Juan Carlos Salazar del Barrio
Una de las preguntas más
recurrentes que me formulan los colegas periodistas a propósito de la reciente
publicación de mi libro de cuentos, Figuraciones, es qué me impulsó a incursionar en la ficción
tras haber dedicado mi vida profesional al periodismo; cómo se dio esa
transición del relato periodístico al literario, cuándo y en qué momento.
Tal vez, como declaré en
alguna entrevista, por la necesidad de transmitir vivencias, imágenes,
sensaciones y percepciones que no tienen cabida en una crónica o en un
reportaje, menos aún en una noticia, porque, como sabemos todos los ejercemos
este oficio, las estructuras periodísticas, incluso las más flexibles, tienen
reglas rígidas que no admiten fantasías ni “figuraciones”.
Es, pues, una necesidad de
expresión, la que siente todo periodista cuando no encuentra asidero para
contar una historia que la percibe como cierta o probable.
La creación literaria es
un acto individual, muy personal. Uno escribe para uno mismo, por la necesidad
que tienes de volcar sentimientos que llevas dentro y que de otra manera no
encontrarían salida, a diferencia del periodismo, que es un oficio nacido para
contar las cosas de los demás.
En todo caso, esta
transición no debería llamar la atención, porque, como decía un gran amigo y
colega español, el corresponsal de guerra Manuel Leguineche, a quien suelo
citar a menudo, el periodismo y la literatura son orillas de un mismo río. O en
palabras del periodista mayor, Gabriel García Márquez: son hijos de la misma
madre, la narrativa. Y en el peor de los casos, primos hermanos, pero parientes
de un mismo linaje.
Toda narrativa está
anclada en la realidad, en percepciones del mundo que nos circunda. La
periodística, en hechos, y la literaria, en sensaciones fugaces, en vivencias
inacabadas, que dejan profundas huellas en nuestro espíritu y que cobran cuerpo
y sentido por obra y gracia de la imaginación.
Es el abordaje de la realidad desde una
perspectiva diferente, la exploración de aristas apenas perceptibles por
nuestros sentidos. Una búsqueda, si se quiere, porque, como dijo Kafka, “la literatura es siempre
una expedición a la verdad”, una verdad que se hace cierta el momento en que la
concebimos.
A García Márquez no le
costó trabajo cruzar el río, porque había descubierto que la historia contada
en un reportaje o en una crónica no solo podía llegar a ser igual a la vida,
sino mejor que la vida misma. Es lo que le permitió escribir una crónica como un cuento y un cuento como
una crónica.
¿Cuándo abandoné la orilla
del periodismo para incursionar en la ficción? Tal vez el día en que no pude
respaldar con hechos mis propias percepciones, las vivencias inacabadas que
mencioné al principio.
Siempre me pregunté, por
ejemplo, cómo vivió el Che Guevara la agonía de los condenados a muerte, qué le
pasó por la mente cuando se dio cuenta de que había llegado su hora final, qué
recuerdos le atormentaron o lo consolaron cuando vio entrar al sargento Mario Terán
a la escuelita de La Higuera para ejecutar la sentencia del Alto Mando militar.
No pude contarlo en una
crónica, puesto que no tenía las evidencias que prescriben las reglas del
periodismo, así que intenté reconstruir ese dramático final, esos dos o tres
minutos últimos de su vida, en un cuento, en “El Espejo”, abusando, tal vez, de
una figuración.
Al comentar este cuento, en
una opinión muy generosa, el historiador Gustavo Rodríguez Ostria, autor de una
biografía inédita del Che, dijo que “la ficción
permite una libertad que el historiador no dispone”. Y eso es lo que
hice. Llenar con imaginación un espacio que la historia dejó abierto.
García
Márquez decía que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites, pero
que la crónica tiene que ser verdad hasta la última coma, aunque nadie lo sepa
ni lo crea. Siguiendo el mismo razonamiento, yo diría que el relato literario
debe ser verosímil, creíble, aunque no sea cierto.
Mis personajes surgen de
los pliegues de la memoria, apenas esbozados, escondidos como estaban en
rincones desapercibidos, para inventarse a sí mismos y recorrer su propia
historia, con el autor como testigo o si acaso como un simple amanuense que se
deja llevar por su propia criatura.
Así nació Lenca, la guerrillera que transita por la tierra de los carbones
encendidos, el lugar donde vivía la muerte; y el Triste Pizarro, un joven condenado a vivir un duelo eterno con la sonrisa vestida de
luto, víctima del sino hereditario de los malqueridos; y Casilda, la niña que cree descubrir la certeza que la realidad le negaba detrás de las sombras tortuosas y
amenazantes que suelen tejer los ocasos.
Son estos personajes los
que dan unidad, si es que tienen alguna, a los siete cuentos de mi libro: el
heroísmo de los derrotados, la audacia de los inocentes, la porfía de los
sobrevivientes.
Con los personajes surgen
los escenarios y muchas veces son los mismos escenarios que dan nacimiento a
los personajes. Los paisajes se apropian de las personajes, los recrean y los
hacen suyos, hasta convertirlos en ánimas o fantasmas, según los humores y
amores que recogen en su transitar por cada entorno.
Así pude entrever las
aguas vidriosas, relampagueantes, que pujaban por alcanzar el río, entre
guijarros bruñidos por el torrente y el tiempo, en la acequia de la hacienda de
la abuela Herminia; el bosquecillo de
eucaliptus de un pueblo, cuando ese pueblo todavía no era pueblo, sino apenas
una parroquia de chacras y fincas floridas; las selvas pobladas por mil especies de mariposas
y cubiertas por cuatrocientas variedades de orquídeas de un escenario bélico;
al venado de cola blanca que correteaba en un bosque de
mangales; o el firmamento de la gran
ciudad que escondía las tres estrellas amarillas con nombres de odaliscas: Sadal-melik,
Sadal-suud y Sadach-bia.
La poesía, si existe, no
está en las palabras, sino en los personajes. Nace con ellos y vive con ellos.
Si el autor tiene algún mérito, es haberla detectado en las apariencias que dan
paso a las figuraciones. Al fin y al
cabo, las apariencias no son otra cosa que realidades que se visten de poesía
para burlar los sentimientos.
La creación literaria,
como dije, es un acto individual, muy
personal, un acto que abre la puerta a la reflexión, más allá del propósito
lúdico del autor. No es que yo crea en la literatura como mensaje, mucho menos
como mensaje político, pero si en la introspección de la propia creación.
El cuento “Aquí vive la
muerte” me permitió reflexionar sobre la inutilidad de la lucha armada, la
“violencia revolucionaria”, la que alguna vez, siendo jóvenes, justificamos o toleramos. “Los muertos nunca son
ajenos, todos son propios”, dice Lenca,
la guerrillera.
Es
también una condena a las atrocidades de la guerra, como el asesinato del Poeta
Mártir, Roque Dalton, a manos de sus propios compañeros de lucha. “Puedo
entender la guerra, el combate cara a cara con el enemigo, pero no los ajustes
de cuentas entre amigos, los fratricidios y parricidios entre compañeros”, dice
Lenca, en otra reflexión autocrítica
que la lleva a la revisión de sus propias convicciones.
El guerrillero agónico
vive las dudas de todo convencido en el balance de su vida, en el final de su
andadura, entre las consignas en desuso que pugnan por liberarse de las
ataduras del olvido y las premoniciones que se le atoran en la mente.
O el Cristo ateo subido a
la cruz que, en medio del vocerío amontonado de fariseos y samaritanos en
túnicas níveas, judíos barbados, plañideras de rebosos enlutados, centuriones
plateados y soldados en casacas entorchadas, alcanza a percibir una voz
liberadora distante: “Pater in manus tuas
commendo spiritum meum”.
Como digo en uno de los epígrafes del libro a manera de presentación y justificación de mis textos, la ficción cobra vida y recupera certezas cuando la imaginación desvela lo que la realidad oculta. Mis historias son eso, apariencias, figuraciones mías que quise rescatar por la necesidad íntima de verlas convertidas en realidad.
https://www.opinion.com.bo/articulo/ramona/periodismo-literatura-proposito-figuraciones/20220416201230863172.html
Ramona – Opinión de Cochabamba – 17 de abril de 2022