Carlos D. Mesa Gisbert
Un libro de semblanzas, aunque su título sea inteligente y sugestivo, puede ser una trampa, la de los fragmentos deshilvanados, la de pedazos inconclusos e insuficientes, la de lo efímero, una recopilación que interesa hoy y será olvido mañana.
Juan Carlos Salazar del Barrio, Gato a efectos de su verdadera y única identificación, la que le han dado sus ojos únicos y escrutadores, asume el reto. Sabía de su vida porque como periodista que soy, escuché de él como referencia del buen hacer en los tiempos duros del trabajo que en Bolivia estuvo a salto de mata entre la “dictablanda” (como él prefiere calificar al gobierno democrático de René Barrientos) y la dictadura (ésta sí con todas sus letras) de Hugo Banzer.
El Gato es parte de una generación de periodistas bolivianos de leyenda, entre los que se cuentan José Luis Alcázar, Ted Córdova, Humberto Vacaflor o Ana María Campero y es discípulo (¿preferido?) de ese maestro que se llama José Gramunt de Moragas (monárquico y más español que catalán, pero boliviano de vida). Le tocó como a tantos otros dejar, obligado, su tierra y hacerse fuera. En varios y exigentes destinos demostró de lo que era capaz en una profesión más que competitiva.
Recién lo conocí de veras cuando se hizo cargo de la dirección valiente y comprometida de Página Siete, una voz que desafió el intento imposible del monólogo gubernamental del Presidente Morales basado en la hipótesis conocida y desgastada de la “hegemonía imprescindible para el cambio”. Gato llevaba entonces en la espalda, literalmente, una vida entera dedicada al periodismo, el de la redacción, la corresponsalía, la investigación, pero sobre todo aquel que recoge directamente los hechos, con un acontecimiento como emblema, la cobertura de la presencia de un mito viviente en el país, el Che y su guerrilla.
Estas páginas, contra lo que supuse, se acercan a la totalización de un tiempo extraordinario, el que cubre la década más intensa del siglo XX (guerras aparte), la de los años sesenta y a partir de allí el intenso y turbulento periodo que culminó con la reconquista de la democracia en los albores de los años ochenta. Aunque algunas de las figuras escogidas nos traen hasta los días que corren.
Cuando el Gato me dio los originales del libro y lo ojeé someramente, me pregunté si tenía sentido mezclar figuras bolivianas con otras internacionales y si esa mezcla no le haría un flaco favor a la coherencia de los protagonistas escogidos. Pero nuestro autor es un “toro corrido en muchas plazas”. Juan Rulfo, Manuel Leguineche, Gregorio Selser, César Menotti (quizás menos), Juan Pablo II, Gabo y Fidel Castro (¡cómo no!), tienen mucho que ver con las dos puntas de este texto su –si se me permiten las expresiones– bolivianidad y latinoamericanidad que, bien vistas, son una y la misma.
¿Estilo?, es allí donde el autor combina la calidad narrativa, los hechos, el perfil humano de los personajes y la historia intensa que fluye detrás. El libro es un trasiego que hipnotiza de los momentos intensos y alucinantes de nuestro pasado a partir del pincel, no sólo de las pinceladas. Así, rompiendo moldes, Gato prescinde de las simetrías y las proporciones “justas” de cada texto, del orden “natural” de la cronología.
Cada personaje es un mundo diferente, a cada uno le corresponde una aproximación, una extensión, unas impresiones que pueden marcar mejor la naturaleza íntima del retratado. No hay reglas porque además las miradas son distintas ya que fueron escritas en diferentes momentos y contextos.
Gato demuestra una vez más en estas páginas el gran parentesco y vinculación entre periodismo y literatura. La idea de los escritos a vuelapluma más próximos al periodismo, o la profundidad y la exigencia de “calidad” entendida como manejo de la lengua, la imagen y la metáfora, se van diluyendo ante la conciencia plena del autor de que atrapar al lector es un imperativo. Por momentos algunas semblanzas tienen un “lead”, aquel clásico principio de que las tres primeras líneas definen el éxito o el fracaso de un reportaje. Podríamos añadir que los subtítulos debajo de cada nombre cumplen también esa tarea. Y, por supuesto, está la inocultable proximidad emocional, aquella que marca la cercanía entrañable del conocimiento y de la amistad que les da a varios de los perfiles un toque de intensidad interior.
“La comida como la pintura entra por los ojos”, Enrique Arnal. “Era un hombre que se parecía a sí mismo”, Rulfo. “No se van a atrever”, Marcelo Quiroga Santa Cruz. “El periodismo está acabado”, Leguineche (quizás no le faltaba razón al decirlo). “Le pedía (a Dios) que lo liberara del cáliz que estaba acabando con su vida”, José María Bakovic. “Su muerte preanunciada al estilo del cine de Sam Peckinpah”, Luis Espinal…
Hay textos en los que el Gato se entusiasma y se extiende, nos cuenta apasionado la historia de un libertario como Líber Forti y la ética de un anarquista; la de ese curioso espía que llegó del frío que era el Chino Sánchez y la odisea de la expulsión de Klaus Barbie; el surrealismo hecho vida del Canalla Montesinos, el periodista y su desopilante “libro Blanco de Lidia Gueiler”; el papel higiénico convertido en modelo de derecho por Reynaldo Peters; la mirada azorada de la entrañable Loyola Guzmán en su encuentro con el Che; el volcán incontenible llamado Filemón Escobar, hombre comprometido con su tierra hasta el dolor…
Retazos perfectamente escogidos y narrados que construyen nuestra vida colectiva. Líneas apasionantes y entretenidas, y aquí la palabra no tiene –como no puede tener– ninguna sinonimia con superficialidad. Quien es capaz de atrapar al lector y entretenerlo, logra lo que cualquier escritor debe lograr: cautivar.
En estas páginas compruebo además del periodista de pura raza el talento para reflejar una parte de lo que fuimos en varios de quienes tuvieron o tienen vidas dignas de ser contadas… y en este caso muy bien contadas.
(Prólogo al libro Semejanzas)
Página Siete – 3 de junio de 2018