“La guerrilla que contamos”: La historia en el momento mismo de su desarrollo

Fernando Salazar Paredes

Para empezar debo señalar que presentar un libro, no es cosa fácil. Es más bien, espinoso porque, primero, uno tiene la obligación de leer el libro, en un país donde hace falta leer libros, aunque algunos se jacten de tener miles de ellos y otros solo leen las arrugas de sus abuelos.

Segundo, uno tiene que medir sus palabras para no disgustar ni a los autores, que tanto se han afanado en producir el libro, ni defraudar a la audiencia que, seguramente, está esperando un breve resumen que los incite a comprarlo.

Finalmente, en tratándose de un libro escrito por colegas, amigos y coetáneos, la cosa se puede tornar comprometedora al haber sido parte de una misma generación de periodistas que hemos experimentado aventuras y desventuras profesionales y, en algunos casos, hasta personales.

Por el especial cariño que profeso a los autores de este libro acepté correr el riesgo que implica este desafío.

Escribir y publicar un libro en Bolivia es una aventura per sé. Escribir en tándem un testimonio sobre un acontecimiento histórico, implica, para los autores, un especial y delicado esfuerzo de convergencia, complementación y paciencia.

Rescatar tres visiones sobre un mismo tema, después de cincuenta años es, en sí, un reto a la memoria y a la capacidad de remembranza cuando los hechos han discurrido en el tiempo y la madures que otorga una vida vivida, los hacer evocar con un lente tal vez algo diferente.

No obstante, el libro refleja pulcritud y apego a los hechos que se relatan; eso sí, con una mirada más experimentada, se describe todo aquello reportado desde el lugar de los hechos en el albor de una carrera, con entusiasmo juvenil, con pasión profesional y con cierta saludable candidez.

Conozco a José Luis, Juan Carlos y Humberto desde antes de la guerrilla del Che. La lectura de su libro me trajo nostálgicos recuerdos de las redacciones de Presencia y de Hoy, donde ejercimos un periodismo honesto y combativo. Pocos, muy pocos, casi ninguno, habíamos estudiado periodismo, pero abrazamos la carrera con pasión y entrega. Fuimos una generación que abrió surcos para que surjan medios de comunicación respetables y respetados.

Los tres autores, el que habla, junto a  Andrés Soliz Rada, Juan León Cornejo, Oscar Peña Franco y los hermanos Carvajal, entre otros, pertenecemos a esa generación que se fajó para hacer valer el derecho de los periodistas a tener opinión propia, no repetitiva a la de las empresas periodísticas.

Con ese objetivo, estuvimos juntos en ese original experimento que se llamó Prensa Semanario Libre que fue, sin lugar a dudas, el medio de comunicación con mayor tiraje en la historia de Bolivia, pues alcanzó poco mas de 60.000 ejemplares impresos en la rotativa del ex diario La Nación por el Sindicato de Trabajadores de la Prensa de La Paz.

Ahí comprobamos que ser periodista en Bolivia, y escribir con la verdad a cuestas, es enfrentarse a los riesgos de las amenazas en algunos casos, las agresiones en otros y, finalmente, la intolerancia de quienes creen que el manejo de la cosa pública les otorga una impunidad permanente.

Somos pocos los que quedamos. En el camino se fueron muchos, como Juan León Cornejo, mi hermano del alma, Juan Javier Zevallos que contrajo matrimonio en mi casa en Quito, Raúl Rivadeneira Prada, Alfredo Arce Carpio, Oscar Peña Franco, Andrés Solís Rada, Eliodoro Ayllón, mi inseparable compañero en el exilio, Víctor Hugo Sandoval, Ángel Torres Sejas, René Villegas, Daniel Rodríguez, José Baldivia, y muchos otros.

Este libro lo tiene todo. Un contenido y un alcance serio, profundo e interesante. Un prólogo cabal y detallado como suele escribir sus artículos Gonzalo Mendieta Romero, un aventajado alumno mío en la Universidad Mayor de San Andrés. La presentación hecha por Harold Olmos es impecable y retrata fielmente esos tiempos gloriosos del periodismo boliviano a los que los tres autores dieron su invalorable aporte que hoy emerge vigoroso en este texto que presentamos.

En resumen, el libro trata de una historia testimonial del experimento guerrillero liderado por Ernesto Guevara en la Bolivia  de 1967.  Los tres corresponsales son testigos de primer orden de esos ocho meses en que, efectivamente, la guerrilla fue de conocimiento público, pese a que Guevara ya estaba en el país desde Noviembre de 1966.

Desde una perspectiva amplia, es la historia efectiva de una incursión militar irregular foránea al territorio nacional, la misma que fue repelida por sus fuerzas armadas regulares. Constituye, seguramente, la última victoria de las fuerzas armadas bolivianas en una confrontación bélica. De ahí que uno de los autores, José Luis Alcázar, en una crónica que leí en estos días, expresa: “Lo que más me impactó fue, sin duda, cuando fui testigo de muertos y heridos, de miedos, de arrojo, de valentía de esas tropas que acompañé”.

Es un testimonio, que cincuenta años después, desmitifica la figura de un ídolo en la historia política latinoamericana sin acudir al discurso barato de la derecha, sino mas bien con datos, reflexiones y conclusiones contundentes que dan lugar a ese hilo novedoso que, según Vacaflor, es muy difícil encontrar en los aproximadamente ochenta libros que se han escrito sobre la aventura guerrillera del Che en Bolivia.

En la primera parte, Juan Carlos Salazar, con dominio periodístico sin par, nos da el gran contexto de lo que él denomina los maravillosos años sesenta, tanto en el mundo como en Bolivia lo que permite al lector, especialmente al que no está adentrado en la temática, ubicarse en el espacio tiempo histórico. Sitúa también a la profesión de periodista con todas las limitaciones que tenía en ese entonces.

Es interesante la descripción que hace Juan Carlos de varios actores que se desenvolvían desde el momento en que, en una mañana primaveral de Noviembre de 1966, en el hotel Copacabana de La Paz, hábilmente camuflado, Guevara se instala en Bolivia para cumplir su propósito. Políticos, periodistas nacionales y extranjeros, militares, desfilan en esta primera parte para reflejar la tarea periodista cuando las noticias debían transmitirse por telégrafo y las fotos eran enviadas en rollos de película.

Salazar nos recuerda que en ese entonces aun no había, en Bolivia, una escuela de formación de comunicadores sociales o periodistas pero que la cobertura de la guerrilla fue un bautizo de fuego para los periodistas bolivianos enviados al escenario de batalla como corresponsales de guerra.

En una síntesis histórica muy relevante, Juan Carlos termina su parte recordándonos que entre el estallido de guerrilla, en marzo de 1967, y la caída del general Juan José Torres, en agosto de 1971, pasando por lo que él denomina como el culebrón de los despojos del Che, la seguidilla de golpes revolucionarios y contra-revolucionarios y la instalación del “soviet” de la Asamblea Popular, Bolivia fue la meca de un peregrinaje incesante de periodistas, editores y escritores de todo el mundo.

José Luis Alcázar –conocido entre los periodista como Fidias, por su trabajo en la radio Fides y la agencia noticiosa del mismo nombre– le da el contenido medular al libro pues se apropia legítimamente de más de la mitad del texto en un enjundioso análisis y relato de lo que fue, en su verdadera realidad, el experimento guerrillero, aportando importantes datos sobre la limitada capacidad de estrategia militar y combativa del líder guerrillero, las diferencias con sus colegas, sus errores y desaciertos y, sobretodo, su obsesión de establecer un foco guerrillero y combatir en su natal Argentina.

Esta mención sobre la Argentina, que también la hace Salazar, me recuerda el libro del francés Pierre Kalfon “El Che Guevara, una leyenda de nuestro siglo” en la que el autor señala que el guerrillero, se jactó con un reportero en su país manifestando: en Argentina me instalo con veinticinco hombres en las sierras de San Luis y todo el ejercito será incapaz de sacarme de allí”. Esa petulancia, tan propia del Che, pronto se tornaría en desastre.

El objetivo de Ernesto Guevara no era Bolivia, sino Argentina, como se sostiene en este libro.  Ya en 1962, el Che había ideado un plan armado para Argentina que fracasó en Salta en 1964.  En 1967, volvería a intentarlo, esta vez utilizando a Bolivia como una suerte de operación puente. Según los estrategas de La Habana, la columna encabezada por Guevara que debía marchar a la Argentina, dependía del crecimiento y desarrollo de la escuela de guerrilleros en Ñancahuazú.

Si el Che tenía esa obsesión, Alcázar tenía otra: la de entrevistar a Ernesto Guevara, la de realizar la entrevista del siglo. La muerte del guerrillero en La Higuera abortó el sueño largamente acariciado por José Luis. Se tuvo que conformar con ser el periodista que lanzara la primicia que conmovió al mundo: la captura y ejecución del Che Guevara.

Rescato, para terminar esta parte, la sensación que José Luis sintió y que la describió en Presencia el 10 de Octubre de 1967 cuando estuvo frente al cuerpo inerte del guerrillero: “Un cadáver ya frio de quien ardió siempre en fuego interior tratando de plasmar en hechos el ideal político que animó su vida desde su adolescencia. Un ideal equivocado, si se quiere, pero que fue el motor de todos sus actos.”

Debo, ya ingresando a la última parte, coincidir con el historiador Robert Brokmann. Si Salazar y Alcázar tratan de ser objetivos y equilibrados en sus relatos, Humberto Vacaflor toma, más bien, el rumbo de la crítica irreverente y la audacia de emitir juicios de valor, aderezados con amenas ironías y sarcasmos. Seguramente por este su estilo, Humberto es un columnista muy leído y gustado por sus adeptos e, inclusive, sus colegas, y, a la vez, temido y perseguido por quienes detentan el poder.

Para Vacaflor, la historia del Che en Bolivia es una historia triste. Comenzó –dice– siendo un drama, paso a ser tragedia y termina como personaje de una función de titiriteros inescrupulosos que usan su imagen para disfrazar sus tropelías. Curiosamente, Humberto ilustra su opinión con una fotografía del Presidente Evo Morales junto al retrato del guerrillero Ernesto Guevara.

Y Humberto, después de leer los diarios de Guevara, que misteriosamente llegaron a manos de la empresa rematadora Sotheby’s; confiesa: “quedé entonces con la sensación de tristeza que produce haber repasado, durante tantas horas, las páginas escritas por un personaje que anduvo perdido en Bolivia en una campaña mal pensada, mal ejecutada, pero en la cual él creía firmemente”.

El Che, que sostenía que sólo existe un sentimiento mayor que el amor a la libertad: el odio a quien te la quita, tiene la particular virtud, después de muerto, de despertar la íntima faceta humana del mordaz, provocador y crítico Vacaflor que, sin querer queriendo, exterioriza un sublime sentimiento de tristeza por la suerte de su congénere.

Confieso que he saboreado el libro y me deleitado de principio a fin. No solo porque se trata de un excelente trabajo histórico periodístico, sino porque está escrito con claridad y con una ilación poco común cuando se escribe a seis manos.

Sus autores son, a la vez, los tres principales protagonistas. Los tres son periodistas de vocación, aquellos que nacen, viven y seguramente terminaran sus existencias como periodistas.

Han transitado la mejor de las escuelas de periodismo que es la redacción de un periódico o de un medio de comunicación. Aprendieron en las duras aulas de la vida.  Sus docentes fueron sus directores, jefes de redacción y sus propios colegas. Sus trabajos prácticos lo realizaron cubriendo sus fuentes cotidianamente y su exitoso examen de grado fue esta historia íntima de una cobertura emblemática.

Hay desde luego un otro protagonista de primer orden: Ernesto Che Guevara. De él se pueden decir muchas cosas, algunas buenas, muchas malas. Como todo personaje sobresaliente, ha tenido y tiene, apologistas y detractores. Para unos ha sido un paladín de la libertad y de la lucha antiimperialista, para otros un sanguinario político que anteponía su propósito ante cualquier sentimiento humano.

Cincuenta años después, personalmente puedo afirmar que el Che hizo soñar a mi generación.  No había utopía en la que él no estuviera presente y eso nadie se lo va a quitar.

Por eso es que Humberto recalca que, a pesar de su derrota, el Che ganó batallas después de muerto y Kalfon afirma que, a pesar de ser un gran imprecador, aquel que profiere palabras con el vivo deseo de que alguien sufra daño, también fue un portador de sueños.

Están, además, los militares bolivianos, aquellos que, según Vacaflor, se transforman tanto… que pocos los reconocemos.  Se autocalifican como pundonorosos.

Siempre escuché esta palabra repetida muchas veces, y nunca pude comprender su verdadero significado hasta que lo busqué en el diccionario.

Tener pundonor quiere decir tener un sentimiento de orgullo o amor propio que anima a mantener una actitud y apariencia dignas y respetables.

Al igual que Humberto, José Luis y Juan Carlos, he sufrido los rigores de la dictadura. Hemos sido perseguidos y exiliados por Banzer; apresados, torturados y exiliados por Luis García Mesa y Luis Arce Gómez.  De ahí que me resulta muy difícil sincronizarlos con el pundonor.

Pero que hay militares con pundonor, los hay. Y en esta historia de la guerrilla ha habido uno que ha actuado con actitud y apariencia digna, respetable y honorable.

Desempeñando su deber como militar que cumple ordenes, y defiende la soberanía patria, capturó al Che y lo entrego vivo a sus superiores del comando de la Octava División del Ejército.

El entonces capitán Gary Prado Salmon, militar boliviano, actuó pundonorosamente. Hoy, esos titiriteros a los que alude Humberto Vacaflor, no le perdonan su pundonor.

Para finalizar, me hago esta interrogante: ¿Es este un libro de historia o es simplemente un compendio de las reminiscencias de tres periodistas?

La respuesta la encuentro en Ryszard Kapuściński, considerado uno de los periodistas mas admirados a nivel global; “el maestro”, como lo llamó Gabriel García Márquez. Kapuściński no estudio periodismo.  En su libro “Los cínicos no sirven para este oficio”, escribió: “Todo periodista es un historiador. Lo que hace es investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo.  El buen y el mal periodismo se diferencia fácilmente: en el buen periodismo, además de la descripción del acontecimiento, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio, encontramos solo la descripción, sin ninguna conexión o referencia con el contexto histórico.”

“La guerrilla que contamos”, edición ya agotada, gracias a sus tres autores, es el reflejo fehaciente del buen periodismo que es historia en el momento mismo de su desarrollo.

Adquieran el libro, no solo para tenerlo; adquiéranlo para leerlo, estoy seguro que lo disfrutaran.

(Palabras pronunciadas en la presentación del libro La guerrilla que contamos en Santa Cruz de la Sierra, en Octubre de 2017).

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