La serenata amorosa de Gladys Moreno

Raúl Otero Reiche se refirió a su canto como el milagro de “la sonrisa y la fuga de luciérnagas en el bosque de esmeralda”, la “cántiga amorosa” de la serenata que sube al balcón “por las escalas de la luna”; Eduardo Mitre, en cambio, la evocó en la nostálgica distancia como “la voz de un sueño”. Gladys Moreno, ícono del pentagrama boliviano, sedujo a poetas y embrujó a generaciones con su arte.

Nació en Santa Cruz de la Sierra el 28 de noviembre de 1933. Acunada en el buen gusto por las artes, perteneció a ese linaje provinciano de antaño que se educaba en la biblioteca familiar y desarrollaba sus aptitudes musicales en el piano de los abuelos. Era descendiente del historiador, bibliógrafo y crítico literario Gabriel René Moreno y nieta del director de la Filarmónica del Beni, Zacarías Cuellar.

Su biógrafa Beatriz Rossells la describe como una mujer de “figura muy esbelta, talle de palmera, cara alargada y fina, belleza nada convencional, nariz larga, boca sensual, mirada penetrante un tanto huraña, mezcla de Anouk Aimée y Capucine”. Para el escritor e historiador  Porfirio Díaz Machicao, era “un colibrí de rosedal que el cóndor mira desde la altura”, una artista de “trino cálido y encanto camba para el oído kolla”.

Vivía la música, como le confesó a Rossells, con el “corazón estrujado”, tal como reflejaba el tono doliente y desgarrado de sus polcas y valses. De tanto “meterse” en su canto, según le dijo a su biógrafa, sentía que volaba y que su voz viajaba hasta el infinito. Y así lo creían también sus miles de admiradores. Como opinó un comentarista de la época, la artista expresaba en cada nota “su propia ternura, su propio dolor y su propia felicidad”. Y la ternura, el dolor y la felicidad de los demás.

Hija de un militar cruceño, el coronel Rómulo Moreno Suárez, y de Hortensia Cuellar Rivera, oriunda de Santa Ana de Yacuma, Beni, heredó la vena musical de su abuelo y de su propia madre, quien tocaba varios instrumentos y era aficionada al canto. Vivió desde su infancia entre Santa Cruz y La Paz a causa de la profesión de su padre. Estudió en los colegios Alemán e Inglés Católico de la sede del gobierno.

Se sintió atraída por la música desde su niñez. Tarareaba las chobenas que le escuchaba cantar a su madre y permanecía durante horas pegada a la radio, atenta a las canciones en boga, al punto de aprender de memoria sus letras y tonadas para después cantarlas en las fiestas familiares. Era la época en que la radiodifusión boliviana cobraba auge al compás de Radio Illimani. A través de sus ondas escuchó a un dúo folklórico, Las Kantutas, que interpretaba bailecitos, cuecas, taquiraris y carnavalitos con el acompañamiento de Jorge Luna y Gilberto Rojas. “Quiero ser como ellas”, le había dicho a su madre. 

En La Paz se incorporó al coro del Colegio Alemán, donde recibió la única y elemental enseñanza musical de su vida. Nunca pensó en el canto como profesión. De hecho, estudió secretariado, como muchas jovencitas de su tiempo, y trabajó como maestra de kínder. Del salón familiar y las fiestas de beneficencia, en las que también solía actuar, saltó a una emisora local, Radio Electra, que le dio su primera oportunidad. Tenía entonces 15 años. 

Pero fue el sello Méndez, la empresa que inauguró el negocio discográfico en Bolivia, el que le abrió las puertas en 1948 para que grabara sus primeras canciones, un disco de vinilo de 78 revoluciones por minuto (RPM), con solo dos temas, uno por lado, Para decir que te quiero y Vida de mi vida. Lo hizo a invitación de Gastón Méndez y Lola Sierra de Méndez, quienes llegarían a tener una influencia decisiva en su carrera artística. 

Si Méndez le abrió las puertas, La Pascana, el tradicional salón cruceño ubicado en una esquina de la plaza principal de Santa Cruz, la lanzó a la popularidad. Allí cantó los fines de semana durante varios años, tantos que su nombre quedó indisolublemente ligado a ese escenario.

Poco a poco llegaron los éxitos. Invitada por una empresa brasileña, grabó dos discos para la RCA, en 1958 y 1959, en una época en que ningún artista boliviano había cruzado las fronteras. Cantó en el Manhattan Center de Nueva York, en 1976, y compartió escenario con Raúl Shaw Moreno, integrante del famoso trío mexicano Los Panchos, probablemente el cantante romántico boliviano más conocido a nivel internacional, autor del bolero Cuando tú me quieras.

Durante su carrera de más de 30 años, con varias interrupciones motivadas por las prioridades familiares, grabó nueve discos de larga duración, con un repertorio de gran versatilidad, que incluía  taquiraris, cuecas, carnavalitos, polcas y valses de los grandes poetas y letristas del folklore nacional, como Simeón Roncal, Gilberto Rojas, Raúl Otero, Roger Becerra, Ambrosio García, Nilo Soruco, Pedro Shimose, Percy Ávila, José Ferrufino, Nicolás Menacho y Lola Sierra de Méndez, entre otros.

Aunque ya había actuado en las radios Altiplano y Nueva América de La Paz, tuvo un gran debut ante el público paceño en el Club Sahara del Hotel Copacabana, en El Prado, en un show que reunió a un selecto grupo de poetas, periodistas, pintores e intelectuales. Pedro Shimose, autor de uno de los grandes éxitos de la artista, Sombrero de Saó, quien asistió a la velada, dijo que su voz “electrizó” al público. 

Como escribió Rossells, “tenía unos registros que establecían una especie de cables de alta tensión entre los ojos, los oídos, la mente, el corazón y el cuerpo de los oyentes y el canto y la presencia de la artista”. Sus interpretaciones, sin importar el género, tenían un profundo tono romántico, producto de un sentimiento que parecía brotar de su propia vivencia, porque, como ella misma decía, no cantaba nada que no la conmoviera.

Según Díaz Machicao, citado por Rossells, su canto, “pleno de matices aterciopelados, ronco y embriagador”, se acomodaba “a toda nostalgia”, sin apartarse de la “volcánica pasión que conmueve y seduce” de la música oriental. Nadie reflejó mejor que ella el desgarro del desamor, la añoranza del amor perdido, el dolor por la querencia traicionada y el tormento de la pasión comprometida. “Tu voz y tus palabras”, le dijo el poeta Eduardo Mitre, “no se separan en el silencio”. 

Era la fiel intérprete de las “cántigas” de los trovadores y juglares de su tiempo, la personificación –como la define su biógrafa– de la “canción enamorada”. Y así se muestra en Perdóname, el vals de Roger Becerra.

Perdona que te quiera

Así como te quiero

Yo no creo que exista, amor como mi amor

Y si en el mundo alguien quiere como te quiero

Estará sufriendo mucho como estoy sufriendo yo.

No puedo remediarlo y mas y mas te quiero

Y estando convencida de tu sincero amor

Aún no he conseguido sabiéndome tu dueña

Poder hallar la calma para mi corazón.

Para el filólogo y crítico literario Luis H. Antezana, las interpretaciones de Gladys Moreno “diseñan mundos, despiertan tensiones, recuerdan caricias, cometen errores, arman tradiciones, despiertan horizontes”, que sin ese valor agregado, “su canto podría nomás perderse en el cúmulo de  los que cantan… sin cantar, sin permanecer en la memoria y discernimiento colectivos”.  Es el sello que  impone a su versión de Ojos negros,  la polca de A. Pinker y J.R. Moreno Kreider.

Nunca tuve yo un querer,

como el que siento por ti.

Sólo sé mi dulce amor,

que los ojos que yo vi, 

me enloquecen sin piedad.

Ojos negros que al mirar,

me despiertan la pasión

y me dan felicidad.

Siempre vida te amaré, 

con todo mi corazón.

Cada día más te querré,

por tus ojos de carbón

embrujada me quedé.

La artista no tenía géneros favoritos, aunque parecía sentirse más cómoda con los boleros, los valses y las polcas por las posibilidades dramáticas de su poesía, pero similar talento desplegaba en la interpretación de un taquirari, como en Quise darte, de Roger Becerra y Ambrosio García, en el que la alegría del ritmo no le impide transmitir el dolor de la ruptura amorosa.

Truncó la vida mis sueños

de realizar la ambición de tener, 

tu amor vigente y risueño, 

con su ternura de beso y de ayer.

Se fue la estrella escondida, 

que yo llevaba en mi fuego interior.

Quedó tan solo la herida en el rubor de mi loca ilusión.

Ahora el amor se acabó, 

y sin querer te perdí, llevando adentro el penar,

de lo que fuiste y no fui.

La cantante solía recordar su niñez en la hacienda Patujú, propiedad de su tío Germán Moreno Suárez, ubicada en la campiña de Montero, cuya belleza natural influyó decisivamente en la formación de su personalidad infantil, dotándola de una sensibilidad que le permitiría, años después, transmitir lo que un diario cruceño describió como “el extraño embrujo de la tierra amada” y  la “cálida y lujuriante belleza oriental”. 

Ambiente y sentimiento que ella reflejaba en cada una de sus interpretaciones folklóricas, como en los taquiraris Lunita camba, Alborada, El trasnochador, Sombrero de Sao y El carretero,  los valses Alma Cruceña y Misterios del Corazón, los carnavalitos Viva Santa Cruz y Soledad,  o la cueca Sed de Amor, ritmos y letras en los que impuso su impronta personal, un estilo con sabor a buri, banda y tamborita, apoyada por el acompañamiento de los tríos Los Cruceños y Los Cambitas.

Como se lee en la presentación de uno de sus discos, la cantante traducía “con delicadeza y sentimiento inigualados las emociones, las inquietudes y las ternezas del pueblo oriental” como “la más feliz intérprete del alma cruceña”. Fue intérprete e inspiración de muchos poetas, no sólo por la belleza de su voz, “profunda y llena de matices”, como escribió el periodista y escritor Germán Araúz Crespo, sino también por la “carga expresiva muy personal” de sus interpretaciones. 

En palabras de Otero Reiche, era la serenata con nombre de Gladys Moreno. Hubo quien la comparó con la francesa Edith Piaf y la peruana Chabuca Granda. No la ayudó el aislamiento de la Bolivia de entonces y le faltó la  promoción que requiere todo artista para trascender. Tuvo que navegar sola y abrirse paso a golpe de voz. 

“La vida del músico en los años 50 y 60 era como hoy nomás: andábamos todos ‘yescas’.  Yo no conozco un artista rico en Bolivia, no conozco. Yo lo único que tengo de valor de esos años son mis condecoraciones”, declaró en una de sus últimas entrevistas de prensa. “Yo me estoy muriendo pobre”, agregó, al recordar que nunca recibió las regalías que le correspondían de parte de las discográficas, pese a que vendió miles de placas. 

Casada con Alfredo Tomelic, tuvo una sola hija, Ana Carola. Fue declarada Embajadora de la Canción Boliviana por el presidente Víctor Paz Estenssoro, en 1962, y condecorada con el Cóndor de  los Andes por Lydia Gueiler, en 1980. Actuó por última vez en 1987, junto con la folklorista Zulma Yugar, en el Chaplin Show de Cochabamba.

“Dejé el canto porque me enfermé, de tanto sufrir. Para mí era un sufrimiento cantar porque me metía tanto, pero tanto en el canto, que me olvidaba hasta de mi persona, yo pensaba que estaba volando y solamente sentía mi voz en el infinito. Cuando volvía y terminaba de cantar, estaba completamente agotada, tanta era mi concentración”, le confesó a Beatriz Rossells, autora de la más completa biografía de la cantante (Gladys Moreno: La canción enamorada). 

Falleció el 3 de febrero de 2005, hace 15 años, víctima de un infarto, tras haberse reunido ese día con su grupo de oración y haber departido con sus amigas en un te rummy. “Quería morir sin dar qué hacer y así fue”, declaró a la prensa su esposo, Alfredo Tomelic.

Se sentía feliz –y así lo decía– de haber unido a cambas y collas con su voz. Agradecía a la vida por lo mucho que le dio y a Dios por el don de la canción. “Quiero que mi música y mi voz queden grabadas en todos los corazones de mi patria. Nunca me olviden. Nunca”, es el deseo que recogieron Luis H. Antezana y Marcelo Paz Soldán en el libro multimedia La pascana de Gladys Moreno, editado por el Centro de Estudios Superiores Universitarios, de la Universidad Mayor de San Simón. Y así la recuerda Bolivia.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 19 de junio de 2020

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