Indio Fernández, el modelo de la estatuilla del Óscar

El Indio Fernández presumía de encarnar como nadie el cine mexicano. “El cine mexicano soy yo”,  afirmó en una ocasión. “En lugar de corazón, yo tengo un águila devorando una serpiente”, resumió, en alusión al antiguo mito azteca plasmado en el escudo nacional. Y no exageraba. El realizador que se jactaba de hacer películas por sus pistolas, porque le venía en gana, contribuyó a forjar el “nacionalismo cinematográfico” surgido de los ideales de la revolución de 1910 y a cimentar los estereotipos del México rural.

Su vida está envuelta en la leyenda. Célebre por su carácter irascible y su lenguaje virulento y procaz, Emilio Fernández  Romo, más conocido como el Indio, tuvo una vida digna del celuloide. Combatió y recibió cuatro balazos durante la revolución mexicana, pasó seis años en la cárcel por conspirador y algún hecho de sangre, fue modelo para la estatuilla del Óscar y “un tal Sandino” estuvo a punto de convencerlo de hacer la revolución en Nicaragua.

Verdad o mentira, se dice que fue protagonista de varios hechos de sangre desde los 10 años, que enseñó a bailar a Rodolfo Valentino,  que se separó de la actriz Columba Domínguez porque se cortó el cabello –“una mujer debe ser mujer”, con trenzas o el pelo suelo,  pero largo–, que golpeaba a sus mujeres –“a todas les gusta ser educadas a golpes”– y que más de una vez corrió de su casa a sus invitados a balazo limpio.

Fiel a su imagen de hombre de campo, bronco y violento, vestía de negro, con un paliacate floreado al cuello y sombrero alón; bebía tequila y fumaba puros. Y, por supuesto,  como los personajes de sus películas, lucía pistola al cinto, porque -según decía- tenía “muchos pendientes”. Todo un villano, como lo pinta Paco Ignacio Taibo I en El cine por mis pistolas.

Participó como actor, director, argumentista y productor en casi 200 películas, pero debe su fama a un puñado de joyas que realizó con la actriz Dolores del Río, el actor Pedro Armendáriz y el fotógrafo Gabriel Figueroa, con quienes formó el más famoso cuarteto de la Época de Oro del cine mexicano de mediados del siglo pasado.

Con el apoyo del escritor Mauricio Magdaleno, llevó a la pantalla María Candelaria –Palma de Oro en Cannes en 1946– y Flor Silvestre, en 1943; Las abandonadas y Bugambilia, en 1944, y La Malquerida, en 1949, todas con la pareja Del Río-Armendáriz. Con María Félix y Armendáriz, hizo Enamorada (1946), Río Escondido (1947) y Maclovia (1948). Decía que María Candelaria y La malquerida eran sus mejores películas, pero la favorita de la crítica siempre fue Pueblerina (1948), que lanzó al estrellato a su futura esposa, Columba Domínguez.

Nació el 26 de marzo de 1904 en El Hondo, un pequeño pueblo minero del estado norteño de Coahuila, hijo de un general revolucionario y una mujer de origen indígena. Tenía 10 años cuando abandonó su tierra natal, junto con su padre, para unirse a Pancho Villa. En 1923 fue condenado a 20 años de prisión por su participación en un levantamiento armado contra el gobierno de Álvaro Obregón. A los tres años logró escapar hacia Estados Unidos, donde inició su carrera cinematográfica, pero después estuvo nuevamente tras las rejas acusado de homicidio.

Se dice que el presidente Adolfo de la Huerta (1920), a quien había apoyado en su época de revolucionario, fue quien le aconsejó dedicarse al cine: “México no necesita más revoluciones. Tú estás en la meca del cine, y el cine es la herramienta más efectiva que los humanos hemos inventado para expresarnos. Aprende a hacer películas y regresa a nuestra patria con el conocimiento. Haz nuestras películas y así podrás expresar tus ideas de manera que lleguen a miles de personas”.

Es lo que hizo. Pero, antes, pasó  las de Caín en Los Ángeles, trabajando como lavaplatos, peón, estibador y albañil. “Trabajar con un pico y una pala es cosa de hombres, lavar platos es lo más bajo a lo que puede llegar un macho”, declaró al recordar esa experiencia.

Por macho estuvo a punto de rechazar la oferta que le hizo el director de Arte de la Metro-Goldwyn-Mayer, Cedric Gibbons, a quien le habían encomendado supervisar el diseño de la estatuilla del premio Óscar, que se entregó por primera vez en 1929. Por recomendación de Dolores del Río, quien ya brillaba en Hollywood, Gibbons le pidió que sirviera de modelo, pero el Indio se negó en un principio porque pensaba que el  modelaje era “cosa de maricones”. Aceptó posar desnudo más por el amor que decía sentir por Dolores del Río que por otra cosa. De esa manera su imagen quedó inmortalizada en la estatuilla.

Pero él no quería entrar de esa manera a la historia del cine. Ya había trabajado en media docena de películas, cuando, en  1930, llegó a Estados Unidos el director de cine Serguéi Eisenstein. Vio El acorazado Potemkin y escenas de ¡Viva México!  Impresionado, quiso imitar su estética a partir del relato de la revolución mexicana. Influido por el ruso y John Ford, a quien ayudó en la dirección de El fugitivo (1946), y admirador de la plástica del muralista Diego Rivera, otra de sus influencias, retornó a México en los años 40 para realizar lo mejor de su producción.

Con sencillez y no poca ingenuidad –y la cámara de Figueroa–, supo pintar el paisaje geográfico y humano del México rural, con sus magueyes majestuosos y sus cielos abiertos, cuajados de nubes, y sus campos poblados de indios buenos, mestizos ladinos y hacendados perversos. Se dice que buscaba retratarse a sí mismo en los rancheros machos, tequileros y pendencieros,  y a su ideal de mujer, en las campesinas abnegadas, sumisas y sufridas que protagonizaban sus historias.

“El hombre vale por la mujer y la patria que tiene, y yo me siento muy orgulloso de ser mexicano y de haber conocido a María Félix”, me dijo en marzo de 1984, en una entrevista en su caserón de Coyoacán. También estuvo perdidamente enamorado de Olivia de Havilland (Lo que el viento se llevó) y Dolores del Río, pero el amor de su vida fue México. Tenía entonces 80 años y creía que todavía no había hecho su mejor película. “Aún no me ha llegado la hora. Tengo cosas importantes que hacer por el cine mexicano antes de abandonar este mundo”, resumió.

(Dibujo: Marcos Loayza)

Página Siete – 18 de marzo de 2018

Jane Fonda conserva a sus 80 años sus ideales juveniles

Harriet Winslow alisó las arrugas de su falda plisada y entró al salón de baile de la hacienda. “Las paredes eran dos largas filas de espejos ensamblados del techo al piso: una galería de espejos destinados a reproducir, en una ronda de placeres perpetua, los pasos y vueltas elegantes de las parejas…” 

Así describe Carlos Fuentes el ingreso de la institutriz recién llegada de Washington al “Versalles en miniatura” de la Hacienda Miranda del México revolucionario de 1910 en su novela Gringo viejo, y así entró Jane Fonda del brazo de Gregory Peck al salón cabalmente reproducido de los estudios Churubusco de la capital mexicana.

La bella actriz y pacifista (Regreso sin gloria), quien cumplió 80 años en diciembre pasado, y el veterano actor (Matar un risueñor), fallecido en junio de 2003, cruzaron la frontera sur de los Estados Unidos en el ya lejano enero de 1988 para llevar a la pantalla la novela de Fuentes bajo la dirección de otro Premio Óscar, el argentino Luis Puenzo (La historia oficial).

Fuentes novela en Gringo Viejo la historia del periodista, escritor y aventurero estadounidense Ambroce Bierce (1842-1914), reportero de la cadena Hearst y autor de una serie de narraciones y cuentos fantásticos (Una ocurrencia en Owl Creek Bridge, Diccionario del diablo), que en 1913 se declaró “viejo y cansado” y viajó a México en busca de la muerte so pretexto de seguir la campaña del legendario héroe revolucionario Pancho Villa.

Cruzó la frontera con un maletín y un ejemplar del Quijote como único equipaje. Nunca más se supo de él. “¡Ah!, ser un gringo en México; eso es eutanasia”, había escrito en una de sus últimas cartas, revelando así su verdadera intención de buscar un paredón revolucionario como vía digna hacia la muerte. Se cree que murió fusilado en Chihuahua en 1914.

Fuentes imagina la historia del “gringo viejo” y su relación con la institutriz en una obra que los críticos describieron como “una novela de encuentros y desencuentros personales y nacionales”, que Puenzo intentó traducir, “más allá del tema mexicano”, como “la confrontación entre dos culturas, la estadounidense y la latinoamericana”.

Fonda conoció a Fuentes en 1979, en Nueva York, a su retorno de una visita a México. “Le dije que me fascinaría hacer una película sobre México y Estados Unidos. Carlos me respondió: estoy escribiendo una novela sobre el tema, con un personaje para ti. Cuando la termine, te la envío”, según me comentó durante un paréntesis de la filmación.

La luchadora por los derechos civiles de la década de los 60, por entonces una cincuentona de bien conservados años, quedó encantada con la historia y la heroína de Fuentes. “Harriet está llena de ilusiones, aunque ya no es joven. Y como ella, tengo muchos sueños, ilusiones y esperanzas, para mí y para el mundo”, dijo durante la entrevista.

Imbuida del tema y del personaje de la maestra que supera las barreras culturales para acercarse a la revolución mexicana, la Fonda habló elípticamente del tema, a través de las imágenes de la novela de Fuentes: “La revolución creó conciencia e identidad en los mexicanos. Como en el salón de los espejos de Fuentes, los mexicanos se miraron y se dieron cuenta, por primera vez, de quiénes eran en realidad”.

Tanto Peck como Fonda dijeron sentirse identificados con el mensaje de la obra: “Creo que todos, Puenzo, Peck y yo misma, somos gente que pensamos con gran fuerza sobre la dignidad humana y la justicia”, señaló la actriz.

Hija de un mito del cine, Henry Fonda (Las uvas de la ira, El fugitivo), y hermana de otro gran actor, Peter (Easy Rider), Jane nació el 21 de diciembre de 1937 en Nueva York. Cuando llegó a México ya era conocida por sus ideas progresistas como feminista y activista de los derechos civiles, sobre todo por su participación en las grandes movilizaciones en contra de la Guerra de Vietnam de los años 60, activismo que le valió el sobrenombre de “Hanoi Jane”.

También hizo crítica feroz de la política de Ronald Reagan en Centroamérica en la década de los 80, aunque, durante la entrevista, se negó a hablar del tema, “no por miedo”, según me dijo, sino porque “estoy aquí para hablar de la película, no de tácticas revolucionarias”.

Barbarella (1968), un filme de ciencia ficción dirigida por su primer marido, Roger Vadim, la convirtió en el sex symbol de su época, en tanto que Regreso sin gloria (1978), un alegato antibelicista con John Voight, y El síndrome de China (1979), sobre un accidente nuclear con Jack Lemmon y Michael Douglas, la marcaron como ícono del pacifismo y el ambientalismo.

Después de trabajar durante 30 años en 51 películas, en 1990 anunció su retiro de la industria cinematográfica, pero regresó en 2002 y aún sigue activa. A sus 80 años mantiene su buen ver, que ella atribuye a los aeróbics–práctica de la que fue pionera y promotora–, pero también “a los genes, a la forma de vida y al buen sexo, en partes iguales”. “Pese a los años y las operaciones de rodilla y cadera, resulta difícil adivinar su edad (…). Todavía sigue conservando ese sex appeal y elegancia que la caracterizan”, escribió un diario europeo.

Pero no sólo eso. A los 80, conserva los mismos ideales de su juventud. Descrita alguna vez por un diario estadounidense como una “rebelde con causa”, nunca renegó de sus principios. Criticó la intervención estadounidense en las Guerras del Golfo, como lo hizo durante el conflicto de Vietnam, y se mantiene firme en la defensa del medioambiente, los derechos de la mujer y la libertad de expresión.

“Todavía estoy desconcertada por aquellos que sienten que criticar a Estados Unidos no es patriótico, una opinión que se está adoptando cada vez más en los Estados Unidos desde el 11 de septiembre (atentado a las Torres Gemelas) como una excusa para hacer sospechoso lo que siempre ha sido un derecho estadounidense. Una ciudadanía activa, valiente, abierta es esencial para una democracia saludable”, escribió en su autobiografía, My life so far (2005).

Reprochó a quienes transitan por este mundo “como si tuviéramos uno de repuesto en nuestra maleta”, y aconsejó a la “gente común” que se postula para un cargo “mantener sus bolas y ovarios intactos”. Autodefinida como liberal, pero con fama de “revolucionaria”, recomendó a quienes pretenden serlo: “Para ser revolucionario, debes ser un ser humano. Tienes que preocuparte por las personas que no tienen poder”.

Página Siete –  21 de enero de 2018

Pérez Prado inventó el mambo en una noche de desvelo

Alisándose sus largos bigotes y estirando su prominente cuello, Dámaso Pérez Prado, el genial Cara de foca, decía a cuantos querían escucharle: “Yo inventé el mambo en una noche de desvelo”. El hombre que revolucionó la música caribeña en  los 40, cuyo centenario de  nacimiento se conmemoró en diciembre pasado, también solía decir que nunca soñó que un día haría bailar a toda una generación al ritmo del “mambo, qué rico el mambo”.

“La mitad de su cerebro estaba compuesto de música… Y la otra mitad también”, dijo de él la famosa rumbera cubana Ninón Sevilla (1929-2015), quien reivindicaba para sí la “ocurrencia” de haberlo sacado de su natal Matanzas para llevarlo a México, donde se consagró como el “Rey del mambo” en la década de los 50.

Hijo de un periodista, vendedor y maestro de piano, Pérez Prado nació el 11 de diciembre de 1917 y falleció el 14 de septiembre de 1989 en la capital mexicana. Después de estudiar música con su padre y tocar con algunos grupos locales, en 1942 se trasladó a La Habana, donde inició su carrera profesional. Fue pianista de la Sonora Matancera y de la Orquesta Casino de la Playa. 

En 1948 se trasladó a México porque “en Cuba no reconocían lo valioso que era el mambo”, según explicó, y porque “allí se discriminaba mucho a los negros”. Ninón Sevilla dijo que lo convenció en un viejo café de La Habana, donde solían reunirse los músicos y artistas para dar a conocer sus composiciones.

“Era uno de los mejores pianistas y arreglistas de la isla. Le hablé de la posibilidad de venir a México para dar a conocer lo que estaba componiendo, y él aceptó hacer el viaje”, recordó la rumbera, quien lo acogió en  casa a su llegada a México.

Aunque el primer danzón-mambo fue compuesto por otro músico cubano, Orestes López, en 1938, los críticos consideran a Pérez Prado como el verdadero creador del género. “En el mambo no sólo inventé un ritmo, sino también un estilo de orquestación”, declaró en una ocasión al salir al paso de la polémica sobre la génesis del ritmo. “Escuché jazz y me gustó el tiro, porque mi música es negroide”, agregó.

La polémica sobre la paternidad del mambo siempre estuvo presente a lo largo de los años, pero todos reconocen que Pérez Prado le dio la estructura que le hizo popular, al fundir la música cubana con el jazz estadounidense. Dio protagonismo a los metales, como en el swing, y a las percusiones, en un ritmo que un fascinado Gabriel García Márquez, por entonces joven reportero de El Heraldo de Barranquilla, describió como una “milagrosa ensalada de alucinantes disparates” y una mezcla de “rebanadas de trompetas, picadillos de saxofones, salsa de tambores y trocitos de piano bien condimentado”.

En 1949 firmó un contrato de exclusividad con la RCA Víctor, la más importante compañía disquera de la época, con la que grabó un primer disco simple, con Mambo, qué rico el mambo, en un lado, y Mambo número 5, en el otro, temas que marcaron el inicio a la “mambomanía” en medio mundo.

Pérez Prado y su orquesta debutaron en Nueva York y recorrieron Chicago, San Francisco y Los Angeles en 1951, pero su gran éxito en los Estados Unidos llegó en 1955, año en el que la RCA lanzó Cerezo Rosa (Cherry Pink, en inglés), que se mantuvo en el primer lugar de la lista de popularidad de Billboard durante 10 semanas. 

Con su famosa orquesta, conformada por cinco trompetas, cuatro saxofones, un trombón, un contrabajo, un piano, congas, bongó y timbales, en 1958 puso de moda Patricia, que Federico Fellini tomó como tema para su película La dolce vita (1960). La “fiebre del mambo” se expandió por Oriente y Occidente.

Al ritmo de Uno, dos, tres… maaamboooo, Pérez Prado hizo bailar a grandes personalidades de la política y la cultura de su época, desde el emperador Hiroito de Japón hasta Marilyn Monroe, a quien dedicó un mambo que lleva su nombre, y Brigitte Bardot, que lo bailó en la película Y Dios creó a la mujer.

“Mis músicos me conocen, me entiendo muy bien con ellos”, presumió una vez. “Los miro, les hago un gesto y les grito: ¡Dilo!, con un grito hondo, profundo, que parece un gruñido, ¡ugh!, y ellos saben lo que significa. Me siguen, me saben todo, lo que tengo y cómo me muevo. Los miro y les grito: ¡Maaaaamboooo…!”, relató.

El apodo de Cara de foca se lo puso Benny Moré (1919-1963), otro genio de la música cubana, a quien tuvo como cantante de su orquesta. Conocido por su capacidad de improvisación, durante una actuación preguntó: “¿Quién inventó el mambo que me sofoca? / ¿Quién inventó el mambo que a las mujeres las vuelve locas? / ¿Quién inventó esa cosa loca? / ¡Un chaparrito con cara de foca!”. Sin embargo, nunca se molestó por el apodo. “¿Feo yo? Bueno, digamos mejor que no soy bello, pero ¿qué hombre lo es?”, bromeó en una ocasión.

Fue elogiado por el compositor y director de orquesta ruso Ígor Stravinski y por el escritor y musicólogo cubano Alejo Carpentier, en tanto que Stan Kenton, uno de los grandes directores de las big bands estadounidenses, lo consagró al grabar uno de sus mambos. Grabó más de 200 discos. Su mayor éxito, Patricia, vendió millones de copias. Nunca llevó la cuenta de las obras que compuso.

Paradójicamente, jamás aprendió a bailar el mambo. Se desplazaba por el escenario dando saltitos y agitando los brazos de arriba abajo, rodeado de rumberas curvilíneas, como María Antonieta Pons, Rosa Carmina, Meche Barba y Amalía Aguilar. Al grito de “¡Dilo!”, taconazo de por medio, ponía a tronar las trompetas y marcaba el ritmo de los percusionistas.

Pérez Prado no volvió a Cuba y adquirió la nacionalidad mexicana. “Llegué con un boleto de ida y otro de vuelta. El de vuelta está ahí guardado”, recordó.

Eludía hablar sobre temas políticos. “Nada tengo contra el doctor (Fidel) Castro. No me pronuncio sobre su régimen porque soy ciudadano mexicano. Quiero a Cuba porque allí nací y pasé en esa tierra mi juventud. Yo quiero que se olviden los rencores y que los cubanos, los de adentro y los de afuera, seamos los mismos”, declaró en una ocasión cuando un diario mexicano le pidió su opinión sobre la revolución cubana.

Reconocido mundialmente como el verdadero creador del mambo, la generación que bailó a su ritmo lo recuerda enfundado en sus ternos blancos o azules eléctricos de grandes hombreras, chalecos dorados ajustados, pantalones tipo bombacho y zapatones negros de charol y tacón alto. Se dice que él mismo diseñaba su vestuario y que fabricaba la gomina para fijar su tupé.

“¿Te gusta?”, le preguntó a un periodista que contemplaba con los ojos abiertos como platos ese derroche de extravagancia. “A mí tampoco, pero lo voy a usar allá arriba”, le dijo, señalando el cielo con el índice. Como si fuera a una nueva actuación, el Rey del mambo fue trasladado a su última morada el 15 de septiembre de 1989 vestido con uno de sus exclusivos trajes.

Página Siete –  7 de enero de 2018

Ali, una leyenda del boxeo

El entonces presidente del Consejo Mundial de Boxeo (CMB), José Sulaimán, lo presentó como «el número uno, el más grande de todos los tiempos”, pero la figura que compareció ese día en el auditorio repleto de púgiles y dirigentes de los cuatro continentes era la de un hombre enfermo y acabado.

Con las manos temblorosas a causa del mal de Parkinson, la voz apenas audible y un andar de viejito achacoso, Muhammad Alí, «Alí el Bocón”, el gran Cassius Clay, era apenas una sombra del campeón invencible, el incorregible fanfarrón, pese a que entonces tenía apenas 45 años. ¿Sigue siendo el más grande?, le preguntó el autor de esta crónica. «Hace tiempo que no digo eso”, respondió.

Alí asistía en Coyococ, a 60 kilómetros al sureste de la capital mexicana, a un simposio sobre protección médica para boxeadores, organizado por el CMB, con la participación de especialistas de varios países. «El boxeador nunca piensa en los asuntos médicos. Ojalá que esta preocupación, la de hacer un simposio médico, la hubiera tenido antes”, declaró el excampeón, quien desde algunos años atrás había empezado a sufrir las consecuencias de los golpes que recibió a lo largo de su espectacular carrera deportiva.

Con voz cansada y una sonrisa que apenas rompía la rigidez de su rostro, dijo: «No soy el más grande, ni nunca lo he sido. El único grande es Dios. Cierto que muchas veces dije eso, que era el más grande, pero sólo era para vender entradas en mis peleas y hacerlas interesantes”.

Para entonces ya estaba retirado. Años antes, en su último combate, el 11 de diciembre de 1981, había sido humillado por un desconocido, Trevor Berbick, de 27 años, quien cobró 250.000 dólares para vapulear a quien había sido su ídolo e inspiración. La prensa especuló que Alí había aceptado el combate por problemas económicos. Todo el mundo se había percatado de la dificultad que tenía para hablar, aparente síntoma del daño cerebral, al punto de que las autoridades del boxeo estadounidense se negaron a autorizar la pelea  y el combate tuvo que realizarse en la capital de Bahamas, Nassau.

Nacido en Louisville, Kentucky, 17 de enero de 1942, Cassius Marcellus Clay Jr, nombre con el que fue bautizado, murió en Scottsdale, Arizona, el 3 de junio de 2016, aquejado por mal de Parkinson.

Era considerado el mejor boxeador estadounidense de todos los tiempos y una figura de enorme influencia en la lucha contra la segregación racial en la década de los 60. Convertido al Islam, durante la guerra de Vietnam se opuso al reclutamiento militar y se declaró objetor de conciencia.

Es conocida su respuesta al periodista que le criticó por negarse a defender la bandera de las barras y las estrellas. «No tengo problemas con los Viet Cong, porque ningún Viet Cong me ha llamado nigger (negro)”, le dijo, aunque también defendió a Estados Unidos: «Es todavía el mejor país del mundo”.

Campeón olímpico en Roma 60 tras una exitosa campaña amateur, Alí se convirtió en mito con su victoria sobre George Foreman, el 30 de octubre de 1974 en Kinshasa, donde era adorado como un dios. Alí noqueó a Foreman en el octavo asalto, ante una multitud de 60.000 espectadores que lo alentaban al grito de «¡Alí, mátalo!”.

Para entonces ya había vencido a boxeadores de la talla de Sonny Liston, Floyd Patersson,  Joe Frazier y Ken Norton. Como profesional tuvo un récord de 56 victorias (37 por nocaut y 19 por decisión) y sólo cinco derrotas (cuatro  por decisión y una por nocaut técnico). Fue campeón mundial de los pesos pesados entre 1964-1971, 1974-1978, y 1978-1980. Cuando murió, llevaba 35 años alejado de los cuadriláteros, pero mantenía la fama intacta. 

Obtuvo el Premio Martin Luther King (1970) y la Medalla Presidencial de la Libertad (2005); fue proclamado «Rey del Boxeo” por el Consejo Mundial del Boxeo (2012) y Deportista del Siglo XX por la revista Sports Illustrated. La revista Time lo eligió como uno de los 20 personajes más influyentes de los Estados Unidos en el siglo XX. Bill Clinton, quien asistió a su sepelio, lo definió como un «verdadero hombre libre y de fe”.

Durante la breve entrevista en Cocoyoc, confesó: «Creo que el más grande ha sido Sugar Ray Robinson. Siempre fue mi ídolo”. ¿Y Mike Tyson?  «Es un peleador fuerte, que pega duro, pero si se hubiese enfrentado conmigo, sin duda lo hubiera derrotado rápidamente. No sabe boxear”,  subrayó, recuperando el tono presumido de siempre. «En la actualidad no hay buenos pesos completos, porque yo acabé con todos. Ahora es difícil encontrarlos”, afirmó, casi deletreando las palabras.

Genio y figura: fanfarrón, incluso en la enfermedad.

Página Siete – Anuario 2016 – 18 de diciembre de 2016