Donde dije digo, digo Diego

Winston  Churchill solía decir que no hay nada más indigesto que las propias palabras. Que lo digan los políticos. Y allí están las hemerotecas para recordarnos y recordarles sus idas, y venidas, sus inflexiones dialécticas, cuando intentan borrar con el codo lo que escribieron con la mano. Eso sí, son duchos en enmendar la plana: donde dije digo, digo Diego. Sin embargo, sus rectificaciones no suelen ser inocentes ni libres de intención. Es decir, no sólo que no se indigestan con sus contradicciones, sino que las utilizan sin pudor alguno para la construcción de “verdades alternativas” con las que pretenden justificar sus proyectos hegemónicos.

Recordé las palabras del estadista británico a propósito de una declaración poco difundida de nuestro Presidente, una entrevista que concedió al diario mexicano La Jornada nueve meses después del estallido del “caso Zapata”, en la que se desdice olímpicamente de todo lo que había dicho –admitido– sobre el tema cuando se hizo público su romance con la señora Zapata.

Como todos recordarán, dos días después de que el periodista Carlos Valverde revelara el caso y mostrara un certificado de nacimiento que supuestamente documentaba el hecho, el propio Presidente confirmó la información. Dijo textualmente: “A Gabriela Zapata Montaño la conocí en 2005. Era mi pareja. En 2007 tuvimos un bebé y lamentablemente, nuestra mala suerte, ha fallecido. Tuvimos problemas y a partir de ese momento nos distanciamos”. Esto lo oímos y lo vimos todos por televisión. Lo dijo el 5 de febrero de 2016.

Nueve meses después, en la entrevista mencionada, publicada el 14 de noviembre, dio vuelta a su primera versión como un calcetín. “El movimiento social –declaró al diario mexicano– planteó este tema del referendo (para la reelección). Y la derecha lo enfrentó en base de mentira, de codicia. Inventó una mujer y un niño, y dijo que era hijo de Evo. Es más, dijo que el niño había muerto. Todo era mentira. Y ahora que se investigó resulta que ni siquiera había habido niño. Pero ya quedó la calumnia. La prensa se comportó como un cártel de mentiras. El tema estaba bien organizado. Lo planificaron con anticipación. Cuando no pueden tumbar ideológicamente ni democráticamente usan a la familia y hasta un niño inexistente. A mí realmente me ha sorprendido”.

Y, claro, uno se pregunta, pero ¿no fue el propio Presidente el primero en confirmar que había tenido una relación con la señora Zapata, que tuvo un hijo con ella y que éste murió posteriormente? Si hubo un invento, no fue precisamente de la prensa.

Otra “posverdad”: Una semana antes del referéndum, el 15 de febrero de 2016, el presidente Morales dijo una cosa sensata: “Si el pueblo dice ‘no’, ¿qué podemos hacer? No vamos a hacer golpe de Estado. Tenemos que irnos callados”. El 22 de febrero, un día después de la consulta, declaró textualmente: “Aunque con un voto o con dos votos va haber un ganador, eso se respeta.

Esa es la democracia”. Dos días después, el 24, agregó como quien no quiere dejar ninguna duda al respecto: “Quiero decirles que respetamos los resultados, es parte de la democracia”.

En este caso, fue el vicepresidente, Álvaro García Linera, quien enmendó la plana apenas dos semanas después. En una declaración al diario El Deber, afirmó: “En verdad, lo que hubo es un empate. Han ganado por 70.000 votos, eso no es ganar, eso es empatar…”.

Y aquí también uno se pregunta. Pero, ¿no era que el gobierno aceptaba la victoria del No incluso por uno o dos votos? Resulta que no hubo victoria del No, que hubo un “empate”, y como hubo empate, el pueblo debía desempatar. El No ganó con el 51,3% de los votos (2.682.517) contra el 48,7% del SI (2.546.135). Es decir, no con uno ni con dos votos de diferencia, sino con 136.382.

Evo Morales, que el 5 de febrero de 2016 afirmó una cosa y el 14 de noviembre siguiente todo lo contrario, nunca dio una explicación sobre esta flagrante contradicción. No dijo que se había equivocado o que la señora Zapata lo había engañado. Y, por supuesto, tampoco pidió disculpas a la prensa por haberle atribuido una mentira que no era de su responsabilidad.  Tampoco explicó por qué cambió de opinión respecto al resultado del referéndum. Su desconocimiento, ¿es o no es un golpe de Estado?

Sobre la “posverdad” del “caso Zapata, la supuesta mentira que Evo Morales atribuye a los medios independientes, el gobierno se sacó de la manga la patraña del “cártel de la mentira”, y sobre otra “posverdad”, el “empate” del 21 de febrero, construyó la campaña para desconocer el resultado del referéndum. Conviene  recordarlo ahora que empieza la campaña electoral y para saber cómo llegamos donde llegamos.

Un viejo proverbio chino dice que el hombre es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras. Evo Morales será esclavo de sus palabras, aunque intente encubrir  sus afanes hegemónicos en un supuesto  derecho humano a la reelección indefinida. Al tiempo.

Página Siete – 20 de junio de 2019

Guerra sucia

Las campañas electorales no son lo que eran. Las redes sociales han sustituido a las plazas y parques en las proclamaciones y actos de masas. Los “trolls” y los “guerreros digitales” han reemplazado  a los activistas que recorrían las calles pintando consignas y pegando carteles. No lo hacen para difundir las propuestas de sus candidatos, sino para demoler al rival con mentiras y calumnias, para imponer su propia agenda. La “guerra sucia” siempre ha existido, dirán algunos. Cierto. Pero las campañas de manipulación y linchamiento cuentan ahora con cajas de resonancia que antes no existían. Es la otra cara de las redes sociales.

La victoria de Donald Trump y del Brexit en Gran Bretaña, en 2016, puso de moda la palabra “posverdad”. La Real Academia de la Lengua la define como una “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. Como diría algún teórico, es la “marca blanca” de la mentira, un disfraz de “la mentira premeditada y organizada”, la mentira vendida como verdad.

En otras palabras, es la vieja “guerra sucia” elevada al infinito por las redes sociales, alimentada por usinas de noticias falsas o “verdades alternativas”, las “fake news” –otras dos palabras de moda–, con las que se pretende, precisamente, manipular, distorsionar o contrarrestar la verdad, cuando ésta resulta incómoda o imposible de negarla.

Muchos dirán que la guerra es en ambos sentidos. Evidente. Pero no es lo mismo que el acoso venga de un ciudadano de a pie, igualmente reprobable, que desde el poder, porque los ataques desde el poder no sólo buscan desprestigiar a los rivales políticos, manchar su honor, sino estigmatizarlos ante la opinión pública. No sólo eso. Las “verdades alternativas” tienen como otro objetivo ensuciar la cancha, “igualar” a todos en el mismo lodazal, para tapar o disimular las propias vergüenzas  (“¡tú también eres corrupto!”).

El triunfo del Brexit y de Trump también puso el tema del populismo –otra palabra de moda– en el tapete del debate global. La “posverdad” está directamente relacionada con el populismo. Se han aliado incondicionalmente. Y este fenómeno tiene mucho que ver con la esencia del periodismo, que es la búsqueda de la verdad y el escrutinio del poder.

Como dicen Cass Mudde y Cristóbal Rovira Kaltwasser en su libro Populismo, los populistas quieren hacernos creer, desde una pretendida superioridad moral, que la sociedad está dividida entre los “puros”, que son ellos, y la “élite corrupta”, que son los demás; entre los “puros”, que, obviamente, expresan la “voluntad del pueblo”; y los “corruptos”, que están en contra de los intereses populares.

La experiencia muestra cómo los líderes populistas se han puesto a demoler las instituciones y el sistema democrático, invocando esa misma democracia que les ha permitido conquistar el poder, mientras sus seguidores propagan sus “verdades” a punta de tuits, al servicio de una estrategia de manipulación y linchamiento, eludiendo toda  fiscalización. Su objetivo: eternizarse en el poder. Su primer blanco: los medios independientes.

Las redes sociales viralizan la “guerra sucia”, pero, muchas veces, los medios convencionales, en lugar de “atajar” las noticias falsas, las confirman al difundirlas sin cotejar su origen ni contrastarlas con las fuentes apropiadas.

En una entrevista concedida al semanario católico belga Tertio, el propio papa Francisco alertó a los medios de comunicación y a los periodistas de no caer “en la enfermedad de la coprofilia” (la atracción por los excrementos), para no inducir a la opinión pública a la “coprofagia” (la ingestión de excrementos). De esta manera, el Papa nos advertía sobre el peligro de convertir al planeta en un estercolero. Es una de las grandes responsabilidades de la prensa en la actualidad.

Antonio Caño, exdirector del diario El País de Madrid, dijo que la “posverdad” no sólo está poniendo en peligro la libertad de prensa, sino toda la arquitectura de libertades y derechos que conforman una democracia: “La mentira es mentira, aunque se llame posverdad. Y la posverdad es el prefascismo”, advirtió. Así de grave.

En la “época de la posverdad”, como se la denomina a la actual, las “fake news” encuentran un campo abonado en las campañas electorales. Y no es necesario remontarse a las elecciones estadounidenses ni al Brexit para comprobarlo. ¿No apeló el gobierno a “verdades alternativas” para deslegitimar y desconocer el 21F?

Las campañas electorales no son lo que eran. Se dice que la verdad es la primera víctima de una guerra. Podríamos decir lo mismo de los procesos electorales. El nuestro ya empezó. Y todavía no hemos visto lo peor.

Página Siete – 6 de junio de 2019

Graham Greene, por los caminos sin ley

Cuando llegó a México por primera vez, en 1938, para escribir un reportaje sobre las secuelas de la Guerra Cristera (1926-1929) y la persecución religiosa, Graham Greene se encontró con un país conmocionado al que definió como un “estado mental”. Desde entonces y durante medio siglo, el escritor británico recorrió y noveló los caminos sin Dios ni ley de América Latina, atraído por un continente donde la política era “una cuestión de vida o muerte”.

Escritor, periodista, guionista, crítico cinematográfico, comunista en su juventud, espía del servicio secreto británico y “católico agnóstico”, Greene hizo de América Latina parte del “Greeneland”, el mundo políticamente inestable y peligroso que caracteriza a su narrativa. Desde el México de los “cristeros” hasta la Argentina de los guerrilleros marxistas, pasando por la Cuba de Fulgencio Batista, el Haití de Papá Doc y el Panamá de Omar Torrijos, el autor de Caminos sin ley entró “sin pasaporte de regreso” al “territorio de mentiras” del continente, para apropiarse de sus escenarios. 

Nació en Berkhamsted, Hertfordshire, el 2 de octubre de 1904 en el seno de una influyente familia de banqueros y hombres de negocios. Era el cuarto de seis hermanos. Según sus biógrafos, tuvo una infancia difícil. Sufrió acoso de parte de sus compañeros de colegio debido a que su padre era el director, experiencia que lo marcó para toda la vida. De carácter depresivo y melancólico, intentó suicidarse a sus 19 años y fue sometido durante seis meses a un tratamiento de psicoanálisis.

Jugó a la ruleta rusa cuatro veces con un viejo revólver de seis balas propiedad de su hermano mayor, dolido por la indiferencia de la institutriz de su hermana, de la que estaba enamorado. Durante una visita a La Habana, según contó su amigo Gabriel García Márquez,  le relató el episodio a Fidel Castro, quien le dijo: “De acuerdo con el cálculo de probabilidades, usted tendría que estar muerto”. Greene le respondió: “Menos mal que siempre fui pésimo en matemáticas”.

Su carácter introvertido y el ambiente familiar fueron determinantes en su afición a la lectura y escritura  desde muy temprana edad. Su hermano menor, Hugh, fue director general de la BBC. Su madre era prima del escritor escocés Robert Louis Stevenson, el autor de La isla del tesoro. Antes de cumplir los 20 años militó durante un breve tiempo en el Partido Comunista.

Tras licenciarse en Historia, trabajó como periodista en Nottingham y llegó a ser subdirector de The Times, al que renunció después de sus primeros éxitos bibliográficos. Como periodista independiente, viajó por todo el mundo, en especial por América Latina y África, regiones a las que describía como “lugares salvajes y remotos del mundo”.

 El servicio de espionaje británico MI6 quiso sacar partido de sus viajes y lo reclutó como agente durante la II Guerra Mundial. Se dice que fue su hermana Elisabeth, funcionaria de la agencia, quien facilitó el contacto. Kim Philby, quien más tarde sería descubierto como agente soviético, fue su supervisor en el MI6.

Greene sintió una especial fascinación por el mundo del espionaje y volcó su experiencia en muchas de sus novelas. Lo abordó con humor en Nuestro hombre en La Habana y como telón de fondo en El Factor humano, El americano impasible,  El revés de la trama o El tercer hombre, para consagrarse como uno de los grandes escritores del género.

“La vida del servicio secreto resulta al final tan solitaria como la del escritor que se retira de todo”, declaró durante una visita a Madrid. “Espiar es una profesión extraña”, reflexionó en Una especie de vida.

A los 23 años se convirtió al catolicismo para poder casarse con la católica Vivien Dayrell Browning, pero se dice que empezó a creer en el Dios de los católicos cuando conoció en México la historia de los curas perseguidos por el régimen anticlerical. A uno de ellos, un cura alcohólico y lujurioso, quien prefiere ser fusilado antes que negarle la extremaunción a un moribundo, lo convierte, precisamente, en héroe y mártir de El poder y la gloria.

Los personajes de Greene se mueven en la zona gris y moralmente ambigua de la condición humana, entre el amor y el pecado, entre la infidelidad y el sentimiento de culpa. No son del todo buenos ni del todo malos. Son pecadores que no merecen ir al infierno y santos que han perdido el camino al cielo. Greene los sitúa en el purgatorio, entre la condena y la redención, en una tierra de nadie, donde los héroes se convierten en villanos, los mártires en traidores y los santos en pecadores, porque –según decía– la naturaleza humana no es blanca y negra, sino negra y gris.

“¿Cómo se puede servir a Dios en un mundo inmoral?”, se preguntó en una ocasión, tal vez para justificarlos. “Yo no podría creer en un Dios al cual comprendiera”, afirmó en otra oportunidad.

Como resumió un crítico, entre sus personajes abundan los ladrones honestos, los canallas cargados de ternura, los moralistas dudosos y los supersticiosos sin religión, sumergidos en sus propias dudas éticas y morales.

El escritor valenciano Manuel Vicent dice que se mueven en el doble juego de la vida y la muerte, la política y la religión, el amor y el odio, el sufrimiento y la compasión, la inocencia y la presencia del mal. 

En 1953, durante el papado de Pío XII, el Santo Oficio incluyó El poder y la gloria en el índex de libros prohibidos, porque a su juicio “dañaba la reputación del sacerdocio”. Años después, en una audiencia privada, Pablo VI le dijo que se olvidara del dictamen inquisitorial: “Mi estimado señor Greene, siempre habrá cosas en sus libros que hieran a algún católico, pero no se inquiete”.

No le gustaba que lo llamaran “novelista católico”.  “No sé por qué me ponen la etiqueta de escritor católico. Soy simplemente un católico que es también escritor”, declaró en una ocasión. 

Tampoco aceptaba que le etiquetaran como “escritor político”, aunque la mayoría de sus obras tiene un trasfondo político o se desarrolla en escenarios marcados por los conflictos políticos.

En todo caso, siempre dejó traslucir, a través de sus personajes, sus propias convicciones políticas y religiosas y sus problemas morales, aunque aclarando que intentaba comprender la verdad, sin que esa búsqueda comprometiera su ideología. “La política está en el aire mismo que respiramos, igual que la presencia o ausencia de Dios”, explicaba a manera de justificación.

Sus historias ocurren en el México de los campesinos que mueren al grito de “¡Viva Cristo Rey!” (Caminos sin ley y El poder y la gloria), el Haití de los Tonton Macoutes (Los comediantes), la Cuba de los casinos y los burdeles (Nuestro hombre en La Habana), el Panamá del militar que no quería entrar a la historia, sino al Canal (Conociendo al general), la Argentina del terrorismo izquierdista  (El cónsul honorario) y el Paraguay de Alfredo Stroessner (Viajes con mi tía).

Son historias que se desarrollan en lugares calurosos, pobres y polvorientos, los típicos entornos del “Greeneland”. Pero también en la Viena de la posguerra, la Indochina francesa o la España de la Guerra Civil.

Sergio Ramírez elogiaba su “asombrosa capacidad de registrar escenarios y maneras de ser de países y regiones donde solo ha estado de paso, y donde a lo mejor no regresará nunca, aprehendiéndolos como si fueran propios y como si tuviera de ellos un conocimiento de por vida”.

“Graham Greene nos concierne a los latinoamericanos, inclusive por sus libros menos serios”, escribió García Márquez, quien alguna vez le preguntó si no se consideraba un “escritor de América Latina”. “No me contestó, pero se quedó mirándome con una especie de estupor muy británico que nunca he logrado descifrar”, relató el colombiano.

En una entrevista periodística, Greene dijo que escribía sobre América Latina porque “en esos países la política rara vez significa una mera alternativa de partidos políticos rivales, sino que siempre ha sido una cuestión de vida o muerte”.

Eterno candidato al Nobel (“No me lo darán nunca porque no me consideran un escritor serio”, decía), tuvo tantos admiradores como detractores, que lo consideraban un escritor de segunda. William Faulkner se refería a El fin del romance como “una obra maestra en el lenguaje de cualquiera”. El propio Gabo lo reconocía como el maestro que le enseño “una manera de ver el Caribe” y a describir “ese clima que influye en el modo de ser de las personas”. De hecho –admitió–, “La mala hora tiene, desde el punto de vista técnico, una estructura casi calcada de la obra de Greene”.

Consideraba que literatura y periodismo son dos caras de la misma medalla. Nunca dejó de sentirse periodista. “Puede que haya sus diferencias entre el reportaje y la novela. Yo no las veo, salvo, quizá, la invención de caracteres que supone la novela. El resto es igual: el periodista, como el novelista, tratarán de contar los hechos con precisión y claridad”, declaró en una ocasión.

La mayoría de sus obras han sido llevadas al cine. El tercer hombre, la más popular y la única que nació como guión cinematográfico,  está asociada al rostro de Orson Welles –que interpreta al cínico Harry Lime–, a la cítara de Anton Karas y a una frase: “En Italia, durante 30 años bajo los Borgia, hubo guerra, terror, asesinatos y derramamiento de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, tuvieron amor fraternal, tuvieron 500 años de democracia y paz… ¿Y qué produjeron? El reloj cucú”.

John Ford llevó a la pantalla El poder y la gloria (El Fugitivo), con Henry Fonda, Pedro Armendáriz y Dolores del Río; Carol Reed, el mismo director de El tercer hombre, realizó Nuestro hombre en La Habana, con Alec Guinness y Maureen O’Hara, y Peter Glenville hizo Los comediantes, con Richard Burton, Elizabeth Taylor, Alec Guinness y Peter Ustinov.

Greene murió el 3 de abril de 1991 en su retiro de Vevey, Suiza. Como informó la prensa de la época, a su funeral asistieron su primera esposa, Vivian, de 86 años, y su última amante, de 60, que se ubicaron a cada lado de la iglesia, para dar fe de que toda pasión, como dijo el propio escritor, tiene algo de clandestino, algo de transgresor y algo de perverso.

“En medio estaba Graham dentro del féretro, ante la puerta que daba a la vez al cielo y al infierno”, escribió su colega y amigo Manuel Vicent. Como un personaje de cualquiera de sus novelas.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete –  2 de junio de 2019

«Semejanzas»: Calidad narrativa

Carlos Decker-Molina

Para Thomas Carlyle, citado por Juan Carlos Salazar  (el Gato) en su libro Semejanzas, la biografía es una suma de anécdotas, y la historia del mundo, el conjunto de biografías de los grandes hombres.  El libro Semejanzas del entrañable Gato pretexta la semblanza de gente poco común para escribir la historia de Bolivia y, de paso, pergeñar la del continente.

¿Cómo entender la historia de Bolivia de los últimos 50 o 60 años? ¿El ascenso y la caída de los regímenes militares, la aventura guerrillera del Che, las dictaduras de siete años o de 24 horas, las rupturas del ovandismo y el torrismo, la llegada de la democracia, el sempiterno deseo de tener un mar? Sin la palabra de los actores principales, secundarios, o el vaticinio: “El periodismo está acabado” de Leguineche que, el Gato con este libro, demuestra lo contrario: comienza una nueva etapa, el (periodismo) de la calidad, el de la profundidad, el de la investigación.

Las historias recogidas por el periodista en charlas, entrevistas o mesas de café se suelen guardar en libretas o papeles doblados en cuatro que puedan caber en el bolsillo del pantalón. Las que se publicaron, en aquel entonces, eran noticias paridas por la premura, el resto maduraron en los cuadernos de notas del Gato, como el vino de calidad.

Todo lector lee un libro diferente, no importa que sea ficción o realidad. El libro de Salazar del Barrio tiene, para mi-lector, un entresijo historiográfico, por eso mi afán de encontrar el relato histórico de Bolivia de las últimas cinco o seis décadas, en cada una de sus líneas.

Si Juan Carlos hubiera cambiado su orden, por el cronológico, tendríamos una variante de crónica histórica, además casi en todos los casos contada por la voz del otro. 

“La lectura termina por identificar, de un modo puro, lo que podíamos llamar la voz del otro” escribe Ricardo Piglia. La voz del presidente, la del exiliado, la del poeta o la del “otro social”.

Gracias al Humanismo (con mayúscula) los cronistas empezaron a abandonar la religión y el providencialismo. Entonces aparece el hombre como responsable del devenir histórico. Y el libro Semejanzas es una muestra extraordinaria de esa sensatez.

Las palabras escritas en las páginas de Semejanzas se abren a diversos universos, se arma y desarma según quién es el objeto de la semblanza, pero hay un hilo conductor que es la historia, no importa que boliviana o continental, susurrada por Rulfo, olfateada por García Márquez o contada por el autor que relata sobre el golpe de los coca-dólares a través del Goyo Selser, o el grito de dolor de Domitila Chungara, o los menos-secretos del chino Sánchez porque, los más, se los llevó a la tumba.

Discípulo de José Gramunt y gran escucha del verbo de Liber Forti, no era escuchar la religión y la apostasía, fue su afán de buscar el justo medio.

Juan Carlos Salazar del Barrio es uno de los grandes del periodismo boliviano, pertenece a esa generación que le tocó vivir en constante estado de emergencia, a salto de embajada y con la valija tras la puerta. Su escuela fue Fides y su título de campeón de peso pesado de la noticia logró en la agencia alemana de noticias DPA, pero lo más sobresaliente del Gato es su fidelidad al hecho. Premio Nacional de Periodismo, pero ante todo el boliviano más universal, cosmopolita y entrañable tertuliano con amigos en todo el mundo. 

Semejanzas es la muestra de un periodismo que sobrevivirá en estos tiempos de la cólera viral, son ejemplos de lo que debe ser el periodismo narrativo y confirman el parentesco consanguíneo entre literatura y periodismo.

Hago votos por más libros nacidos de su pluma porque escapa a las coordenadas de lo rebuscado para ofrecer una lectura amena e instructiva, el Gato es un verdadero folkbildare, escribo la palabra en sueco, porque en ese idioma quiere decir “el que ofrece conocimiento y educación con fines democráticos y de igualdad ciudadana” y por lo tanto defensor de la libertad de prensa y opinión.

Página Siete – 19 de mayo de 2019