Decía de sí mismo que era un hombre “poéticamente incorrecto”. Y era cierto. Quién, si no él, pudo convertir en poema el nombre de una mujer a fuerza de repetirlo treinta veces en la brevedad de una balada: Isabelle. O llegar a convencer a medio mundo de lo triste y sola que quedaría Venecia sin él. O hacer morir de amor a varias generaciones de admiradores.
También se decía “políticamente incorrecto”. Y lo era, como lo demostró al escribir –y cantar– sobre la homosexualidad (Comme ils disent), cuando nadie se atrevía a hacerlo. Rompía moldes y tabúes, porque a Charles Aznavour, el “embajador de la chanson francesa”, le gustaba “escribir lo que los demás no escriben”, sobre “las cosas que la gente piensa y no sabe expresar”, porque, como él mismo decía, era alguien que “cantaba letras”.
Cuando subió por primera vez a un escenario, todavía veinteañero, nadie daba un centavo por él, ni siquiera porque iba de la mano de Édith Piaf. De apenas 1,60 metros de estatura, poco agraciado y con una voz nada excepcional, llamaba la atención por sus camisas estampadas, cuajadas de floripondios, más que por sus dotes artísticas. Se diría que no había nacido para triunfar, pero trabajó duro, como un artesano. Se hizo a pulmón, primero como compositor y después como actor y cantante.
Nació en París el 22 de mayo de 1924 en el seno de una familia de emigrantes armenios que abandonaron su tierra natal durante el genocidio turco (1915-23). Fue registrado al nacer como Shahnourh Varinag Aznavourián Baghdassarian. Supo que debía cambiar de nombre cuando sus compañeros de la escuela comenzaron a preguntarle: “Shahnourh… ¿qué?”. Con los años y la popularidad, pasó a ser conocido simplemente como Charles Aznavoice.
Permaneció activo hasta los 94 años, cuando falleció, con más de 75 años en la cima de la popularidad. A su muerte, el 1 de octubre pasado, dejó más de 1.400 canciones grabadas -800 de ellas compuestas por él mismo-, casi 300 discos publicados en varios idiomas y más de 100 millones de álbumes vendidos. Actuó en más de 60 películas.
En 1962 visitó fugazmente Bolivia para filmar algunas escenas de La rata de América, del realizador francés Gabriel Albicocco, pero su presencia pasó desapercibida para el público y la prensa. Aunque ya había publicado una decena de discos en francés y participado en una veintena de películas, su nombre era poco conocido en América Latina. De hecho, su primer álbum en español, salió tres años después.
Como recuerda Alfonso Gumucio Dagron (Historia del cine boliviano), la prensa reparó únicamente en Albicocco, “una de las promesas del nuevo cine francés”, y la coprotagonista del filme, la actriz y cantante Marie Laforét. En una entrevista con la revista Nova de La Paz, cuya sección de cine estaba a cargo de Jorge Ruiz y Augusto Roca, Albicocco reveló que Aznavour aportó 100 mil de los 600 mil dólares que demandó la producción. La cinta representó a Francia en el Festival de Cannes en 1963.
Aznavour debutó en el cine como extra en 1936 con La Guerre des gosses, pero en realidad inició su carrera diez años después con Goodbye Darling (1946). A partir de 1957, llegó a filmar hasta tres películas por año, entre las cuales figuran Disparen sobre el pianista, de François Truffaut (1960); El tambor de hojalata, de Volker Schlöndorff (1979), y La montaña mágica, de Hans W. Geißendörfer (1982), entre las más notables. Los críticos elogiaban sus dotes interpretativas, pero él se consideraba un actor discreto.
Se inició en la música en 1941 con Pierre Roche, con quien no sólo compuso varias canciones, sino que formó un dúo. Solían actuar en la primera parte de los conciertos de Édith Piaf, de quien se hizo amigo inseparable (“Fui su amigo, nunca su amante”, decía a quien le quería oír). Escribió canciones para la Piaf (Jézébel) y Juliette Gréco (Je hais les dimanches), entre otros.
Tuvo muchas dificultades para lanzarse como solista. Lo suyo no era la interpretación. Los críticos elogiaban la suavidad de sus tonos y la melancolía de sus canciones, pero no aprobaban su voz. Le daban palo. No sólo críticos y periodistas. También sus colegas, como Yves Montand.
“Fui muy criticado en mis comienzos, dijeron de todo sobre mí, cosas horribles. Nunca respondí. Seguí. Sólo podía seguir. Yo no soy Julio Iglesias. Físicamente no soy como él. Así que tuve que buscar otra cosa, otro lugar para mí”, confió en una ocasión.
Según la popular guía La chanson française pour les nuls (La canción francesa para negados), “en la vida, siempre hay un momento que se parece a una canción de Aznavour”. Y el cantante le daba la razón: “En mis canciones todo el mundo se puede reconocer. ¿Cómo? No es difícil: escucho a la gente, veo la televisión, estoy al corriente de lo que pasa, y elijo un tema. En mis discos reflejo la sociedad”.
Tenía la capacidad de resumir en una letra los dramas cotidianos de la gente común. “En una canción se puede decir de todo, a condición de que se sea sincero, esté bien escrita y no sea vulgar”, declaró en una ocasión. Así lo hizo a lo largo de su carrera, cantar con pasión y sinceridad. Como dijo Maurice Chevalier, Aznavour fue “el primero en cantar al amor, como se siente, como se hace, como se sufre”.
“Morir de amor/ Es morir solo en la oscuridad/ Cara a cara con la soledad/ Sin poder implorar clemencia ni piedad”, canta en Morir de amor; “Quédate junto a mí,/ Pero así, como estás,/ Sin reír, sin hablar,/ Y sentir nada más/ Que el calor de tu amor”, implora en Quédate; “Debes saber/ que en esta angustia/ la dignidad hay que salvar/ aunque el dolor te sobrecoja/ debes marchar y no volver”, se da valor en Debes saber: “De quererte así con mi alma y mi voz/ hasta olvidar el nombre de Dios/ para no nombrar más que el de mi amor/ qué me quedará de quererte así”, admite en Quererte así.
Pero su fama la debe a una decena de baladas inmortales, como La bohemia, Venecia sin ti, La mamma, Buen aniversario, Como ellos dicen, Los comediantes y Forme, formidable, entre otras, donde habla del primer amor, la decepción, la infidelidad, los celos y el desamor.
En uno de sus últimos conciertos, en Barcelona, con 90 años recién cumplidos, admitió que estuvo a punto de suspender la actuación porque no se sentía bien. “Sólo quedaban dos soluciones: no cantar o morir sobre el escenario. Así que he decidido morirme esta noche en una ciudad que amo mucho”, bromeó.
Vestido con un elegante traje negro y sus tradicionales calcetines y tirantes rojos, subió por última vez al escenario el 19 de septiembre de 2018 en Osaka, dos semanas antes de su partida. Lo hizo apoyado en un bastón, un tanto fatigado, pero aún así ensayó unos pasos de baile que arrancaron el aplauso del público, para irse como él quería.
(Dibujo de Marcos Loayza)
Página Siete – 18 de noviembre de 2018