Juan Bosch respiró el “aire transparente, frío, limpio y seco” del altiplano boliviano, esa “vasta extensión de aplanadora soledad”, y disfrutó la luz y la paz del aire húmedo y el vuelo silencioso de los pájaros de la región amazónica, navegando por los afluentes de los grandes ríos bolivianos, el Beni y el Madre Dios.
Enamorado de la “bien querida tierra boliviana”, que lo acogió en uno de sus tantos exilios de la segunda mitad del siglo pasado, el escritor y político dominicano creía que Dios había situado el Paraíso Terrenal entre las cumbres nevadas de Los Andes y las llanuras selváticas del Amazonas y que había sembrado de oro las aguas del río Tipuani porque no tenía a la mano otro fruto prohibido.
Bosch llegó a Bolivia en abril de 1954 tras ser expulsado de Cuba, acusado de haber participado en la organización del asalto al Cuartel Moncada, encabezado por Fidel Castro, el 26 de julio de 1953. Buscó inicialmente asilo en Costa Rica, acogido por su amigo José Figueres, recién elegido presidente, pero debió abandonar el país, rumbo a La Paz, por presiones del Chivo (Rafael Leónidas Trujillo) y el Tacho (Anastasio Somoza), los dos dictadores que por esa época señoreaban a sus anchas en la región.
Estuvo apenas cuatro meses en Bolivia, entre abril y agosto de ese año, en plena efervescencia de la revolución del 9 de abril de 1952. Durante su estancia, recorrió el altiplano y el norte paceño, observó a su gente y sus costumbres, apuntó lo que vio y dejó constancia de sus vivencias en dos piezas literarias excepcionales, el cuento El indio Manuel Sicuri y la segunda de sus dos únicas novelas, El oro y la paz, ambientada en el Tipuani de la fiebre del oro. Pese a ser dos obras muy difundidas, traducidas a varios idiomas, son poco conocidas en Bolivia, como desapercibida pasó la estancia de su autor en La Paz.
Conocí a Bosch en una de mis primeras visitas a República Dominicana, en febrero de 1985, cuando obreros y estudiantes protagonizaban masivas protestas contra los duros ajustes ordenados por el Fondo Monetario Internacional (FMI). Lo volví a visitar en días más apacibles, en octubre de 1992, esta vez con la colega Ana María Campero, durante un receso de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano (Celam).
Su estudio en Santo Domingo estaba presidido por tres grandes retratos, las fotografías de Fidel Castro, Salvador Allende y Ho Chi Minh, el líder nirvietnamita que puso en jaque al ejército de Estados Unidos en los arrozales de Vietnam. “No soy comunista ni socialista, tampoco marxista, pero sí revolucionario”, quiso aclarar durante la primera entrevista, mientras los “indignados” de la época levantaban barricadas y se fajaban con la policía en las calles de la capital, en los coletazos de la “poblada de abril” que sacudió diez meses antes al país.
Hombre afable, gran conversador, se prodigaba en sus análisis sobre la situación política regional, salpicando sus observaciones con recuerdos y anécdotas de su peregrinaje de tres décadas por el continente, donde había conocido a todos los líderes políticos de su generación. “Como están las cosas, no podemos ser otra cosa que revolucionarios, porque América Latina requiere de cambios políticos y económicos radicales, profundos y urgentes”, apuntó al aludir a sus simpatías políticas, no siempre ideológicas, tan bien reflejadas en las paredes de su despacho.
Para entonces, cumplidos los 75 años, el blanco había borrado el gris en el corte casi militar de su cabello y hablaba con el aplomo del hombre que había dirigido el país en una de las épocas más tormentosas de su historia y sufrido la persecución, la cárcel y el exilio por defender una causa.
“Viví a la sombra de dos intervenciones militares estadounidenses cuando todavía no había cumplido los 10 años”, recordó, en alusión las invasiones de 1915 y 1916, a Haití y República Dominicana, los países siameses de la isla La Española, y “sufrí la invasión de los Marines de 1965”. Es una de las razones que apuntalaron su “antiimperialismo”, que él explicó en sendos ensayos, El Pentagonismo, sustituto del Imperialismo (1966) y El Caribe: Frontera Imperial (1970).
Bosch siempre se consideró un hombre de izquierda, influido por la revolución cubana y la amistad con Fidel Castro, quien lo condecoró con la Orden José Martí en 1988, aunque se sentía más cerca de la socialdemocracia que del socialismo. Pero, sobre todo, fue un activo militante de la lucha contra las dictaduras que asolaron la región en la segunda mitad del siglo XX, empezando por la de Rafael Trujillo, a quien combatió durante 30 años. “Viví para liberar a mi país de la dictadura”, me dijo en 1985.
Nació en La Vega hace 110 años, el 30 de junio de 1909, y murió en Santo Domingo el 1 de noviembre de 2001. Cuentista, novelista, ensayista, historiador y político, escribió dos novelas, medio centenar de cuentos y más de cien ensayos. Sus obras completas han sido recogidas en 22 volúmenes. Autor de un conocido texto sobre “el arte de escribir cuentos”, gustaba de dar cursos y talleres sobre la materia. En uno de ellos tuvo como alumno a un joven Gabriel García Márquez, quien había iniciado su tránsito del periodismo a la literatura con la publicación de La hojarasca. Años después, en 1975, le dedicaría El otoño del patriarca: “A mi maestro Juan Bosch”.
Bosch ocupó la Presidencia de la República por escasos siete meses, en 1963. Fue derrocado y exiliado el 25 de septiembre por un golpe militar alentado por la oligarquía dominicana y la jerarquía de la Iglesia católica, que lo acusaban de “comunista”, y por el gobierno de John F. Kennedy, que lo veía como una amenaza castrista.
El descontento popular por el golpe se tradujo dos años después, el 24 de abril de 1965, en una rebelión militar “constitucionalista”, encabezada por el coronel Francisco Caamaño, que exigía la restitución de Bosch. Temeroso del surgimiento de una “segunda Cuba”, el presidente de Estados Unidos, Lyndon B. Johnson, ordenó –cuatro días después– la invasión del país caribeño. Más de 40.000 efectivos del Cuerpo de Marines y de la 82ª. División Aerotransportada ocuparon el territorio dominicano durante 17 meses.
En las acciones de resistencia, encabezadas por el coronel Rafael Tomás Fernández Domínguez, asesinado en una emboscada, perdieron la vida más de un millar de dominicanos, en su mayoría civiles, y 44 soldados estadounidenses. “La invasión estadounidense fue una infamia que el pueblo dominicano jamás perdonará”, dijo Bosch.
Bosch retornó del exilio un año después, pero perdió las elecciones del 1 de julio de 1966 ante Joaquín Balaguer. Se postuló en otras cinco ocasiones, en 1978, 1982, 1986, 1990 y 1994, y volvió a perder. En todos los casos, su organización –el Partido de la Liberación Dominicana (PLD)– denunció fraudes masivos a favor de Balaguer, el heredero del autoritarismo y prorroguismo de Trujillo.
¿Cuántas veces salió al exilio a lo largo de su vida? No llevaba la cuenta. “Creo que viví más tiempo fuera de mi país que en República Dominicana”, estimó. Durante su peregrinaje por América Latina, quiso visitar Bolivia, porque “quería conocer la revolución, de la que tanto se hablaba”, y Chile, donde entabló amistad con Salvador Allende y Pablo Neruda.
El presidente Víctor Paz Estenssoro pidió a su entonces secretario privado, Mariano Baptista Gumucio, que atendiera a Bosch, quien detentaba entonces la jefatura del Partido Revolucionario Dominicano (PRD). Sin embargo, al visitante no le interesó conocer a la clase política boliviana. “En lugar de buscar audiencias con los altos conductores del MNR, prefirió sumergirse en los barrios populares y visitar a las gentes de los pueblos del altiplano”, rememoró el escritor boliviano.
Baptista Gumucio, con quien entabló una larga amistad, lo recuerda como “un hombre de gran prestancia física, de facciones griegas en las que algunas gotas de sangre africana habían hecho destacar un poco la nariz y los labios”, con “el pelo naturalmente rizado, corto y blanco lo que le daba todavía más nobleza a su rostro”.
Bosch publicó por primera vez El indio Manuel Sicuri en París, en 1958, en una antología en francés, Les Vingt Melleures Nouvelles de l’Amerique Latine. Escribió El oro y la paz en siete años, entre marzo de 1957 y enero de 1964, a caballo entre La Habana y Aguas Buenas de Puerto Rico, y la publicó en 1976. Cuando lo conocí, Cuentos escritos en el exilio, que incluye El indio Manuel Sicuri, estaba en la décimo tercera edición, y El oro y la paz en la sexta, sólo en la República Dominicana.
Bosch creía que Jorge Sanjinés se había inspirado en El indio Manuel Sicuri para la elaboración del guión de su ópera prima, Ukamau, filmada en 1965 y 1966. En el cuento, Sicuri persigue al cholo Jacinto Muñiz hasta darle muerte para vengar la violación de la que fue víctima su mujer, María Sisa; en la película, el indio Andrés Mayta da caza al mestizo Rosendo Ramos tras descubrir que había violado a su esposa, Sabina.
Sin embargo, el cineasta boliviano me dijo que no, que “se trata simplemente de una curiosa coincidencia argumental”, ya que el guionista de la película, el escritor y cuentista Óscar Cacho Soria, “se inspiró en una historia verdadera ocurrida en Caquiaviri hacía más de 30 años”.
Cuando le pregunté a Bosch por qué eligió escenarios y personajes bolivianos para su cuento y su novela, siendo que casi toda su obra literaria está exclusivamente ambientada en el Caribe, dijo que se había sentido impresionado por el paisaje geográfico y humano del país, donde escuchó por primera vez la música “profunda, melancólica y entrañable” del sicuri. “Bolivia es, en sí misma, una gran novela, una hermosa novela, y su pueblo, estoico y valiente, una verdadera leyenda”, resumió.
(Dibujo de Marcos Loayza)
Página Siete – 31 de marzo de 2019