Presentación de “Figuraciones”

Agradezco a Amalia sus comentarios; le agradezco también por haberme acompañado en el proceso de creación de estos cuentos. Sus generosas opiniones, así como las que me hicieron llegar otras queridas amigas y amigos, me alentaron a dar vida a estas figuraciones.

Me refiero a la periodista y escritora argentina Victoria Azurduy, a la escritora chilena Odette Magnet, al poeta, escritor argentino y columnista del diario Clarín de Buenos Aires Miguel Espejo y al entrañable pintor boliviano Luis Zilveti, cuyos comentarios, que aparecen en la contratapa del libro, me ayudaron como ya dije a emprender esta aventura.

Una de las preguntas más recurrentes que me han formulado los amigos y colegas periodistas es, precisamente, qué me impulsó a incursionar en la ficción tras haber dedicado mi vida profesional al periodismo; cómo se dio esa transición del relato periodístico al literario; cuándo y en qué momento.

Tal vez, como declaré en alguna entrevista, por la necesidad de transmitir vivencias, imágenes, sensaciones y percepciones que no tienen cabida en una crónica o en un reportaje, menos aún en una noticia.

Como sabemos todos los ejercemos este oficio, las estructuras periodísticas, incluso las más flexibles, como el formato de la crónica, tienen reglas rígidas que no permiten fantasías ni “figuraciones”.

Es, pues, yo diría, la necesidad de expresión que siente todo periodista cuando no encuentra asidero para contar una historia que la percibe como cierto o probable.

La creación literaria es un acto individual, muy personal. Uno escribe, tal vez, para uno mismo, por la necesidad que tienes de volcar sentimientos que llevas dentro y que de otra manera no encontrarían salida, a diferencia del periodismo, que es un oficio nacido para contar las cosas de los demás.

En todo caso, esta transición no debería llamar la atención, porque, como decía un gran amigo y colega español, el corresponsal de guerra Manu Leguineche, a quien suelo citar a menudo, el periodismo y la literatura son orillas de un mismo río. O en palabras del periodista mayor, Gabriel García Márquez: son hijos de la misma madre, la narrativa. Y en el peor de los casos, primos hermanos, pero parientes de un mismo linaje.

Toda narrativa está anclada en la realidad, en percepciones del mundo que nos circunda. La periodística, en hechos, y la literaria, en sensaciones fugaces, en vivencias inacabadas, que dejan profundas huellas en nuestro espíritu y que cobran cuerpo y sentido por obra y gracia de la imaginación.

Es el abordaje de la realidad desde una perspectiva diferente, la exploración de aristas apenas perceptibles por nuestros sentidos. Una búsqueda, si se quiere, porque, como dijo Kafka,  “la literatura es siempre una expedición a la verdad”, una verdad que se hace cierta el momento en que la concebimos.

A García Márquez no le costó trabajo cruzar el río, porque había descubierto que la historia contada en un reportaje o en una crónica no solo podía llegar a ser igual a la vida, sino, más aún, mejor que la vida misma. Es lo que le permitió contar una crónica como un cuento y un cuento como una crónica.

¿Cuándo abandoné la orilla del periodismo para incursionar en la ficción? Tal vez el día en que no pude respaldar con hechos mis propias percepciones, mis intuiciones, las vivencias inacabadas que mencioné al principio.

Siempre me pregunté, por ejemplo, cómo vivió el Che Guevara la agonía de los condenados a muerte, qué le pasó por la mente cuando se dio cuenta de que había llegado su hora final, qué recuerdos le atormentaron o lo consolaron cuando vio entrar al sargento Mario Terán a la escuelita de La Higuera para ejecutar la sentencia del Alto Mando militar.

No pude contarlo en una crónica, puesto que no tenía las evidencias que prescriben las reglas del periodismo, así que intenté reconstruir ese dramático final, esos dos o tres minutos últimos de su vida, en un cuento, en El Espejo, abusando tal vez de una figuración.

Lo imaginé así: (el Che) “sintió que miles de agujas de hielo le atravesaban el cuerpo y le estallaban en el corazón. Se escuchó lanzando un aullido, inaudible, y advirtió que su grito, impotente, quedaba petrificado en una mueca. Se vio suspendido sobre sus despojos, mirándose desde lo alto, y reconoció su rostro a lo lejos como en un espejo, con la claridad de los amaneceres y la transparencia de la que hablaría el trovador. Se descubrió con los mechones desprolijos, sedosos, brillantes; la barba rala y el bigotillo a lo Cantinflas; la boina negra, apoyada sobre la oreja izquierda, con la estrella roja de cinco puntas en la frente; el habano humeante en la boca y la mirada perdida en el infinito. Sonrió, socarrón, mientras la imagen se desvanecía en su propio confín”.

Al comentar este cuento, el historiador Gustavo Rodríguez Ostria, autor de una biografía inédita del Che, también muy generoso en su comentario, dijo que la ficción permite una libertad que el historiador no dispone. Y eso es lo que hice. Llenar con imaginación un espacio que la historia dejó abierto.

Como ya dije toda ficción tiene un anclaje en la realidad. García Márquez decía que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites, pero que la crónica tiene que ser verdad hasta la última coma, aunque nadie lo sepa ni lo crea. Siguiendo el mismo razonamiento, yo diría que el relato literario debe ser verosímil, creíble, aunque no sea cierto.

Los personajes surgen de los pliegues de la memoria, apenas esbozados, escondidos como estaban en rincones desapercibidos, para inventarse a sí mismos y recorrer su propia historia, con el autor como testigo o si acaso como un simple amanuense que se deja llevar por su propia criatura.

Así nació Lenca, la guerrillera que transita por la tierra de los carbones encendidos, el lugar donde vivía la muerte; el Triste Pizarro, un joven condenado a vivir un duelo eterno con la sonrisa vestida de luto, víctima del sino hereditario de los malqueridos; y Casilda, la niña que cree descubrir la certeza que la realidad le negaba detrás de las sombras tortuosas y amenazantes que suelen tejer los ocasos.

Son estos personajes los que dan unidad, si es que tienen alguna, a los siete cuentos del libro: el heroísmo de los derrotados, la audacia de los inocentes, la porfía de los sobrevivientes.

Con los personajes surgen los escenarios y muchas veces son los mismos escenarios los que dan nacimiento a los personajes. Están ahí a la espera de que el autor los rescate. Los paisajes se apropian de las personajes, los recrean y los hacen suyos, hasta convertirlos en ánimas o fantasmas, según los humores y amores que recogen en su transitar por cada entorno.

Así pude entrever las aguas vidriosas, relampagueantes, que pujaban por alcanzar el río, entre guijarros bruñidos por el torrente y el tiempo, en la acequia de la hacienda de la abuela Herminia; el bosquecillo de eucaliptus de un pueblo, cuando ese pueblo todavía no era pueblo, sino apenas una parroquia de chacras y fincas floridas; las selvas pobladas por mil especies de mariposas y cubiertas por cuatrocientas variedades de orquídeas de un escenario bélico; al venado de cola blanca que correteaba en un bosque de mangales; o el firmamento de la gran ciudad que escondía las tres estrellas amarillas con nombres de odaliscas: Sadal-melik, Sadal-suud  y Sadach-bia.

La poesía, si existe, no está en las palabras, sino en los personajes. Nace con ellos y vive con ellos. Si el autor tiene algún mérito, es haberla detectado en las apariencias que dan paso a las figuraciones.  Al fin y al cabo, las apariencias no son otra cosa que realidades que se visten de poesía para burlar los sentimientos.

La creación literaria, como dije,  es un acto individual, muy personal, un acto que abre la puerta a la reflexión, más allá del propósito lúdico del autor. No es que yo crea en la literatura como mensaje, mucho menos como mensaje político, pero si en la introspección de la propia creación.

El cuento Aquí vive la muerte, una frase que recogió una colega mexicana de una campesina salvadoreña, me permitió reflexionar sobre la inutilidad de la lucha armada, la “violencia revolucionaria”, la que alguna vez, siendo jóvenes,  justificamos o toleramos.

“Los muertos nunca son ajenos, todos son propios”, dice Lenca, la guerrillera protagonista.

Es también una condena a las atrocidades de la guerra, como el asesinato del Poeta Mártir, Roque Dalton, a manos de sus propios compañeros de lucha. “Puedo entender la guerra, el combate cara a cara con el enemigo, pero no los ajustes de cuentas entre amigos, los fratricidios y parricidios entre compañeros”, dice Lenca, en otra reflexión autocrítica que la lleva a la revisión de sus propias convicciones.

El guerrillero agónico vive las dudas de todo convencido en el balance de su vida, en el final de su andadura, entre las consignas en desuso que pugnan por liberarse de las ataduras del olvido y las premoniciones que se le atoran en la mente.

O el Cristo ateo subido a la cruz que, en medio del vocerío amontonado de fariseos y samaritanos en túnicas níveas, judíos barbados, plañideras de rebosos enlutados, centuriones plateados y soldados en casacas entorchadas, alcancé a percibir una voz liberadora distante: “Pater in manus tuas commendo spiritum meum”.

Como digo en uno de los epígrafes del libro, a manera de presentación y justificación de mis textos, la ficción cobra vida y recupera certezas cuando la imaginación desvela lo que la realidad oculta.

Mis historias son eso, apariencias que creí observar, figuraciones mías, que quise rescatar por el solo hecho de verlas convertidas en realidad.

Espero que sean de su agrado.

Feria del Libro de La Paz, 25 de septiembre de 2001

Carta pública al periodista Juan Carlos Salazar

Carlos Decker Molina

He decidido dirigir una carta pública al periodista Juan Carlos Salazar del Barrio a propósito  de su libro de cuentos Figuraciones.

Querido Gato, me has conmovido con tu libro de cuentos. Están muy buenos. Como siempre (nos pasa con los que escribimos cuentos), hay súper buenos, buenos, menos buenos, pero siempre buenos. 

Entre los súper buenos está Aquí vive la muerte. ¡Qué historia! Tan bien narrada. La mezcla de aquella vieja mística revolucionaria con la caradurez de los jefes y, además, el  amor en medio de las balas. La poesía y la vida del soldado que se está jugando el pellejo por algunos versos bien aprendidos. Tiene un parentesco político con mi novela El Eco de los gritos

Los primeros cuentos tienen ese guiño campesino de tierra adentro que también está en los textos del mexicano Juan  Rulfo o el peruano Arguedas. Frescos, amorosos, llenos de sentimiento, sin llegar al ismo.

Hay frases inolvidables: “El duelo eterno con la sonrisa vestida de luto” o “el cambio de aire es el mejor bálsamo para el dolor de las horas amargas”. O esa otra: “… en busca de una llave para que le permitiera abrir la puerta de las confidencias”. 

Te diré algo, querido Gato, que me dijeron a mí cuando presenté mi novela Tomasa. Me dijeron: “Ustedes los periodistas ejercitan la escritura de siempre, por eso las novelas o cuentos que escriben no tienen los perifollos de los escritores de capilla”.

Tu cuento del boxeador es otra joya o el de El santo prestado. En fin, tu libro no tiene desperdicio. Esos párrafos del enamorado que lee el horóscopo en un diario y luego en varios, buscando siempre el horóscopo, es la gran metáfora de esas pasiones que no son amor, son metejones que no se olvidan.

Unos cuentos que nos llevan desde los campos floridos de tu Tupiza hasta ese espejo en el que se mira el Che, pasando por las guerrillas salvadoreñas y el México de los amores y el exilio. 

¡Ah las ferias del libro! Gran manera de convertir a los escritores en vendedores ambulantes, pero también es el lugar donde uno se encuentra con los lectores, que suelen afirmar: “¡Qué lindo escribe señor!” O como ese otro, ese lector profundo,  que quiere saber  si sigue con vida  la abuela Herminia, la abuela de Casilda.

Finalmente, te quiero agradecer, querido Gato, quiero agradecerte por tu libro leyendo unas líneas  de mi cuento favorito:

“Lenca lo sabía. Lo sabía desde el momento en que se echó en brazos de la causa como quien abraza a un amante clandestino. Sin mirar para atrás, sin importarle el hoy ni el mañana. No le tenía miedo a la muerte, lo sabe Dios, porque, como la vida misma, convivía con ella. Sí le temía a la soledad del sepulcro. ‘Toda tumba –decía, parafraseando no sé a quién– debe albergar dos corazones, aunque ellos no lo sepan’. Yo también lo sabía, pero, claro, una cosa es saberlo y otra vivirlo”.

Felicitaciones, querido Gato.

Estocolmo, 20 de septiembre de 2021

Periodismo entre tanques y balas

Ignacio Vera de Rada

Hace unos días, Juan Carlos Salazar me dedicó el libro El periodismo en tiempos de dictadura: Las experiencias de Prensa, Apertura y ANF (Plural, 2021), del cual él es coordinador y autor. La llamativa portada anuncia el tenor del texto: un niño canillita levantando un diario y, al fondo, un tanque y militares con metralletas en mano. La obra, de 120 páginas, recoge una trilogía de crónicas escritas por Fernando Salazar-Paredes, Harold Olmos y el Gato Salazar, sobre tres experiencias paralelas pero contemporáneas entre sí: las de los semanarios Prensa y Apertura y la de la Agencia de Noticias Fides.

Antes de comentar la obra en sí, quiero ponderar la labor periodística del Gato, periodista de ese linaje de cronistas para los que todo lo que ven, sienten y tocan tiene algo de interesante, dependiendo del enfoque con que se lo cuente, como quedan ya muy pocos. Además de haber trabajado en varias agencias de noticias extranjeras, dirigido el diario Página Siete y ser, hoy, director de la carrera de Comunicación Social de la UCB, ha ido dejando en libros gran parte de sus experiencias del peregrinaje periodístico, el más apasionante de todos los que hay, según García Márquez.

La guerrilla que contamos, Che, una cabalgata sin fin, Semejanzas y El periodismo en tiempos de dictadura (libros de los cuales él es autor independiente, coordinador o coautor),  reúnen reportajes, crónicas y semblanzas que, cuando mañana sean vistas por las nuevas generaciones de periodistas e intelectuales, serán fuente de consulta para la exhumación de la historia de esta sociedad y este país, pues el buen periodismo es el borrador de la historia oficial y definitiva. Y sé que ahora incursiona en la literatura, con relatos breves que, si bien se nutren de su sangre objetiva de cronista, dan rienda suelta a la imaginación.

El periodismo en tiempos de dictadura compendia crónicas o, más bien, testimonios colmados de pasión, pese a todos los años que ya pasaron. No narran con el frío objetivismo del crítico, sino más bien con el entusiasmo y el optimismo del periodista novel y, acaso, el dolor y la frustración de los primeros sinsabores  en la vida de un joven profesional de la prensa.

Inicia el libro con un prólogo de Renán Estenssoro, quien hace un nostálgico recorrido por la historia del periodismo, aludiendo a la importancia que éste tiene en el contrapeso que se debe poner frente al poder. “La lucha del periodismo contra el poder es la lucha de todos los tiempos”, indica. Yo amplificaría ese aserto, diciendo que son los escritores, y aun todos los buenos intelectuales, los que siempre han hecho resistencia al poder, al poder viciado de corrupción y abuso; los que han dado lucha, pero una lucha espiritual y de ideas, noble y no violenta porque la guían los ideales; “el buen combate”, como diría San Pablo.

El primer texto es de Salazar-Paredes y está dedicado al semanario Prensa. La parte más interesante del mismo es la referida al análisis del contexto de medios y periódicos de la Bolivia pre y post 52. El autor indica que junto con Prensa nacieron otros medios que se denominaban “alternativos”, pues ofrecían una tónica diferente a la de los medios tradicionales, controlados los más por intereses económicos y políticos de las élites.

El texto de Salazar-Paredes también devela los entretelones administrativos, gerenciales, operativos y financieros con los que se las debían arreglar para el sostenimiento de una publicación impresa de este tipo. Empresas osadas para un medio social no solamente indiferente con la lectura sino, además, en plena ebullición política que amenazaba con arrestos, balas y tanques a los escritores y periodistas independientes que pretendían informar con la verdad.

Ahora bien, todos saben que la prensa, incluso la más seria, abriga inclinaciones políticas y tendencias sociales, y no está mal. Es un error decir que la prensa más idónea es o debería ser apolítica, y seguramente los trabajadores de un medio periodístico tienen aspiraciones y reivindicaciones quizás contrarias a las del director o gerente. Es por eso que por aquellos años se introdujo la llamada columna sindical, un espacio en el que los trabajadores podían escribir artículos, aunque éstos fueran contrarios a los lineamientos del medio. Ciertamente este hecho fue bueno y “democratizó” los medios impresos.

Por su parte, Harold Olmos narra la odisea que significó Apertura, un semanario que, al igual que Prensa, duró poco. Eran tiempos en que el periodismo jugaba un rol preponderante porque, entre otros motivos, una pléyade de periodistas de primer nivel y comprometidos con la política (Huáscar Cajías o José Gramunt) era el que lo elaboraba. Además, la sensación de prohibición y clandestinidad era, de alguna manera, estimulante y apasionadora. Se escribía sin parar en salas de redacción montadas por los mismos redactores, entre máquinas que trastabillaban sin cesar, entre el humo de los cigarrillos y el miedo a los tanques y las balas. ¡Qué tiempos debieron haber sido…!

¿Puede causarnos algo de nostalgia el que antes, sin TV ni redes sociales, la prensa escrita haya tenido una influencia mucho mayor que la de hoy? Pienso que sí. Pues antes, por lógica, las columnas y los artículos estaban copados solo por personas que tenían algo interesante que decir. A diferencia de hoy, cuando cualquier persona puede emitir sus opiniones en redes, por muy estultas que éstas sean, o cuando los programas televisivos (vacuos la mayor parte) atrapan la atención de la mayoría de la población, ayer la prensa tenía una mayor calidad y, por tanto, la opinión pública no debió ser tan propensa a la fruslería.

Pero se nos plantea ahora el asunto de la democratización de los medios, como parte del llamado de atención que hizo el Informe MacBride. Ciertamente la unidireccionalidad de los flujos de información no es positiva, pero estimo que el otro extremo linda con la banalización del periodismo. Aurea mediocritas. (Horacio)

La parte que más nostalgia me causó es la que está dedicada a la ANF, pues este medio, hace algunos años, a instancias del padre Sergio Montes, me abrió las puertas para que durante algún tiempo publicara semanalmente artículos teológicos y religiosos, que escribía con mucho cariño y dedicación.

Es Juan Carlos Salazar el autor de este último testimonio. Refiere que los de ANF eran “periodistas tres en uno”: debían investigar y reportear, redactar los boletines de prensa, luego empaquetarlos y, finalmente, ir a la terminal de buses y a las oficinas del Lloyd Aéreo Boliviano para despachar la información para Oruro y Cochabamba. La ANF se fue abriendo paso, contra viento y marea, hasta llegar a cumplir casi seis décadas desde su fundación. Concorde a la modernidad, diversificó sus formatos, saltando a las plataformas digitales y haciendo mesas redondas y entrevistas audiovisuales, entre otras cosas.

Como dice el mismo Gato, “en un país donde lo efímero pugna cotidianamente por convertirse en historia y muere en el intento, solo la ayuda del Espíritu Santo puede explicar la porfiada permanencia de la obra de la Compañía de Jesús en el mercado de noticias durante más de medio siglo”.

Página Siete – 5 de septiembre de 2021

Valiente confrontación del periodismo al poder

Renán Estenssoro Valdez

El periodismo en tiempos de dictadura no solo recuerda, como sus autores califican, “aventuras periodísticas” que se impulsaron en momentos difíciles y convulsionados en el país. Este libro es el retrato de  esa generación de valerosos y extraordinarios periodistas que ejercieron, de manera apasionada, este oficio en las turbulentas décadas de los 60, 70 y 80 del Siglo XX. 

Al recorrer sus páginas, se evoca la sala de redacción con sus ruidosas máquinas de escribir y, especialmente, el espíritu comprometido con la noticia de quienes decidieron tomar la pluma como arma para defender sus ideas. Fernando Salazar, Harold Olmos y Juan Carlos Salazar nos trasladan a una época ardiente y agitada, y aunque no muy lejana, muy diferente a la actual.

Los semanaios Apertura y Prensa, pese a su fugaz existencia, no constituyen las anécdotas de la historia del periodismo, más bien representan, junto a la Agencia de Noticias Fides (ANF), el carácter y el espíritu combativo de esa generación de periodistas.

¿Qué motivó a esos hombres y mujeres a impulsar un periodismo contestario al poder?, ¿lucharon por una ideología político partidaria o por la democracia?, y esa lucha, finalmente ¿triunfó? Sí, por supuesto que triunfó. En 1982, Bolivia recuperó la democracia y los militares se retiraron a sus cuarteles tras casi trece años de haber gobernado el país. 

ANF inició su trabajo en 1963, mientras que los semanarios Prensa y Apertura lo hicieron en 1970 y en 1980. En ese entonces, un mundo polarizado se batía en la denominada Guerra Fría. Mientras Estados Unidos y la Unión Soviética combatían en Vietnam y en otros países de África, Mao Tse Tung arrasaba en China con la denominada Revolución Cultural.

En Bolivia las cosas no eran distintas. El país, al igual que el mundo, estaba dividido. De un lado estaban los radicales que apoyaban movimientos guerrilleros procubanos –encarnados en los tristes y sangrientos episodios comandados por el Che Guevara en Ñancahuazu y los hermanos Peredo en Teoponte– y del otro militares de derecha y de izquierda.

Transcurrieron alrededor de 17 años entre el nacimiento de ANF y la publicación del primer número de Apertura. En este lapso, se sucedieron alrededor de 11 diferentes gobiernos. Con excepción de las breves gestiones de Luis Adolfo Siles, Walter Guevara y Lidia Gueiler, todos fueron militares. Los protagonistas de las tres historias de medios que relata este libro, los vivieron y sufrieron.

Eran otros tiempos. El periódico tenía un poder extraordinario sobre la opinión de la gente. Por ello, tanto políticos como militares procuraban controlar la prensa. Un editorial podía poner a temblar a un ministro y una apertura podía ser el inicio del fin de un régimen. Unos luchaban por informar y los otros por acallar.

Este periodo representa, sin duda, uno de los mejores momentos del periodismo boliviano. No por sus compromisos ideológicos, sino más bien, por la calidad de sus periodistas, sus convicciones y su férrea oposición al poder. La prensa gozaba de una gran credibilidad y de una fuerte ascendencia sobre la gente. Sin duda, este prestigio también se debía al hecho de que en sus filas se encontraban auténticas personalidades de la cultura, el derecho y la política.

La lucha del periodismo contra el poder es la lucha de todos los tiempos. Desde la aparición del primer periódico, hace más de 500 años, hasta la fecha, el enfrentamiento ha sido permanente. Y aunque las batallas se han librado en varios frentes y en diferentes zonas geográficas, el afán de constituirse en un contrapeso al poder ha sido la brújula que ha guiado el curso de sus acciones.

Prensa fue un medio que el Sindicato de la Prensa de La Paz encomendó crear a Juan León, Fernando Salazar y Andrés Chichi Soliz, entre otros. Sus objetivos eran ideológicos tal como señala Fernando Salazar en su relato. La historia y el enfoque de Apertura es diferente, aunque existen ciertas similitudes. Ambos semanarios tuvieron una fugaz existencia –alrededor de tres meses– y dejaron de publicarse tras un golpe y el encumbramiento de un nuevo gobierno militar.

Prensa desapareció con la caída de Ovando Candía y Apertura con la de Lidia Gueiler. También existen ciertos nombres que se repiten, como el de Juan León Cornejo y Juan Carlos Salazar. Los dos semanarios respondieron a iniciativas gremiales. Al Sindicato de Trabajadores de la Prensa de La Paz, en el caso de Prensa, y a los corresponsales extranjeros en el caso de Apertura.

Sin embargo, a diferencia de Prensa, la principal preocupación de Apertura fue la democracia, que en aquellos años –al inicio de la década de los 80– luchaba desesperadamente por nacer.  En sus publicaciones, el semanario denota una visión periodística de la realidad que vivía el país y, especialmente, su gente. La existencia de un semanario de esa naturaleza, en un contexto como el que impuso García Mesa, era imposible. 

En ese entonces, la edad promedio de la mayoría de los protagonistas de esta historia bordeaba los 30. Es decir, había en ellos una mezcla de juventud y ansias de luchar y de hacer periodismo. El exilio fue, para muchos, la respuesta que les dio el poder a sus inquietudes. Varios, la mayoría, desarrollaron una exitosa carrera periodística en el extranjero. Algunos retornaron al país y otros no. Sin embargo, la fortaleza y el ímpetu de su juventud junto a sus deseos de participar con voz en la configuración del país, constituyen una parte fundamental de nuestra democracia y de la identidad nacional, que hoy, 40 años después, se encuentran nuevamente en entredicho.

 ANF es, sin duda, uno de los proyectos periodísticos más ambiciosos y serios que ha tenido el país, no sólo por la sólida visión e interpretación periodística de la realidad que le imprimió su fundador y director por varias décadas, José Gramunt de Moragas, sino también por una trayectoria valiente y transparente, apoyada en sólidos cimientos éticos. 

Juan Carlos Salazar coordinó este volumen que recuerda tres casos excepcionales de periodismo, cada uno con sus matices y enfoques. Si bien son diferentes, tienen algo en común  y es que la discusión y confrontación de ideas que generaron al igual que otros medios de aquella época,  sin importar su inclinación ideológica, constituyen los pilares sobre los que se construye nuestra democracia plural, representativa y aún imperfecta. 

Pasó mucho tiempo y pasaron muchos gobernantes. Y si bien ahora en la redacción reina el suave sonido del tecleo, perviven en el corazón de sus periodistas los mismos principios y convicciones que motivaron a esa generación de periodistas. Y es que, definitivamente, el poder de la palabra puede más que el poder de las armas.

Página Siete – 18 de julio de 2021