Dulces promesas de amor

“La palabra diputado sonó en mis oídos con la misma dulzura que una promesa de amor”, dice el protagonista de La candidatura de Rojas, Enrique Rojas y Castilla, cuando su tío abuelo le sugiere que se postule para el Parlamento porque ha llegado la hora de “hacer algo por el porvenir de la familia”. Al ver los afanes proselitistas de unos y otros en los últimos días, no resistí la tentación de evocar la frase que abre la maravillosa novela de Armando Chirveches (1881/1926), lectura obligada en tiempos electorales, como el actual, así sólo sea para tomar con humor la siempre malhumorada política boliviana.

Todo novelista sabe que la primera frase de su obra –el famoso íncipit (“empiezo”)– es crucial para atrapar al lector. Basta recordar los emblemáticos inicios de Pedro Páramo, Cien Años de Soledad o Conversación en la catedral, para no mencionar al más célebre de todos, el de Don Quijote. La genial frase de Chirveches no sólo cumple a cabalidad con ese objetivo, puesto que nos embarca en la historia desde el vamos, sino que sugiere con ironía la trama de la obra y pinta de una sola pincelada la política criolla, la de ayer, la de hoy y la de siempre.

¿Cuántos de nuestros políticos no habrán sido seducidos por esa dulce promesa de amor que parece ser toda candidatura, pasando por encima de lealtades, principios e ideologías?

Las grandes crisis exhiben a los políticos en su verdadera dimensión. Los desnuda. Dicho de otro modo, los políticos muestran la madera de la que están hechos en las grandes crisis. Es el momento de los renunciamientos o de las apuestas por las metas superiores. 

“Todas las situaciones críticas tienen un relámpago que nos ciega o nos ilumina”, dijo alguna vez Víctor Hugo. ¿Cuánto nos ha cegado o nos ha iluminado el relámpago de noviembre? 

A los partidos se los juzga por sus programas y sus propuestas; a los líderes políticos por su trayectoria, por su historia personal, que es el capital político y moral de un dirigente y el único aval de su coherencia política e ideológica ante el pueblo que dice o quiere representar.

A estas alturas de la vida, cuando parece estar más vigente que nunca el “fin de las ideologías”, proclamado hace 30 años por el politólogo Francis Fukuyama, resulta difícil hablar de izquierdas y derechas. Sin embargo, no dejan de llamar la atención los malabarismos ideológicos de muchos de nuestros políticos y los argumentos que esgrimen para justificar el cambio de bando.

La palabra “transfugio” no existe en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, pero tiene carta de ciudadanía en la política boliviana. ¿Qué se puede pensar de personajes que hasta hace apenas tres meses defendían públicamente al “hermano Evo” y ahora apuestan por un “héroe” del signo contrario?  ¿O de aquellos que en tres elecciones habrán vestido tres camisetas partidarias distintas? Desde luego, no son de fiar. Pero, ¿son de fiar quienes los eligieron como candidatos? 

¿Y qué hay de los políticos que hasta hace poco se mostraban afines a la socialdemocracia y hoy aparecen en las antípodas ideológicas? ¿Y qué de los sindicalistas que renuncian a la dictadura del proletariado para apoyar al caudillo populista de turno? La palabra “tránsfuga” sí figura en el diccionario. Significa “persona que pasa de una ideología o de colectividad a otra”. No quiero generalizar. Por supuesto, hay excepciones, políticos de una sola línea y una sola palabra, como diría Marcelo Quiroga Santa Cruz.

La coherencia no es el fuerte de nuestra política. Quienes gritaban “¡Patria o muerte!” fueron los primeros en optar por la patria ajena, al buscar asilo, incluso cuando nadie los perseguía porque no había gobierno. Nadie esperaba que dieran su vida, como proclamaban, pero al menos que no atizaran cobardemente la violencia desde lejos. Es cierto que no todos actuaron de la misma manera, pero quienes se quedaron para dar la cara y apostaron por la pacificación, en una actitud meritoria y valiente, fueron castigados y excluidos de las listas elaboradas por el líder fugado.

Ni coherencia ni lealtad. Tampoco la seriedad. Para “salvar a la patria” hay cientos de candidatos, pero muchos de ellos -¡más de 350!- ni siquiera han podido cumplir los requisitos mínimos para su inscripción. Y no hablo de las caricaturas, como los programas truchos, los copy paste, armados al cierre de los plazos, ni del “alquiler” de siglas ni de las denuncias sobre la “venta” de candidaturas. Hablo de llenar un formulario y reunir fotocopias.  

¡La política es así! ¡Es lo que tenemos!, dicen quienes convocan al electorado al “realismo”. Al fin y al cabo, sostienen, nadie ha jurado sobre la Biblia mantener la palabra empeñada ni portar la misma camiseta de por vida. Las coyunturas cambian. Por tanto, debemos adaptarnos a ellas. Es la “doctrina de Groucho Marx”: un principio para cada coyuntura y un principio para cada candidato.

“¡Ah, la política!”, diría Don Manuel María Menéndez, el padrino de Enrique Rojas  en la novela de Chirveches, cuando le aconseja a su ahijado no lanzarse como candidato: “¡La política! Conozco mucho a esa señora, o mejor dicho, a esa mujer pública, veleidosa como la que más, cuyos favores se pagan, lo mismo que los de las otras, con dinero. ¡La política!”. No es que sea pesimista. Es lo que hay.

Página Siete – 13 de febrero de 2020

Vieja y nueva política

A la actriz Marlene Dietrich se le atribuye haber dicho que “la mejor forma de cumplir con la palabra empeñada es no darla jamás”. La presidenta Jeanine Añez ha provocado un terremoto político al anunciar su candidatura presidencial tras haberla descartado en al menos tres oportunidades, porque, según consideraba hasta entonces, hubiese sido “deshonesto” hacerlo desde su función gubernamental. La señora Añez empeñó su palabra y después cambió de opinión.

Hay quienes dicen, para justificar la decisión presidencial, que “todos han dicho y hecho lo mismo”. Es cierto, pero solamente dos han cambiado de opinión mientras ejercían el poder, Evo Morales y la señora Añez. No es lo mismo hacerlo desde el llano que desde el Gobierno. Los primeros intentan conquistar el poder en igualdad de condiciones, en tanto que los segundos buscan mantenerlo, aferrándose a él, en situación de ventaja. La oposición juega en cancha ajena, el Gobierno como “local”. Entonces, no es lo mismo, o como diría Cantinflas, “es lo mismo, pero no es igual”.

Es ingenuo  pensar que se puede disociar la gestión de la campaña, como promete el Gobierno, por la sencilla razón de que la persona que hace una y otra cosa es la misma y no puede desdoblarse en presidenta y candidata, así cumpla sus labores en horarios de oficina y se ocupe del proselitismo en su tiempo libre. A partir de hoy, como ya se ha visto, todo lo que haga y diga la señora Añez será visto en función de su candidatura. Sus obras, buenas o malas, tendrán un inevitable impacto en la campaña, más allá de que utilice o no –y yo creo que no lo hará– los recursos materiales del Estado.

Los partidarios de la candidata también han justificado la decisión de la señora Añez en la supuesta necesidad de forjar una opción unitaria para hacer frente al binomio masista, pero, por lo que se ha visto hasta ahora, lo único que ha logrado la postulación es incrementar las ofertas electorales sin consolidar a ninguna. En lugar de unión, más división.

La Presidenta dijo en su momento que no quería “sacar rédito” de la etapa histórica que le ha tocado vivir, que no tenía ningún cálculo político y que  “sería deshonesto” o  “no sería honesto” postularse para las elecciones del 3 de mayo. Hacía bien en descartarse porque estaba asumiendo a cabalidad el compromiso histórico del Gobierno de transición de buscar la pacificación del país y la restauración de la democracia.

Unas elecciones libres, transparentes y creíbles no sólo requieren de un Tribunal Electoral independiente y confiable, como es el actual, sino también de un Gobierno neutral que las patrocine. Un Gobierno que sea neutral, pero además que lo parezca, por aquello de que “la mujer del César no sólo debe ser honrada, sino además parecerlo” (Julio César). Siendo una contendiente más, a partir de ahora, las palabras y las acciones de la señora Añez serán permanentemente puestas en duda por sus rivales, con el consiguiente impacto negativo para el proceso de transición, que es lo más grave.

Por supuesto, no es un problema legal. La señora Añez está habilitada constitucionalmente para postularse. Tampoco “democrático”, porque, en democracia, es el electorado el que dirime las controversias, avalando o rechazando candidatos y propuestas.  Pero sí es un problema ético y es alarmante escuchar voces que para justificar una candidatura minimizan la importancia de los valores y los principios. No se entiende por qué lo que ayer fue malo hoy es bueno y justificable.  

Si algo reprochamos a Morales, entre otras cosas, es el incumplimiento de la palabra empeñada, primero en su compromiso de no buscar la reelección y después en el de respetar el resultado del referendo. Recordemos que él dijo que desconocer el veredicto del 21F equivalía a dar un golpe de Estado. Y lo hizo. ¿Tiene autoridad moral para hablar de “golpe”? 

La Presidenta dijo en tres ocasiones que sería “deshonesto” postularse como candidata. Al faltar a su palabra, ¿está reconociendo que es deshonesta?  En todo caso, no deja  de ser triste que sea Eva Copa, la máxima representante institucional del MAS, la que se lo reproche: “No puedes hacer lo que siempre reprochabas”.

Como dice la española Adela Cortina, catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, “ninguna sociedad puede funcionar si sus miembros no mantienen una actitud ética, ni ningún país puede salir de la crisis si las conductas antiéticas de sus ciudadanos y políticos siguen proliferando con toda impunidad”.

Y los políticos están para dar el ejemplo. ¿De qué renovación podemos hablar si persistimos en las mismas lacras? Y no sólo me refiero al valor que debemos asignar a la palabra empeñada, sino también a la lealtad y la consecuencia. ¿No hemos atribuido la ausencia de esos valores a la “vieja política”? ¿No hemos visto cómo su falta de observancia ha provocado el desplome del viejo sistema de partidos? Una democracia que no se sustente en sólidos principios éticos no es tal. Al ver lo que estamos viendo en los “nuevos políticos”, lo único que uno puede pensar es en lo rápido que han envejecido.

Página Siete – 30 de enero de 2020

Ángel Tórres – Contexto histórico del periodismo boliviano

El periodista e historiador Robert Brockmann, autor del exitoso libro El general y sus presidentes y del recién editado Tan lejos del mar, dice que “en cada periodista hay un historiador en potencia”. El periodista escribe la historia del día y el historiador, en opinión de Brockmann, “sólo va un poco más atrás” para contarnos el pasado. Y así ocurre en el caso del autor de “Contexto histórico del periodismo boliviano”. Ángel Tórres aborda la historia desde su oficio de periodista, al estilo que recomienda Brockmann de tratar los hechos históricos como si fueran reportajes de actualidad (1).

Con un estilo ágil y fluido y un lenguaje conciso y directo, propios del periodismo, pero al mismo tiempo con el rigor que debe caracterizar a toda investigación histórica, Ángel Tórres nos transporta desde los albores de la Independencia hasta nuestros días a través de los medios impresos, para demostrar, una vez más, que la prensa es espejo de la sociedad, a la que interpreta y proyecta en el proceso histórico. Y así su trabajo nos permite registrar los agitados pasos de la vida nacional, desde la aparición de El Cóndor de Bolivia, el primer periódico de la época republicana, hasta La Patria de Oruro y El Diario de La Paz, los centenarios decanos de la prensa boliviana todavía vigentes.

En pequeñas crónicas, viñetas casi autónomas, que muy bien podrían leerse de manera independiente, aunque enlazadas en el tiempo histórico, Tórres nos relata la vida y muerte de periódico emblemáticos, como El Iris de La Paz, que sustentó al gobierno de Santa Cruz; La situación, un ejemplo de la “máxima abyección y el más bajo nivel” del periodismo al servicio de un dictador, en este caso Mariano Melgarejo; o La calle, el diario en que el Augusto Céspedes, Carlos Montenegro y otros intelectuales fraguaron la doctrina y la militancia del “nacionalismo revolucionario”.

En ese mismo estilo, el autor nos cuenta las enconadas lides políticas que dieron marco –casi sin excepción– a las diversas épocas del periodismo boliviano y que, en muchos casos, tenían como campo de batalla a las propias redacciones de los periódicos, sean oficialistas u opositores, con su secuela de secuestro y “empastelamiento” de ediciones, clausura de imprentas, prisión y destierro de periodistas, cuando no de fusilamientos. Y de pronto, como relata con mucho sentido del humor, uno que otro “lance de honor” entre gobernantes y editores ultra honorables o súper ofendidos, por aquello de que “nadie puede escribir como periodista lo que puede sostener como caballero”.

A diferencia de otros historiadores, Tórres ubica el desarrollo del periodismo boliviano en el marco histórico, contextualizando su evolución en el devenir político, económico y social del país. “Nuestro periodismo nace con la República” y con la “introducción tardía de la imprenta” en el Alto Perú, nos dice, en abierta discrepancia con quienes ven el origen de nuestra prensa en lo que el propio Tórres describe como simples “papeles anónimos escritos a pulso” que recogieron las protestas contra los excesos de la Corona en las postrimerías de la Colonia.

Tórres divide la historia del periodismo boliviano en cinco períodos: 1) El cívico independentista patrio, que ubica entre la fundación de la República y los primeros motines cuartelarios; 2) la etapa de la afirmación de la nacionalidad y la prensa estatista, que se desarrolla bajo la administración del Mariscal Santa Cruz; 3) el período de los caudillos militares, en el tercer cuarto del siglo XIX, que el autor caracteriza como “paternalista estatal y de prensa caudillesca”; 4) la época de la consolidación de los partidos políticos, y finalmente, 5) el período empresarial-industrial, durante el cual la prensa adquiere su actual fisonomía.

A diferencia de la monumental historia de Eduardo Ocampo Moscoso (2), a la que tiene como una de sus fuentes, el libro de Ángel Tórres es un manual didáctico, un texto de lectura fácil, útil y recomendable para estudiantes de Periodismo y Comunicación y para todos aquellos interesados en acercarse a la historia del periodismo boliviano, pues se trata, como bien dice el autor, de una “relectura” de la historia boliviana en función de la evolución de su prensa. Otra ventaja de escribir historia desde el oficio periodístico.

Conocí a Ángel Tórres hace 50 años, en las postrimerías del “doble sexenio” del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR) y en vísperas del golpe que daría inicio a un largo ciclo militar, cuando el autor del libro se desempeñaba como redactor político de El Diario y yo hacía mis primeras armas como reportero de Radio Fides, en una época –la década de los 60– en que el mundillo del periodismo político se concentraba en la Sala de Prensa del Palacio de Gobierno. Más tarde, en marzo de 1967, tuve la suerte de toparme con él camino a Camiri, en la que sería la más extraordinaria aventura periodística de nuestra época, la guerrilla del Che Guevara.

Ángel publicó en La Patria de Oruro un testimonio de aquella aventura (3). Se trata de una foto en la que aparecemos ambos con el uniforme de las tropas Ranger, un uniforme que tuvimos que vestir como condición para entrar al campamento de Ñancahuazú poco después de su ocupación por las tropas del Ejército. La foto es de alguna manera histórica dentro del periodismo –por eso la menciono en esta ocasión–, porque demuestra que hace cinco décadas ya hubo en Bolivia “periodistas empotrados” –como se los denomina actualmente– en las filas de un ejército en guerra. La presencia de reporteros uniformados dentro de las tropas estadounidenses que invadieron Irak en marzo de 2003 desató una gran polémica a nivel mundial y abrió un debate todavía no resuelto sobre la condición de vestir uniforme que imponen los ejércitos a los informadores para aceptarlos en las misiones de guerra. Las organizaciones de periodistas rechazan esta imposición por razones éticas y reclaman su derecho a acoplarse a las tropas vestidos de civil.

Este y otros temas vinculados a la cobertura periodística de los conflictos armados ya eran tema de discusión de los periodistas bolivianos en aquella época. Pero no eran los únicos. Recuerdo que ya entonces, en las largas y tediosas noche del pequeño Hotel Berlín de Camiri, donde teníamos nuestro centro de operaciones, Ángel Tórres gustaba de explayarse sobre la historia de Bolivia y veía la guerrilla del Che como un nuevo eslabón de la trágica historia nacional.

La afición de Tórres a la historia no es nueva. Nace, precisamente, de su vocación de periodista, del afán de investigación que mueve a todo reportero y que se cristaliza ahora en este nuevo libro.

Notas

(1) Robert Brockmann: Somos y seremos gente de tierra adentro. Nueva Crónica (1era. Quincena de mayo 2012).

(2) Eduardo Ocampo Moscoso. Historia del periodismo boliviano. Librería Editorial Juventud (1978).

(3)  “Gato Salazar”, de la guerrilla del “Che” a la insurgencia zapatista. La Patria de Oruro (2 de octubre de 2011).

Journal de Comunicación Social – No. 4 – Mayo de 2017

Adela Zamudio, la poeta del dolor y la soledad

Nació en el valle de Cochabamba, la entraña de Bolivia, entre sauces llorones, flores primaverales y “coleópteros togados”. Era coleccionista de mariposas y recitaba sus versos acompañada de una guitarra. Pionera del feminismo, cuando no era moda, vivió la soledad de los adelantados, pero también la esperanza de los precursores de las causas justas y de los cazadores de utopías, los que persiguen “la tierra de los sueños, lejana de las leyes de los hombres”.

Poeta del dolor y la soledad, narradora autodidacta, devoradora de libros e intelectual de ideas revolucionarias para su época, Adela Zamudio vivió en la Bolivia conservadora y patriarcal de fines del siglo XIX y principios del XX, en “un ambiente estrecho, plagado de beatas y de prejuicios sociales”, en tiempos en que la mujer era considerada la “paridera del hogar”, sin derecho a nada, como escribió uno de sus biógrafos.

Criticó las convenciones sociales y desafió al “mundanal concierto” que la rodeaba; clamó contra la injusticia de “nacer hombre”  y contra la inequidad que enfrenta “a oprimidos y opresores, la fortuna y el poder, la miseria y sus horrores”;  abogó por la supresión de la enseñanza religiosa y denunció la hipocresía de la Iglesia del Pescador que “un día predicó la pobreza y la humildad” y  terminó ostentando “lujosa pedrería” y “poder y majestad”.

Le bastaron 190 palabras para resumir su existencia y otras 150 para despedirse de este mundo. “Nací en Cochabamba creo que el 54 o el 55. No tengo mi fe de edad. He pasado mi juventud a la cabecera de una madre enferma y mi edad madura como mi vejez, luchando penosamente por la vida”, le escribió a su amigo Franz Tamayo. “Vuelo a morar en ignorada estrella/ libre ya del suplicio de la vida,/ allá os espero;/  hasta seguir mi huella/ lloradme ausente pero no perdida”, dejó escrito en el epitafio que se puede leer en su tumba del cementerio de Cochabamba.

Pero su vida fue mucho más que ese puñado de palabras. El escritor Augusto Céspedes la describió como “la santa laica de la religión de la humanidad”, la mujer “encarcelada en la luz y en el azul, amargada y resignada”, la “indomable e invencible ‘Soledad’, que (…) hubiera querido para símbolo de su existencia la roca desnuda que azota el viento y quema el sol, la roca inmutable y eterna, apartada del mundo y del concierto universal”.

Adela Zamudio Ribero nació el 11 de octubre de 1854, hija de Adolfo Zamudio, de nacionalidad peruana, y Modesta Ribero, paceña.  Nieta de un portugués por la línea paterna y de un francés por la materna, tuvo entre sus antepasados a un prócer de la independencia argentina, Máximo Zamudio. La presidenta Lydia Gueiler eligió la fecha de su natalicio para instituir, hace 40 años, el Día de la Mujer boliviana.

Aprendió a leer y escribir en la escuela católica de San Alberto, pero cursó únicamente hasta el tercero de primaria, que era el máximo grado de educación que ofrecía la enseñanza pública de su época a una mujer. Completó su formación con los libros que pedía prestados a los amigos de la familia y a los personajes de la ciudad que fue conociendo durante su juventud. Le había tomado gusto a la lectura cuando todavía era una niña.

Criada en el seno de una familia católica ferviente, solía acompañar a su madre, junto a sus hermanos Mauro, Arturo y Amadis, a la misa de los viernes, pero también a la campiña, a los campos y prados de su entorno, lo que despertó en ella una fascinación irresistible por la naturaleza, al observar como “vistiendo ropajes de frescos matices/ las ramas se cubren de brotes y yemas,/ el campo renace luciendo sus galas,/ sus galas eternas”.

Comenzó a escribir a la temprana edad de 14 años, deslumbrada por la poesía y la literatura. De esa época datan sus primeros poemas. A los 15 años publicó Dos Rosas, pero, en realidad, sus composiciones juveniles circulaban únicamente entre familiares y amigos que conocían de su afición.  También siendo muy joven publicó La ciega, en honor a María Josefa Mujía, la poeta invidente, quien había escrito un poema con el mismo título años antes de que Adela naciera.

“¡Ay! No gimas, señora
por un ignorado bien
y mientras el mundo llora
busca en tu alma soñadora
lo que tus ojos no ven”.

Su  primer poemario, Ensayos poéticos, publicado en Buenos Aires, data de 1887, cuando la autora había cumplido 33 años. Publicó en vida solo tres libros. Los dos siguientes fueron Íntimas (1913), una novela ambientada en Cochabamba “en torno al clero corrupto y la hipocresía circundante”, y Ráfagas (1913), editado en París. Sus Novelas cortas (1943), Peregrinando (1943), Cuentos Breves (1943), Rendón y Rondín (1976) y varias recopilaciones de poesía y narrativa vieron la luz después de su muerte en 1928.

Con el advenimiento y ascenso del liberalismo al poder (1899-1920), que trajo un soplo de aire fresco en la sociedad conservadora cochabambina, la Alondra del Valle, como se la conocía, obtuvo un puesto de maestra en la misma escuela donde se educó. En 1901 fundó su academia de pintura, “para aprender a sentir”, y en 1905 asumió la dirección de la Escuela Fiscal de Señoritas de Cochabamba. Finalmente, en 1916 fundó el Liceo de Señoritas que hoy lleva su nombre.

Fue en el diario El Heraldo de Cochabamba, fundado en 1877, donde publicó sus primeros versos y desplegó sus ideas progresistas. Su actividad periodística coincidió con el inicio de la era conservadora que llevó a cinco presidentes al poder a lo largo de dos décadas (1880-1899).

La escritora Karim Taylhardat dice que los artículos de Zamudio adquirían “proporciones épicas” al abordar temas tan polémicos y controvertidos para su tiempo como los derechos civiles, la discriminación de la mujer y la liberación femenina, el matrimonio civil y la supresión de la enseñanza religiosa.

No firmaba con su nombre, sino con un seudónimo, Soledad, para protegerse de “la conservadora, catoliquísima y semifeudal sociedad cochabambina”. Se dice que tomó el nombre de la novela homónima de Bartolomé Mitre, quien estuvo exiliado en Bolivia y fue muy amigo de su familia.

“Fama  literaria de campanario en alas de El Heraldo. Prestigio hay de sobra. Celebridad, consagración, todavía no llegan. El mundo encubre admiración con simpatía benevolente. En la república de las letras hay más pantalones que faldas”, escribió su biógrafo, Augusto Guzmán, al resumir esa época (Adela Zamudio. Biografía de una mujer ilustre).

En El Heraldo publicó los poemas que le dieron fama y causaron mayor polémica, como Nacer hombre y Quo Vadis. En Nacer hombre, pone en verso su indignación de vivir bajo un sistema patriarcal y en una sociedad que privilegia al hombre solo por serlo en desmedro de la mujer, en un tiempo en que la mujer únicamente podía aspirar a ser esposa y madre.

Oh, mortal privilegiado,
Que de perfecto y cabal
Gozas seguro renombre!
En todo caso, para esto,
Te ha bastado
Nacer hombre.

A pesar de haberse educado en el seno de una familia católica y en un colegio confesional, Adela Zamudio se enfrentó a la Iglesia Católica. No solo criticó la hipocresía del clero de su época, sino que abogó por la supresión de la enseñanza religiosa y la separación de la Iglesia y el Estado. Tal prédica fue tomada como una afrenta por la sociedad conservadora cochabambina que llegó a pedir al Papa la excomunión de la escritora tras una célebre polémica con el obispo de la ciudad.

La Roma en que tus mártires 
supieron
En horribles suplicios perecer
Es hoy lo que los césares quisieron:
Emporio de elegancia y de placer.
Allí está Pedro. El pescador que 
un día
Predicó la pobreza y la humildad,
Cubierto de lujosa pedrería
Ostenta su poder y majestad.

En una breve semblanza de la poeta, Karim Taylhardat recuerda que Adela Zamudio vivía “en ese espacio donde la mujer sólo podía integrarse de dos maneras a lo cotidiano –o en matrimonio o en convento–, y con escasas profesiones –bordar o fabricar sillas para los heridos de guerra–, y leer escogiendo dentro de dos posibilidades–novelas inocentes o periódicos nunca liberales–”.

La sociedad conservadora de Cochabamba, según la también escritora Lydia Parada de Brown, atribuyó el sentido de los versos de Zamudio “a alguna decepción amorosa, ya que su vida se convirtió en un solterío largo y penoso”, pero, en realidad, su poesía reflejaba la soledad que sentía ante un entorno ajeno a sus ideas y sentimientos. “Su seudónimo Soledad era el que más correspondía al desierto en que se debatían sus pensamientos”.

De acuerdo con el poeta y crítico literario Óscar Rivera-Rodas, la poesía de Zamudio expresa la desavenencia de la autora con el mundo. “Parece que ella no concibe la esperanza de lograr reconciliaclón con su medio. Rebelde con los sistemas sociales de su época, se ubica entre las pioneras del feminismo”.  A partir de la concepción de la incompatibilidad entre el poeta y la sociedad, dice Rivera-Rodas, “se lanza a la búsqueda de la soledad, con lo cual no hace más que ratificar uno de los tópicos principales de la lírica romántica del continente: el poeta es un ser solitario por naturaleza y por tanto debe buscar un medio propicio a ese talante”.

También yo de mi lira destemplada 
las notas quejumbrosas
vengo a mezclar al mundanal concierto. (… )
Soñar una región más elevada.
amar un ideal y resistirse
a festejar este sainete humano
que danza sobre el fétido pantano
asfixiarse en el aire nauseabundo
de un bajo, estrecho y miserable mundo.
es ser maldito, odiado, escarnecido.

Adela Zamudio, según el crítico, entiende que “la poesía deriva del dolor” y ve “el dolor como fuente de la poesía” cuando habla de “¡Un bardo del dolor!” y del “¡poeta del dolor!”. En su caso, esa fuente no es otra que el mundo que la circunda: “La ausencia de conciliación con el mundo –o la vida, la existencia– ha sido, pues, una fuente de dolor y origen de la poesía”, dice Rivera-Rodas (La poesía hispanoamericana del siglo XIX).

En el prólogo al libro Cuentos publicado por Plural Editores, la poeta e investigadora Virginia Ayllón dice que la “proto-crítica” a la obra de Adela Zamudio, anterior a la realizada últimamente por Leonardo García Pabón y otros estudiosos, que “vacilaba entre una loa desmedida y la diatriba acre y procaz que tomaba como base más la vida de la poeta que su obra”, dejó varias preguntas sin respuesta, como: “¿escribía así porque era solterona o era solterona porque así escribía?, ¿anunció su seudónimo Soledad su posterior vida o su posterior vida cumplió la sentencia de su seudónimo?”

La escritura de Zamudio –recuerda– se produce en un “período que aparte de ser políticamente convulso, es también, estéticamente hablando, un momento de convivencia de varias escuelas, ninguna consolidada pero todas presentes por efecto de la influencia europea: Romanticismo, post Romanticismo, Naturalismo, el nuevo Modernismo y el Realismo”, de tal manera que “la escritura de Zamudio no es solamente romántica, es también modernista e incluso se puede advertir cierto realismo”.

“Con todo –sostiene–, creo que el signo central de la obra de Zamudio es romántico porque su proyecto textual e ideológico es mejor asimilado al Romanticismo, pero no al Romanticismo en Bolivia”. Ayllón encuentra que tiene una “relación casi orgánica” con la novela Juan de la Rosa, de Nataniel Aguirre, publicada en 1885, debido a su signo “femenino”, pero que es “mucho más fácil” compararla “con la de Jane Austen o la de Clorinda Matto de Turner, que con cualquier otra del canon literario boliviano en el momento en que le tocó escribir”.

Adela Zamudio fue coronada por el presidente Hernando Siles el 27 de mayo de 1927 –un año antes de su muerte– como Eximia Poeta de Bolivia y América. En el discurso de coronación, un panegírico con más adjetivos que sustantivos, Augusto Céspedes proclamó: “Consumida por su talento, atormentada por la inspirada inquietud, sacrificada por su solitaria grandeza, vagó ‘peregrinando’ sobre propios y ajenos dolores, dándoles todo ella a la amargura; así ha expiado la enorme culpa de su genio: pecado de las encinas que atraen el rayo”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 19 de enero de 2020