- comunicaron a los obispos, en pleno diálogo nacional, la “disposición” del Mandatario de “formalizar la ley que el Poder Legislativo sancione, adelantando las elecciones generales, a presidirlas y a transmitir el mando constitucional el 6 de agosto de 1985”. Así lo hizo y se retiró de la vida política. Su renuncia no sólo posibilitó la solución de la crisis, sino que pasó a la historia como un gesto de desprendimiento personal que  preservó  la democracia.

Promotor y gestor del diálogo de noviembre de 1984, por cuya labor recibió la Orden de Comendador de San Silvestre del Papa Juan Pablo II, Flavio Machicado rescata las negociaciones de aquellos aciagos días en el libro Lecciones en Democracia. “El retorno a la democracia fue un camino lleno de baches”, recuerda el autor, ministro de Juan José Torres y del propio Siles Zuazo. Y la gestión mediadora de la Iglesia, agrega, “uno de sus más intrigantes capítulos”.

Página Siete – 3 de abril de 2014

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