Incomodando al poder

Durante el cruento golpe de  Hugo Banzer Suárez, en agosto de 1971, la Agencia Alemana de Prensa (DPA), para la que trabajaba como corresponsal en Bolivia, me dio por muerto. Obviamente, como  ustedes ya habrán advertido, se trató de un error.

DPA tenía su oficina en Radio Fides y las fuerzas golpistas  acallaron la transmisión de la emisora, la única que permanecía en el aire, con un bombazo. Las agencias internacionales informaron que la Fuerza Aérea había bombardeado las instalaciones, pero lo cierto  es que únicamente derribaron la antena que tenía en Següencoma.

Yo no pude desmentir de inmediato la noticia de mi muerte como lo hizo Mark Twain en una situación similar. Twain le envió un telegrama al director del diario que había publicado la falsa versión, asegurándole que la información sobre su fallecimiento era “francamente exagerada”. Y no pude hacerlo porque horas antes me había puesto a buen recaudo, ayudado por los jesuitas, para eludir la represión que había iniciado la naciente dictadura.

Días después leí el obituario que me había dedicado DPA. Era un texto breve. Daba cuenta de mi supuesto fallecimiento y de las dramáticas circunstancias en que se había producido. Al final, dedicaba un párrafo de cuatro o cinco líneas a mi trayectoria, donde se apuntaba como único mérito el haber muerto joven. 

Yo soy un hombre de premoniciones. Al leer el cable, me dije a mí mismo: “voy a vivir muchos años”; como me encontraba con un pie en el avión, rumbo al exilio, también pensé: “voy a viajar mucho”, y dadas las circunstancias que motivaban mi partida, en medio de un conflicto, supuse que las mismas vicisitudes marcaría mi futuro, que no la tendría fácil.

Yo me inicié en abril de 1964 en la legendaria redacción del padre José Gramunt. Mis compañeros de trabajo eran los poetas Julio de la Vega y Óscar Rivera Rodas, quienes se ocupaban de rastrear las noticias del mundo entero en un viejo aparato de radio Telefunken. Completaba el equipo José Luis Alcázar, reportero estrella de la joven generación, que cubría el Palacio de Gobierno.   Era la época en que los poetas se ganaban la vida escribiendo noticias internacionales y los aspirantes a escritores jugábamos a las letras como aprendices de periodistas.

Un día de esos, el padre Gramunt me envió al Alto Beni para escribir un reportaje sobre el proyecto de colonización que estaba poniendo en marcha el Gobierno boliviano con apoyo del Banco Interamericano de Desarrollo. Fue mi primera cobertura fuera de la ciudad de La Paz.

Hasta entonces tampoco había salido de Bolivia y mi gran ilusión era viajar al exterior, algo que en esa época sólo estaba al alcance de gente con muchos recursos. Recuerdo que una noche, estando en Palos Blancos, no recuerdo si a orillas del río Beni o del Quiquibey, tomé la gran decisión de mi vida: no decidí ser periodista, decidí ser corresponsal, enviado especial a cualquier parte, con tal de viajar.

Mis paradigmas eran Ernest Hemingway, que había cubierto la guerra civil española, Herbert Matthews, el periodista que entrevistó a Fidel  en la Sierra Maestra para el New York Times, y los corresponsales de las agencias europeas y estadounidenses, que alimentaban los diarios paceños con grandes reportajes sobre la guerra de Vietnam. Yo creía que sólo así valía la pena hacer periodismo.

La guerrilla del Che Guevara me abrió las puertas de DPA, agencia que cubrió los gastos de la cobertura en el sudeste boliviano durante un año, pero fueron las circunstancias de la vida, más que los méritos propios, las que me ayudaron a cumplir los sueños de mi juventud. Y entre esas circunstancias, obviamente, estaba el golpe del 21 de agosto de 1971 que me llevó al exilio.

Pero, claro, entonces no imaginaba lo que me deparaba el destino. Es más, cuando vino mi madre a despedirme a la embajada argentina, donde me encontraba asilado, le dije, absolutamente convencido: “No te preocupes, estaré de vuelta en dos meses, porque este gobierno no aguanta una salva de cohetes…”. Pues bien, la dictadura duró ocho años y yo me quedé 40 años fuera de Bolivia… Desde entonces evito hacer cualquier pronóstico político.

¿Por qué cuento todo esto?

La vida me ha dado la oportunidad de trabajar en varios países latinoamericanos y europeos, sea como corresponsal permanente o enviado especial, y dar testimonio de innumerables acontecimientos y eventos de todo tipo. 

Me tocó cubrir el ascenso del militarismo en el Cono Sur, la “guerra sucia” argentina, la guerra civil centroamericana, el “periodo especial” en Cuba tras el derrumbe de la Unión Soviética –otra forma de hacer la guerra-, el alzamiento indígena zapatista de Chiapas y, ya como jefe del Servicio Internacional en Español de DPA en Madrid, me cupo  coordinar la cobertura del ataque a las Torres Gemelas y los primeros atentados yihadistas en Europa. 

Por supuesto, también hice otras cosas, como cubrir cumbres presidenciales latinoamericanas y europeas, conferencias de todo tipo, giras papales, festivales de cine, Mundiales de Fútbol y Juegos Olímpicos, muy a tono con la definición de “especialista en generalidades” que se atribuye al corresponsal itinerante.

Como todos sabemos, el periodismo se desarrolla en varios ámbitos: el democrático, el dictatorial, el autoritario y el de los conflictos armados. A mí me  tocó trabajar en todos ellos y en alguno que otro no clasificado, como el de la “dictadura perfecta” –así definió Mario Vargas Llosa al régimen de partido único del México del siglo pasado- y el de la “democracia imperfecta”, un modelo conocido por los bolivianos.

Después de 52 años de ejercicio profesional, llegué a una conclusión: el poder no nos quiere, no quiere a la prensa ni a los periodistas, cuando éstos tratan de cumplir con la función que les ha asignado la sociedad. Y cuando hablo del poder no me refiero únicamente al poder político, sino también al económico y a los poderes fácticos.   No conozco a ningún político opositor que no defienda la libertad de expresión. Tampoco a ningún gobernante que no la atropelle en mayor o menor grado, sin importar su ideología. Desde el llano, todos los políticos adhieren y exigen respeto a la libertad de prensa, pero apenas llegan al poder reniegan del escrutinio y el control que exigían para los gobiernos a los que combatían. Por supuesto, hay excepciones que confirman la regla, pero son eso: excepciones.

Siempre me he preguntado: ¿por qué lo que es bueno mientras se busca el poder deja de serlo cuando se lo consigue? Y lo cierto es que no se trata de un simple cambio de punto de vista, por lo demás obvio, sino del pragmatismo que olvida todo principio democrático en aras de la ansiada hegemonía y la verdad única que la sustenta. 

El pensador, político e historiador francés Alexis de Tocqueville, autor de La democracia en América, dijo hace dos siglos que no es posible tener verdaderos periódicos sin democracia ni una verdadera democracia sin periódicos. La prensa libre es el oxígeno de la democracia. Una no puede sobrevivir sin la otra.

El editor Finley Peter Dunne solía decir que la tarea del periodista es “tranquilizar al afligido y afligir al tranquilo”, mientras que el  Nobel de Economía Joseph Stiglitz, a quien muchos gobernantes de izquierda gustan citar por sus críticas a la globalización, afirmaba que la función de la prensa no es otra que la de ser “el perro guardián de las sociedades”.

El principal destinatario del periodista es el ciudadano, al único que debe lealtad. Si su primera obligación es acercarse a la verdad, a partir del reconocimiento de que no existe una verdad única, su segunda obligación es abrirse a los demás. De ese deber nace el pluralismo: la necesidad de ofrecer un foro público, no sólo para la información, sino también para la crítica y la opinión, a fin de que todos tengan la oportunidad de compartir “su verdad”. Al fin y al cabo, la función del periodismo no es otra que amplificar lo que dice la gente.

La pluralidad es vital si creemos que el propósito principal del periodismo es, como sostienen Bill Kovach y Tom Rosenstiel, “proporcionar a los ciudadanos la información que necesitan para ser libres y capaces de gobernarse a sí mismos”.

“Dale luz al pueblo y el pueblo encontrará su propio camino”, reza el lema de un importante grupo de periódicos americanos.

Tales principios no suelen ser aceptados por los gobernantes, y si lo son, es a regañadientes, porque el control desde la independencia y el pluralismo choca con sus afanes hegemónicos. A mayor hegemonía política, menor libertad para los medios.

Como dijo Carlos Mesa, “la democracia ha sido diseñada para limitar al poder”. Por tanto, la tarea de los periodistas es contribuir a fijar esos límites. Por ello mismo, según el exmandatario, “es mucho más comprensible un periodismo crítico, un periodismo de denuncia, y  que ponga en evidencia los excesos del poder, que un periodismo complaciente”.

Por todas estas razones, el periodismo sólo puede desarrollarse a plenitud en un marco de deliberación y crítica, de ciudadanos informados, es decir, en un ámbito democrático,  La historia es rica en ejemplos de gobiernos dictatoriales o autoritarios que privilegian el “orden” sobre el consenso, cuando no el control total sobre la sociedad y los medios, y que construyen su dominio político y social sobre los restos de la libertad de expresión. Y también son numerosos los ejemplos de sociedades que logran su liberación cuando empiezan a expresarse en libertad.

La asfixia de la prensa es en muchos casos violenta, como ha ocurrido durante las dictaduras militares, con periodistas asesinados, encarcelados, torturados y exiliados, pero también se la aplica por métodos mucho más sutiles, como el amedrentamiento, para inducir a la autocensura, o el boicot publicitario, para doblegar al medio. 

Estas presiones, inadmisibles en cualquier sociedad democrática, tienen como agravante la utilización de recursos públicos: los medios estatales, para amenazar, y el dinero proveniente de los impuestos de todos para premiar adhesiones y castigar disidencias. 

No voy a decir que en Bolivia no existe libertad de expresión, porque la misma existencia de Página Siete demuestra que aún hay espacio para la prensa independiente, pero también es cierto que esta libertad está bajo permanente acoso y en grave riesgo, como demuestran los permanentes ataques a los que están sometidos los medios que no comulgan con la verdad oficial.

Cuando un ministro se siente atacado o injustamente tratado por un medio puede acudir al Tribunal de Ética, y nuestros tribunales de ética funcionan y funcionan bien, como lo han demostrado en numerosas ocasiones. Pero, ¿a quién acude el periodista que se siente víctima del poder?  Ustedes dirán, a la justicia. Pero, ¿qué pasa cuando la justicia está sometida al poder político y más bien es utilizada para perseguir a las disidencias como ocurre en Bolivia?

En cualquier país respetuoso del Estado de Derecho y con una justicia independiente, acusaciones como las que formulan algunos ministros bolivianos contra medios y periodistas merecerían una sanción por el delito de calumnia. Quien mejor resumió la situación actual de la prensa es Carlos Mesa cuando dijo que “el Gobierno está detrás de la demolición de los medios que considera de la oposición”. La acusación contra Página Siete y otros medios independientes de haber conformado un “cártel de la mentira” forma parte de esa “estrategia de demolición”.

“Estamos viviendo una sensación de miedo, una sensación de que si dices cosas que son complicadas acabas judicializado. El gran secreto de un proceso democrático que limita las libertades es transformar la represión directa en judicialización”, dijo  Mesa, al alertar sobre el riesgo de la autocensura que se cierne sobre la prensa boliviana como consecuencia lógica del miedo.

No fue el único en llamar la atención sobre tales riesgos. Tras una visita a La Paz, el Relator Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), Edison Lanza Robatto, advirtió que en “una democracia no se puede perseguir, hostigar o estigmatizar al periodista por el hecho de informar sobre temas que son de real interés público”.

Lanza Robatto dijo que poner etiquetas a la prensa, como la del “cártel de la mentira”, no favorece a “un clima de tolerancia, de respeto a las ideas y al trabajo periodístico”, y exponen a los periodistas estigmatizados “a un riesgo grave, a un acto de violencia”. El Relator Especial de la Comisión no dudó en afirmar que esta estigmatización es “una forma de represión”.  ¿Y qué respondió el Gobierno? El presidente Evo Morales acusó al visitante de haberse plegado al “cártel de la mentira”. A eso hemos llegado.

En una democracia que se precie de tal no puede haber periodistas estigmatizados o perseguidos. El exilio no puede ser la alternativa a la cárcel o a la humillación pública: O te humillas o te proceso sin ninguna garantía. Y si no te gusta, puedes irte del país. La única norma que debería regir las relaciones de la prensa con el gobierno es la ley, pero una ley respetuosa de los derechos y las garantías individuales, como es la Ley de Imprenta. Y, por supuesto, de los códigos de ética, como autorregulación.

El periodista argentino Oswaldo Pepe ha definido el periodismo como el viejo oficio de incomodar al poder, no sólo porque busca dar visibilidad a las cuestiones centrales del debate colectivo, asuntos que los gobiernos buscan ocultar, sino porque asume el rol de contrapeso del poder en la escena pública.

Interpelar y desconfiar del poder son cuestiones inherentes a la función social y a la misión del periodismo. Cuestionar y poner en duda la verdad única para contrastarla con la otra cara de la realidad, exigir la rendición de cuentas y hacer frente a la arbitrariedad y a la impunidad, forman parte de esa misma misión.

Ese es el periodismo que yo intenté practicar toda mi vida, en dictadura y en democracia; me ha dado muchos sinsabores, es cierto, pero también la satisfacción del deber cumplido. Es el periodismo que me enseñaron maestros como José Gramunt, Huáscar Cajías, Alberto Bailey y Luis Ramiro Beltrán, y es el periodismo que me gustaría que practicaran las generaciones futuras.

Agradezco a la Asociación de Periodistas por el honor que me han concedido al otorgarme el Premio Nacional de Periodismo 2016, a la Agencia de Noticias Fides por haberme propuesto como candidato y al expresidente Carlos Mesa por la presentación de mi candidatura con una carta cuyo texto es un premio en sí mismo.

El premio coincide con mi retiro del periodismo activo después de medio siglo de ejercicio profesional. Por ello mismo, no puedo dejar de expresar mi reconocimiento a la Agencia de Noticias Fides (ANF), mi primera escuela; a la agencia DPA, que me dio la oportunidad de desarrollar mi carrera a lo largo de 40 años en América Latina y Europa, y al diario Página Siete, que me permitió culminarla en mi país. Gracias a ellos he podido vivir de lo que me gusta hacer. Supongo que en eso consiste la realización personal. 

Me gustaría dedicar este premio a tres colegas que ya no están con nosotros y que hicieron más  méritos que yo para ganarlo. Me refiero a José  Chingo Baldivia, compañero entrañable de Radio Fides; a René Villegas Monje, corresponsal de toda la vida de la agencia Reuters y cómplice en mil y una coberturas en medio mundo, y a Juan León Cornejo, adalid de la defensa de la libertad de expresión. Muchas gracias.

(Discurso de aceptación del Premio Nacional de Periodismo 2016, pronunciando en el acto de premiación, realizado en la Asociación de Periodistas de La Paz el 9 de diciembre de 2016).

Página Siete – 18 de diciembre de 2016

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