“La guerrilla que contamos”

Luis González Quintanilla

Para los periodistas bolivianos de la época, cuando el Che Guevara decidió implantar  su guerrilla en nuestras montañas del sudeste, se nos abrieron los caminos del gran mundo informativo.  

Personalmente a mí me tocó participar en el  libro The great rebel, de mi padre, Luis J. González y de Gustavo Sánchez. Fue una de las primeras obras que tuvo una difusión internacional muy meritoria. Se publicó en una docena de idiomas, por las editoriales  Grove Press, norteamericana, la del francés Françoise  Maspero y la del italiano Giangiacomo Feltrinelli, las mismas que imprimirían el famoso diario del Che, más adelante.   

Hoy, medio siglo más tarde, el personaje sigue inspirando nuevos libros de periodistas y escritores sobre su aventura boliviana. La leyenda y el mito son de interés ilimitado.

Los autores

Bajo el mismo título de este artículo, tres excepcionales periodistas, Juan Carlos Salazar, José Luis Alcázar y Humberto Vacaflor han publicado un texto -en una cuidada edición de Plural- que nos retrotrae a esos días, cuando eran bisoños reporteros. Ahora los recuerdan desde una mirada singular: como protagonistas  de “la historia íntima de una cobertura emblemática” y en la cual  los intérpretes principales de siempre, es decir, guerrilleros, militares y  políticos, son casi actores secundarios.  

Después,  en 1971, cuando llegó el tiempo de la secante dictadura y el pensamiento único, los tres autores, como muchos otros periodistas que formamos parte de esa generación,  sufrieron la pena del exilio. En él, a pesar de las desventajas, recibieron su certificado internacional de periodistas excepcionales, brillando en los diferentes medios que los habían acogido. Salazar en la alemana DPA,  Alcázar en la italiana Inter Press Service. Y  Vacaflor, recorriendo cada día la mítica calle Fleet Street de Londres, sede  del mejor periodismo del mundo,  editando la acreditada Latinoamerican News Letters.

Salazar

El libro que comentamos es un texto único. Tan sugestivo como de inclasificable género.  No es una autobiografía ni una  investigación histórica; no es sólo  una crónica  y tampoco una  novela; ni una colección  de semblanzas y anécdotas. Es todo eso y mucho más. Un libro que se lee sin tomar aliento. Como una novela de suspenso. Porque, además,  va implantado en una prosa musculosa, ágil y directa. 

La obra  lleva el sello personalizado de cada uno de sus autores. 

Juan Carlos Salazar, el Gato, plasma su libro en crónicas que hacen revivir lo que fue Camiri por aquellos días, cuando se convirtió en la sede de esas enormes noticias: la aparición, la caída y la muerte  del Che.

 El título de su primera parte es muy decidor: “Entre guerrilleros escurridizos, censores militares y bellas camireñas”. 

Son crónicas de maestría excepcional, en las que retrata ese pueblo donde descubrió, por ejemplo,  a un  “camisa negra” de Mussolini, que huía de los aliados y los partisanos “buscando el fin del mundo”.  Reconvertido en gastrónomo, el viejo fascista era el que mejor conocía la geografía del lugar. Contrariamente a los combatientes guerrilleros, que siempre anduvieron perdidos en la selva. 

Aprovecha para su invalorable cobertura  el descubrimiento de otro hecho: que las jóvenes camireñas tenían una innata vocación de Mata Haris. Se convirtieron en fuente importante de noticias para el avispado periodista, pues le permitían enterarse, a éste, de las jactancias de algunos enamoradizos militares sobre su andadura bélica.

Alcázar

El artículo de José Luis Alcázar tiene una primera parte analítica.  A  través de un repaso profundo de sus entrevistas de entonces, de conversaciones con expertos militares, de la lectura a los diarios de guerrilleros y militares, de  una severa investigación de hemeroteca, y del material inédito que hay sobre la temática, llegó a la conclusión de que la guerrilla no tenía nada que ver con Bolivia y los bolivianos. El autor no hace juicios de valor, pero su información nos lleva a la conclusión  de que Bolivia  fue elegida para ser un campo de entrenamiento para el grupo armado.

Su jefe, el Che, tenía la obsesión de hacer la verdadera guerra en la Argentina. 

El texto destaca también los errores estratégicos y tácticos que llevaron el  proyecto al desastre.

Como la confirmación de Ñacahuasu, una verdadera ratonera,  como el centro del movimiento guerrillero; el primer entrenamiento que duró el doble del tiempo previsto, produciendo la separación de la columna en dos partes que nunca se volvieron a encontrar; la elección de sus lugartenientes; su obsesión de guardar documentos,  fotografías y escribir diarios,  y un largo etcétera. 

Alcázar estuvo en dos combates, enfundado en un uniforme camuflado como corresponsal de guerra  -lo que le llevó, según desvela su amigo Vacaflor, a pensar más de una vez de cambiarse de trinchera,  a la de los insurrectos-. 

A través de la cercana y ágil narración el lector es transportado a los ruidos de  las balaceras, al olor a pólvora y a sangre, a los gritos estremecedores  de los heridos, al levantamiento de los cadáveres…

Vacaflor

Humberto Vacaflor comienza su parte con el estilete de su soberbia  ironía. “El Che en la ínsula Barataria”, es el metafórico título general.  

 Y es la historia de un pobre Sancho a quien lo empujó al pozo el humor de  un duque caribeño.

Explica que la ínsula no estaba preparada para recibir a Sancho porque el duque no había hecho su parte. Quizá sólo fue elegida porque su ejército era tan  veloz para tomar el Palacio Quemado,  como para huir ante invasores extranjeros, según se desprende de su historia.

La cosa comenzó con una parodia y terminó en un drama trágico.  Y como el Cid –sostiene Vacaflor-  el pobre Sancho sigue acometiendo batallas después de muerto. Sin embargo, medio siglo más tarde,  el mensaje de Sancho se ha convertido en una farsa abyecta.

En las páginas siguientes Vacaflor  enerva su ironía perturbadora. Cuenta sus vivencias y  describe con su habitual agudeza la tramoya de ese teatro que fue Camiri.

He aquí unas líneas destacables sobre la censura en la “zona militar”. El coronel Echeverría fue elegido como censor, quizá por la feroz antipatía que sentía hacia los periodistas. Al principio hizo su labor a conciencia, pero con la llegada de más corresponsales, el diligente censor se agotó y sus obligaciones decayeron dramáticamente.  “Es la primera vez en el mundo -concluye Vacaflor- que la libertad de prensa se salvó por la extenuación intelectual del censor”. 

Tenemos al alcance, pues, un libro imperdible sobre aquellos años del Che que conmovieron a Bolivia y el mundo.

Página Siete – 3 de septiembre de 2017

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