Regis Debray apareció en el patiecito del Comando Militar de Camiri con la misma ropa que había vestido tres años antes durante las audiencias del Consejo de Guerra, una camisa azul marino y un pantalón café desteñidos por el uso, y unos zapatos negros, gastados por el tiempo. Su melena rubia y su barba rojiza parecían arder bajo los rayos del sol decembrino camireño.
–¿Qué se dice sobre la amnistía?– fue lo primero que preguntó durante la breve entrevista, una de las últimas que concedió antes de ser liberado, en diciembre de 1970.
Hablaba en un castellano preciso, perfeccionado en el trato diario con sus carceleros. Un ligero tartamudeo tensionaba sus palabras al final de cada parlamento. Su escepticismo era notorio pese al cambio que se había operado en Bolivia tras el ascenso al poder del general Juan José Torres el 7 de octubre de ese año. La izquierda exigía la amnistía, pero la derecha militar clamaba contra la “traición” a los soldados muertos de Ñancahuazú.
Torres nunca quiso hablar de la guerrilla en cumplimiento del “pacto de silencio” que supuestamente acordaron los miembros del Alto Mando que decidieron la ejecución del Che Guevara en octubre de 1967, pero siempre negó que hubiese pactado con el Gobierno de Francia la liberación de Debray a cambio de equipamiento para las Fuerzas Armadas, como se dijo en la época.
–La situación era muy difícil. Había una fuerte resistencia en algunos sectores del Ejército; no sabíamos qué podía pasar ante la aprobación de la amnistía. Teníamos que otorgarla porque era un compromiso de nuestro gobierno– declaró años después durante su exilio en Buenos Aires.
Trataba de justificar la “operación comando” que se vio obligado a organizar para liberar a Debray y al argentino Ciro Bustos. Sabía que la medida podía costarle la silla presidencial.
–No quiero hacerme muchas ilusiones para no sufrir después una desilusión mayor–, dijo el francés en tono relajado al final de aquella entrevista.
Tenía 30 años recién cumplidos. Se había cansado de escuchar la palabra amnistía en las últimas tres navidades. Fumó un último cigarrillo y se dirigió a su celda, un cuartito de 10 metros cuadrados en el Casino Militar. Si alguien le hubiese dicho ese día que tres semanas después estaría conversando con el presidente Salvador Allende en Santiago de Chile, no lo hubiera creído.
Página Siete – 29 de noviembre de 2013