Suele definirse como un “verso suelto”. Y lo es. Por su
independencia de criterio y por la libertad con que se mueve, en su mundo y en
las vecindades. Como esa forma de expresión poética alejada de toda pauta de
rima y métrica, Pedro Shimose se guía por sus propias convicciones, sin
importarle las consonancias o disonancias con las opiniones ajenas. Se diría
que el “versolibrismo” es su filosofía de vida.
Vivió días duros a causa de las represiones políticas y
los apremios cotidianos. Eran los tiempos en que quería escribir y le salía
espuma. Lo expresa sin resentimiento, mientras otea el pasado en un café de
Madrid. Tiene la mirada dulce, el rostro diáfano y la piel tersa, casi juvenil.
Nada delata sus 80 años, si obviamos el gris de su cabello.
Poeta laureado, periodista, trovador popular y dibujante
de mano alzada, adivinó la poesía en la floresta de su Riberalta natal. A los
ocho años le escribía poemitas a su madre, Laida; después, a las querencias
juveniles idealizadas. Aficionado a la música, compuso polcas y taquiraris. “La
pelada del sombrero de saó, sí existe, pero no fue mi corteja”, me aclara.
Memorioso, como es, entrega sus recuerdos a borbotones,
pero los vierte con delicadeza oriental y tono entrañable. Te lleva de la mano
por el panteón de los ilustres, como Nicolás Guillén, Miguel Ángel Asturias,
Octavio Paz, Nicanor Parra, Vicente Aleixandre o Rafael Alberti, a quienes
conoció en tertulias y recitales. Evoca su viaje a La Higuera a lomo de mula
con Yevgueni Yevtushenko, el poeta ruso de las camisas floreadas, quien le
pidió que corrigiera el poema que acababa de escribir en memoria del Che
Guevara. “¡No me atreví!”, me confiesa, con esa sonrisa que le estalla en los
ojos incluso cuando rememora vivencias amargas.
Nació en Riberalta, el vergel al de la barranca colorada
que los indígenas amazónicos originarios conocían como Pamahuayá, que significa
“el lugar donde está la fruta”. Hijo de un emigrante japonés, Ginkichi Shimose,
y de una riberalteña mestiza, Laida Kawamura Rodríguez, vio la luz el 30 de
marzo de 1940. Creció arrullado por las “aguas insomnes” de los ríos Beni y
Madre de Dios, entre ceibas en flor, palmeras de penachos cansados, bibosis
frondosos y tajibos de flores blancas. Cantó a su pueblo con la cadencia
de su mejor poesía.
No hay nada más
lindo que contemplar tus crepúsculos.
Soñar sueños que
soñaron nuestros padres.
Circular por el
color violeta del aire anochecido
y terminar
echándote de menos.
Renacer en tu
fragancia húmeda,
buscándome en la
niebla de los arroyos más recónditos,
Lejos de mí mismo
en los ríos y curichis,
en el naufragio de
la isla que descubrimos juntos
cuando tus barcos
recorrían mi infancia.
Llegó a un “mundo revuelto”, como relató en una
conferencia que ofreció en Santander, cuando Bolivia había perdido la guerra
contra el Paraguay, España se había desangrado en una lucha fratricida y los
cuatro jinetes del apocalipsis cabalgaban desbocados sobre Europa. “Fui nacido
gracias a un despiste doble. Pudiendo haber nacido en otro sitio, me nacieron
en pleno trópico sudamericano, y pudiendo haber nacido en otra época (en el
siglo X europeo, por ejemplo), me nacieron en medio de un estruendo infernal”.
Recuerda a su padre como un campesino bueno, sencillo y
pobre, “ni samurái, ni aristócrata arruinado, ni intelectual cazafortunas”, que
llegó a Bolivia a principios del siglo pasado, abriéndose paso a través de la
selva peruana, junto con otros doscientos inmigrantes japoneses. Se instaló en
Riberalta, donde se casó con Laida, con quien fundó una familia de siete
hijos.
Dice que hizo dinero al frente de una cooperativa
agrícola, pero perdió todo cuando el gobierno le expropió su propiedad y lo
encarceló, como a otros japoneses y alemanes radicados en Bolivia, después del
bombardeo atómico sobre Hiroshima y Nagasaki en 1945. “Yo le llevaba comida a
la cárcel (…) Mi padre nunca se lamentó de nada, ni acusó a nadie, ni clamó
justicia”.
Siente que le debe mucho, porque le enseñó a apreciar la
belleza de la vida, una “enseñanza estética vinculada a la moral, un modo de
percibir y sentir las cosas, entre ellas el país, el amor, la muerte, la
dignidad humana”. Le enseñó el amor a la naturaleza mientras paseaban por un
jardín cuajado de orquídeas, azaleas, crisantemos, siemprevivas y
geranios, y le mostró “el camino de la perfección a través de la percepción de
la belleza”.
De él aprendió que ser rico después de ser pobre es
una experiencia que enriquece, pero ser pobre después de ser rico, enriquece
más. Le resumió la sabiduría en una sola frase: “Las palabras deben ser
pronunciadas cuando no hay más remedio. Los actos son más importantes”.
Él me educaba con
parábolas de vientos y bambúes.
(Los peces en el
cielo)
Navegábamos por
redes y colores,
surgíamos del agua,
soñábamos la luz y
las naranjas.
(…)
Él sabe de su
humilde grandeza de hombre y sabe
que como él respeta
le respetan,
y que le aman como
él ama.
Este es mi padre.
Su madre, como casi todas las mujeres de su época,
apenas pudo estudiar hasta el tercero de primaria, pero le guió en sus
primeras lecturas y lo arrulló desde la infancia con los Versos sencillos, de
José Martí, y las Rimas, de Gustavo Adolfo Bécker, “poemas que hablaban de
amores melancólicos y amistades limpias; de oscuras golondrinas, arpas
olvidadas y de una rosa blanca”.
Dibujabas árboles y ríos. Navegabas la corriente oculta
de la forma. Urdías oropéndolas y lunas. Funda mas destrucciones y
naufragios, madre vida madre tierra madre selva madre selva.
Estudió en el colegio Pedro Krámer de Riberalta. Sus
padres le habían fomentado la lectura y su devoción a los libros, pero fue la
extraordinaria biblioteca de su escuela, donada por el Rey del caucho, Nicolás
Suárez, la que le abrió las puertas a un mundo hasta entonces desconocido.
Allí leyó a los grandes clásicos de la literatura
universal y frecuentó a los autores que aún forman parte de su vida. Allí
también buscó las respuestas para sus obsesiones juveniles y allí, como diría
más tarde, se incubó su poesía.
A sus 17 años se fue a La Paz por aquello de que en las
ciudades grandes “suceden cosas”. Su padre hubiese querido que estudiase
Medicina, pero él ya había empezado a tomar en serio la poesía. Intentó
disuadirlo. “Escribe novelas”, le había dicho. “Los poetas se mueren de
hambre”. Salió de Riberalta “con pasaje de ida y dinero para dos meses,
recaudado entre los amigos de la colonia japonesa”. En La Paz se inscribió en
Derecho y Ciencias Políticas. “Vivía en un cuartito, iba a la universidad
caminando, comía en la calle y ahorraba para libros”.
Estando en el primer año de carrera se presentó a un
concurso literario del que el crítico y sacerdote Juan Quirós era jurado. Ganó
con un poema a Simón Bolívar. Quirós quiso conocerlo. “¿Tú eres Pedro
Shimose?”, le preguntó cuando se presentó. “Sí”, le respondió con la timidez
del novato. “¡Ah!, pensé que era un seudónimo. ¿Y de dónde viene tu apellido?”,
insistió. “Mi padre es japonés”, contestó, según relató en una
entrevista. De ese primer encuentro nació una amistad profunda y
duradera.
A partir de entonces comenzó a frecuentar la facultad de
Filosofía y Letras, de la que monseñor Quirós era docente. De la mano de Quirós
llegó posteriormente al diario Presencia.
Descubrió la biblioteca de la Universidad Mayor de San Andrés, donde leyó
nuevos autores y encontró nuevos amigos. Era la época en que se sentía
“embrujado” por Góngora, Franz Tamayo, Pablo Neruda, Walt Whitman, García Lorca
y Saint-John Perse, entre otros. Ya había escrito Triludio en el exilio (1961) y empezaba a escribir Sardonia (1967).
“La poesía canta y sintetiza experiencias,
emociones, percepciones y creencias religiosas, míticas o políticas. Está más
cerca de la magia, de la religión, del mito”, resumiría años después. “El verso
es medida, cadencia, ritmo, música, es la esencia verbal de un sentimiento”.
Se sentía atraído por la poesía, pero también por la
música, una afición que, sin embargo, apenas pudo desarrollar en Riberalta,
donde no había conservatorio ni condiciones para aprender a leer y escribir
partituras. Tampoco tenía dinero para hacer este tipo de estudios. ¡Incluso
tener una guitarra era un lujo! Pero, además, el oficio de músico era muy mal
visto, lo que no le impidió formar parte de un conjunto musical, el trío Los
Forasteros, con los también riberalteños Harold Olmos y Carlos Mercado. Tal vez
por eso su poesía está impregnada de musicalidad.
Mañana, la palmera
dejará de crecer.
No dejes que me
muera
sin volverte a ver.
Después de ser
madera
guitarra quiero
ser,
para cantar la
espera
que espera
florecer.
En 1958 compuso la más famosa de sus canciones, el
taquirari Sombrero de Saó. “No fue
resultado de una decepción amorosa personal, como muchos piensan”, sino la
historia amorosa de un amigo de Riberalta, quien pretendía a una muchacha y
enfrentaba la férrea oposición de su madre (“Oí,
flojo, sinvergüenza, tiravida ¿qué querés?”). Fue el Trío Oriental el que
la catapultó a la fama en 1966. “En pocos meses, dominaba el escenario
folclórico boliviano y empezaba a expandirse por todo el mundo”, recuerda
Olmos.
Pedro dice que la canción le dio muchísimas
satisfacciones, porque le hizo popular en Bolivia, pero al mismo tiempo “muchos
disgustos”, debido a la reticencia de las discográficas a reconocerle los
derechos de autor. Tiene otras composiciones entrañables, como Adiós mi Riberalta y Siringuero, pero dice sentirse
avergonzado de otras, como Razones para
ser soltero, muy popular en su época (Por eso vivo soltero/ de vos nada espero para ser feliz/ no quiero ser
el esclavo/ de un hermoso clavo / que me haga sufrir).
Con Los Forasteros apoyó la primera campaña electoral del
humorista Alfonso Prudencio Claure (Paulovich),
postulado por el Partido Social Cristiano (PSC) a una diputación. No fue su
única incursión en política. Militó en el PSC entre 1959 y 1966, año en que fue
elegido presidente de la Juventud en un congreso celebrado en el Teatro Achá de
Cochabamba, pero duró poco, víctima de las intrigas de la politiquería
boliviana. Dice que estuvo en el partido equivocado, porque “Bolivia no es un
país católico”. “Dejé de ser político y me convertí en moralista”.
Se incorporó a la Universidad de San Andrés en 1969, en
plena “revolución universitaria”, primero como docente de Filosofía y Letras y
después como director de Extensión Cultural. Lo hizo de la mano de Jorge
Lazarte, por entonces influyente dirigente estudiantil trotskista, y del rector
Óscar Prudencio. Trajo al ballet de Moscú e invitó a Yevgueni Alexandrovitch
Yevtushenko, con quien viajó a La Higuera, porque el poeta ruso quería conocer
el lugar donde murió el Che, a quien le dedicó un poema escrito en castellano (La llave del comandante).
Eran los “días agitados y confusos” de las vísperas del
golpe de Hugo Bánzer y Pedro se había ganado la fama de “comunista”, lo que le
valió el exilio. Antes estuvo en Lille, Francia, más para dar la espalda a una
decepción amorosa que para estudiar periodismo con una beca del cardenal
Lienárt. “La beca no es del cardenal, es de los obreros del carbón de Lille”,
le dijo el purpurado cuando lo visitó en su despacho para agradecerle.
En 1968 publicó su tercer libro, Poemas para un pueblo, en el que se refleja –según el poeta y
crítico Eduardo Mitre– esa “poesía inmersa en la historia, agónica en la medida
en que la padece, protagónica en cuanto tiende a transformarla mediante el
testimonio, la denuncia, el grito de rebeldía”; en la que mantiene “una
dimensión social y aun política constante”, lejos de “los registros puramente
líricos, subjetivos, abstraídos de un contexto histórico-social
determinado”. Él veía la injusticia en las calles, en las escuelas y en los
centros laborales como parte de la vida cotidiana boliviana.
Para hablar de mi
patria es preciso sufrirte.
Pertenezco a esta
patria sin victorias.
Mentiría si dijera
que mi patria es la mejor del mundo.
Mentiría si dijera
que mi patria es la peor del mundo.
Mi patria es un
martirio de odios y tinieblas,
el sitio en donde
amo, sueño, lucho, canto y muero.
Mi patria está
fundada sobre el alba, sobre tu alba, América Latina.
Ella está sostenida
por los muertos.
La llevo como una
herida, sin mar y sin victorias.
En 1971 salió al exilio, a España, como resultado –según
cree– de su activismo en la universidad, convertida durante el proceso del
general Juan José Torres en un centro de efervescencia política e ideológica.
Dice que en el destierro se hizo “más hombre y más humano” y que aprendió
a no compadecerse de sí mismo ni a echarle la culpa a los demás, aunque
admite que “hubo días negros de amargura y desaliento”.
Madre no llores, dime
hasta luego y escríbeme seguido.
La cordillera está
cerrada. La pena es un juguete en manos de mis hijos.
Le digo a Rosario que
se mantenga serena.
Atrás quedan mis
treinta y un años “adiós, vidita del alma
y hasta el otro día”.
En 1972, ya en el exilio, ganó el Premio Casa de las
Américas con su libro Quiero escribir,
pero me sale espuma, un título prestado del peruano Cesar Vallejo. El
galardón le dio fama internacional. Aunque posteriormente se distanció del
castrismo y la Revolución Cubana, siempre se mostró agradecido por un
reconocimiento que se tradujo en una edición de 23.000 ejemplares, “algo nunca
soñado por un poeta”.
Poeticomienzo en vino
avinagrado:
¿cómo escribir del
tizne sin carbones;
de las tos, sin
gargajo; y sin borrones,
cómo escribir de mí si
estoy fregado?
Garrapateo espumas,
cabreado,
con humo y humedad en
los pulmones;
doliéndome en la
sombra y los rincones
mi soledad en verso
encebollado.
Desgarrado y vencido
por las furias;
en el exilio, triste,
voy sufriendo
el hambre de mi pueblo
en mis penurias.
En lágrimas y pus voy
escribiendo.
A medias muero en
jácaras espurias.
A medias vivo, voy
sobreviviendo.
También en el exilio escribió Caducidad de Fuego (1975), un “libro desolado”, que marca una
“línea divisoria” en su poesía. “Yo subía a la colina y desde allí contemplaba
mi infortunio. En mis manos se hacía trizas las diademas de mis sueños y,
conteniendo el llanto, escribí Caducidad de fuego”, recordó en una ocasión. Le
siguieron Al pie de la letra (1976),
el libro de cuentos El Coco se llama
Drilo (1976), Reflexiones
maquiavélicas (1980), Diccionario de
Autores Iberoamericanos (1982), Bolero
de caballería (1985), Historia de la
literatura hispanoamericana (1989), Riberalta
y otros poemas (1996) y No te lo vas
a creer (2000).
Fue asesor de publicaciones y director de poesía del
Instituto de Cooperación Iberoamericana (ICI) y dirigió la colección Letras del
Exilio de la editorial Plaza & Janés. Recibió el Premio Nacional de Cultura
de Bolivia (1999) y la Orden del Sol Naciente del Japón (2019).
El escritor rumano-brasileño Stefan Baciu dijo que
“Shimose fue uno de los primeros poetas capaces de dar salto hacia el futuro,
llegando a una notable renovación con medios personales”, en tanto que el
español Jorge Rodríguez Padrón opinó que la palabra del poeta boliviano
es “un tono, una prosodia, un ritmo interior decisivo que fluye con la
facilidad del habla, pero que se adensa en el vértigo de la fundación poética”.
Según The Times,
“Shimose oscila entre una protesta vigorosa e ingeniosa y la intranquila
inquietud expresada en el soneto de Vallejo” que da título a uno de sus libros.
Para Robert Marquez, el trabajo del riberalteño muestra la “angustiada visión
de un exiliado” de Vallejo y la “sensibilidad al ritmo” de Nicolás
Guillén. Shimose entiende la poesía y la literatura como una suma de
palabras, palabras que permiten “soñar la justicia, la libertad y la
convivencia en paz en este mundo devastado por la locura humana, donde las víctimas
de ayer son los verdugos de hoy; palabras que nos hablan de los viejos e
irrenunciables ideales de la humanidad; de las selvas vírgenes por donde
serpentean arroyos de aguas cristalinas; de los mares limpios que ignoran la
codicia del hombre; de los cielos puros y las noches serenas”.
Algún periodista le preguntó por qué escribía. Quizás,
respondió, por “un deseo de inmortalidad o un deseo de seducir a una
mujer hermosa”. O tal vez por “un sentimiento de pavor ante el misterio de la
muerte o una inmensa alegría ante el espectáculo de la naturaleza”. O también,
como dice en uno de sus versos autobiográficos, porque la poesía lo visitaba de
noche.
Dibujo de Marcos Loayza
Página Siete – 22 de marzo de 2020