Adela Zamudio, la poeta del dolor y la soledad

Nació en el valle de Cochabamba, la entraña de Bolivia, entre sauces llorones, flores primaverales y “coleópteros togados”. Era coleccionista de mariposas y recitaba sus versos acompañada de una guitarra. Pionera del feminismo, cuando no era moda, vivió la soledad de los adelantados, pero también la esperanza de los precursores de las causas justas y de los cazadores de utopías, los que persiguen “la tierra de los sueños, lejana de las leyes de los hombres”.

Poeta del dolor y la soledad, narradora autodidacta, devoradora de libros e intelectual de ideas revolucionarias para su época, Adela Zamudio vivió en la Bolivia conservadora y patriarcal de fines del siglo XIX y principios del XX, en “un ambiente estrecho, plagado de beatas y de prejuicios sociales”, en tiempos en que la mujer era considerada la “paridera del hogar”, sin derecho a nada, como escribió uno de sus biógrafos.

Criticó las convenciones sociales y desafió al “mundanal concierto” que la rodeaba; clamó contra la injusticia de “nacer hombre”  y contra la inequidad que enfrenta “a oprimidos y opresores, la fortuna y el poder, la miseria y sus horrores”;  abogó por la supresión de la enseñanza religiosa y denunció la hipocresía de la Iglesia del Pescador que “un día predicó la pobreza y la humildad” y  terminó ostentando “lujosa pedrería” y “poder y majestad”.

Le bastaron 190 palabras para resumir su existencia y otras 150 para despedirse de este mundo. “Nací en Cochabamba creo que el 54 o el 55. No tengo mi fe de edad. He pasado mi juventud a la cabecera de una madre enferma y mi edad madura como mi vejez, luchando penosamente por la vida”, le escribió a su amigo Franz Tamayo. “Vuelo a morar en ignorada estrella/ libre ya del suplicio de la vida,/ allá os espero;/  hasta seguir mi huella/ lloradme ausente pero no perdida”, dejó escrito en el epitafio que se puede leer en su tumba del cementerio de Cochabamba.

Pero su vida fue mucho más que ese puñado de palabras. El escritor Augusto Céspedes la describió como “la santa laica de la religión de la humanidad”, la mujer “encarcelada en la luz y en el azul, amargada y resignada”, la “indomable e invencible ‘Soledad’, que (…) hubiera querido para símbolo de su existencia la roca desnuda que azota el viento y quema el sol, la roca inmutable y eterna, apartada del mundo y del concierto universal”.

Adela Zamudio Ribero nació el 11 de octubre de 1854, hija de Adolfo Zamudio, de nacionalidad peruana, y Modesta Ribero, paceña.  Nieta de un portugués por la línea paterna y de un francés por la materna, tuvo entre sus antepasados a un prócer de la independencia argentina, Máximo Zamudio. La presidenta Lydia Gueiler eligió la fecha de su natalicio para instituir, hace 40 años, el Día de la Mujer boliviana.

Aprendió a leer y escribir en la escuela católica de San Alberto, pero cursó únicamente hasta el tercero de primaria, que era el máximo grado de educación que ofrecía la enseñanza pública de su época a una mujer. Completó su formación con los libros que pedía prestados a los amigos de la familia y a los personajes de la ciudad que fue conociendo durante su juventud. Le había tomado gusto a la lectura cuando todavía era una niña.

Criada en el seno de una familia católica ferviente, solía acompañar a su madre, junto a sus hermanos Mauro, Arturo y Amadis, a la misa de los viernes, pero también a la campiña, a los campos y prados de su entorno, lo que despertó en ella una fascinación irresistible por la naturaleza, al observar como “vistiendo ropajes de frescos matices/ las ramas se cubren de brotes y yemas,/ el campo renace luciendo sus galas,/ sus galas eternas”.

Comenzó a escribir a la temprana edad de 14 años, deslumbrada por la poesía y la literatura. De esa época datan sus primeros poemas. A los 15 años publicó Dos Rosas, pero, en realidad, sus composiciones juveniles circulaban únicamente entre familiares y amigos que conocían de su afición.  También siendo muy joven publicó La ciega, en honor a María Josefa Mujía, la poeta invidente, quien había escrito un poema con el mismo título años antes de que Adela naciera.

“¡Ay! No gimas, señora
por un ignorado bien
y mientras el mundo llora
busca en tu alma soñadora
lo que tus ojos no ven”.

Su  primer poemario, Ensayos poéticos, publicado en Buenos Aires, data de 1887, cuando la autora había cumplido 33 años. Publicó en vida solo tres libros. Los dos siguientes fueron Íntimas (1913), una novela ambientada en Cochabamba “en torno al clero corrupto y la hipocresía circundante”, y Ráfagas (1913), editado en París. Sus Novelas cortas (1943), Peregrinando (1943), Cuentos Breves (1943), Rendón y Rondín (1976) y varias recopilaciones de poesía y narrativa vieron la luz después de su muerte en 1928.

Con el advenimiento y ascenso del liberalismo al poder (1899-1920), que trajo un soplo de aire fresco en la sociedad conservadora cochabambina, la Alondra del Valle, como se la conocía, obtuvo un puesto de maestra en la misma escuela donde se educó. En 1901 fundó su academia de pintura, “para aprender a sentir”, y en 1905 asumió la dirección de la Escuela Fiscal de Señoritas de Cochabamba. Finalmente, en 1916 fundó el Liceo de Señoritas que hoy lleva su nombre.

Fue en el diario El Heraldo de Cochabamba, fundado en 1877, donde publicó sus primeros versos y desplegó sus ideas progresistas. Su actividad periodística coincidió con el inicio de la era conservadora que llevó a cinco presidentes al poder a lo largo de dos décadas (1880-1899).

La escritora Karim Taylhardat dice que los artículos de Zamudio adquirían “proporciones épicas” al abordar temas tan polémicos y controvertidos para su tiempo como los derechos civiles, la discriminación de la mujer y la liberación femenina, el matrimonio civil y la supresión de la enseñanza religiosa.

No firmaba con su nombre, sino con un seudónimo, Soledad, para protegerse de “la conservadora, catoliquísima y semifeudal sociedad cochabambina”. Se dice que tomó el nombre de la novela homónima de Bartolomé Mitre, quien estuvo exiliado en Bolivia y fue muy amigo de su familia.

“Fama  literaria de campanario en alas de El Heraldo. Prestigio hay de sobra. Celebridad, consagración, todavía no llegan. El mundo encubre admiración con simpatía benevolente. En la república de las letras hay más pantalones que faldas”, escribió su biógrafo, Augusto Guzmán, al resumir esa época (Adela Zamudio. Biografía de una mujer ilustre).

En El Heraldo publicó los poemas que le dieron fama y causaron mayor polémica, como Nacer hombre y Quo Vadis. En Nacer hombre, pone en verso su indignación de vivir bajo un sistema patriarcal y en una sociedad que privilegia al hombre solo por serlo en desmedro de la mujer, en un tiempo en que la mujer únicamente podía aspirar a ser esposa y madre.

Oh, mortal privilegiado,
Que de perfecto y cabal
Gozas seguro renombre!
En todo caso, para esto,
Te ha bastado
Nacer hombre.

A pesar de haberse educado en el seno de una familia católica y en un colegio confesional, Adela Zamudio se enfrentó a la Iglesia Católica. No solo criticó la hipocresía del clero de su época, sino que abogó por la supresión de la enseñanza religiosa y la separación de la Iglesia y el Estado. Tal prédica fue tomada como una afrenta por la sociedad conservadora cochabambina que llegó a pedir al Papa la excomunión de la escritora tras una célebre polémica con el obispo de la ciudad.

La Roma en que tus mártires 
supieron
En horribles suplicios perecer
Es hoy lo que los césares quisieron:
Emporio de elegancia y de placer.
Allí está Pedro. El pescador que 
un día
Predicó la pobreza y la humildad,
Cubierto de lujosa pedrería
Ostenta su poder y majestad.

En una breve semblanza de la poeta, Karim Taylhardat recuerda que Adela Zamudio vivía “en ese espacio donde la mujer sólo podía integrarse de dos maneras a lo cotidiano –o en matrimonio o en convento–, y con escasas profesiones –bordar o fabricar sillas para los heridos de guerra–, y leer escogiendo dentro de dos posibilidades–novelas inocentes o periódicos nunca liberales–”.

La sociedad conservadora de Cochabamba, según la también escritora Lydia Parada de Brown, atribuyó el sentido de los versos de Zamudio “a alguna decepción amorosa, ya que su vida se convirtió en un solterío largo y penoso”, pero, en realidad, su poesía reflejaba la soledad que sentía ante un entorno ajeno a sus ideas y sentimientos. “Su seudónimo Soledad era el que más correspondía al desierto en que se debatían sus pensamientos”.

De acuerdo con el poeta y crítico literario Óscar Rivera-Rodas, la poesía de Zamudio expresa la desavenencia de la autora con el mundo. “Parece que ella no concibe la esperanza de lograr reconciliaclón con su medio. Rebelde con los sistemas sociales de su época, se ubica entre las pioneras del feminismo”.  A partir de la concepción de la incompatibilidad entre el poeta y la sociedad, dice Rivera-Rodas, “se lanza a la búsqueda de la soledad, con lo cual no hace más que ratificar uno de los tópicos principales de la lírica romántica del continente: el poeta es un ser solitario por naturaleza y por tanto debe buscar un medio propicio a ese talante”.

También yo de mi lira destemplada 
las notas quejumbrosas
vengo a mezclar al mundanal concierto. (… )
Soñar una región más elevada.
amar un ideal y resistirse
a festejar este sainete humano
que danza sobre el fétido pantano
asfixiarse en el aire nauseabundo
de un bajo, estrecho y miserable mundo.
es ser maldito, odiado, escarnecido.

Adela Zamudio, según el crítico, entiende que “la poesía deriva del dolor” y ve “el dolor como fuente de la poesía” cuando habla de “¡Un bardo del dolor!” y del “¡poeta del dolor!”. En su caso, esa fuente no es otra que el mundo que la circunda: “La ausencia de conciliación con el mundo –o la vida, la existencia– ha sido, pues, una fuente de dolor y origen de la poesía”, dice Rivera-Rodas (La poesía hispanoamericana del siglo XIX).

En el prólogo al libro Cuentos publicado por Plural Editores, la poeta e investigadora Virginia Ayllón dice que la “proto-crítica” a la obra de Adela Zamudio, anterior a la realizada últimamente por Leonardo García Pabón y otros estudiosos, que “vacilaba entre una loa desmedida y la diatriba acre y procaz que tomaba como base más la vida de la poeta que su obra”, dejó varias preguntas sin respuesta, como: “¿escribía así porque era solterona o era solterona porque así escribía?, ¿anunció su seudónimo Soledad su posterior vida o su posterior vida cumplió la sentencia de su seudónimo?”

La escritura de Zamudio –recuerda– se produce en un “período que aparte de ser políticamente convulso, es también, estéticamente hablando, un momento de convivencia de varias escuelas, ninguna consolidada pero todas presentes por efecto de la influencia europea: Romanticismo, post Romanticismo, Naturalismo, el nuevo Modernismo y el Realismo”, de tal manera que “la escritura de Zamudio no es solamente romántica, es también modernista e incluso se puede advertir cierto realismo”.

“Con todo –sostiene–, creo que el signo central de la obra de Zamudio es romántico porque su proyecto textual e ideológico es mejor asimilado al Romanticismo, pero no al Romanticismo en Bolivia”. Ayllón encuentra que tiene una “relación casi orgánica” con la novela Juan de la Rosa, de Nataniel Aguirre, publicada en 1885, debido a su signo “femenino”, pero que es “mucho más fácil” compararla “con la de Jane Austen o la de Clorinda Matto de Turner, que con cualquier otra del canon literario boliviano en el momento en que le tocó escribir”.

Adela Zamudio fue coronada por el presidente Hernando Siles el 27 de mayo de 1927 –un año antes de su muerte– como Eximia Poeta de Bolivia y América. En el discurso de coronación, un panegírico con más adjetivos que sustantivos, Augusto Céspedes proclamó: “Consumida por su talento, atormentada por la inspirada inquietud, sacrificada por su solitaria grandeza, vagó ‘peregrinando’ sobre propios y ajenos dolores, dándoles todo ella a la amargura; así ha expiado la enorme culpa de su genio: pecado de las encinas que atraen el rayo”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 19 de enero de 2020

Octavio Paz, un libertario en tiempos nublados

Octavio Paz nació bajo el signo del cambio, en el México convulsionado por la revolución armada del siglo pasado (1910/17) y en vísperas del estallido de la primera gran conflagración mundial (1914/18). Su abuelo fue un intelectual liberal que combatió la intervención francesa (1862/67) y su padre llegó a representar al caudillo revolucionario Emiliano Zapata en  Estados Unidos. El poeta y ensayista mexicano vivió los “tiempos nublados” del siglo XX y asistió desolado al “ocaso de las utopías”.

Como hombre de letras obtuvo los más importantes galardones, entre ellos el Nobel de Literatura (1990) y el Premio Cervantes (1981), en un reconocimiento unánime a su obra poética, pero como pensador que trascendió la lírica en un momento de profunda crisis ideológica, encendió grandes polémicas y provocó agrios debates. De ideas libertarias más que liberales, fruto de su adhesión juvenil al anarquismo, cosechó enemistades a causa de su pensamiento crítico y su rechazo a los totalitarismos de todo signo.

Mario Vargas Llosa elogió “la belleza de su palabra, su poesía siempre original y la prosa de nuestra lengua”, y lo reivindicó como “un pensador que defendió la libertad y la cultura democrática”; Gabriel  García Márquez afirmó que el mexicano “saturó de extremo a extremo el siglo XX” con “un torrente de belleza, reflexión y análisis”. 

A su muerte, hace 21 años, el entonces director general de la Unesco, Federico Mayor, trazó su biografía en diez palabras: “Octavio Paz encarnó perfectamente su tiempo y su gran país”.

Octavio Irineo Paz Lozano vino al mundo hace 105 años, el 31 de marzo de 1914, en una casona de muros de piedra cubiertos de buganvillas de  Mixcoac, un pequeño poblado vecino a la Ciudad de México, hoy convertido en un barrio más de la capital, y falleció el 19 de abril de 1998. 

Unos meses después de su nacimiento, su madre, Josefina Lozano, lo llevó a vivir con su abuelo, Ireneo Paz, debido a que su padre, Octavio Paz Solórzano, se había unido al movimiento zapatista. 

Abandonó la casa del abuelo todavía en su niñez para reunirse con su padre, quien representaba a Zapata en Los Ángeles después de haber trabajado como escribano y abogado del caudillo agrarista. Siendo aún muy joven apoyó el movimiento estudiantil que pugnaba por la autonomía universitaria  y se unió a la corriente popular que postulaba al abogado, escritor, educador y filósofo José Vasconcelos a la Presidencia de la República.

Su padre y su abuelo, a quienes escuchó hablar sobre las leyendas y los héroes liberales y revolucionarios de su época, tuvieron una gran influencia en su formación, como dejó constancia en “Canción mexicana”, uno de los poemas de Ladera este: “Mi abuelo, al tomar el café, / me hablaba de Juárez y de Porfirio, / los zuavos y los plateados. / Y el mantel olía a pólvora. / Mi padre, al tomar la copa, / me hablaba de Zapata y de Villa, / Soto y Gama y los Flores Magón. / Y el mantel olía a pólvora. / Yo me quedo callado: / ¿de quién podría hablar?”.

Publicó su primer poema a los 17 años, titulado Cabellera, que reprodujo dos años después en su primer libro, Luna Silvestre (1933): “Cabellera/ -cambiante de olas-/ apenas presentida; irreal;/ como deseo de viaje,/ como la sombra del rumor del viento/ en el corredor del mar”. Atribuía su afición a la poesía a sus tempranas lecturas del poeta estadounidense T.S. Eliot. 

Raíz de hombre (1937), Entre la piedra y la flor (1941), Libertad bajo palabra (1949) –que el poeta consideraba su “verdadero primer libro”–, Águila o sol (1951), Piedra de sol (1957), La estación violenta (1958), Ladera este (1969), El Mono gramático (1974), Pasado en claro (1975), Vuelta (1971) y Árbol adentro (1987) son algunos de los títulos que recogieron su obra poética, en la que confluyen la soledad, la sensualidad y la belleza como temas recurrentes.

Hizo periodismo en diarios, revistas y canales de televisión. En 1971 fundó la revista Plural, como suplemento cultural del diario Excélsior, que cerró en 1976 tras la remoción del director del periódico, Julio Scherer,  en un golpe atribuido al entonces presidente Luis Echeverría en represalia por la posición crítica que mantenía ese influyente medio. Inmediatamente después fundó la revista Vuelta, que dirigió hasta su muerte.

A sus 35 años, estando en misión diplomática en Francia, escribió y publicó su ensayo más emblemático, El laberinto de la soledad, un “ejercicio de la imaginación crítica” –como lo llamó el mismo autor– sobre el mexicano y la mexicanidad, en el que sostiene que “la historia de México es la del hombre que busca su filiación, su origen”, que “México está tan solo como cada uno de sus hijos” y que “el mexicano siempre está lejos, lejos del mundo, y de los demás. Lejos, también de sí mismo”.

El ensayo se publicó inicialmente en la revista Cuadernos Americanos en 1949 y un año después en libro, pero la edición revisada y definitiva salió nueve años después, en 1959. Como dijo el escritor y filósofo mexicano Alejandro Rossi, colaborador de Paz, se trata de un clásico que dejó una honda huella en México, como “auténtica introducción al país y a su historia”, un “libro maestro” que guía y orienta sobre el ser de México y los mexicanos, y que, por lo mismo, provocó críticas y grandes polémicas entre sus contemporáneos.

Paz plasmó sus ideas políticas y filosóficas en ensayos y artículos periodísticos, en los que reflejó su pasión libertaria y su aversión a los sistemas e ideologías totalitarias. Tras El laberinto de la soledad, publicó El arco y la lira (1956), Las peras del olmo (1957) y El ogro filantrópico (1979). 

En Posdata (1970) amplió las reflexiones que formuló en El laberinto de la soledad  y en Tiempo nublado (1983) expuso sus últimas preocupaciones sobre el mundo que le tocó vivir.

Fue maestro rural y dio clases en rancherías de Yucatán, una experiencia que reflejó en su libro Entre la piedra la flor. Allí conoció a la que sería su primera esposa, la escritora Elena Garro (Los recuerdos del porvenir), y escribió una canción ranchera, Sueño de amor, con música de Manuel Esperón, que interpretaría Jorge Negrete en la película El rebelde (1943).

Un compañero de secundaria, el anarquista catalán José Juan Bosch y Fontseré, hijo de un exiliado, lo aproximó a la historia y a la política. El poeta lo reconocía como un “auténtico hombre de izquierda” y como mentor. “Nos enseñó a desconfiar de la autoridad y del poder; nos hizo ver que la libertad es el eje de la justicia. Su influencia fue perdurable: ahí comenzó la repugnancia que todavía siento por los jefes, las burocracias y las ideologías autoritarias”, escribió en una ocasión.  “A él le debo mis primeras lecturas de autores libertarios”.

Era la época en que creía en el socialismo y se consideraba militante de la causa revolucionaria universal. Como él mismo relató en varias ocasiones, adhirió a las ideas de izquierda consciente del momento histórico de la primera mitad del siglo pasado, que colocó a su generación en la disyuntiva de elegir entre el fascismo y el comunismo: “Yo me identifiqué con la gente de izquierda”.  

A principios de la década de los 30, conoció al poeta Rafael Alberti, comunista de hueso colorado, quien le dijo que su poesía no era social y que, por el contrario, era contradictoria con su ideal revolucionario.  A pesar de ello, el propio Alberti y Pablo Neruda lo invitaron al II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura, realizado en julio de 1937 en Madrid, Barcelona y Valencia, en plena Guerra Civil. Allí hizo amistad con André Malraux, John Dos Pasos, Ernest Hemingway, Alejo Carpentier, Nicolás Guillén, César Vallejo y Antonio Machado, entre otros poetas y escritores que apoyaban la causa republicana española. 

“Es natural sentir un poco de ternura por el muchacho que fuimos, pero un poco de ironía y dos o tres coscorrones no le harían daño a ese fantasma juvenil”, diría 40 años más tarde en una entrevista. Recordó, a manera de justificación, que Adolf Hitler era la amenaza de la época y que la Revolución Rusa de 1917 había encendido una gran esperanza, pero “ahora sabemos que ese resplandor, que a nosotros nos parecía el de la aurora, era el de una pira sangrienta”.

Sus opiniones solían estar marcadas por el escepticismo, cuando no por el pesimismo: “Las revoluciones –decía– se han petrificado en tiranías desalmadas, los alzamientos libertarios han degenerado en terrorismo homicida. Occidente vive en la abundancia pero corroído por el hedonismo, la duda, la dimisión. En el llamado Tercer Mundo: dictaduras, luchas intestinas y guerras exteriores, matanzas que dejarían boquiabiertos a los asirios, los tártaros y los aztecas”.

Según el poeta, “asistimos el ocaso de las utopías, lo mismo las capitalistas que las socialistas”, a raíz del fracaso de los grandes proyectos históricos. “Veo una ausencia de proyectos”, declaró desolado al periodista Julio Scherer, director de la revista Proceso. “Si vuelvo la cara a la derecha, veo a gente atareada haciendo dinero, si la vuelvo a la izquierda, veo gente atareada discutiendo. Las ideas se han esfumado”.

Ha sido definido con frecuencia como anarquista, tanto por sus ideas libertarias como por su aversión a la omnipresencia del Estado, ese “monstruo frío”, el “ogro filantrópico”,  que “a todos amenaza en el mundo”. 

Llamó a “luchar contra la estatificación universal” y dijo que, si ha de surgir un nuevo pensamiento revolucionario, “tendría que absorber dos tradiciones desdeñadas por Marx y sus herederos: la libertaria y la poética”.

Criticó a la derecha “acomodaticia y oportunista”, que sólo ve al país como un campo de acciones lucrativas, y estigmatizó a la izquierda “murmuradora y retobona”, que “piensa poco y discute mucho”. Pero sus verdaderas “obsesiones” fueron la Unión Soviética (“peste totalitaria”) y el marxismo (“opio de los intelectuales” y “superstición del siglo XX”). Fue uno de los primeros intelectuales latinoamericanos en denunciar la existencia de campos de concentración en la desaparecida Unión Soviética y la falta de libertades en Cuba. 

A quienes le censuraban haber equiparado a Fidel Castro con Augusto Pinochet, les respondía que “condenar los crímenes de los generalotes y generalillos es un ritual sin riesgos”, mientras que “el examen de los regímenes llamados socialistas es un trabajo de análisis histórico”, porque “por un colosal equívoco, esos regímenes se ostentan como los herederos de las tradiciones más nobles de la Historia moderna: el socialismo”.

Activistas de izquierda quemaron su efigie frente a la embajada de Estados Unidos en 1984 a raíz de las críticas que había formulado al régimen sandinista de Nicaragua; tras la caída del Muro de Berlín, en 1989, fue blanco de nuevos ataques por parte de la izquierda por haber proclamado a través de la televisión: “¡El socialismo ha muerto, viva la libertad!”.

Negaba, sin embargo, ser antisocialista: “yo no rechazo la solución socialista. Por el contrario, el socialismo es, quizá, la única salida racional a la crisis de Occidente”, afirmaba, pero a continuación distinguía entre la “ideocracia” soviética y el socialismo que respeta las libertades y el pluralismo democrático.

Sin una salida que ofrecer entre el “impasse” al que ha sido conducida la humanidad por el capitalismo y el colectivismo, según decía, proponía “inventar soluciones”. “Si el almacén de proyectos históricos que fue Occidente se ha vaciado, sostenía, ¿por qué no poner en entredicho los proyectos ruinosos que nos han llevado a la desolación que es el mundo moderno y diseñar otro proyecto, más humilde pero más humano y más justo?”.

Siendo embajador en India, Paz renunció a una larga carrera diplomática como protesta por la matanza de Tlatelolco (1968), convencido de que el escritor no tiene deberes específicos con su país, sino “con el lenguaje y con su conciencia”. Tarde o temprano –afirmaba–, “tropieza con el poder”. Sin embargo, no predicaba la abstención: “los intelectuales pueden ser útiles al gobierno, a condición de que sepan guardar la distancia con el príncipe”.

Vargas Llosa dijo que Paz fue uno de los intelectuales que más lúcidamente se enfrentó a la profunda revolución de la vida política y de la cultura de nuestro tiempo, a las profundas transformaciones políticas, sociales e históricas que “hicieron trizas las antiguas certidumbres” y “los viejos patrones convencionales”, como la definición entre derecha e izquierda.

No todos pensaban lo mismo. Quienes discrepaban con su disidencia y sus ideas libertarias le reprochaban la “visión orwelliana” y la “imagen apocalíptica” que ofrecía del tiempo que le tocó vivir. Al referirse a su “mensaje desolador” sobre “el fracaso de la humanidad”, uno de sus críticos lo describió como “un hombre solitario que se cree aprisionado en un mundo incomprensible, ajeno y hostil”.

Dos días antes de la navidad de 1996, ya gravemente enfermo de flebitis, un pavoroso incendio destruyó su lujoso departamento de la colonia Cuauhtémoc, en el Paseo de la Reforma, donde residía con su esposa Marie Jose Tramini. En cuestión de minutos las llamas consumieron su colección de libros,  los muebles y las pinturas que colgaban en las paredes. Nunca pudo superar ese golpe. Falleció 15 meses después en una casa que le proporcionó el gobierno de la ciudad en el barrio de Coyoacán, la Casa Alvarado. A la flebitis se le había sumado un cáncer fulminante.

Tenía fama de ser un hombre inflexible, incluso huraño, tal vez por sus posiciones políticas, pero sus amigos sostenían que, por el contrario, era una persona amigable y con mucho sentido del humor. Seguidor de algunos programas de televisión, era aficionado a la serie  Los Simpson. En una entrevista reconoció que interrumpía su rutina de escritor a las siete de la noche para ver las aventuras de la familia amarilla, porque, según dijo, “nos resumen”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 13 de octubre de 2019

Xavier Albó, un cura “librepensante”, especialista en “patios traseros”

Sabía poco de Bolivia, casi nada, cuando su superior le comunicó que la Compañía de Jesús le había elegido ese destino para que desempeñara su ministerio sacerdotal. Recordaba que era un país con dos capitales, pero no imaginaba que a su llegada se encontraría con dos países fundidos en uno solo: una Bolivia urbana y otra rural, totalmente indígena. El día que las conoció, se enamoró de ambas y las hizo suyas. Xavier Albó Corrons sintió entonces que había vuelto a nacer y decidió que no retornaría nunca más a su Cataluña natal.

Arribó a Cochabamba el 9 de junio el 1952, con 17 años recién cumplidos. Bolivia vivía bajo el signo del cambio, en plena efervescencia  revolucionaria. Obreros y campesinos recorrían el campo y las ciudades con el fusil al hombro tras el triunfo de la insurrección del 9 de abril, un movimiento que buscaba, precisamente, la integración de las “dos Bolivias”. Si el descubrimiento del mundo indígena le causó asombro, mayor fue su sorpresa al toparse con un pueblo rebelde y levantisco que tres meses antes había impuesto sus reivindicaciones a punta de bala y dinamita.

Poco dado al trabajo de sacristía, “librepensante” y obrero de los “patios traseros”, como denomina a las regiones marginadas de América Latina, Xavier Albó es un “cura raro” o “atípico”, como suele describirlo la prensa. Se enamoró de las “dos Bolivias”, cierto, pero desde el principio optó por una de ellas, por la profunda, la más postergada, la de los indígenas.

Como dice Gloria Ardaya, la activista que convivió con él y otros jesuitas en la comunidad de Los piadosos en los años 70, hizo de los indígenas su “causa mayor”. Y en esta labor, que él tomó como una auténtica misión pastoral, nunca le importó –según su biógrafa, Carmen Beatriz Ruiz– que le llamen “cura de mierda” por andar “levantando indios”. 

Se lo tiene por hacedor y forjador de líderes indígenas y campesinos, pero él, con la modestia y el buen humor que le caracterizan, afirma que si eso fuera cierto, los habría hecho mejor. No hizo a Evo Morales, pero tiene una gran influencia sobre él, a tal punto de que el Presidente se refiere a él como “mi padre Albó”, pese a que le ha dicho en su cara muchas verdades. Tampoco presume de su influencia, porque, según admite, Evo es “inasesorable”,  un animal político “muy vivo”, que al final hace lo que quiere.

Con la barba crecida, abundante y desprolija, suele cubrirse la calva con un lluchu o una boina vasca, según apriete el frío. No le importa mucho el “buen vestir”, como él mismo dice, porque no lo hace para lucir. Le basta con una tenida de chompas de lana de llama y un par de ponchos, una indumentaria que agrega otro detalle “típico” a ese aspecto “singular” al que alude la prensa.

“Una vez me topé con una pobre muchacha en una calle de Buenos Aires y al verme salió corriendo, despavorida… Seguramente pensó que era un sátiro”, solía contar entre risas. A decir de uno de sus compañeros “descurados”, como él llama a los jesuitas que colgaron los hábitos, se parece más bien a un patriarca salido del Viejo Testamento. 

Doctor en Lingüística, Antropología y Filosofía y licenciado en Teología, no presume de ninguno de sus títulos. “¡Llámame p’ajla, como todos!”, propone, anticipándose a quienes se dirigen a él con el “padre” o el “doctor” por delante. Además de sus idiomas maternos, el catalán y el español, habla francés, inglés y algo de alemán. Como sacerdote, aprendió latín, y ya estando en Bolivia, el quechua y al aymara, sus “lenguas favoritas”. 

Pero, ante todo, es un investigador de “campo traviesa”, porque ha recorrido el mundo rural al derecho y al revés cual atleta de la especialidad. Ha donado su biblioteca a la fundación que lleva su nombre. Como el excanciller David Choquehuanca, a quien quería como sucesor de Evo, dice que también ha leído en las arrugas de los ancianos. 

Carmen Beatriz Ruiz lo describe como un hombre que “no tiene miedo nunca de decir lo que piensa, aunque sea  pateando el tablero y en la cara de quienes lo están adulando”, que “mira de frente a los años y a la muerte, con una agenda de proyectos y pendientes que cansarían a una quinceañera”, y como “un hombre a quien no le pesa sentarse a la mesa con moros y cristianos si se trata de una oportunidad para vender su charque o para facilitar el diálogo”.

Nació en La Garriga, un municipio de Barcelona, el 4 de noviembre de 1934, dos años antes del estallido de la Guerra Civil española (1936-1939). Ubicada en la comarca del Vallés Oriental y famosa por sus aguas termales, La Garriga fue una de las poblaciones catalanas más castigadas por los bombardeos franquistas.

El conflicto armado marcó su vida y la de su familia, no sólo porque su padre fue asesinado durante la conflagración, sino porque definió su destino. Su madre, Assemta Corrons, se hizo cargo de él y sus cinco hermanos, pero, en plena guerra, apareció un tío que sería fundamental en su futuro, el  tío Miguel, quien, a pesar de tener ocho hijos, acogió y ayudó a los Albó. Fue él quien lo inscribió en un colegio jesuita, situándole, sin quererlo, en el camino que seguiría el resto de su existencia. “El destino pone a cada uno en su lugar”, diría años después. 

Su madre fue su primera maestra, la que le enseñó a leer y escribir, primero en catalán y después en español. Su afición por las lenguas originarias le viene, pues,  de su experiencia infantil. Era la época en que el catalán –al igual que el vasco y el gallego– estaba confinado a la intimidad del hogar, debido a la represión del régimen franquista, que no aceptaba las lenguas regionales. “Esta presión contra mi lengua originaria me marcó mucho desde pequeño”, rememoró en una ocasión.

Ingresó a la Compañía de Jesús a sus 16 años, en 1951. Tenía otras opciones, los Capuchinos y los Benedictinos, pero se decidió por los jesuitas. Piensa que fue “a buena hora”, por “la apertura que tienen los jesuitas a nivel mundial y la cantidad de cosas que se puede hacer siendo jesuita”, que probablemente no hubiese podido hacer en otras órdenes. Tenía cuatro meses de haber iniciado el noviciado cuando el Provincial de la Compañía le propuso venir a Bolivia. “Fue una decisión de mis superiores de la que yo estoy muy contento”, asegura.

Eran tiempos en que la Compañía de Jesús tenía “supernumerarios” –como dijo el padre José Gramunt, quien llegó a Bolivia con Albó– y se daba el lujo de “exportar” misioneros a todo el mundo, principalmente a África y América Latina, para suplir la falta de vocaciones religiosas en esas regiones. El papa Pío XII encargó a los jesuitas catalanes que apoyaran a Bolivia y Paraguay. “En dos años, nombraron a 80 jesuitas. Yo fui uno de los elegidos”, recordó.

Con él llegaron –al mismo tiempo o poco después– otros jesuitas que tuvieron una gran influencia política y social en Bolivia, como Gramunt, José Prats, Josep Barnadas, Luis Espinal, Pedro Negre, Luis Alegre y Federico Aguiló, entre otros, quienes participaron activamente en la conformación de Iglesia y Sociedad en América Latina (ISAL), una institución promotora del diálogo entre marxistas y cristianos, y la Comisión de Justicia y Paz, pionera en la defensa de los derechos humanos.

Cuando llegó a Cochabamba, “con pelo y sin barba”, usaba todavía sotana y el típico cuello blanco clerical. Tenía cabello, sí, pero también tonsura, el círculo rasurado en la coronilla que indicaba su consagración a Dios, hoy en desuso, al igual que el hábito. Y así, “sotanudo”, se montaba en los camiones destartalados que recorrían el valle cochabambino, entre fardos de fruta y verdura  o compartiendo espacio con vacas y ovejas.

Se instaló en Cliza y lo primero que hizo fue aprender el quechua, que él consideraba imprescindible para cumplir su misión evangelizadora. Al principio no hablaba un quechua fluido, sino el modesto “quechuañol” de todo aprendiz. Hizo su tesis doctoral en Cornell, precisamente, sobre el método de enseñanza de esa lengua.

Tras terminar su formación en Barcelona, Cornell y Quito, retornó a Bolivia para dedicarse por completo a desentrañar el mundo indígena. Lo hizo individual y colectivamente, al frente del Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (Cipca), del que es su fundador. “Xavier es un trabajador compulsivo. Vive para trabajar al servicio de indígenas y campesinos”, dice Gloria Ardaya.

Gloria lo conoció en 1970, recién llegado de Cornell, cuando se integró, junto a su pareja e hijo, a la Comunidad Los Piadosos, una casa que compartía Albó con un grupo de jesuitas y laicos en la calle Illampu 733. Allí también vivieron “los Luchos” –Espinal y Alegre–,  Josep Barnadas, Óscar Eid y Hans Moeller, entre otros, “cuando la represión de la dictadura banzerista lo permitía”.

“La tarea de Xavier era la de lavar los platos por sus dificultades para cocinar. Conmigo tenía problemas porque mi hijo Luis Ernesto desordenaba sus libros y jugaba con las antiguas cintas de su grabadora, su principal instrumento de trabajo. Un día me amenazó: ‘lo que haga Luis Ernesto en mi habitación yo haré en la tuya’. Días después mi hijo se hizo popó en la suya y hasta ahora estoy esperando que cumpla su amenaza”, recuerda Gloria.

Allí fundó Cipca  (“en mi cuarto y sin un peso”) y allí desarrolló gran parte de su monumental trabajo académico. Era una “una casa abierta”, por donde pasó mucha gente, como Gregorio Iriarte, Amparo Carvajal, Olivia Harris y Filemón Escobar, quien se encontraba clandestino. 

En esa época, según Gloria Ardaya, Albó “no se involucraba mucho” en actividades propiamente “políticas”, a diferencia de “los Luchos” y otros jesuitas, que fueron activos en la conformación de la Comisión de Justicia y Paz y en la redacción de un famoso documento –Evangelio y violencia–, que denunció la violación de los derechos humanos en la dictadura banzerista.

“Estoy convencida de que su politización comenzó con su participación en la huelga de hambre junto a Luis Espinal y se profundizó con el asesinato de Lucho”, sostiene. Albó y Espinal acompañaron la huelga de las mujeres mineras que arrancó la amnistía general a la dictadura banzerista en enero de 1978.

Espinal fue asesinado el 21 de marzo de 1980, cuatro meses antes del golpe de Luis García Meza. Para entonces, la Comunidad ya se había trasladado a Miraflores, al final de la calle Díaz Romero. Con el golpe,  todos abandonaron la casa y no volvieron a vivir juntos. “Ninguno volvió a ser el mismo. Pese a ello, el espíritu de la Comunidad sigue y nos reunimos cada vez que podemos. Es nuestra familia”, dice Gloria.

Fue la época en que muchos jesuitas “se descuraron”, unos a causa de la militancia política, otros por haber optado por el matrimonio. Albó no regresó al San Calixto, la residencia habitual de los jesuitas, sino que se fue a Qurpa, una obra de la Compañía de Jesús ubicada cerca de Tiwanaku, y después a Jesús de Machaca. Trabajó con los indígenas y vivió como ellos. Si en Cliza quedó la mitad de su corazón, en Jesús de Machaca permanece la otra. “Allí me robaron mi plata, mi corazón y mi honra”, declaró en una oportunidad para subrayar su arraigo.

Cuando Evo lo condecoró con El Cóndor de los Andes, junto a su compañero jesuita Mauricio Bacardit, el 4 de abril de 2016, como reconocimiento a su labor en defensa de la democracia y de los derechos de los indígenas y marginados, Albó le regaló un ejemplar del libro Oraciones a quemarropa, de Luis Espinal, con una dedicatoria que firmó como “librepensante”. De esa manera quiso recordarle que, si bien veía con buenos ojos el llamado “proceso de cambio”, lo hacía desde una posición crítica, no desde el llunk’erío.

Fue precisamente en esa ocasión que le sugirió agregar “dos yapas” a la trilogía andina –ama qhella, ama llullay, ama suwa (no seas flojo, no seas mentiroso, no seas ladrón)–, los principios ama llunk’u (no seas adulón) y el ama k’illi (no callar). Recordando a Espinal, quien dijo que “callar es lo mismo que mentir”, le pidió a Evo “reconocer” que perdió el referendo del 21 de febrero y le planteó “descansar” el próximo período presidencial y “volver” el 2025.

Antes, en una entrevista con Página Siete, declaró que si la derrota que sufrió el MAS en las primeras elecciones judiciales y en las subnacionales de 2015 servía para que el gobierno aprendiera a ser más pluralista, “entonces el batacazo ha sido en buena hora”, que “la derrota electoral sea una llamada de atención para rectificar”.

A Evo no le gustó que hablara de derrota. “Mi padre Albó no puede mentir, no puedo creer que un padre mienta (…). Yo de frente digo que hemos ganado”, declaró. Albó le respondió: “Evo tiene razón, pero yo también”, porque, efectivamente, el MAS ganó a nivel nacional, pero perdió en La Paz, El Alto y en otros municipios donde había ganado anteriormente.

No fue la única vez que aireó sus discrepancias. También le criticó haber “postergado demasiado la búsqueda de un sucesor”, dijo que el proceso de cambio “nació medio jodido en algunas cosas, aunque no tantas como ocurrió después”, y que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Nunca negó su adhesión al “proceso de cambio”, pero ha dicho que si hubiese tenido que levantar el puño izquierdo, como saludan los masistas, hubiese levantado al mismo tiempo la mano derecha con la señal de la cruz. Tras el fallo del Tribunal Constitucional que autorizó la reelección vitalicia, estuvo barajando la posibilidad de devolverle a Evo el Cóndor de los Andes, pero también llegó a la conclusión de que “aunque le devuelva diez condecoraciones, el Evo es el Evo y hace lo que le viene bien”.

Al recibir el doctorado Honoris Causa de la Universidad de San Andrés, dijo que prefiere mil veces hacer lo que hace, “en lugar de perder el tiempo en cosas burocráticas”, porque “más vale morir viviendo que vivir muriendo”.  Así se las gasta este cura “librepensante”, “especialista en patios traseros del continente”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 22 de septiembre de 2019

Pérez Alcalá, el hacedor de colores

El color es tan importante como el sabor, decía, mientras dejaba que las verduras se cocieran a fuego lento en su propio jugo. “¡Sería un crimen freírlas!”. Con la fritura, sostenía, no sólo pierden su aroma natural, sino también su frescura y tonalidades. La sartén lucía como un jardín, con los pimientos, el brócoli, el ajo y la cebolla crepitando sobre la plancha.

“Cuando están perladas, como la hierba con el rocío de la mañana, están listas”, era el momento de volcar los langostinos, los camarones, los mejillones y el vino blanco. Tres o cuatro vueltas, lo suficiente para que los mariscos adquirieran su tono sonrojado, y el chupe lucía como un plato de cualquiera de sus bodegones.

Ricardo Pérez Alcalá, el acuarelista, arquitecto, dibujante, poeta, ajedrecista y chef autodidacta nacido en Potosí un 30 de julio de 1939, manejaba los utensilios de cocina con la misma habilidad que la paleta y el pincel, porque las viandas, como las pinturas, debían entrar por la vista. Puesto a cocinar, los fogones no eran otra cosa que un soporte para la creación, como un caballete o una mesa de dibujo. “¡Es una obra de arte!”, presumía al servir sus pucheros.

Descrito por los críticos como “maestro de los colores imposibles”, “alquimista de la acuarela” y “realista mágico”, Perico, como lo conocían sus amigos, era un hacedor de colores. Descubría la belleza literalmente debajo de las piedras, en zaguanes oscuros, puertas astilladas, ventanas desvencijadas y muros devastados por el tiempo, donde los simples mortales veíamos únicamente escombros. A pesar de su agnosticismo, gustaba de imaginar a Dios con una paleta  en la mano pintando el universo en siete días, porque “¡alguien tuvo que crear tanta belleza!”.

“¿Qué haces?”,  le pregunté a manera de saludo durante una visita en su pequeño estudio  de la capital mexicana, allá por los años 80. “Colores”, me respondió. No los inventaba. Los encontraba donde nadie los veía. “Están ahí, en la naturaleza de las cosas…”, explicaba. Y los recreaba.

Lucía una barba negra, espesa y desordenada, su marca de identidad, que recordaba a un Marx sesentón; vestía camisas oscuras, pantalones de pana y llevaba la también característica gorra con visera a lo Lenin, una imagen que, en todo caso, no tenía ninguna connotación ideológica, porque siempre se mostró reacio a la política, actividad de la que decía que chocaba con el buen gusto.

Solía madrugar para recorrer los alrededores de La Paz y observar las sombras que proyectan los cerros gredosos durante los amaneceres. “¡Mira!, parecen castillos medievales”, me dijo durante uno de esos recorridos, mientras apuntaba con el índice las manchas fantasmagóricas que se descolgaban del horizonte trazado por las montañas.

En su búsqueda de colores y tonalidades, recogía piedras de diferentes formas y texturas de los lechos de los ríos, recorría barrios marginales y visitaba pueblos perdidos del campo, fotografiando con la memoria patios y rincones carcomidos por la humedad, paredes descascaradas, muebles despachurrados, portones añosos y tinajas desportilladas que luego cobraban vida con sus pinceles.

Nació en Potosí, en las faldas del Cerro Rico, cuando la población de la Villa Imperial no sobrepasaba los 200 mil  habitantes. Se crió arropado por las leyendas del cono de la abundancia, cuyas tonalidades ocres, cobrizas, grisáceas y rojizas marcaron su imaginación infantil y le enseñaron que es la luz la que descifra los colores, puesto que la plata no es plateada ni el oro es dorado en el vientre de la naturaleza. 

También recorrió las regiones más benignas del departamento, como Betanzos, Tarapaya, Don Diego, Miraflores y Chaquí; conoció el verdor de los valles de los Lípez y los Chichas y descubrió que la geografía potosina albergaba los colores del arco iris y algunos otros por conocer.

Fue su maestro de la escuela Alonso de Ibáñez, quien descubrió su talento a temprana edad, al ver los retratos que hacía de sus compañeros de salón, e inscribió al niño dibujante con dinero de su propio bolsillo en la Escuela de Bellas Artes de Potosí. A sus 12 años ganó el Premio Nacional de Pintura Infantil y a los 15 presentó su primera exposición. 

Terminados sus estudios secundarios, a los 18 años, se trasladó a La Paz para estudiar arquitectura, a la que reconocía como “la madre de todas las artes”. Realizó exposiciones en La Paz, Sucre y Cochabamba, y ganó varios premios, entre ellos los de acuarela del Salón 14 de Septiembre de Cochabamba (1969 y 1971) y del Salón Pedro Domingo Murillo de La Paz y el Gran Premio Nacional de Pintura Pedro Domingo Murillo (1971).

Cuando partió rumbo a México, era un artista maduro, pero desconocido fuera del ámbito nacional. En México encontró el ambiente propicio para su desarrollo. Reconocía su estancia de 14 años en ese país, entre 1978 y 1992, como la más fecunda de su vida. “Gané cuatro premios nacionales y vendía hasta mis garabatos; mis apuntes eran requisados por la dueña de la galería que compraba toda mi obra por adelantado”, le confió a la periodista Isabel Mercado.

Efectivamente, en México ganó el Premio Nacional de Acuarela en cuatro ocasiones (1983, 1984, 1985 y 1989). Fueron los más significativos de su carrera, aunque, con  la modestia que le caracterizaba, no le asignaba al galardón mayor importancia. “Incluso me lo dieron a mí…”, comentaba con el humor ácido con el que solía referirse a sí mismo. Expuso en Brasil, Ecuador, Panamá, México, Estados Unidos,  Francia, España y Rusia. En 2009, recibió el Gran Premio de la Tercera Trienal Internacional de Acuarela, en Santa Marta, Colombia.

No llevaba la cuenta de los cuadros que había pintado a lo largo de su carrera desde el lejano día de su infancia que vendió en el boulevard potosino una pequeña acuarela, en la que había pintado dos salteñas junto a una botella de cerveza y un vaso medio vacíos. Sin embargo, “a ojo de buen tinajero”, calculaba que había producido más de 6.000 piezas entre acuarelas, óleos, dibujos y bocetos.

Utilizaba una técnica que él denomina “acuarela sobre tabla” –“mis tablitas”, decía–,  consistente en un preparado de yeso sobre una superficie de madera. Según el crítico Harold Suárez Llápiz, esa técnica “compleja y extravagante” le permitía dotar al color de “mucho más brillo e intensidad”, al reducir el efecto de la absorción del papel.

Pintaba con el corazón. La poeta y ensayista Blanca Wietüchter, quien le dedicó un libro (Pérez Alcalá, o los melancólicos senderos del tiempo), recordaba que el pintor amaba el ajedrez como un “resquicio de la racionalidad”, que le permitía “hacer trabajar la otra parte del cerebro”, porque para pintar trataba de liberarse de todo sentido racional. Lo hacía con el sentimiento. “Mi objetivo es lograr el misterio inexplicable e irrepetible en todas las facetas del arte”, le dijo a la periodista María Angélica Kirigín.

“Manejaba de manera magistral la luz” y con “una paleta sobria y elegante, imprimía en sus acuarelas misteriosas atmósferas inquietantes”, escribió Suárez Llápiz, quien describe al potosino como un “extraordinario colorista”, un “esteta cultivado”, que “resolvía cada pieza con un minucioso manejo técnico aprovechando muy bien los efectos pictóricos muy luminosos y los tonos de luz ligera y traslúcida que ofrece esta compleja técnica a través del blanco papel de acuarela”.

Como recuerda su biógrafo Marcelo Paz Soldán, Pérez Alcalá llegó a formular su propia teoría, la teoría de los “colores imposibles”, a partir de la constatación de que “el color es luz”. El acuarelista “maneja de manera sublime elementos de la composición pictórica como la luz y el color que, al combinarlos, hacen del suyo un arte único”, apuntó.

Pérez Alcalá le dijo a Isabel Mercado que la pintura debía estar estructurada en “un dibujo riguroso y un estudio del color profundo”, ambientada en una atmósfera propicia y realizada con una técnica depurada. “Sólo quien demuestra que es capaz de dibujar, crear y pintar con el mismo genio puede darse el lujo de dar cinco brochazos y sostener que eso es arte”, señaló. Al fin y al cabo, sostuvo en esa entrevista, “el arte es una mentira en busca de una verdad”.

También incursionó en el muralismo y la escultura. Como arquitecto, diseñó estructuras de gran relevancia, como la Iglesia de San Miguel, en Calacoto, y la Iglesia del Corazón de María, en Miraflores; la Piscina Olímpica y la Normal Simón Bolívar, ambas en Alto Obrajes; la Capilla de San Silvestre, en Aranjuez, y varias residencias del sur de La Paz. Su obra escultórica más conocida es el monumento conmemorativo de la presencia boliviana en el Puerto de Ilo, titulado Boliviamar (1999).

Era conocido por su sentido del humor. “Los grandes genios han muerto relativamente jóvenes… Y yo ya me estoy sintiendo un poco mal…”, bromeaba. Como recuerda su amigo Carlos Toranzo, vivía “con el humor a flor de labios” y no temía reírse de sí mismo.

Extraordinario dibujante y caricaturista, desplegó su humor en la revista satírica Cascabel, que dirigía José Pepe Luque en los años 60, donde firmaba como Cardo, con una C en forma de penca de tuna, que definía muy bien el carácter “espinoso” de sus caricaturas.

“Ricardo tuvo un paso casi fugaz por la revista, pero no muy fácil de olvidar. Su carácter bonachón, con su risueño rostro de ojos saltones y su particular forma de hablar, nos conquistó al momento. Era un observador como nadie, muy agudo y audaz en sus trazos como caricaturista. Pero un día, así como llegó, se fue con sus sueños de ser arquitecto”, rememoró Pepe.

Eran legendarios sus duelos, a chascarrillo limpio, con el poeta y periodista Coco Manto (Jorge Mansilla Torres) y el médico forense Rolando Costa Arduz, a cual más agudo e ingenioso. Con Carlos Toranzo había planificado instalar una salteñería de nombre sugerente:  El Jigote de la Mancha.

Durante una tertulia en México, sorprendió a sus amigos con un poema de su puño y letra, que aparentemente aludía a su difícil inicio en México. “Este es el lugar/ Este es el lugar del hombre/ que llegó de lejos y está parado./ Aquí está el rincón del hombre/ que llegó de lejos, está ilegal y desocupado./ Aquí se encuentra la humedad del rincón/ del hombre que vino de lejos con toda su carga/ y está agobiado. / Este es el lugar del hombre que llegó/ de lejos con tanto lastre/ sobre los hombros, la cabeza y el alma (….)”.

Coco Manto se refirió a esa desconocida faceta del acuarelista en un homenaje realizado en el Museo de la Acuarela Mexicana, en diciembre de 2013.  Recordó que “la pintura es poesía esparcida de palabras con identidad en los colores” y que “la poesía es una pintura que flamea en el color de las palabras”.  “En su raíz esencial –señaló–, todo pintor es un poeta. Y viceversa, viceverso. Color, calor. Los artistas crean para conmover o remover, no para convencer. Por eso los pintores dicen no me veas, siente. Y los poetas y escritores: no me crean, lean”.

Contó con alumnos excepcionales, como Mónica Rina Mamani y Rosemary Mamani Ventura, de quienes se declaraba admirador. “¿Qué puede enseñar alguien que ha sido superado por sus alumnos?”, repetía orgulloso. Decía que el talento no servía de nada si no está respaldado por el trabajo. “El que escucha, olvida; el que mira, recuerda; el que hace, aprende”, repetía.

El poeta y periodista Rubén Vargas resumió los atributos del artista en pocas palabras: “Una gran pintura, un enorme sentido del humor y un exquisito paladar”.

El pintor falleció el 23 de agosto de 2013 bajo el techo de la casa-taller que él mismo diseñó como arquitecto y tardó en construir más de 10 años, frente a los cerros de Irpavi, donde recreó su mundo de luz y color, con la misma perfección de sus acuarelas, con las piedras del altiplano, los adobes de noble textura, las maderas labradas a mano y los mármoles azules que inspiraron su trabajo, porque –según decía– quería vivir dentro de una verdadera obra de arte. Vivir como un artista, pero también morir, “con el último brochazo”, para replicar el autorretrato que él mismo denominó Reclinado sobre mi tumba, una acuarela que lo muestra inclinado sobre una lápida.

Dibujo de Pepe Luque

Página Siete – 18 de agosto de 2019