“El miedo no anda en burro”

La política boliviana descubrió la televisión en 1979, cuando la democracia reconoció el derecho de los candidatos al uso equitativo de los espacios televisivos para emitir sus mensajes. La televisión estaba todavía en pañales, con un solo canal, el estatal, que se había inaugurado una década antes.

Los archivos de la época muestran a los aspirantes presidenciales acartonados frente a las cámaras, recitando de memoria sus propuestas electorales. Todavía no se hablaba de debates, aunque el célebre cara a cara de John F. Kennedy y Richard Nixon, el primero en la historia, se había realizado 19 años antes, el 26 de septiembre de 1960.

Sin embargo, aquellas primeras comparecencias fueron un gran avance democrático. Gran orador y mejor comunicador, el líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz, quien duplicó su votación entre las elecciones de 1979 y 1980, atribuía en parte el crecimiento electoral de su partido al uso adecuado de la prensa, en general, y de la televisión, en particular. A partir de entonces, los medios electrónicos irían sustituyendo paulatinamente a calles y plazas como escenario de las campañas.

El primer debate presidencial en Bolivia se realizó en 1989, siete años después del retorno de la democracia. Los candidatos de entonces, Gonzalo Sánchez de Lozada, Hugo Banzer y Jaime Paz, poco habituados a este tipo de lides, se mostraron tensos y nerviosos. No hubo encuestas que determinaran quién había sido el ganador. Cada candidato reclamó el triunfo. En todo caso, el duelo sirvió de poco para dirimir el “empate catastrófico”. Sánchez de Lozada se impuso en los comicios del 7 de mayo por la mínima diferencia y Banzer quedó segundo, pero el Congreso eligió a Paz Zamora.

Según los especialistas, los debates no cambian las tendencias del voto. Sólo las confirman e influyen relativamente en los indecisos y abstencionistas. Sin embargo, sirven para mostrar las fortalezas y flaquezas de los candidatos. Por reducidos que sean sus efectos, quienes encabezan las preferencias electorales se niegan a debatir porque son los que más arriesgan y porque no quieren dar la oportunidad de acortar distancias a sus rivales.

Quienes creen en el poder de la televisión citan el clásico Kennedy-Nixon. Los analistas atribuyeron la victoria del demócrata al hecho de que cuidó su imagen. Nixon lucía cansado y sudoroso pues había rechazado el maquillaje. Por añadidura, vestía un traje gris, con la camisa desaliñada, escapándose por la cintura. Por el contrario, Kennedy se presentó fresco, juvenil y bronceado. “Nunca lo había visto tan en forma”, admitió el propio Nixon. Quienes siguieron el debate por radio le atribuyeron la victoria al republicano, pero los televidentes no dudaron en su elección.

Se dice que George Bush padre perdió el cara a cara con Bill Clinton en 1992 por su falta de autocontrol y displicencia, pues veía permanentemente su reloj mientras hablaba su rival. ¿Cuánto influyó la silla vacía en el debate mexicano de 2006? Dos meses antes de los comicios, Andrés López Obrador marchaba al frente de las encuestas y se negó a asistir a la cita. Los organizadores colocaron un atril vacío para subrayar la ausencia. López Obrador perdió la elección ante el conservador Felipe Calderón.

Carlos Mesa, quien como periodista fue el moderador del primer debate electoral de Bolivia, retó a confrontar programas a Evo Morales, quien dejó la silla vacía en las sucesivas citas a las que fue invitado desde 2002. “El primer tema que quiero debatir con el candidato Morales es cómo justifica, cómo explica, por qué quiere ser Presidente hasta el día en que se muera “, manifestó Mesa. Hace cinco años, Morales envió a sus contrincantes a “debatir con su abuela”. ¿Por qué querría hacerlo ahora?

El Movimiento Al Socialismo (MAS) salió en tromba para rechazar el envite. “Si algo caracterizó al gobierno de Carlos Mesa fueron sus vacilaciones y contradicciones (…). Primero Mesa tiene que ordenarse”, respondió el ministro Manuel Canelas. El asambleísta Gustavo Torrico, muy claro en el afán hegemónico de su partido, dijo que “el oso hormiguero no discute con la hormiga, se la succiona”.

El debate electoral no es un privilegio de los candidatos. Es un ejercicio democrático y un derecho de los ciudadanos. Los mexicanos dicen que “el miedo no anda burro” para significar que los miedosos salen huyendo a la carrera, a paso de caballo. No creo que Evo tenga miedo a sus rivales, sino a confrontarse consigo mismo, a exhibir sus propias flaquezas. Como dijo Franklin Delano Roosevelt, el estadista que enfrentó la Gran Depresión y condujo la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial: “Lo único a temer es el miedo en sí mismo”. Y Evo se teme a sí mismo, a desnudarse en cadena nacional.

Página Siete – 18 de julio de 2019

Los deshabitados, la novela que nació bajo una “luz tediosa y poética”

Dijo haber escrito la novela como “no debe escribirse nunca un libro”, que fue “casi una secreción”, una obra que “comenzó a vivir bajo una extraña sensación de melancolía”, con algunas figuras humanas y un perro que empezaron a tomar forma bajo una “luz tediosa y poética”, personajes a los que les puso un nombre y siguió con una “deliciosa docilidad”.

Marcelo Quiroga Santa Cruz (1931-1980) escribió Los deshabitados cuando tenía 25 años. La terminó en el invierno de 1957 y la publicó dos años después, en 1959, en vísperas del surgimiento del boom latinoamericano. Aunque ya había publicado un poemario, Un arlequín está muriendo (1952), fundado un semanario cultural, Pro Arte (1952), y asistido como delegado al Congreso Continental de la Cultura, celebrado en Santiago de Chile en 1953, era un escritor desconocido.

De hecho, pasó desapercibida hasta 1962, año en que fue galardonada en Estados Unidos con el Premio William Faulkner a las mejores novelas hispanoamericanas escritas después de la Segunda Guerra Mundial, junto con El señor presidente (Miguel Ángel Asturias), Coronación (José Donoso), Hijo de hombre (Augusto Roa Bastos), Los ríos profundos (José María Arguedas) y El astillero (Juan Carlos Onetti), entre otras.

Fue la única que publicó en vida. La segunda, Otra vez marzo, que dejó inconclusa, salió en 1990, con 31 años de diferencia y diez años después de su asesinato. A pesar del premio que la catapultó al éxito y de haber sido reconocida por la crítica como un hito en  la narrativa boliviana contemporánea, Quiroga Santa Cruz no la consideraba la novela de su vida.

“Todavía no he escrito la novela que quiero escribir”, me dijo semanas antes de su muerte, en un paréntesis de su última campaña electoral, mientras trabajaba en la redacción de Otra vez marzo. Cuando me hizo la confidencia, en junio de 1980, tampoco parecía estar pensando en Otra vez marzo, aunque alguna vez se refirió a su nuevo proyecto literario como “una novela que me gusta”.

Quiroga Santa Cruz escribió Los deshabitados en Santiago de Chile durante el exilio de sus padres, a quienes acompañó entre 1953 y 1958, tras el triunfo de la revolución de 1952. Su padre, José Antonio Quiroga, había sido diputado por el Partido Republicano, ministro del gobierno de Daniel Salamanca y, años después, gerente de la Patiño Mines, la empresa de uno de los “barones del estaño”, Simón I. Patiño.

“La escribí durante los fines de semana y en los ratos libres que me dejaba el trabajo”, recordó años después. Para entonces se había casado con Cristina Trigo, en 1954, y trabajaba en una empresa comercializadora de minerales. Terminó de escribirla poco antes del nacimiento de su hija María Soledad.

El propio autor describió la  trama de Los deshabitados como la historia de “una comunidad humana frustrada”, el “naufragio lento y silencioso” de unos seres “sin destino histórico”, en una suerte de “predestinación al fracaso”, al que los personajes asisten con “relativa y amarga lucidez”.

“Debo confesar que apenas si trata de algo. Su contenido argumental es insignificante. Los que buscan esa clase de emoción que procura la narración de una historia accidentada serán defraudados. Lo que suele llamarse ‘acción’, no cumple más función, en este libro, que la de sostener en su frágil estructura todo el peso de mi curiosidad por algunas almas y por lo que esas almas encierran”, escribió en la presentación de la primera edición.

Es una obra intimista, en la que el autor explora el mundo interior de los personajes, rompiendo con la tradición de la narrativa boliviana, centrada hasta entonces en los temas costumbristas e indigenistas. Su “acción” se desarrolla en una ciudad y en una época no determinadas.

El crítico Carlos Castañón Barrientos la describe como una “narración sin acción alguna y referida sólo a lo que sucede en la conciencia de los personajes, sin descripciones de paisajes ni ambientes, pero atenta a los problemas y el destino del hombre sobre la tierra”.

Los personajes “deshabitados” son un cura que ha perdido la fe o que nunca la tuvo (el Padre Justiniano), un escritor frustrado (Fernando Durcot) y su novia (María Bacaro), las hermanas Teresa y Flor Pardo, los niños Pablo y Luisa, un canario ciego y el perro Muñoz.

En una primera noticia sin firma publicada a fines de 1959, el diario católico Presencia se refirió a la obra como “un ensayo de novela existencialista”, un “experimento”, y a su autor como un novelista en formación. Un año después, en 1960, José Luis Roca la calificó de “buena novela” y afirmó que era “la primera vez que en la literatura boliviana se escribe una obra de este tipo”.

Las primeras críticas adversas, formuladas por intelectuales del gobernante Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), entre ellos René Zavaleta Mercado, buscaron descalificar a su autor no por el valor literario de la obra, sino por la posición política del escritor, que dos años antes había enjuiciado críticamente la revolución de 1952 en una serie de artículos publicados en un diario paceño, reunidos posteriormente en un libro (La victoria de abril sobre la nación).

Tras la concesión del premio en 1962, el diario gubernamental La Nación, que había reaccionado de manera virulenta a la publicación de La victoria de abril sobre la nación, trató de minimizar la importancia del galardón, al señalar su carácter colectivo, e intentó descalificar a su autor por su supuesto origen de clase.

La Nación cuestionó la selección de las obras (“como todas las selecciones es parcial, por no decir arbitraria”) y al tribunal que las seleccionó (“cabe preguntarse si en Estados Unidos conocen todas nuestras novelas”).

Los críticos del MNR no sólo criticaban la falta de un “sello nacional” en la obra premiada, sino también el supuesto origen burgués y “rosquero” de su autor como hijo de un funcionario de la empresa Patiño, argumento repetido en los años siguientes por sus enemigos políticos.

Dos años después de la concesión del premio, surgieron los primeros comentarios positivos. Josefina Guevara Castañeira y Carlos David, ambos brasileños, se refirieron en términos muy elogiosos a la novela. 

“Quiroga Santa Cruz  no solo es un escritor que lleva la palabra a los giros más hermosos, certeros y gráficos de la expresión plástica y depurada, sino que es agudo observador que sabe sacar provecho de hechos, personas y cosas que para otros escritores medios diestros y de menos imaginación resultarían desapercibidos”, escribió Guevara Castañeira.

Quien más duramente la enjuició fue el sacerdote jesuita y crítico literario español Juan José Coy, quien residió en Bolivia en los años 60, obviamente a raíz del tratamiento del tema religioso en la persona del Padre Justiniano, uno de los personajes centrales de la obra. “Quiroga Santa Cruz en este punto concreto no sabe de qué habla. La figura del P. Justiniano es completamente falsa, pues este hombre piensa que la experiencia religiosa es un escapismo fácil para el hombre”, escribió.

Sin embargo, años después, tras una nueva lectura, rectificó y matizó sus críticas. Tras señalar que hay obras que “perviven en el recuerdo y alejadas de su momento y su espacio es ya posible considerarlas con perspectiva, con objetividad, con una serenidad que posibilita su auténtica aquilatación”, Coy admitió que la novela “significó un gozne de giro importante con respecto a la narrativa boliviana de su momento” y que su “impulso de realización frente al localismo, el folklorismo de la narrativa del momento, significó una nueva luz y una puerta entreabierta que traspasar para muchos narradores posteriores”.

Entre Los deshabitados y Otra vez marzo, Quiroga Santa Cruz publicó toda su obra política, incluidos El saqueo de Bolivia (1973) y Oleocracia o patria (1976). También en forma póstuma salió, en 1982, Hablemos de los que mueren, recopilación de los artículos periodísticos que escribió durante su exilio mexicano. La segunda edición de Los deshabitados vio la luz 20 años después de la primera, en 1979.

Con el tiempo, su primera novela fue revalorizada, tanto en el país como fuera de él. Según Carlos Mesa, Quiroga Santa Cruz “plantó la pica del giro estilístico y conceptual de la novelística boliviana”, al proponer una temática y una estructura que “exploran la subjetividad atemporal”, alejada de “lo pintoresco, costumbrista o documental”,  en la que “la acción interna casi no gravita en el desarrollo mismo de la novela”.

Juan Rulfo la consideraba como una de las mejores novelas latinoamericanas. El escritor mexicano había conocido al boliviano en el Encuentro de Escritores Latinoamericanos, realizado en Chile en agosto de 1969, donde quedó “impresionado gratamente” por “la solidez de sus intervenciones” y “la seriedad y certeza” de sus palabras en los foros del evento.

“Tienes que seguir escribiendo, tienes que seguir tu vocación”, le dijo durante una cena que le ofreció en su departamento de Ciudad de México poco antes de su retorno a Bolivia, a fines de 1977. Todavía no había empezado la escritura de Otra vez marzo, pero ya la tenía en mente, según sugirió esa noche. 

Julio Cortázar también elogió la obra de su colega boliviano, a quien había conocido en México. El biógrafo de Quiroga Santa Cruz, Hugo Rodas Morales (El socialismo vivido), recuerda que el escritor argentino recibió de manos de Cristina Trigo en 1981, un año después del asesinato, Los deshabitados, Juicio a la dictadura y El asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz, estos dos últimos editados en México. Una fotografía muestra al escritor argentino con los tres textos debajo el brazo.

“Cortázar los revisó, pues en su ponencia para la Universidad Veracruzana del año siguiente (1982) hace una mención a Quiroga Santa Cruz y Rodolfo Walsh como escritores ejemplarmente certeros, cuya obra (la del primero) expresaba –como en Macbeth de Shakespeare–, la conciencia culpable de los militares bolivianos”, recordó Rodas Morales. 

“La única alusión de Cortázar, fallecido menos de dos años después, en 1984, a Marcelo, es en su carácter de escritor relacionado a la política. Los tres libros que se le obsequiaran debieron conducir a esta articulación; no Los deshabitados que no la expresa plenamente”, agregó.

Desde su retorno a Bolivia procedente de Chile, en 1958, Quiroga Santa Cruz priorizó su otra vocación, la actividad política, primero desde la palestra periodística y después desde la tribuna parlamentaria. Como dijo Carlos Mesa, el destino le impuso al líder socialista “la acción sobre la reflexión que no modificó la publicación de su novela póstuma Otra vez marzo”. Sin embargo, nunca abandonó la literatura, aunque escribía, como lo hizo en Santiago, en sus ratos libres.

Así nació Otra vez marzo, entre campaña y campaña. “Me gustaría tener más tiempo para dedicarme a la escritura”, me dijo en esa lejana conversación de junio de 1980, consciente de que –como afirmó en un coloquio con Giancarla Zabalaga, Blanca Wiethuchter y Luis H. Antezana en la carrera de Literatura de la UMSA en 1979– “la obra grande, la obra digna de un creador de la literatura, de un escritor, es fruto de un trabajo, de una gran lucidez y penetración en lo que quiere hacer”.

En esa misma ocasión admitió que en él había “dos cosas disputándose permanentemente, el político y el escritor”, pero no quería terminar siendo un mal político habiendo podido ser un buen escritor. Quiroga Santa Cruz entendía la política como una “actitud de servicio” y pretendía reunir ambas vocaciones en una sola obra.

“Yo pienso que ahora, al cabo de tantos años, recién comienzo a estar en condiciones de escribir una obra que es la que estoy trabajando, donde se expresen ambas, donde el escritor no ceda su condición de escritor y el político no sea traicionado en sus convicciones por su mensaje literario. Vamos a ver, pero serán ustedes los que juzguen al respecto”. Lo dijo un año antes de su asesinato mientras escribía la novela que dejó inconclusa.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 7 de julio de 2019

“La banda de los-cada-vez- menos”

Eduardo Galeano, autor de cabecera de muchos militantes del socialismo del siglo XXI, sostenía que “el árbitro es arbitrario por definición”  y lo describía como un “abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible”. Por supuesto, no se refería al árbitro electoral, sino al deportivo (El fútbol a sol y sombra), pero, al leer la observación del escritor uruguayo, uno no puede menos que pensar en el  Tribunal Supremo Electoral (TSE).

El problema no es que, “tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio”, como corresponde a cualquier árbitro, sino que actúa en perjuicio de un solo equipo, el opositor, o en el mejor de los casos, para citar a otro “teórico” del fútbol, el argentino Jorge Valdano, hace “un arbitraje de Poncio Pilatos”: se lava las manos cuando el oficialismo faulea al rival.

Es cierto que el “trabajo (del árbitro) consiste en hacerse odiar”, como dice Galeano, y que –para citar a un dirigente de la FIFA– “al árbitro no se le paga por ser simpático”, pero también es evidente que un Tribunal Electoral no sólo debe ser independiente, transparente y neutral, sino que debe parecerlo.

El TSE acumula muchos pecados, tantos que no es difícil llegar a la conclusión de que es un árbitro descalificado, inhabilitado, que merece la tarjeta roja y su inmediata sustitución por un colegiado más solvente. Ya ni siquiera se lo puede comparar con la otrora famosa “banda de los cuatro” –numéricamente hablando, digo–, pues las 37 renuncias que ha acumulado en los últimos meses la han dejado como “la banda de los-cada-vez-menos”. ¿Quedará alguien para apagar la luz antes de que empiece el partido?

Su pecado original es su abierta filiación progubernamental.  El primer rodillazo que admitió contra la democracia fue la imposición de un calendario electoral  ad-hoc, incluidas unas primarias destinadas a legitimar el binomio oficialista. Acto seguido habilitó a los candidatos masistas, a pesar de que el resultado del referéndum del 21F era vinculante, no sólo para su organizador y administrador, el TSE, sino para todos los ciudadanos, empezando para quienes juraron respetar y hacer respetar la Constitución. De allí en más, todo fue para menos.

Sus decisiones y omisiones no sólo atentan contra principios democráticos elementales, sino contra el  sentido común.  De otra manera no se puede entender, sólo para poner un ejemplo, que no ponga coto al uso y abuso de los bienes del Estado en beneficio de la candidatura oficialista.

A las denuncias de supuestas irregularidades en el empadronamiento, registros forzados  y “acarreo” de votantes, formuladas por la oposición,  se sumaron en los últimos días nuevas amenazas de parte de militantes masistas a los candidatos opositores y la promesa de ayuda oficial a cambio de votos.  Un dirigente campesino de Potosí amenazó con “envenenar a los q’aras” que se atrevan a realizar campaña en el campo, en tanto que el Presidente  ofreció a los pobladores de una comunidad cochabambina darles “lo que pidan” a cambio del 100% de sus votos.

El oficialismo trató de minimizar la amenaza del dirigente campesino al describirla como una simple “metáfora” y el mandatario dijo que su oferta había sido una broma, pero, en lugar de actuar de oficio, y con energía ante tales hechos para evitar su repetición, el TSE asumió el papel de Pilatos y derivó la responsabilidad a las instancias judiciales, ignorando que la Ley de Régimen Electoral prohíbe  “obstaculizar o impedir la realización de campaña electoral mediante violencia o vías de hecho” y que la autoridad electoral  debe garantizar “de oficio” el efectivo ejercicio de los derechos lesionados por actos de violencia o vías de hecho.

Lo cierto es que el TSE ha perdido credibilidad, un capital básico para el arbitraje de unas elecciones, al punto de que crecen las voces que reclaman la dimisión y sustitución de sus miembros. El propio vocal “institucionalista” Antonio Costas ha puesto en cuestión el trabajo de sus colegas con una carta que detalla algunas falencias en la organización de los comicios de octubre próximo. Como suele ocurrir, el oficialismo minimizó el planteamiento.

Pero ya no se trata únicamente de la existencia de dudas razonables sobre su transparencia, independencia y neutralidad, sino del creciente temor de eventuales preparativos para torcer o manipular la voluntad popular.

Resulta iluso suponer que el Gobierno aceptará introducir cambios en un tribunal que ha sido hecho a su medida. El régimen masista sacrificó la institucionalidad del Órgano Electoral, lograda por la “Corte de los notables”, como parte de su estrategia hegemónica para eternizarse en el poder. Si estuviera seguro de que puede ganar limpiamente, no lo sostendría contra viento y marea.

Fracasada la constitución de un frente unitario, el único camino que le queda a la oposición es la unidad en el control del proceso para evitar actos fraudulentos. La legislación electoral boliviana es garantista, pero requiere de la vigilancia ciudadana. Por eso llama la atención que no haya negociaciones entre los diferentes partidos para garantizar la presencia opositora en todas las mesas y en el escrutinio el día de los comicios.

¿Los partidos tienen tantos militantes para hacerlo cada uno por su cuenta y renunciar al control conjunto y coordinado? No hacerlo es allanar el camino para las arbitrariedades y las tentaciones autoritarias, digo yo.

Página Siete – 4 de julio de 2019

«Semejanzas», y su trasfondo de historia, periodismo y estética

Óscar Rivera Rodas

Acabo de leer el libro Semejanzas. Esbozos biográficos de gente poco común (La Paz, 2018), de Juan Carlos Salazar del Barrio. Aunque es un viejo compañero de ajetreos periodísticos por décadas, y me considero conocedor respetuoso de su estilo periodístico sagaz, objetivo y preciso, experimentado en múltiples procedimientos y modalidades acordes a los hechos cotidianos que enfrenta la tarea comunicativa, la lectura de su libro me sorprendió.

Semejanzas. Esbozos biográficos de gente poco común reúne tres sistemas teóricos o disciplinas aparentemente inconexas: historia, periodismo y estética.

La relación de la historia y el periodismo es obvia. Las crónicas periodísticas de cada día son imprescindibles para las historias que se escribirán en el futuro; más aún, serán una fuente de materia prima. La historia se escribe sobre documentos, entre los que se hallan los hechos narrados por los periodistas.

En los tiempos actuales el periodista archiva los documentos que serán leídos mañana por los historiadores. La crónica periodística no trasciende su presente, como muy bien señaló el estadounidense Hayden White (1928-2018), filósofo de la historia, en su libro El contenido de la forma. Narrativa, discurso y representación histórica (1992).

Del cronista escribió: “Más que concluir la historia suele terminarla simplemente. Empieza a contarla pero se quiebra in media res, en el propio presente del autor de la crónica; deja las cosas sin resolver o, más bien, las deja sin resolver de forma similar a la historia. (1992: 14). Ahí radica la diferencia y también –paradójicamente– la similitud del periodismo con la historia. El periodismo queda cautivo en su presente”.

No es mi interés redundar en la obra periodística de Juan Carlos, sino en su libro con el que incursiona en la historia y en la estética, cuyo subtítulo afirma “esbozos biográficos”. El material que debe examinar la lectura es un conjunto de “esbozos biográficos”, llamados también por su autor “semblanzas”, sobre los que advierte: “la semblanza no es una historia de vida, como se supone, ni siquiera un perfil, sino una visión fugaz, la percepción del destello de una trayectoria” (2018: 14).

De los personajes representados dice: “La selección tiene que ver, como todo lo que ocurre en el periodismo, con la pertinencia noticiosa. Ha sido su fugaz asomo a la actualidad mediática, en algunos casos, o esa última anécdota vital que es la muerte” (2018: 15). 

Cabe subrayar que los personajes no fueron elegidos ni al azar ni por preferencia; fueron protagonistas de hechos periodísticos. Su presencia (aunque “fugaz asomo a la actualidad mediática”) originó un fondo múltiple de los tres campos señalados: periodismo, historia y estética.

Tras cumplir la tarea periodística, y publicados los relatos correspondientes, Salazar guardó en su memoria el conocimiento que obtuvo de los hechos y sus protagonistas; es decir, ideas, impresiones e intuiciones. Los filósofos empiristas del siglo XVIII revelaron que todo conocimiento humano es adquirido mediante los sentidos que perciben los hechos.

El filósofo inglés David Hume (1711-1776) inicia su Tratado de la naturaleza humana con la discusión del tema Del origen de nuestras ideas, inicial del Libro Primero. Ahí escribió: “Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos géneros distintos que yo llamo impresiones e ideas”; explicó la diferencia según la fuerza y vivacidad con que “se abren camino en nuestro pensamiento y conciencia”.

Las impresiones “penetran con más fuerza y violencia…, y hacen su primera aparición en el alma”. Las ideas, en cambio, son imágenes débiles que ocupan lugar en el pensamiento y razonamiento.

Las ideas se instalan en el razonamiento; las impresiones despiertan sensaciones y emociones. Las primeras pueden ser entendidas como objetivas y se relacionan con el conocimiento conceptual; las segundas, subjetivas, con la comprensión sensible.

Estas diferencias guiaron a Juan Carlos Salazar. Las semblanzas fueron escritas en la lejanía y ausencia de sus respectivos protagonistas y sus hechos. El autor sólo disponía de algunas ideas escritas y los inasibles archivos de la memoria, imposibles de ser releídos o revisitados: los recuerdos. El único recurso que permite recuperarlos es rememorar: fijar temporal y virtualmente en la mente algo del pasado, en toda su existencia aparente, y escribir un testimonio.

El filósofo francés Paul Ricoeur (1913-2005), que llevó a discusiones sorprendentes las controversias sobre la filosofía de la historia, ha escrito en su voluminosa obra La memoria, la historia, el olvido, que “el testimonio constituye la estructura fundamental de transición entre la memoria y la historia” (2004: 41).

Las semblanzas de Salazar fueron extraídas de la memoria que carece de percepciones, convertidas en datos subjetivos: recuerdos puros. Otro filósofo y escritor francés, Henri Bergson (1859-1941), Premio Nobel de Literatura en 1927, en su libro Materia y memoria, escribió: “El recuerdo puro es, en efecto, por hipótesis, la representación de un objeto ausente” (1900: 84). El biógrafo en este caso es un buscador de reminiscencias con el fin de representar algo del pasado, pero que permanece para el futuro.

Porque como bien define Bergson, la memoria es “síntesis del pasado y del presente en vista del porvenir, en que contrae los momentos de esta materia para servirse de ella” (1900: 296). Sobre esa síntesis las semblanzas capturan la vivencia histórica de sus personajes.

Veamos ahora el tercer sistema teórico del libro de Salazar: la estética. Esta no es ajena ni a su intención ni a sus propósitos, tampoco a la historiografía contemporánea. En los párrafos primeros de la presentación, el autor refiere al artista plástico mexicano Juan Soriano (su nombre real fue Juan Francisco Rodríguez Montoya, 1920-2006). Y escribe: “Al igual que el retratista, el biógrafo traza bocetos, simples esbozos que buscan rescatar las apariencias que dejan esos destellos” (2018: 13). Los esbozos son retratos: productos del arte.

El término estética procede del griego  aisthetikós,  que refiere lo que se percibe por los sentidos o lo que se conoce por los sentidos. La conciencia estética retiene las impresiones que son exclusivamente suyas. Para la percepción de Salazar, la figura real de sus personajes implica otra representación específica según la cual escribe su narración.

Por ejemplo: el héroe anónimo (y Pepe Ballón Sanjinés), o el adelantado (y Luis Ramiro Beltrán), o la mujer símbolo (y Domitila Barrios de Chungara). La representación implicada no pertenece a la identidad del personaje biografiado; es producto de las impresiones percibidas por el biógrafo.

El filósofo alemán Nicolaï Hartmann (1882-1950) se ocupó extensamente del objeto estético en su obra Ästhetic (Berlín, 1953), examinó la estructura de las obras artísticas de todos los géneros, y apuntó la configuración general de estas obras: “Lo bello es un objeto doble, pero único. Es un objeto real y, por ello, se da a los sentidos, pero no se agota ahí, sino que es más bien y en 1a misma medida algo distinto, más irreal, que aparece en el real -o surge tras él” (1977: 42).

En seguida advierte: “Lo bello no es ni el primer objeto solo ni el segundo solo, sino más bien ambos unidos y juntos. Mejor dicho, es la aparición del uno en el otro” (1977: 43).

Cabe aquí otra aclaración respecto a los sistemas teóricos que discutimos. El filósofo italiano Benedetto Croce (1866-1952), que reflexionó sobre la historia como sobre el arte, no vio diferencia entre la actitud del historiador y del artista. Causando alarma entre los filósofos de la historia afirmó que la conciencia histórica actúa como la conciencia ante lo bello. En su libro Estética (Bari, 1908) rechazó el principio tradicional de considerar la historia junto a la ciencia y a la filosofía. Escribió: “Inexactamente se ha considerado a la historia como la tercera forma teórica. La historia no es forma sino contenido; como forma no puede ser más que intuición o fenómeno estético” (1912: 74).

Contenido de la historia es el conjunto de hechos objetivos; forma, la significación asignada a los mismos por el historiador según su percepción subjetiva. Este enfoque ha causado un conflicto serio a la filosofía de la historia. La significación de los hechos históricos es estudiada actualmente como conceptualización de éstos.

El filósofo alemán Reinhart Koselleck (1923-2006) ha escrito al respecto en su libro Historias de conceptos: “Todo historiador puede reencontrar de forma objetiva en su historia lo que subjetivamente ha introducido en ella. En consecuencia, las ideologías pueden penetrar sin freno en el terreno de las descripciones históricas” (2012: 43).

En fin, Carlos Medinaceli (1902-1949), en sus Apuntes sobre el arte de la biografía, con los que cierra su libro La inactualidad de Alcides Arguedas y otros estudios biográficos, exhortó a cultivar la biografía por ser “vehículo de proficuas enseñanzas, éticamente ejemplarizadora”, además, es “obra no sólo de arte, sino, lo que es más, de justicia” (1972: 210). Agregó: “En Bolivia hemos glorificado en forma desmesurada a los caudillos políticos, a los militares audaces, y hasta a los oradores huairalevas y picos-de-oro, olvidando de otros varones que han realizado obra más útil, positiva y benéfica en bien del progreso nacional” (1972: 220).

La afirmación de Medinaceli es muy cierta. Aunque cabe añadir que entre quienes han realizado obra útil, positiva y benéfica en bien del progreso nacional, hay también mujeres. Surge aquí un reparo al libro de Juan Carlos Salazar, que supo concertar periodismo, historia y estética. Un cálculo final desde las ciencias matemáticas nos hacer ver que Semejanzas. Esbozos biográficos de gente poco común incluye solamente un 12,5% de personajes femeninos. Por lo demás es un libro con trasfondo teórico complejo muy bien logrado.

Página Siete – 30 de junio de 2019