Le gustaba vagar por la campiña tupiceña, entre los maizales, los sembradíos de habas y los durazneros; zambullirse en las aguas amarillas del río Tupiza, trepar los cerros colorados y pescar cangrejos en las acequias de Chajrahuasi, sumergido en ensoñaciones fantásticas e imaginando aventuras fabulosas, que años después plasmaría en sus narraciones. Todavía era un niño. Había abandonado la escuela, pero aún no maduraba la gran decisión de su vida. Cuando cumplió los 12 años, Gastón Suárez Paredes juró ante su madre que un día sería escritor, un gran escritor.
Quiso ser un escritor a la altura de los novelistas que alimentaban las lecturas de su madre, María Paredes, una maestra rural aficionada a los autores románticos franceses, a quien pretendió compensar con su juramento juvenil por el disgusto que le ocasionó con su deserción escolar. Y lo logró años después. Para entonces había desertado también de todos los trabajos que le permitían ganarse el día a día, sabedor de que el oficio de escritor requería de tiempo completo.
El filósofo y dramaturgo boliviano Guillermo Francovich elogió su obra, de la que dijo que muestra “el prodigio de vivir”; el crítico Óscar Rivera-Rodas lo describió como un “agudo observador del comportamiento humano”, “el escritor de la introversión psicológica más destacado de la nueva promoción de narradores bolivianos”; el novelista Julio de la Vega se refirió a sus cuentos como “joyas literarias”, y el ensayista e historiador Jorge Salinas Salinas destacó la poesía de su narrativa.
El autor de Vigilia para el último viaje, El gesto, Vértigo y Mallko nació en Tupiza el 27 de enero de 1929 y falleció a los 55 años, el 6 de noviembre de 1984, cuando se perfilaba como uno de los más grandes narradores bolivianos. De su madre heredó el gusto por la lectura y el amor por el arte, predisposición que encontró en la Tupiza de los años 40 y 50 un terreno fértil para su desarrollo intelectual.
El pueblo que vio nacer al futuro cuentista, novelista y dramaturgo era una villa privilegiada, dinámica y progresista, con vecinos que se reunían por las noches en tertulias literarias y conciertos familiares con los artistas locales, el pueblo que un diplomático español describió como la “Santillana cantábrica de Bolivia”. Fue la época en que nació el conjunto Nuevos Horizontes, dirigido por el anarquista Liber Forti, que hizo de Tupiza la capital del teatro de Bolivia, donde el aspirante a escritor vio por primera vez las obras de los grandes autores del teatro universal.
Suárez era un hombre sencillo y de buen talante. Asumía su oficio, las críticas y los elogios con la sencillez del narrador no consumado. Era alegre y desenvuelto en su expresión, pausado en el hablar y comedido en sus opiniones. El embajador de España en Bolivia en los primeros años de la década de los 80, Tomás Lozano Escribano, lo describió como “uno de los bolivianos más puros que han existido”. Peinado a la gomina, traje azul marino y la corbata siempre bien anudada, tenía un aire de galán cinematográfico y cantante de música romántica.
Abandonó la escuela antes de terminar el ciclo primario a causa de una experiencia traumática. “Mientras él estaba en clases, se sentaba en las primeras filas, de pronto a su maestro le dio un ataque de epilepsia y empezó a botar espuma por la boca. Él pensó que se trataba de un demonio o de una posesión diabólica y salió aterrado, llorando, y nunca más volvió a la escuela”, según relata su hijo Ruy.
A partir de entonces, su madre se hizo cargo de su educación, guiándolo en el aprendizaje de las materias de su edad y en sus lecturas. Incluso lo llevaba con ella a la escuela donde daba clases. Un día Gastón hizo conciencia de que era un alumno desertor y, “como un acto expiatorio”, le juró a su madre que llegaría a ser una persona diferente. “Se me ocurrió que si llegaba a ser un escritor de mérito mi madre olvidaría esos hechos incoherentes de mi infancia y sería compensada por sus sacrificios en mi educación”, rememoró en una ocasión.
Pero no volvió a la escuela. No sólo era miedo, sino que, como admitiría años después en una entrevista, no soportaba la escuela, no aceptaba el encierro de las aulas, acostumbrado como estaba al aire, al campo y las flores. Todo lo que hizo a partir de entonces estaba en función de la meta que se había propuesto, aunque, para sobrevivir, tuvo que hacer de todo. Fue ferroviario, empleado bancario, minero, camionero, taxista, periodista, corrector de pruebas, etc., porque “en los países subdesarrollados uno tiene que trabajar de todo, cumplir oficios ajenos”. Eso sí, nunca dejó de leer ni de escribir.
“Un día dije basta. Si quiero ser escritor, tengo que dejar todo lo que estoy haciendo y dedicarme de lleno a estudiar y escribir”, me confesó durante una entrevista en la galería Naira, donde los actores Leo Redín e Ilde Artés teatralizaron dos de sus cuentos (Crisóstomo y Los hermanos).
Gastón Suárez renunció al puesto que tenía en el Banco Minero, compró un camión a plazos y empezó a recorrer el país como transportista. Era una aventura, sí, pero se sentía bien consigo mismo. “El hecho de estar vivo implica una esperanza”. Así conoció Bolivia de palmo a palmo y palpó la realidad nacional durante dos años.
Fruto de esa experiencia son sus libros, porque lo hizo en una época en que “las vivencias van dejando su impronta en el espíritu y son el bagaje más importante en la creación literaria”. Sus cuentos tienen como escenario los campamentos mineros, las aldeas, los campos de sembradío de los valles de los Chichas y la vida de provincia; el mundo urbano está presente en su obra teatral, y el altiplano en su novela.
Ese periplo le permitió ver el país como el protagonista de Mallko, el cóndor “monarca del aire, obstinado peregrino”, que, “enhiesta la cabeza, libre como el viento”, horadaba “el manto cerrado de las nubes” y alcanzaba “el cielo azul y el blanco océano” de la “región transparente”, desde donde contemplaba los dominios del hombre.
Se sintió escritor cuando vio publicado por primera vez un cuento suyo, El perro rabioso, en el diario gubernamental La Nación, en los años 50. Siguieron otras publicaciones, pero recién en 1963 vio luz su primer libro, Vigilia para el último viaje, una serie de cuentos que tuvo una favorable acogida de público y crítica, uno de cuyos relatos, El iluminado, un relato breve estructurado en un solo párrafo, fue incluido en varias antologías hispanoamericanas. “Este primer libro fue para mí un comienzo muy estimulante”.
En 1967 publicó su primera obra teatral, Vértigo, que obtuvo ese mismo año el primer premio de las Jornadas Julianas de la Alcaldía de La Paz, gracias a la puesta en escena del conjunto Nuevo Teatro, dirigido por Eduardo Armendia e Iván Barrientos, dos actores y directores formados en Nuevos Horizontes. Suárez atribuyó el éxito de la obra al hecho de que planteaba por primera vez problemas tales como la eutanasia, el control de la natalidad, la soledad, la incomunicación, la vejez y la moral religiosa, temas tabú en esa época.
La escribió mientras recorría el país como camionero, entre viaje y viaje, y cuando todavía luchaba con el lenguaje en su “autoeducación”, corrigiendo, puliendo y reescribiendo frases y párrafos enteros de sus textos, pues tenía “una verdadera obsesión por encontrar la palabra precisa, la idea trascendente y el halo poético que posibiliten una creación artística de calidad”.
“Los personajes de Vértigo exhiben sus problemas, sus resentimientos, sus rencores. El autor se encuentra así dentro de ellos al mismo tiempo que los mira desde fuera. Y puede decir, como uno de sus personajes, que es un observador de las contradicciones y de las miserias de los hombres y que, por lo mismo, siente amor por ellos”, comentó Francovich.
Suárez escribió otro libro de cuentos, Gesto, en 1969; una narración infantil, Las aventuras de Miguelín Quijano, con motivo del Año Internacional del Niño y un tiraje de 5.000 ejemplares, en 1979, y una segunda obra de teatro, Después del Invierno (1981), con introducción de Julio de la Vega y prólogo de Jorge Siles Salinas, pero su obra preferida era Mallko (1974), porque la escribió, según dijo, “con verdadera pasión y en una época en que estaba atravesando una crisis espiritual”.
La novela obtuvo una mención de honor del Premio Hans Christian Andersen de Dinamarca y fue elegida como texto escolar en España (1981). Según Francovich, Mallko constituye “una sucesión de magníficos cuadros realistas, que muestran las peripecias de la azarosa existencia humana en el solemne y majestuoso ambiente de los Andes, en medio de las moles de basalto coronadas de nieve”, y rescata “el realismo, la compasión, la penetración psicológica de sus obras anteriores”.
Le costó llegar al éxito, porque, mientras escribía, debía luchar para llenar la olla con sus magros ingresos. “La lucha por la vida me consumía. Prácticamente no escribía nada, sólo leía. Llegó un momento en que dejé de pensar en ser escritor y a considerar mis sueños como una simple megalomanía. Pero aquel juramento de mi infancia venía a atormentarme cuando menos lo esperaba”, relató en una ocasión.
Al principio, como dijo él mismo, vivía para escribir, pero después tuvo que escribir para vivir. “La aventura de ser escritor me ha dejado en la situación de escribir, editar y distribuir personalmente mi producción. Y creo que soy uno de los pocos escritores que viven o mal viven de sus libros”.
Suárez también se vio tentado por el cine. Fue el guionista de Mina Alaska, película dirigida por Jorge Ruiz, con Chrysta Wagner y Hugo Roncal, financiada por los empresarios Mario Mercado y Gonzalo Sánchez de Lozada. Luis Espinal elaboró el guión de Vigilia para el último viaje, que nunca llegó a la realización debido al asesinato del sacerdote en 1980.
Es autor de una única canción, Rosendo Villegas Velarde, popularizada por el guitarrista tupiceño Alfredo Domínguez, su amigo de infancia. Considerada por un crítico como “una de las canciones más apasionadas y más tristes del folklore boliviano”, tiene la estructura y el ritmo de un cuento breve:
No me hagas eso, Rosendo/ Por nuestro cariño tan lindo te imploro, Rosendo/ No me hagas eso, no me hagas eso/ Tu mama ha comprao el ajuar/ Vendimos la vaca, la cucha, la oveja/ La chicha ya estaba madura/ Toda la gente ya estaba invitada/ No me hagas eso, Rosendo, no me hagas eso/ Porqué me jugás esa mala pasada/ No ves que mi pena es fuerte/ Rosendo Villegas Velarde, no me hagas eso/ No te mueras, no te mueras, no te mueres…
Fue tentado por la política. El general René Barrientos Ortuño le ofreció un ministerio, pero rechazó la invitación. Sí aceptó la oferta que le hizo Lidia Gueiler para que asumiera la embajada en España, más por amor a España que por otra cosa, pero no llegó a viajar a Madrid por el golpe de Luis García Meza.
Suárez creía que la política es incompatible con la labor de un escritor. Como Ernesto Sábato, pensaba que el único compromiso del escritor es con la verdad. “El escritor, para mí –decía–, es un permanente buscador de la verdad y eso le confiere un carácter de independencia”. Tenía algo de anarquista. Su ideal de vida, según declaró en una ocasión, era el del escritor Henry David Thoreau: vivir en el bosque, ser absolutamente libre, sembrar tus propias hortalizas y no pagar impuestos al Estado.
En una de sus últimas entrevistas, dijo que tenía la esperanza de escribir algún día el libro de su vida. La muerte lo sorprendió cuando preparaba una tercera obra de teatro, La Promoción, una novela y un nuevo libro de cuentos.
Como en el verso de Gregorio Reynolds que presidió su funeral, Suárez “vivió sin hacer daño” y “murió de repente”, en “la envidiable dicha y la envidiable muerte”. Escribió sobre el amor, el desamparo, la soledad, la solidaridad y la belleza de la naturaleza.
“Hay que morar en nosotros mismos. Sentir el vértigo de la nada para emprender el vuelo. Luciérnaga fugaz es tu vida en la noche de los tiempos. El amor. El amor es lo que da sentido al ser”, dice uno de los personajes de Vértigo, en lo que bien podría ser la síntesis de vida de Gastón Suárez Paredes, el desertor escolar que se hizo escritor para cumplir un juramento.
Página Siete – 5 de mayo de 2019