De golpes y golpistas

Evo Morales denunció los aprestos de un supuesto “golpe de Estado” contra su “derecho humano” a la reelección vitalicia; mientras la “banda de los cada vez menos” intentaba rescatar la victoria del Movimiento Al Socialismo (MAS) con fórceps, arañando céntimas, para evitar la segunda vuelta.

Julio Cortázar decía que “los tics y el aire cínico no van muy bien juntos”. No deja de ser gracioso, si no fuera por lo trágico de la hora actual, que el presidente que desconoció un referéndum reclame ahora el respeto al voto popular o que el mismo líder indígena que ordenó la represión de Chaparina acuse de “racismo” a quienes exigen transparencia en el recuento de votos. Pero los tics presidenciales de ver un complot de la derecha y el imperio detrás de cada protesta ya no cuelan.

Si hay un golpista en la Bolivia del “proceso de cambio” es el propio Evo Morales. Y no lo digo yo. Lo dijo él mismo cuando afirmó públicamente, una semana antes del 21F, que desconocer el resultado del referéndum equivaldría a dar un golpe de Estado (“Si el pueblo dice ‘no’, ¿qué podemos hacer? No vamos a hacer golpe de Estado. Tenemos que irnos callados”). Y ahora va en camino de un nuevo golpe, esta vez para evitar una segura derrota en una segunda vuelta electoral. 

Visto lo visto la noche del recuento, ninguna auditoría externa, por independiente que sea, dará credibilidad al resultado que proclame la victoria del candidato masista en primera vuelta, una victoria que se daría, además, por unos pocos y sospechosos decimales, alumbrados con fórceps en una sala de urgencias. La política es como el cacho: se anota lo que se ve. Y lo que se vio esa noche fue un verdadero desastre. Si no, pregúntenle al renunciante vicepresidente del Tribunal Supremo Electoral (TSE)  Antonio Costas.

¿Quién ordenó al Tribunal paralizar la difusión del conteo rápido? No es difícil imaginarlo. El primer informe del sistema de Transmisión de Resultados Electorales Preliminares (TREP), a cargo de la empresa Neotec, auguraba –con el 83% de votos computados– una segunda vuelta, en coincidencia con el recuento de la encuestadora –poco sospechosa de opositora– Víaciencia.

Fuentes allegadas al organismo electoral dicen que los vocales que tomaron la decisión –en ausencia de Costas–, no sólo estaban asustados, sino furiosos con Neotec, porque veían que los datos eran contrarios al interés y las expectativas del oficialismo. Es más, se supo que en forma coincidente a la orden de suspensión, Neotec sufrió un sospechoso corte del servicio de internet.

¿Qué ocurrió durante el “apagón”? Ya se sabrá. Más allá de cualquier especulación, lo cierto es que, al reanudarse la difusión de los resultados del conteo rápido, 24 horas después,  el escrutinio mostraba un inexplicable “cambio drástico”, como lo calificaron los observadores de la OEA, que alejaba la posibilidad del balotaje. Como dijo Costas, la “desatinada” decisión de suspender la publicación de los resultados del TREP  “derivó en la desacreditación de todo el proceso electoral, ocasionando una innecesaria convulsión social”. 

El hecho me recordó la noche electoral del 6 de julio de 1988 en México. Cuando el recuento de votos favorecía al candidato opositor Cuauhtémoc Cárdenas,  cuya victoria hubiese puesto fin al entonces septuagenario sistema político mexicano de partido único, se produjo una sorpresiva “caída del sistema” (de cómputo). Al restablecerse, 24 horas después, el escrutinio  le daba el triunfo al oficialista Carlos Salinas de Gortari. Y -¡qué casualidad!- le reconocía las 36 centésimas que necesitaba para asegurarse la mayoría (50,36%). 

En mi columna previa a las elecciones (“Del modesto jersey a la chaqueta de diseño”) y a propósito de un dicho de Winston Churchill, quien afirmó que “tras un recuento electoral, sólo importa quién es el ganador; todos los demás son perdedores”, yo había escrito que probablemente el 20 de octubre no habría un solo ganador, sino dos, o que el verdadero vencedor sería el segundo, porque la polarización del balotaje daría la ventaja al opositor. En el mismo artículo me preguntaba si Morales respetaría el veredicto popular. Si no lo hizo una vez, argumentaba, ¿por qué lo haría ahora?  Resultaba difícil de creer que alguien que desconoció un referéndum, precisamente para conservar el poder, iba a entregarlo mansamente en una nueva elección.

Morales cree que hay un complot detrás de las protestas populares que están incendiando el país. No hay conspiración. Hay indignación, una indignación que ha ido fermentando desde el 21F y que ha estallado ahora, con un segundo NO de más del 50%. Si el presidente piensa que el 21F hubo un “empate” que merecía un “desempate”, como argumentó, para desconocer el referéndum, lo lógico sería que acepte el “desempate” de la segunda vuelta, como le recomendó la OEA.

El filósofo austríaco Karl Popper (1902/1994) dijo alguna vez que la democracia no garantiza la elección del gobierno de los mejores, pero sí  permite deshacerse de los malos gobernantes. Más temprano que tarde. Morales lo sabe. Por eso no acepta la segunda vuelta plebiscitaria. Porque, en realidad, el 20 de octubre no cayó el sistema de cómputo del TREP. Lo que cayó es el sistema político masista, el llamado “proceso de cambio”.

Página Siete – 24 de octubre de 2019

Octavio Paz, un libertario en tiempos nublados

Octavio Paz nació bajo el signo del cambio, en el México convulsionado por la revolución armada del siglo pasado (1910/17) y en vísperas del estallido de la primera gran conflagración mundial (1914/18). Su abuelo fue un intelectual liberal que combatió la intervención francesa (1862/67) y su padre llegó a representar al caudillo revolucionario Emiliano Zapata en  Estados Unidos. El poeta y ensayista mexicano vivió los “tiempos nublados” del siglo XX y asistió desolado al “ocaso de las utopías”.

Como hombre de letras obtuvo los más importantes galardones, entre ellos el Nobel de Literatura (1990) y el Premio Cervantes (1981), en un reconocimiento unánime a su obra poética, pero como pensador que trascendió la lírica en un momento de profunda crisis ideológica, encendió grandes polémicas y provocó agrios debates. De ideas libertarias más que liberales, fruto de su adhesión juvenil al anarquismo, cosechó enemistades a causa de su pensamiento crítico y su rechazo a los totalitarismos de todo signo.

Mario Vargas Llosa elogió “la belleza de su palabra, su poesía siempre original y la prosa de nuestra lengua”, y lo reivindicó como “un pensador que defendió la libertad y la cultura democrática”; Gabriel  García Márquez afirmó que el mexicano “saturó de extremo a extremo el siglo XX” con “un torrente de belleza, reflexión y análisis”. 

A su muerte, hace 21 años, el entonces director general de la Unesco, Federico Mayor, trazó su biografía en diez palabras: “Octavio Paz encarnó perfectamente su tiempo y su gran país”.

Octavio Irineo Paz Lozano vino al mundo hace 105 años, el 31 de marzo de 1914, en una casona de muros de piedra cubiertos de buganvillas de  Mixcoac, un pequeño poblado vecino a la Ciudad de México, hoy convertido en un barrio más de la capital, y falleció el 19 de abril de 1998. 

Unos meses después de su nacimiento, su madre, Josefina Lozano, lo llevó a vivir con su abuelo, Ireneo Paz, debido a que su padre, Octavio Paz Solórzano, se había unido al movimiento zapatista. 

Abandonó la casa del abuelo todavía en su niñez para reunirse con su padre, quien representaba a Zapata en Los Ángeles después de haber trabajado como escribano y abogado del caudillo agrarista. Siendo aún muy joven apoyó el movimiento estudiantil que pugnaba por la autonomía universitaria  y se unió a la corriente popular que postulaba al abogado, escritor, educador y filósofo José Vasconcelos a la Presidencia de la República.

Su padre y su abuelo, a quienes escuchó hablar sobre las leyendas y los héroes liberales y revolucionarios de su época, tuvieron una gran influencia en su formación, como dejó constancia en “Canción mexicana”, uno de los poemas de Ladera este: “Mi abuelo, al tomar el café, / me hablaba de Juárez y de Porfirio, / los zuavos y los plateados. / Y el mantel olía a pólvora. / Mi padre, al tomar la copa, / me hablaba de Zapata y de Villa, / Soto y Gama y los Flores Magón. / Y el mantel olía a pólvora. / Yo me quedo callado: / ¿de quién podría hablar?”.

Publicó su primer poema a los 17 años, titulado Cabellera, que reprodujo dos años después en su primer libro, Luna Silvestre (1933): “Cabellera/ -cambiante de olas-/ apenas presentida; irreal;/ como deseo de viaje,/ como la sombra del rumor del viento/ en el corredor del mar”. Atribuía su afición a la poesía a sus tempranas lecturas del poeta estadounidense T.S. Eliot. 

Raíz de hombre (1937), Entre la piedra y la flor (1941), Libertad bajo palabra (1949) –que el poeta consideraba su “verdadero primer libro”–, Águila o sol (1951), Piedra de sol (1957), La estación violenta (1958), Ladera este (1969), El Mono gramático (1974), Pasado en claro (1975), Vuelta (1971) y Árbol adentro (1987) son algunos de los títulos que recogieron su obra poética, en la que confluyen la soledad, la sensualidad y la belleza como temas recurrentes.

Hizo periodismo en diarios, revistas y canales de televisión. En 1971 fundó la revista Plural, como suplemento cultural del diario Excélsior, que cerró en 1976 tras la remoción del director del periódico, Julio Scherer,  en un golpe atribuido al entonces presidente Luis Echeverría en represalia por la posición crítica que mantenía ese influyente medio. Inmediatamente después fundó la revista Vuelta, que dirigió hasta su muerte.

A sus 35 años, estando en misión diplomática en Francia, escribió y publicó su ensayo más emblemático, El laberinto de la soledad, un “ejercicio de la imaginación crítica” –como lo llamó el mismo autor– sobre el mexicano y la mexicanidad, en el que sostiene que “la historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen”, que “México está tan solo como cada uno de sus hijos” y que “el mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo”.

El ensayo se publicó inicialmente en la revista Cuadernos Americanos en 1949 y un año después en libro, pero la edición revisada y definitiva salió nueve años después, en 1959. Como dijo el escritor y filósofo mexicano Alejandro Rossi, colaborador de Paz, se trata de un clásico que dejó una honda huella en México, como “auténtica introducción al país y a su historia”, un “libro maestro” que guía y orienta sobre el ser de México y los mexicanos, y que, por lo mismo, provocó críticas y grandes polémicas entre sus contemporáneos.

Paz plasmó sus ideas políticas y filosóficas en ensayos y artículos periodísticos, en los que reflejó su pasión libertaria y su aversión a los sistemas e ideologías totalitarias. Tras El laberinto de la soledad, publicó El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957) y El ogro filantrópico (1979). 

En Posdata (1970) amplió las reflexiones que formuló en El laberinto de la soledad  y en Tiempo nublado (1983) expuso sus últimas preocupaciones sobre el mundo que le tocó vivir.

Fue maestro rural y dio clases en rancherías de Yucatán, una experiencia que reflejó en su libro Entre la piedra la flor. Allí conoció a la que sería su primera esposa, la escritora Elena Garro (Los recuerdos del porvenir), y escribió una canción ranchera, Sueño de amor, con música de Manuel Esperón, que interpretaría Jorge Negrete en la película El rebelde (1943).

Un compañero de secundaria, el anarquista catalán José Juan Bosch y Fontseré, hijo de un exiliado, lo aproximó a la historia y a la política. El poeta lo reconocía como un “auténtico hombre de izquierda” y como mentor. “Nos enseñó a desconfiar de la autoridad y del poder; nos hizo ver que la libertad es el eje de la justicia. Su influencia fue perdurable: ahí comenzó la repugnancia que todavía siento por los jefes, las burocracias y las ideologías autoritarias”, escribió en una ocasión.  “A él le debo mis primeras lecturas de autores libertarios”.

Era la época en que creía en el socialismo y se consideraba militante de la causa revolucionaria universal. Como él mismo relató en varias ocasiones, adhirió a las ideas de izquierda consciente del momento histórico de la primera mitad del siglo pasado, que colocó a su generación en la disyuntiva de elegir entre el fascismo y el comunismo: “Yo me identifiqué con la gente de izquierda”.  

A principios de la década de los 30, conoció al poeta Rafael Alberti, comunista de hueso colorado, quien le dijo que su poesía no era social y que, por el contrario, era contradictoria con su ideal revolucionario.  A pesar de ello, el propio Alberti y Pablo Neruda lo invitaron al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, realizado en julio de 1937 en Madrid, Barcelona y Valencia, en plena Guerra Civil. Allí hizo amistad con André Malraux, John Dos Pasos, Ernest Hemingway, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, César Vallejo y Antonio Machado, entre otros poetas y escritores que apoyaban la causa republicana española. 

“Es natural sentir un poco de ternura por el muchacho que fuimos, pero un poco de ironía y dos o tres coscorrones no le harían daño a ese fantasma juvenil”, diría 40 años más tarde en una entrevista. Recordó, a manera de justificación, que Adolf Hitler era la amenaza de la época y que la Revolución Rusa de 1917 había encendido una gran esperanza, pero “ahora sabemos que ese resplandor, que a nosotros nos parecía el de la aurora, era el de una pira sangrienta”.

Sus opiniones solían estar marcadas por el escepticismo, cuando no por el pesimismo: “Las revoluciones –decía– se han petrificado en tiranías desalmadas, los alzamientos libertarios han degenerado en terrorismo homicida. Occidente vive en la abundancia pero corroído por el hedonismo, la duda, la dimisión. En el llamado Tercer Mundo: dictaduras, luchas intestinas y guerras exteriores, matanzas que dejarían boquiabiertos a los asirios, los tártaros y los aztecas”.

Según el poeta, “asistimos el ocaso de las utopías, lo mismo las capitalistas que las socialistas”, a raíz del fracaso de los grandes proyectos históricos. “Veo una ausencia de proyectos”, declaró desolado al periodista Julio Scherer, director de la revista Proceso. “Si vuelvo la cara a la derecha, veo a gente atareada haciendo dinero, si la vuelvo a la izquierda, veo gente atareada discutiendo. Las ideas se han esfumado”.

Ha sido definido con frecuencia como anarquista, tanto por sus ideas libertarias como por su aversión a la omnipresencia del Estado, ese “monstruo frío”, el “ogro filantrópico”,  que “a todos amenaza en el mundo”. 

Llamó a “luchar contra la estatificación universal” y dijo que, si ha de surgir un nuevo pensamiento revolucionario, “tendría que absorber dos tradiciones desdeñadas por Marx y sus herederos: la libertaria y la poética”.

Criticó a la derecha “acomodaticia y oportunista”, que sólo ve al país como un campo de acciones lucrativas, y estigmatizó a la izquierda “murmuradora y retobona”, que “piensa poco y discute mucho”. Pero sus verdaderas “obsesiones” fueron la Unión Soviética (“peste totalitaria”) y el marxismo (“opio de los intelectuales” y “superstición del siglo XX”). Fue uno de los primeros intelectuales latinoamericanos en denunciar la existencia de campos de concentración en la desaparecida Unión Soviética y la falta de libertades en Cuba. 

A quienes le censuraban haber equiparado a Fidel Castro con Augusto Pinochet, les respondía que “condenar los crímenes de los generalotes y generalillos es un ritual sin riesgos”, mientras que “el examen de los regímenes llamados socialistas es un trabajo de análisis histórico”, porque “por un colosal equívoco, esos regímenes se ostentan como los herederos de las tradiciones más nobles de la Historia moderna: el socialismo”.

Activistas de izquierda quemaron su efigie frente a la embajada de Estados Unidos en 1984 a raíz de las críticas que había formulado al régimen sandinista de Nicaragua; tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, fue blanco de nuevos ataques por parte de la izquierda por haber proclamado a través de la televisión: “¡El socialismo ha muerto, viva la libertad!”.

Negaba, sin embargo, ser antisocialista: “yo no rechazo la solución socialista. Por el contrario, el socialismo es, quizá, la única salida racional a la crisis de Occidente”, afirmaba, pero a continuación distinguía entre la “ideocracia” soviética y el socialismo que respeta las libertades y el pluralismo democrático.

Sin una salida que ofrecer entre el “impasse” al que ha sido conducida la humanidad por el capitalismo y el colectivismo, según decía, proponía “inventar soluciones”. “Si el almacén de proyectos históricos que fue Occidente se ha vaciado, sostenía, ¿por qué no poner en entredicho los proyectos ruinosos que nos han llevado a la desolación que es el mundo moderno y diseñar otro proyecto, más humilde pero más humano y más justo?”.

Siendo embajador en India, Paz renunció a una larga carrera diplomática como protesta por la matanza de Tlatelolco (1968), convencido de que el escritor no tiene deberes específicos con su país, sino “con el lenguaje y con su conciencia”. Tarde o temprano –afirmaba–, “tropieza con el poder”. Sin embargo, no predicaba la abstención: “los intelectuales pueden ser útiles al gobierno, a condición de que sepan guardar la distancia con el príncipe”.

Vargas Llosa dijo que Paz fue uno de los intelectuales que más lúcidamente se enfrentó a la profunda revolución de la vida política y de la cultura de nuestro tiempo, a las profundas transformaciones políticas, sociales e históricas que “hicieron trizas las antiguas certidumbres” y “los viejos patrones convencionales”, como la definición entre derecha e izquierda.

No todos pensaban lo mismo. Quienes discrepaban con su disidencia y sus ideas libertarias le reprochaban la “visión orwelliana” y la “imagen apocalíptica” que ofrecía del tiempo que le tocó vivir. Al referirse a su “mensaje desolador” sobre “el fracaso de la humanidad”, uno de sus críticos lo describió como “un hombre solitario que se cree aprisionado en un mundo incomprensible, ajeno y hostil”.

Dos días antes de la navidad de 1996, ya gravemente enfermo de flebitis, un pavoroso incendio destruyó su lujoso departamento de la colonia Cuauhtémoc, en el Paseo de la Reforma, donde residía con su esposa Marie Jose Tramini. En cuestión de minutos las llamas consumieron su colección de libros,  los muebles y las pinturas que colgaban en las paredes. Nunca pudo superar ese golpe. Falleció 15 meses después en una casa que le proporcionó el gobierno de la ciudad en el barrio de Coyoacán, la Casa Alvarado. A la flebitis se le había sumado un cáncer fulminante.

Tenía fama de ser un hombre inflexible, incluso huraño, tal vez por sus posiciones políticas, pero sus amigos sostenían que, por el contrario, era una persona amigable y con mucho sentido del humor. Seguidor de algunos programas de televisión, era aficionado a la serie  Los Simpson. En una entrevista reconoció que interrumpía su rutina de escritor a las siete de la noche para ver las aventuras de la familia amarilla, porque, según dijo, “nos resumen”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 13 de octubre de 2019

Del modesto jersey a la chaqueta de diseño

Conocí a   Evo Morales –es decir, lo vi por primera vez– durante una “cumbre” de organizaciones indígenas y campesinas en Cocoyoc, México, organizada  por Rigoberta Menchú, a mediados de los 90. Evo era un humilde dirigente cocalero que buscaba infructuosamente –“rogándose”, como decimos los bolivianos– el aval de la ganadora del Nobel de la Paz  para una resolución de apoyo a los cocaleros del Chapare. Lo vi por segunda vez en el Palacio de la Moncloa, tras su entrevista con el presidente José Luis Rodríguez Zapatero, en su primera gira por Europa, recién elegido, en enero de 2006. Y en una tercera ocasión, ya Presidente, en un desayuno ofrecido por el presidente de Repsol, Antonio Brufau, en un hotel de Madrid, echándole flores al anfitrión por su “comprensión” ante la “nacionalización” del petróleo.

Recuerdo que llegó a la conferencia de prensa de la Moncloa con su “jersey” a rayas, que tanto impacto causó en España, humilde y, sobre todo, auténtico. En sus primeras palabras, confesó que nunca se había imaginado que algún día iba a ser recibido por un rey y afirmó que había pedido a Rodríguez Zapatero, y al monarca que le aconsejaran y ayudaran a gobernar, porque él –así lo dijo– no tenía ninguna experiencia en el arte de dirigir un país.

Se mostró muy agradecido con la reina Sofía, porque le había hecho llegar al hotel unos antigripales, afligida al verlo tan desabrigado, apenas con un “jersey”, en el crudo invierno madrileño. “¡Qué tío tenéis por Presidente!”, recuerdo que me dijo un colega, resumiendo la admiración de los periodistas españoles. Los había conquistado con su humildad y sencillez.

No resisto la tentación de comparar al Evo del “jersey” con el Evo de las chaquetas de diseño; al campesino orgulloso de su natal Orinoca con el líder del museo propio y el inquilino del lujoso palacio presidencial, ahora que se postula para una nueva reelección. Y no es que pretenda que el Presidente de Bolivia vaya por el mundo dando lástima, no, pero una cosa es representar al Estado con dignidad y otra hacer ostentación de lujos que chocan con la pobreza del país.

La transformación de Evo a la sombra del poder, después de 13 años de gobierno, está directamente relacionada con la mutación del movimiento que lo impulsó a la jefatura del Estado, el llamado “proceso de cambio”, que terminó cambiando a sus líderes antes que al propio país, como se proponía en sus albores. Evo es la personificación de ese viaje sin retorno. De Chaparina a la Chiquitania.

La deriva de ese proceso y sus dirigentes me trajo a la memoria la novela Rebelión en la granja, la extraordinaria fábula de George Orwell sobre el tránsito de una revolución a un sistema autoritario, a partir de la corrupción que acompaña toda acumulación de poder, porque –como dice el jesuita Xavier Albó– “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

La historia de la granja es muy sencilla. Hartos de la explotación a la que están sometidos, los animales expulsan al propietario, un granjero vago y alcohólico, con el propósito de crear una sociedad igualitaria, manejada por ellos mismos, aspiración que se traduce en una “constitución” de “siete mandamientos”. 

Poco a poco, los líderes se van apropiando del movimiento –y de la granja– y terminan haciendo lo mismo que hacía el patrón expulsado, dándose al lujo y a la buena vida, para lo cual no dudan en quebrantar su propia ley. Los “mandamientos” van desapareciendo sucesivamente y, al final, queda uno solo, el que proclamaba que “todos los animales son iguales”, pero con un aditamento: “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que los otros”.

Morales buscará dentro de 10 días la reelección. Lo hará contraviniendo la Constitución que él mismo impulsó y el mandato expreso de un referendo. Al incumplimiento de la ley, de por sí grave, se suma el quebranto de un principio ético, moral, el de la palabra empeñada. Cuando todavía usaba el “jersey”, repetía la consigna –tomada de los zapatistas mexicanos– de “mandar obedeciendo al pueblo”. Obviamente, no obedeció el mandato del 21 F, ni quiere irse a su casa, como prometió al menos en tres ocasiones si ganaba el NO.

Winston Churchill dijo que “tras un recuento electoral, sólo importa quién es el ganador. Todos los demás son perdedores”. Podría darse que el 20 de octubre no haya un ganador, sino dos, o que el verdadero ganador sea el segundo, si los electores obligan a la realización de una segunda vuelta, en la que se invertirían los papeles, con el opositor como favorito. 

Me pregunto si Evo respetará en tal caso el veredicto popular. Si no lo hizo una vez, ¿por qué tendríamos que creerle que lo hará ahora?

Página Siete – 10 de octubre de 2019

Realismo mágico

El escritor dominicano Juan Bosch (1909-2001), autor de dos obras literarias excepcionales ambientadas en Bolivia, el cuento El indio Manuel Sicuri y la novela El oro y la paz, me dijo en una ocasión en Santo Domingo que “Bolivia es, en sí misma, una gran novela”. Tengo entendido que Miguel de Unamuno apeló a la misma metáfora para describir a la Bolivia del siglo pasado en una conversación o intercambio epistolar con Alcides Arguedas. Lo que no dijeron es que esa gran novela pertenece al género del realismo mágico.

Es cierto que en Bolivia nadie ha ascendido en cuerpo y alma al cielo, como la bella Remedios en Cien años de soledad; tampoco sabemos de nadie que haya nacido con cola de cerdo, como el último Aureliano de la saga de los Buendía, pero cuando escuché recientemente a un honorable diputado nacional, en una de las tantas declaraciones que suelen ofrecer los parlamentarios en la plaza Murillo, no pude menos que recordar a Mauricio Babilonia, con la diferencia de que nuestro personaje criollo tenía las mariposas amarillas revoloteando dentro de su cerebro.

Algo tiene Bolivia de Comala y Macondo, las aldeas míticas de Juan Rulfo y Gabriel García Márquez, donde lo inexplicable encuentra explicación en la fantasía y lo irreal se convierte en real gracias a nuestra mágica vida cotidiana. De tantas cosas irreales que hemos visto pasar nos hemos acostumbrado a ver la anormalidad como algo normal y a considerar lo improbable como algo probable.

El gobernador de La Paz, Feliz Patzi, quien  presume de un doctorado universitario, asegura que gracias a la ayuda de “algunos yatiris”, que “han empezado a invocar y han traído la lluvia”, fue sofocado el incendio que amenazaba al Parque Nacional Madidi. Entonces, digo yo, el error del gobierno no es resistirse a la ayuda internacional, sino no convocar a un equipo de yatiris para sustituir a los bomberos en la Chiquitania.

Otro personaje macondiano es el señor Chi Hyun Chung, quien propone “educar a la mujer para que se comporte como mujer”,  porque, ya se sabe, “el varón tiene un estilo de comportamiento, la mujer tiene otro”. La prueba, según el candidato, es que “mientras el hombre habla uno, la mujer habla diez” ¿Violencia contra la mujer? “¡Qué habrá hecho (la mujer) para que el hombre reaccione de esa manera!”.

La corte electoral, una institución digna de El otoño del patriarca o La fiesta del Chivo, le pone peros por cuestiones técnicas a una encuesta de la Universidad de San Andrés, desfavorable al gobierno, después de haber avalado una candidatura ilegal y anticonstitucional, pasándose a la torera un referéndum vinculante que ellos mismos organizaron, y luego de haber autorizado el pone y saca de candidatos que no fueron elegidos en unas primarias que ellos impusieron sin chistar, costosas e inútiles.

La realidad, como dijo alguna vez García Márquez al hablar de América Latina, supera a la ficción, más aún en tiempos electorales. Como en la Comala rulfiana, las palabras nos llegan como voces gastadas, simples murmullos, con la diferencia de que sus autores las presentan como grandes verdades.  Como el Señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, muchos de nuestros políticos son “la mentira de todas las cosas reales” y “la realidad de todas las ficciones”.

A raíz de los incidentes ocurridos en Santa Cruz hace 15 días, Evo Morales denunció un supuesto “golpe de Estado”, una “conspiración contra la democracia”. Pero uno se pregunta, ¿no fue el propio Presidente quien dijo que no aceptar el resultado del referéndum del 21F equivalía a dar un golpe de Estado? “Si el pueblo dice No, ¿qué podemos hacer? No vamos a hacer un golpe de Estado. Tenemos que irnos callados”, dijo públicamente una semana antes de la consulta…  ¡Y no se fue! Entonces, el único “golpe de Estado” es el suyo.

Es de antología el discurso que pronunció ante la Cumbre sobre Acción Climática celebrada en la sede de Naciones Unidas, no solo porque dijo que su gobierno enfrentó los incendios de manera “rápida y efectiva” –con un saldo de más de tres millones de hectáreas arrasadas por el fuego–, sino por afirmar que “sólo liberándonos del lujo, el lucro, el consumismo podremos salvar nuestro planeta tierra”. Es un buen consejo, digo yo, pero, ¿no deberíamos empezar por casa? La recomendación viene de un presidente que ha hecho del despilfarro una política de Estado.

García Márquez describe a su personaje de El otoño del Patriarca como “un déspota viejísimo que se queda solo en un palacio lleno de vacas”. No sabemos cómo vive nuestro Señor Presidente en su lujosa suite de 1.068 metros cuadrados de la “Casa Grande del Pueblo”, pero seguro que “cree que puede ordenar que quiten la lluvia de donde estorbaba y la pongan en tierra de sequía”. Y como en la novela del colombiano, “nadie se mueve, nadie respira, nadie vive sin su permiso”. 

Página Siete – 26 de septiembre de 2019