Jaime Laredo, el héroe del violín

Tiene un apellido musical, predestinado, compuesto por las sílabas de tres notas del pentagrama: La-Re-Do.  Sílabas y notas que él las considera de buena suerte. Fue un concierto en re menor, el Opus 47 de Sibelius, el que le abrió las puertas del cielo.

“Has tocado como un ángel”,  le dijo el director de la Orquesta de Bruselas, Franz André, el día de su consagración, hace 60 años.  “Es el más feliz de mi vida”, le respondió. Jaime Laredo todavía no lo sabía, pero lo presentía. Acababa de ganar con un Stradivarius prestado el más importante concurso internacional de música.

Tenía 17 años cuando se embarcó en Filadelfia rumbo a Bruselas, el 25 de abril de 1959, para participar en el Concurso Internacional Reina Isabel de Bélgica, el campeonato mundial de la música clásica. Era el más joven de los ochenta y tantos concursantes de 15 países. 

Llevaba una valija con más ilusiones que prendas de vestir. Su madre le había prendido dentro del bolsillo izquierdo de su único terno azul dos medallas, una de la Virgen y otra de su Cochabamba natal. Quería que las llevara junto a su corazón a manera de amuletos durante la difícil competencia. “Dios y tu Patria te inspiren”, le dijo en el aeropuerto al momento de darle su bendición. 

Laredo era entonces un desconocido para el gran público y, por supuesto, para la mayoría de los bolivianos, aunque ya había captado la atención y admiración de los críticos que siguieron sus actuaciones previas en Estados Unidos, donde se formó desde los siete años.  “Si él no es el vencedor, yo quisiera escuchar al violinista que lo pueda superar”, declaró días antes del concurso el conocido crítico estadounidense Paul Hume.

Bolivia estalló en júbilo cuando el jurado –integrado entre otros por los famosos violinistas Yehudi Menuhin, Zino Francescatti y David Oistrakh– anunció su veredicto en la madrugada del 31 de mayo de 1959, después de tres semanas de competencia. El violinista cochabambino era el primer latinoamericano –y el único hasta ahora– que ganaba el concurso, imponiéndose en la ronda final a los rusos Albert Markov, Vladimir Malinin y Boris Kouniev y al estadounidense Joseph Silverstein.

La crítica mundial se rindió a sus pies. El diario The Washington Post elogió el “tono prodigioso, fuerte y puro, más suave que el terciopelo”, de sus ejecuciones, y The New York Times atribuyó su genio al “patrimonio musical de su fascinante y montañoso país”. “Tiene todo lo que necesita un virtuoso violinista. Pero él tiene más que eso. Es un violinista de profunda musicalidad”, resumió a su vez The New Yorker.

Seis meses después de su triunfo, el 12 de diciembre, una multitud lo recibió en La Paz como a un héroe. Cientos de miles de personas formaron una cadena humana desde el aeropuerto de El Alto hasta su alojamiento en el Prado y otros miles abarrotaron el Teatro al Aire Libre –que recibió su nombre– y el estadio Hernando Siles, donde corearon al unísono las tres sílabas que identificaban al artista: “¡La-Re-Do!”, un grito que resonó en las graderías mucho antes de que se hiciera popular otra consigna silábica, la de los grandes triunfos deportivos: “¡Bo, Bo, Bo-Li, Li, Li-Via, Via, Via!”.

Cuando Laredo apareció en la puerta del avión, la multitud entonó espontáneamente el himno nacional. La gente se desbordó  al verlo. Todos querían llegar hasta él para estrechar la mano que pulsó el violín. Trasladado en hombros, el séquito tardó 15 minutos en recorrer los 50 metros que separaban la escalerilla del auto presidencial.

El entonces joven reportero cultural Mario Castro recuerda cómo fue levantado en vilo cuando la multitud rodeó al avión para abrazar al artista. “Todo era alegría, aglomeración, las calles alfombradas de flores”, rememoró.  Al fin y al cabo, como diría el entonces presidente Hernán Siles Zuazo, quien había declarado “Día de regocijo nacional” con cierre de oficinas públicas y privadas, era “el primer galardón artístico de magnitud mundial para Bolivia”.

Abrumado,  porque no se esperaba semejante recibimiento, el joven talento sólo atinó a balbucear: “Me siento intensamente emocionado. Estoy encantado de volver a mi tierra. Esto me causa una enorme felicidad”. Con la emoción, olvidó leer el discurso que traía en el bolsillo.

Para entonces, los bolivianos ya eran “expertos” en el tema y hablaban con naturalidad de los movimientos que se podían lograr con el arco y las cuerdas, como el pizzicato, el trémolo o el vibrato, y obviamente estaban al tanto de que un luthier italiano, Antonio Stradivari, había fabricado en el siglo XVII más de 1.200 violines, los más famosos del mundo, entre ellos el que utilizó Laredo en Bruselas. 

Un “Comité Pro Jaime Laredo” recaudó 5.000 dólares en una colecta popular para regalarle “un violín digno de su talento”, mientras que el presidente Siles Zuazo le entregó un cheque por 10.000 dólares como parte de una contribución estatal de 40.000 dólares, con el mismo fin. 

Jaime nació en Cochabamba el 7 de junio de 1941, hijo de Eduardo Laredo, músico, pintor y poeta, director de la Academia de Música Man Césped, y de Elena Unzueta, perteneciente también a una familia de poetas y pintores, quienes cultivaron en su hijo el amor al arte desde pequeño. Era el menor de tres hermanos. Su padrino de bautizo fue el pianista Genaro Sáenz Rivero, uno de los primeros en descubrir el talento de su ahijado.

Según uno de sus biógrafos, Enrique Dorella, llegó al mundo el mismo día en que el violinista vienés Freddy Wang y el pianista chileno Arnaldo Tapia Caballero ofrecían un concierto en Cochabamba. Ambos habían hecho amistad con los Laredo. Enterados del nacimiento, Tapia Caballero le dijo a la madre: “Que sea pianista”, pero Wang intervino: “No, tiene que ser violinista”. 

A sus cuatro años ya distinguía los “puntitos negros” que “subían y bajaban” en el pentagrama, y a los seis cosechó sus primeros aplausos al interpretar Noche de Paz en la fiesta familiar navideña. Como escribió Franklin Anaya Arze, otro de sus biógrafos, para Jaime, “reconocer un si bemol no era más complicado que poner mantequilla sobre el pan, y tocar las lecciones de su primer maestro de violín, Carlos Flamini, un juego habitual”.  Fue precisamente Flamini quien, al percatarse del gran talento de su alumno, recomendó a sus padres llevarlo a Estados Unidos.

Haciendo un gran sacrificio económico, los Laredo se mudaron a California en 1948. Jaime tomó clases en San Francisco con Antonio de Grassiy Frank Houser. A los siete años, ofreció un concierto organizado por el Rotary Club de la ciudad; a los ocho, otro con la Orquesta Sinfónica de San Francisco, presentado por la Crocker Art Galery de Sacramento. Para entonces ya era conocido como “el niño prodigio boliviano”. Al compararlo con otros talentosos violinistas infantiles que habían debutado en el mismo escenario, el diario The San Francisco Examiner comentó: “En la década de 1920 fue Yehudi Menuhin, en la década de 1930 fue Isaac Stern y anoche fue Jaime Laredo”. 

Por recomendación de Houser y de Grassi, los Laredo se trasladaron a Cleveland en 1953, a fin de que Jaime pudiera continuar su formación bajo la dirección de Josef Gingold. Fue Gingold quien le sugirió ingresar al Instituto de Música Curtis de Filadelfia para estudiar bajo la dirección del maestro ruso-armenio Iván Galamian, a quien consideraba el maestro “más grande del mundo”. Y fue Galamian quien le recomendó postularse para el concurso de Bruselas.

Dos meses antes de su triunfo en Bruselas, Laredo ganó un concurso juvenil organizado por la Orquesta de Filadelfia, gracias al cual logró un primer contrato para debutar en el Carnegie Hall, actuación que se concretó en octubre de 1960. Cuando llegó a la capital belga, ya se sentía un ganador. Había recibido su título in absentia del Instituto Curtis y tenía en el bolsillo el contrato para actuar en la más ilustre sala de conciertos de Manhattan.

Llegó a Bruselas armado del famoso violín Stradivarius conocido por el nombre de El Emperador, fabricado en 1715 y valuado entonces en 300 mil  dólares, que le facilitó la Fundación John Phipps de Nueva York.  El 5 de mayo asistió al sorteo para la primera ronda del concurso, consistente en tres pruebas de dificultad técnica progresiva. Debutó el  9. A los tres días, supo que se encontraba entre los 24 semifinalistas. Terminada la ronda semifinal, el 16 de mayo envió un telegrama a su familia: “¡Hurra! Soy finalista”.

Tuvo sólo ocho días para estudiar y memorizar el concierto inédito del francés Darius Milhaud, escrito expresamente para la final de la competencia. La partitura, de más de 50 páginas, era desconocida para los concursantes, quienes, además, debieron ejecutarla sin previo ensayo.

Incomunicado en la Capilla Musical de la Reina, junto a los otros 11 finalistas, Jaime se mostraba asustado.

“Martita –le escribió a su hermana–, no tienes ni la menor idea de lo que estoy pasando. He llegado a un punto en que creo que ya ni nervios ya tengo. (…) Este concierto que estamos aprendiendo es increíblemente difícil. Nunca he visto una obra de música más intricada e imposible de comprender su sentido para poder interpretarla”.

Además de la obra inédita, los concursantes debían ejecutar varias piezas sueltas y un concierto de su repertorio. Laredo interpretó seis danzas rumanas de B. Bartok y el concierto en re menor de Sibelius. Un prolongado aplauso coronó la actuación del boliviano. “Al fin hemos oído este concierto como debe ser tocado”, le dijo el director de la Orquesta Sinfónica, Franz André, refiriéndose a la obra de Milhaud.

A la 1:15 de la madrugada del 30 de mayo, el presidente del concurso, Marcel Cuvalir, dio a conocer el fallo: “¡Jame Laredo de Bolivia!”. Rompiendo el protocolo, Jaime se lanzó a los brazos de su maestro, Iván Galamian, a quien abrazó y besó. “Este es el día más feliz de mi vida”, le dijo con lágrimas en los ojos. “¡Viva Bolivia!”. Una semana después cumplió 18 años.

No fue el único galardón. Convertido en uno de los violinistas más importantes de la segunda mitad del siglo XX, conquistó también los premios Deutsche Schallplatten y Gramophone. Es el único boliviano que ganó un Grammy, en 1992, a la Mejor Música de Cámara. 

Cuando partió rumbo a Bruselas para participar en el concurso, su madre le entregó un álbum que contenía las fotos y recortes de prensa de su novel carrera. La última página estaba en blanco. Jaime entendió lo que eso significaba. A su retorno, lo primero que hizo fue decirle: “Ahora completa el álbum. Gracias a Dios que no arruiné esas últimas hojas que parecían esperar esto”. Él

había cumplido su parte.

(Dibujo de Marcos Loayza)Página Siete –  10 de marzo de 2019

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