Fe de erratas

Marcelo Quiroga Santa Cruz solía decir que “la realidad es la fe de erratas de la política”. Son los hechos, puros y duros, los que corrigen y enderezan las acciones de los políticos, más allá de sus intenciones, porque es la realidad, con su terquedad cotidiana, la que finalmente hace que la política sea “el arte de lo posible”, según una conocida definición.

La pandemia del coronavirus es la realidad que está marcando la política de los últimos meses, no sólo en Bolivia, sino en todo el mundo. La “nueva normalidad” está obligando a los gobernantes a buscar soluciones para males desconocidos en un recetario todavía inexistente, porque la crisis que está viviendo la humanidad ha hecho añicos las recetas tradicionales. Se dice que es fácil gobernar en tiempos de bonanza y que el verdadero líder muestra de qué mimbres está hecho cuando debe remar con el viento en contra. Pues bien, ahora es cuando.

A diferencia de otros países, Bolivia está enfrentando una doble crisis, la política y la sanitaria, y está entrando a una tercera, la económica. A la dramática falta de infraestructuras y recursos para hacer frente a la pandemia y a la tormenta económica y social que se avecina, se ha sumado la ausencia de consensos políticos mínimos, producto de la polarización que divide a la sociedad y que se expresa en una creciente presión de inadmisibles radicalismos.

Está claro que ningún país estaba preparado para proteger a su población de la pandemia, pero el caso de Bolivia tiene como factor agravante el despilfarro de 14 años de bonanza. El escritor español Javier Marías dijo alguna vez que  “el  cinismo  es la expresión de la  brutalidad  en estado puro”, la brutalidad entendida como la falta de razón. Cinismo y necedad, además de una total ausencia de autocrítica, es lo que advertimos en las declaraciones de Evo Morales y su vicario en Bolivia cuando pretenden negar lo evidente, que nos dejaron una sanidad pública en cueros.

La crisis política tiene manifestaciones altamente preocupantes, como el enfrentamiento entre los poderes Ejecutivo y Legislativo, la gestión partidaria de algunas instancias municipales opositoras y el activismo claramente subversivo de ciertas organizaciones sociales afines al presidente huido.

La participación política y la libertad de manifestación son derechos consagrados por la Constitución, pero pierden su esencia y justificación cuando atentan contra el bien público. ¿Qué se puede decir de los bloqueos del trópico? ¿Cómo se puede entender el bloqueo legislativo masista a los créditos internacionales para combatir la pandemia? Son atentados a la salud pública.

Una de las manifestaciones más graves de la crisis política se está dando en torno al Tribunal Supremo Electoral, la única institución surgida del consenso político, a propósito de la fecha elegida para las elecciones generales. Es grave porque la campaña pretende restar credibilidad y legitimidad al árbitro, presidido por un experto de reconocida solvencia ética y profesional, que debe garantizar la transición democrática mediante una elección libre y transparente.

Nadie podría pronosticar el curso de la pandemia en los dos próximos meses, pero seguramente la curva no habrá moderado su actual ascenso. No tengo ninguna duda de que la autoridad electoral tomará todos los recaudos de bioseguridad para proteger la salud de funcionarios y electores, pero un acto comicial en tales condiciones implica también riesgos políticos importantes, como el de la legitimidad, que podría resultar afectada por una elevada abstención, sobre todo en los centros urbanos. Como se está viendo en otros países, el miedo al contagio está inhibiendo a los ciudadanos a acercarse a las mesas de votación. Y no es para menos.

La explosión de la pandemia es la realidad -la fe de erratas- que determinará el futuro de las elecciones, más allá del deseo de sus actores y protagonistas. Como ya lo hizo una vez al modificar la fecha inicialmente prevista para la cita en las urnas, seguramente el tribunal analizará en su momento la nueva situación, sopesando no sólo el factor sanitario, sino también el político, en ese difícil equilibrio que le ha tocado administrar. La mala noticia es la falta de consensos mínimos. 

En todo caso, no está dicha la última palabra, ni en éste ni en otros temas, ni en la crisis que afecta al país ni en la que agobia al propio gobierno, cercado por dos poderes del Estado y enfrentado al tercero, presionado desde la calle y sin recursos para enfrentar la pandemia, tras haber renunciado a su papel rector de la transición al tomar partido en la pugna electoral. 

Me pregunto si la terca realidad, esa “fe de erratas” de la que hablaba Quiroga Santa Cruz, convencerá a la señora Jeanine Añez de que no es posible ser parte de la procesión y tocar las campanas al mismo tiempo.

Página Siete – 2 de julio de 2020

La serenata amorosa de Gladys Moreno

Raúl Otero Reiche se refirió a su canto como el milagro de “la sonrisa y la fuga de luciérnagas en el bosque de esmeralda”, la “cántiga amorosa” de la serenata que sube al balcón “por las escalas de la luna”; Eduardo Mitre, en cambio, la evocó en la nostálgica distancia como “la voz de un sueño”. Gladys Moreno, ícono del pentagrama boliviano, sedujo a poetas y embrujó a generaciones con su arte.

Nació en Santa Cruz de la Sierra el 28 de noviembre de 1933. Acunada en el buen gusto por las artes, perteneció a ese linaje provinciano de antaño que se educaba en la biblioteca familiar y desarrollaba sus aptitudes musicales en el piano de los abuelos. Era descendiente del historiador, bibliógrafo y crítico literario Gabriel René Moreno y nieta del director de la Filarmónica del Beni, Zacarías Cuellar.

Su biógrafa Beatriz Rossells la describe como una mujer de “figura muy esbelta, talle de palmera, cara alargada y fina, belleza nada convencional, nariz larga, boca sensual, mirada penetrante un tanto huraña, mezcla de Anouk Aimée y Capucine”. Para el escritor e historiador  Porfirio Díaz Machicao, era “un colibrí de rosedal que el cóndor mira desde la altura”, una artista de “trino cálido y encanto camba para el oído kolla”.

Vivía la música, como le confesó a Rossells, con el “corazón estrujado”, tal como reflejaba el tono doliente y desgarrado de sus polcas y valses. De tanto “meterse” en su canto, según le dijo a su biógrafa, sentía que volaba y que su voz viajaba hasta el infinito. Y así lo creían también sus miles de admiradores. Como opinó un comentarista de la época, la artista expresaba en cada nota “su propia ternura, su propio dolor y su propia felicidad”. Y la ternura, el dolor y la felicidad de los demás.

Hija de un militar cruceño, el coronel Rómulo Moreno Suárez, y de Hortensia Cuellar Rivera, oriunda de Santa Ana de Yacuma, Beni, heredó la vena musical de su abuelo y de su propia madre, quien tocaba varios instrumentos y era aficionada al canto. Vivió desde su infancia entre Santa Cruz y La Paz a causa de la profesión de su padre. Estudió en los colegios Alemán e Inglés Católico de la sede del gobierno.

Se sintió atraída por la música desde su niñez. Tarareaba las chobenas que le escuchaba cantar a su madre y permanecía durante horas pegada a la radio, atenta a las canciones en boga, al punto de aprender de memoria sus letras y tonadas para después cantarlas en las fiestas familiares. Era la época en que la radiodifusión boliviana cobraba auge al compás de Radio Illimani. A través de sus ondas escuchó a un dúo folklórico, Las Kantutas, que interpretaba bailecitos, cuecas, taquiraris y carnavalitos con el acompañamiento de Jorge Luna y Gilberto Rojas. “Quiero ser como ellas”, le había dicho a su madre. 

En La Paz se incorporó al coro del Colegio Alemán, donde recibió la única y elemental enseñanza musical de su vida. Nunca pensó en el canto como profesión. De hecho, estudió secretariado, como muchas jovencitas de su tiempo, y trabajó como maestra de kínder. Del salón familiar y las fiestas de beneficencia, en las que también solía actuar, saltó a una emisora local, Radio Electra, que le dio su primera oportunidad. Tenía entonces 15 años. 

Pero fue el sello Méndez, la empresa que inauguró el negocio discográfico en Bolivia, el que le abrió las puertas en 1948 para que grabara sus primeras canciones, un disco de vinilo de 78 revoluciones por minuto (RPM), con solo dos temas, uno por lado, Para decir que te quiero y Vida de mi vida. Lo hizo a invitación de Gastón Méndez y Lola Sierra de Méndez, quienes llegarían a tener una influencia decisiva en su carrera artística. 

Si Méndez le abrió las puertas, La Pascana, el tradicional salón cruceño ubicado en una esquina de la plaza principal de Santa Cruz, la lanzó a la popularidad. Allí cantó los fines de semana durante varios años, tantos que su nombre quedó indisolublemente ligado a ese escenario.

Poco a poco llegaron los éxitos. Invitada por una empresa brasileña, grabó dos discos para la RCA, en 1958 y 1959, en una época en que ningún artista boliviano había cruzado las fronteras. Cantó en el Manhattan Center de Nueva York, en 1976, y compartió escenario con Raúl Shaw Moreno, integrante del famoso trío mexicano Los Panchos, probablemente el cantante romántico boliviano más conocido a nivel internacional, autor del bolero Cuando tú me quieras.

Durante su carrera de más de 30 años, con varias interrupciones motivadas por las prioridades familiares, grabó nueve discos de larga duración, con un repertorio de gran versatilidad, que incluía  taquiraris, cuecas, carnavalitos, polcas y valses de los grandes poetas y letristas del folklore nacional, como Simeón Roncal, Gilberto Rojas, Raúl Otero, Roger Becerra, Ambrosio García, Nilo Soruco, Pedro Shimose, Percy Ávila, José Ferrufino, Nicolás Menacho y Lola Sierra de Méndez, entre otros.

Aunque ya había actuado en las radios Altiplano y Nueva América de La Paz, tuvo un gran debut ante el público paceño en el Club Sahara del Hotel Copacabana, en El Prado, en un show que reunió a un selecto grupo de poetas, periodistas, pintores e intelectuales. Pedro Shimose, autor de uno de los grandes éxitos de la artista, Sombrero de Saó, quien asistió a la velada, dijo que su voz “electrizó” al público. 

Como escribió Rossells, “tenía unos registros que establecían una especie de cables de alta tensión entre los ojos, los oídos, la mente, el corazón y el cuerpo de los oyentes y el canto y la presencia de la artista”. Sus interpretaciones, sin importar el género, tenían un profundo tono romántico, producto de un sentimiento que parecía brotar de su propia vivencia, porque, como ella misma decía, no cantaba nada que no la conmoviera.

Según Díaz Machicao, citado por Rossells, su canto, “pleno de matices aterciopelados, ronco y embriagador”, se acomodaba “a toda nostalgia”, sin apartarse de la “volcánica pasión que conmueve y seduce” de la música oriental. Nadie reflejó mejor que ella el desgarro del desamor, la añoranza del amor perdido, el dolor por la querencia traicionada y el tormento de la pasión comprometida. “Tu voz y tus palabras”, le dijo el poeta Eduardo Mitre, “no se separan en el silencio”. 

Era la fiel intérprete de las “cántigas” de los trovadores y juglares de su tiempo, la personificación –como la define su biógrafa– de la “canción enamorada”. Y así se muestra en Perdóname, el vals de Roger Becerra.

Perdona que te quiera

Así como te quiero

Yo no creo que exista, amor como mi amor

Y si en el mundo alguien quiere como te quiero

Estará sufriendo mucho como estoy sufriendo yo.

No puedo remediarlo y mas y mas te quiero

Y estando convencida de tu sincero amor

Aún no he conseguido sabiéndome tu dueña

Poder hallar la calma para mi corazón.

Para el filólogo y crítico literario Luis H. Antezana, las interpretaciones de Gladys Moreno “diseñan mundos, despiertan tensiones, recuerdan caricias, cometen errores, arman tradiciones, despiertan horizontes”, que sin ese valor agregado, “su canto podría nomás perderse en el cúmulo de  los que cantan… sin cantar, sin permanecer en la memoria y discernimiento colectivos”.  Es el sello que  impone a su versión de Ojos negros,  la polca de A. Pinker y J.R. Moreno Kreider.

Nunca tuve yo un querer,

como el que siento por ti.

Sólo sé mi dulce amor,

que los ojos que yo vi, 

me enloquecen sin piedad.

Ojos negros que al mirar,

me despiertan la pasión

y me dan felicidad.

Siempre vida te amaré, 

con todo mi corazón.

Cada día más te querré,

por tus ojos de carbón

embrujada me quedé.

La artista no tenía géneros favoritos, aunque parecía sentirse más cómoda con los boleros, los valses y las polcas por las posibilidades dramáticas de su poesía, pero similar talento desplegaba en la interpretación de un taquirari, como en Quise darte, de Roger Becerra y Ambrosio García, en el que la alegría del ritmo no le impide transmitir el dolor de la ruptura amorosa.

Truncó la vida mis sueños

de realizar la ambición de tener, 

tu amor vigente y risueño, 

con su ternura de beso y de ayer.

Se fue la estrella escondida, 

que yo llevaba en mi fuego interior.

Quedó tan solo la herida en el rubor de mi loca ilusión.

Ahora el amor se acabó, 

y sin querer te perdí, llevando adentro el penar,

de lo que fuiste y no fui.

La cantante solía recordar su niñez en la hacienda Patujú, propiedad de su tío Germán Moreno Suárez, ubicada en la campiña de Montero, cuya belleza natural influyó decisivamente en la formación de su personalidad infantil, dotándola de una sensibilidad que le permitiría, años después, transmitir lo que un diario cruceño describió como “el extraño embrujo de la tierra amada” y  la “cálida y lujuriante belleza oriental”. 

Ambiente y sentimiento que ella reflejaba en cada una de sus interpretaciones folklóricas, como en los taquiraris Lunita camba, Alborada, El trasnochador, Sombrero de Sao y El carretero,  los valses Alma Cruceña y Misterios del Corazón, los carnavalitos Viva Santa Cruz y Soledad,  o la cueca Sed de Amor, ritmos y letras en los que impuso su impronta personal, un estilo con sabor a buri, banda y tamborita, apoyada por el acompañamiento de los tríos Los Cruceños y Los Cambitas.

Como se lee en la presentación de uno de sus discos, la cantante traducía “con delicadeza y sentimiento inigualados las emociones, las inquietudes y las ternezas del pueblo oriental” como “la más feliz intérprete del alma cruceña”. Fue intérprete e inspiración de muchos poetas, no sólo por la belleza de su voz, “profunda y llena de matices”, como escribió el periodista y escritor Germán Araúz Crespo, sino también por la “carga expresiva muy personal” de sus interpretaciones. 

En palabras de Otero Reiche, era la serenata con nombre de Gladys Moreno. Hubo quien la comparó con la francesa Edith Piaf y la peruana Chabuca Granda. No la ayudó el aislamiento de la Bolivia de entonces y le faltó la  promoción que requiere todo artista para trascender. Tuvo que navegar sola y abrirse paso a golpe de voz. 

“La vida del músico en los años 50 y 60 era como hoy nomás: andábamos todos ‘yescas’.  Yo no conozco un artista rico en Bolivia, no conozco. Yo lo único que tengo de valor de esos años son mis condecoraciones”, declaró en una de sus últimas entrevistas de prensa. “Yo me estoy muriendo pobre”, agregó, al recordar que nunca recibió las regalías que le correspondían de parte de las discográficas, pese a que vendió miles de placas. 

Casada con Alfredo Tomelic, tuvo una sola hija, Ana Carola. Fue declarada Embajadora de la Canción Boliviana por el presidente Víctor Paz Estenssoro, en 1962, y condecorada con el Cóndor de  los Andes por Lydia Gueiler, en 1980. Actuó por última vez en 1987, junto con la folklorista Zulma Yugar, en el Chaplin Show de Cochabamba.

“Dejé el canto porque me enfermé, de tanto sufrir. Para mí era un sufrimiento cantar porque me metía tanto, pero tanto en el canto, que me olvidaba hasta de mi persona, yo pensaba que estaba volando y solamente sentía mi voz en el infinito. Cuando volvía y terminaba de cantar, estaba completamente agotada, tanta era mi concentración”, le confesó a Beatriz Rossells, autora de la más completa biografía de la cantante (Gladys Moreno: La canción enamorada). 

Falleció el 3 de febrero de 2005, hace 15 años, víctima de un infarto, tras haberse reunido ese día con su grupo de oración y haber departido con sus amigas en un te rummy. “Quería morir sin dar qué hacer y así fue”, declaró a la prensa su esposo, Alfredo Tomelic.

Se sentía feliz –y así lo decía– de haber unido a cambas y collas con su voz. Agradecía a la vida por lo mucho que le dio y a Dios por el don de la canción. “Quiero que mi música y mi voz queden grabadas en todos los corazones de mi patria. Nunca me olviden. Nunca”, es el deseo que recogieron Luis H. Antezana y Marcelo Paz Soldán en el libro multimedia La pascana de Gladys Moreno, editado por el Centro de Estudios Superiores Universitarios, de la Universidad Mayor de San Simón. Y así la recuerda Bolivia.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 19 de junio de 2020

La globalización de la mentira

Las desgracias, como reza el dicho popular, nunca llegan solas. La pandemia del coronavirus, que ha paralizado al mundo, ha dado paso a otro mal, cuyo virus se esparce con la misma velocidad, si no mayor, que la misma pandemia, un mal que la Organización Mundial de la Salud bautizó inicialmente como “infodemia” y definió como  la sobreabundancia de información, rigurosa o falsa, sobre el Covid-19.

Meses después precisó el término y habló de “desinfomedia” para diferenciar las noticias falsas o malintencionadas sobre la pandemia de la simple sobrecarga de información sobre el tema, la “infomedia”. En otras palabras, la “desinfomedia” es el contagio viral de las “fake news” relacionadas con la crisis sanitaria. 

La pandemia y la “desinfodemia” se han unido en una tormenta perfecta en el marco de la excepcionalidad que ha impuesto el coronavirus, a raíz de los estragos que está causando en la salud y la economía de la humanidad. Lo peor de todo es que todavía no hay una vacuna, ni para el Covid-19 ni para las “fake news”.

Los medios de comunicación hacen grandes esfuerzos para neutralizar la proliferación de los mensajes falsos, viralizados en las redes sociales, con información verídica e investigación exhaustiva, en una carrera dramática, marcada por el aumento vertiginoso  de los contagios y las víctimas del contagio.  

Según un estudio reciente, uno de cada cinco casos de manipulación rastreados desde 2015 en Europa  guarda relación con el Covid-19. El  Instituto Reuters de Oxford  observó a su vez que el 88% de las afirmaciones falsas o engañosas sobre el coronavirus fueron propagadas por las redes sociales y sólo el 9% por la televisión y otros medios de comunicación convencionales.

Se sabe que las informaciones falsas se difunden más rápido y más ampliamente que las verdaderas. Y se sabe también que este fenómeno crece significativamente en momentos de crisis. Hemos visto, por ejemplo, cómo proliferan e influyen en los procesos electorales, al punto de cambiar la balanza a favor de una u otra opción.

Este fenómeno encuentra un campo abonado en el miedo y la ignorancia de las sociedades. Cuanto más desconocido es el problema que enfrentamos, cuanto menos sabemos de él, es mayor el temor que nos infunde. Es el caso de la pandemia. Las “fake news” se expanden como un virus,  impulsadas por el pánico y porque la ciencia no tiene las respuestas que busca la gente para conjurarlo. 

Desde la aparición del brote en Wuhan, en China, hemos sido testigos de oleadas de “fake news”; desde las falsas teorías sobre el origen del virus, hasta la infinidad de falsas recetas para la cura y el tratamiento del mal, sin olvidar las típicas teorías de la conspiración que suelen acompañar a este tipo de sucesos y que terminan por imponerse  en la creencia popular.  Y no siempre son inofensivas, pese a que son desmentidas más temprano que tarde por la realidad, sino que son peligrosas por sus consecuencias inmediatas, porque muchos de los productos ofrecidos como remedios milagrosos para prevenir o curar la enfermedad suelen ser dañinos para la salud.

Pero no es únicamente el pánico, una característica muy humana, ni la ausencia de respuestas de la ciencia, lo que alimenta este fenómeno. Hay también, como se ha detectado, un factor político. La utilización del miedo como arma de confrontación partidista. Los populismos de toda laya han visto en la pandemia la oportunidad para imponer sus propias agendas, en una actitud que linda con lo criminal porque atenta contra la salud pública.

¿No lo hemos visto con Donald Trump y Jair Bolsonaro? ¿Y no lo estamos viendo en Bolivia? Evo Morales no sólo ha alentado las teorías de la conspiración más descabelladas, como sostener que la pandemia es resultado de la “planificación” por parte de Estados Unidos y las multinacionales para imponer “la reducción de la población innecesaria, los abuelos”, sino que ha buscado fomentar la alarma y la desobediencia social al afirmar sin prueba alguna que “se ve como si estuvieran sembrando coronavirus en el trópico”.

Tampoco ha hecho nada, ni él  ni su vicario en Bolivia, para desmentir la desinformación que circula entre las bases de su partido, propaladas por sus radios afines, como la que ha provocado las agresiones al personal médico o más recientemente la quema de tres antenas de telecomunicaciones.

De las recetas milagrosas hemos pasado a las campañas políticas. La “desinfodemia” está atacando a las democracias con una virulencia alarmante. Y, lamentablemente, como alguien ha dicho, será más fácil que se aplane la curva de la pandemia que la de las “fake news”. 

 La periodista brasileña Cristina Tardáguila, directora de la  Red Internacional de Verificación de Datos, afirmó que “estamos ante una globalización de la mentira”, porque “las fake news no tienen bandera. Ni idioma. Ni siquiera ideología definida”. Es cierto, pero en el caso de Bolivia, sí tienen color político definido. Y lo sabemos.

Página Siete – 18 de junio de 2020

La vieja anormalidad

La normalidad es un concepto relativo. La Academia de la Lengua la define como la “cualidad o condición de normal”, de lo “habitual  u  ordinario”, pero, como dijo Morticia, la heroína de la Familia Addams, muy citada estos días, “la normalidad es una ilusión”, porque “lo que es normal para la araña, es un caos para la mosca”. Dicho de otro modo, si preferimos la opinión de un académico, la del director de la Fundación del Español Urgente (Fundéu), Javier Lascuráin, “lo que antes era anómalo, hoy es normal”. O viceversa.

Pasado el primer susto de la pandemia del coronavirus, más no el control del contagio, y ante el pavor que provoca la inminente crisis económica, los gobiernos de todo el mundo han empezado la “desescalada” de los estados de alarma, traducidos en diversos grados de cuarentena, para acceder a lo que se ha dado en llamar la “nueva normalidad”, una expresión de moda que vendría a significar -para citar nuevamente a Lascuráin- “una normalidad diferente a la que conocíamos” o “una situación en la que lo habitual u ordinario no será lo mismo que en la situación previa”.

La pandemia ha puesto al mundo de cabeza y no son pocos los autores que hablan de una nueva era, de un antes y un después, que dará paso no sólo a nuevos hábitos de conducta, sino a cambios radicales en las agendas y paradigmas que han guiado nuestros pasos desde el siglo pasado. 

Así lo pronostican grandes pensadores, como el israelí Yuval Noah Harari y el surcoreano Byung-Chul Han. Otros, más amigos de la filosofía popular, recuerdan una vieja canción de Silvio Rodríguez, cuya letra refleja, a su juicio, esa idea/esperanza que ronda por el mundo: “La era está pariendo un corazón,/ no puede más, se muere de dolor/ y hay que acudir corriendo/ pues se cae el porvenir”.

Pero, como ocurre con la misma pandemia, los síntomas de esa “nueva normalidad” que asoma en el horizonte, como sacada con fórceps,  no presagian los cambios anhelados, sino el retorno a la “vieja anormalidad” que  nos ha conducido a vivir la tragedia que estamos viviendo.  Parecería, como dijo Gramsci, que “lo nuevo no acaba de nacer y lo viejo no termina de morir”.

Recordé la frase a propósito de esas dos poderosas imágenes que nos han llegado estos días a través de los medios de comunicación: el lanzamiento de la primera misión tripulada privada desde Cabo Cañaveral a la Estación Espacial Internacional, como punto de partida de una nueva era espacial, y el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de un policía blanco en Minneapolis, con su secuela de violencia, que demuestra que el racismo es una de las pandemias que la modernidad y el progreso no han logrado erradicar.

Fue el propio Donald Trump quien nos mostró las dos caras de la misma medalla, de lo nuevo que esperamos y lo viejo que arrastramos. “Puede que aquí haya una oportunidad para América de hacer quizás una pausa, y mirar arriba y ver un brillante, resplandeciente momento de esperanza sobre cómo se ve el futuro, y que Estados Unidos puede hacer cosas extraordinarias incluso en tiempos difíciles”, dijo durante el lanzamiento del SpaceX. 

Poco después escuchamos al mismo Trump calificar de “terroristas”, “anarquistas profesionales”, “hordas violentas” y “escoria” a los manifestantes que exigen justicia, ignorando que las manifestaciones son la consecuencia y no el origen del problema; el síntoma, no el virus. Y le escuchamos llamarse a sí mismo “el presidente de la ley y el orden”, en un discurso más propio de un dictador del siglo pasado que de un estadista de una gran potencia. 

Si el racismo fue la chispa, el autoritarismo amenaza con incendiar la pradera. Para volver a la cita de Gramsci, en los “clarosocuros” de lo viejo que no termina de morir y lo nuevo que no acaba de nacer, “surgen los monstruos”, como demuestran las viejas “anormalidades” de la historia.

No es el único ejemplo. Un repaso de las noticias de las últimas semanas muestra un cierto empeño en proclamar que aquí no pasó nada. Y no es necesario salir del ámbito local para detectar las viejas lacras. El drama del coronavirus no parece haber disuadido a nadie a cambiar los hábitos y costumbres que tanto daño han hecho a la sociedad. Y no me refiero a la corrupción o la obscena lucha por el poder por encima de la aflicción general, más persistentes que el mismísimo Covid-19, sino a conductas que vulneran principios elementales, como el de la solidaridad, anulado por el egoísmo del sálvese quien pueda.

Para muchos, la “nueva normalidad” no es una oportunidad para el cambio, sino para la restauración del estado de cosas previo a la pandemia. Según la escritora australiana M. L. Stedman (La luz entre los océanos), “olvidar es la única forma de volver a la normalidad”. Entonces, si es así, el mejor antídoto contra la “anormalidad” del pasado es la memoria, recordar los errores que malograron el presente para no comprometer el futuro.

Página Siete – 4 de junio de 2020