El evangelista Lucas relata que Jesús tenía a sus discípulos “a tiro de piedra” cuando se retiró a orar al huerto de los Olivos, en la víspera de su crucifixión. Un “tiro de piedra” era una medida bíblica, equivalente a 50 pasos, tomada del lanzamiento de una piedra de regular tamaño. Así lo tenemos a Evo Morales, a tiro de piedra, desde que se mudó de México a Argentina. O mejor dicho. Así tiene Evo Morales a Bolivia, a tiro de piedra.
No está a 50 pasos, pero casi, casi. Pronto lo tendremos lanzado piedras contra el proceso de transición. Y como nunca ha ocultado la mano después de tirar la piedra, lo veremos alardeando de su oposición al gobierno, bajo la mirada complaciente de las autoridades argentinas.
Como comentó el periodista mexicano Ciro Gómez Leiva, Morales fue recibido en México con “bombo y platillo” y “salió del país por la puerta de atrás”, sin decir gracias ni adiós. “Se hubiera despedido”, lamentó el secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, probablemente arrepentido de haberle dado la recepción triunfal que le dio, pero está claro que el expresidente utilizó a México como “sala de espera” para trasladarse a Argentina, mientras se producía el recambio en la Casa Rosada de Buenos Aires.
La historia boliviana está repleta de ejemplos de líderes caídos en desgracia que eligieron Argentina para preparar su retorno al poder, aprovechando la permeabilidad de la frontera con Bolivia. El único que lo logró fue Víctor Paz Estenssoro, tras el triunfo de la Revolución del 9 de abril de 1952, después de un exilio de seis años.
El general Juan José Torres, derrocado en 1971, quiso hacer lo mismo. Abandonó el Chile socialista de Salvador Allende y se instaló en Argentina para “estar más cerca de Bolivia” y poder mantener un contacto más fluido con la resistencia civil, y militar a la dictadura de Banzer, pero ya se sabe lo que ocurrió. Fue secuestrado y asesinado en junio de 1976, en el marco de la llamada Operación Cóndor.
El asilo y el refugio no dependen tanto de las normas del derecho internacional, que uno supone sagradas y de estricto cumplimiento, sino de la flexibilidad, y la tolerancia de los gobiernos que los conceden. ¿Alguien podía imaginar que un país como México, que ha hecho bandera del principio de No Intervención, diera luz verde a Evo Morales para hacer lo que hizo y decir lo que quiso?
Está claro que las normas no rigen para el asilado-refugiado VIP que es Evo Morales. Tuvo manga ancha en México y la tendrá en la Argentina peronista.
Poco después de la llegada del expresidente a Buenos Aires, el canciller Felipe Solá declaró: “Nosotros queremos de Evo Morales el compromiso de no hacer declaraciones políticas en Argentina”. Sin embargo, la advertencia duró menos de 24 horas. Nadie sabe en qué momento cambió el status del asilado, pero lo cierto es que el jefe de Gabinete de la Presidencia, Santiago Cafiero, salió con que Evo “tiene libertad de expresión, de declarar, de pensar y decir lo que quiera”, porque su residencia se enmarca en el refugio y no el asilo, que tiene limitaciones.
No tenía que decirlo, porque Evo tampoco esperó aclaración alguna para actuar. A su arribo a la capital porteña, el líder cocalero confirmó que utilizará Argentina como plataforma para recuperar el poder. Anunció que Buenos Aires será su “centro de operación” y que incursionará periódicamente en el norte argentino para acercarse a la frontera.
Dijo sentirse “fuerte, envalentonado y animado” para la labor que pretende realizar como jefe de campaña de su partido. Envalentonado, sobre todo, a juzgar por la serie de tuits que disparó desde su llegada al aeropuerto de Ezeiza. “Si no me permiten entrar voy a ver la forma de buscar (entrar) acompañado por personalidades, por la prensa; me voy a entrar allá a hacer campaña, no tengo miedo a la detención, tantas veces he sido detenido y procesado”, advirtió.
Claro que no volverá. Si hubiera querido resistir al “golpe”, como denomina al movimiento ciudadano que provocó su huida, no se habría asilado. En las 48 horas que mediaron entre su renuncia y su salida del país, nadie lo buscó ni lo persiguió. Ahí se vio que el “¡Patria o muerte!” era para sus seguidores, no para él ni para su entorno, que acudió presuroso a la primera embajada antes de que sonara el primer tiro, que, dicho sea de paso, nunca se disparó, ni contra él ni para defenderlo.
No volverá, es cierto, pero será un incordio, ahora desde la frontera, acostumbrado como está a azuzar a la gente sin arriesgar el pellejo. Buenos Aires hará la vista gorda y los eventuales reclamos del gobierno boliviano, por fundamentados que sean, caerán en saco roto. Como dice un antiguo proverbio: “quien ve una pelea a un tiro de piedra no es testigo”. Y los Fernández no serán testigos, porque son parte, para neutralizar los planes desestabilizadores del líder cocalero.
Página Siete – 19 de diciembre de 2019