“La banda de los-cada-vez- menos”

Eduardo Galeano, autor de cabecera de muchos militantes del socialismo del siglo XXI, sostenía que “el árbitro es arbitrario por definición”  y lo describía como un “abominable tirano que ejerce su dictadura sin oposición posible”. Por supuesto, no se refería al árbitro electoral, sino al deportivo (El fútbol a sol y sombra), pero, al leer la observación del escritor uruguayo, uno no puede menos que pensar en el  Tribunal Supremo Electoral (TSE).

El problema no es que, “tarjeta en mano, alza los colores de la condenación: el amarillo, que castiga al pecador y lo obliga al arrepentimiento, y el rojo, que lo arroja al exilio”, como corresponde a cualquier árbitro, sino que actúa en perjuicio de un solo equipo, el opositor, o en el mejor de los casos, para citar a otro “teórico” del fútbol, el argentino Jorge Valdano, hace “un arbitraje de Poncio Pilatos”: se lava las manos cuando el oficialismo faulea al rival.

Es cierto que el “trabajo (del árbitro) consiste en hacerse odiar”, como dice Galeano, y que –para citar a un dirigente de la FIFA– “al árbitro no se le paga por ser simpático”, pero también es evidente que un Tribunal Electoral no sólo debe ser independiente, transparente y neutral, sino que debe parecerlo.

El TSE acumula muchos pecados, tantos que no es difícil llegar a la conclusión de que es un árbitro descalificado, inhabilitado, que merece la tarjeta roja y su inmediata sustitución por un colegiado más solvente. Ya ni siquiera se lo puede comparar con la otrora famosa “banda de los cuatro” –numéricamente hablando, digo–, pues las 37 renuncias que ha acumulado en los últimos meses la han dejado como “la banda de los-cada-vez-menos”. ¿Quedará alguien para apagar la luz antes de que empiece el partido?

Su pecado original es su abierta filiación progubernamental.  El primer rodillazo que admitió contra la democracia fue la imposición de un calendario electoral  ad-hoc, incluidas unas primarias destinadas a legitimar el binomio oficialista. Acto seguido habilitó a los candidatos masistas, a pesar de que el resultado del referéndum del 21F era vinculante, no sólo para su organizador y administrador, el TSE, sino para todos los ciudadanos, empezando para quienes juraron respetar y hacer respetar la Constitución. De allí en más, todo fue para menos.

Sus decisiones y omisiones no sólo atentan contra principios democráticos elementales, sino contra el  sentido común.  De otra manera no se puede entender, sólo para poner un ejemplo, que no ponga coto al uso y abuso de los bienes del Estado en beneficio de la candidatura oficialista.

A las denuncias de supuestas irregularidades en el empadronamiento, registros forzados  y “acarreo” de votantes, formuladas por la oposición,  se sumaron en los últimos días nuevas amenazas de parte de militantes masistas a los candidatos opositores y la promesa de ayuda oficial a cambio de votos.  Un dirigente campesino de Potosí amenazó con “envenenar a los q’aras” que se atrevan a realizar campaña en el campo, en tanto que el Presidente  ofreció a los pobladores de una comunidad cochabambina darles “lo que pidan” a cambio del 100% de sus votos.

El oficialismo trató de minimizar la amenaza del dirigente campesino al describirla como una simple “metáfora” y el mandatario dijo que su oferta había sido una broma, pero, en lugar de actuar de oficio, y con energía ante tales hechos para evitar su repetición, el TSE asumió el papel de Pilatos y derivó la responsabilidad a las instancias judiciales, ignorando que la Ley de Régimen Electoral prohíbe  “obstaculizar o impedir la realización de campaña electoral mediante violencia o vías de hecho” y que la autoridad electoral  debe garantizar “de oficio” el efectivo ejercicio de los derechos lesionados por actos de violencia o vías de hecho.

Lo cierto es que el TSE ha perdido credibilidad, un capital básico para el arbitraje de unas elecciones, al punto de que crecen las voces que reclaman la dimisión y sustitución de sus miembros. El propio vocal “institucionalista” Antonio Costas ha puesto en cuestión el trabajo de sus colegas con una carta que detalla algunas falencias en la organización de los comicios de octubre próximo. Como suele ocurrir, el oficialismo minimizó el planteamiento.

Pero ya no se trata únicamente de la existencia de dudas razonables sobre su transparencia, independencia y neutralidad, sino del creciente temor de eventuales preparativos para torcer o manipular la voluntad popular.

Resulta iluso suponer que el Gobierno aceptará introducir cambios en un tribunal que ha sido hecho a su medida. El régimen masista sacrificó la institucionalidad del Órgano Electoral, lograda por la “Corte de los notables”, como parte de su estrategia hegemónica para eternizarse en el poder. Si estuviera seguro de que puede ganar limpiamente, no lo sostendría contra viento y marea.

Fracasada la constitución de un frente unitario, el único camino que le queda a la oposición es la unidad en el control del proceso para evitar actos fraudulentos. La legislación electoral boliviana es garantista, pero requiere de la vigilancia ciudadana. Por eso llama la atención que no haya negociaciones entre los diferentes partidos para garantizar la presencia opositora en todas las mesas y en el escrutinio el día de los comicios.

¿Los partidos tienen tantos militantes para hacerlo cada uno por su cuenta y renunciar al control conjunto y coordinado? No hacerlo es allanar el camino para las arbitrariedades y las tentaciones autoritarias, digo yo.

Página Siete – 4 de julio de 2019

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