Víctor Toro Cárdenas, presidente de la Fundación Para el Periodismo, nos recuerda el intenso debate que agitó al gremio periodístico en coincidencia con el surgimiento de las primeras escuelas de periodismo a nivel universitario. ¿El periodismo es una ciencia o es un oficio?
Yo, como muchos colegas, soy de los que piensa que el periodismo es un oficio y que, como tal, se aprende en un taller. Y el taller del periodista no es otro que la sala de redacción. Yo pertenezco a una generación de periodistas que se formó en esa escuela, en la escuela de la cobertura diaria.
En esa época, estamos hablando de los años 50 y 60 del siglo pasado, cuando la carrera de Comunicación Social de la Universidad Católica ni siquiera existía en proyecto, lo más cercano a la “formación académica” –si podemos llamarla de ese modo– a la que podía aspirar un joven boliviano, era el curso de periodismo “por correspondencia” que se ofrecía desde algún país latinoamericano.
Hasta entonces, las escuelas de los periodistas eran las salas de redacción de los periódicos y de algunos medios en particular, como la Agencia de Noticias Fides (ANF) o el diario Presencia, donde maestros como el padre José Gramunt o Huáscar Cajías impartían su cátedra con un lápiz rojo en la mano y un amplio bagaje de normas estilísticas que habían ido acumulando en la memoria a fuerza de corregir originales.
Bolivia no era la excepción. Ocurría lo mismo en otros países, como nos cuenta el maestro Gabriel García Márquez en su texto clásico El mejor oficio del mundo, en el que evoca sus clases prácticas en las redacciones de El Universal y El Heraldo, donde se graduó como “reportero raso”, y sobre todo en las tertulias de los cafetines y las cantinas de Cartagena y Barranquilla.
No es difícil supone que los “manuales de estilo” surgieron precisamente de la práctica diaria de esos editores curtidos en la experiencia, en sus “cátedras ambulatorias y apasionadas”, como las llama García Márquez, ante la necesidad de unificar criterios mediante reglas precisas, a fin de dar coherencia a los relatos periodísticos.
Es la explicación también para la proliferación de manuales y libros de estilo, tanto que llevó a Ernest Hemingway, maestro de varias generaciones de periodistas, a dar un consejo hoy todavía vigente: “Las fórmulas periodísticas –dijo– han sido probadas, aprobadas y santificadas. Todas en conjunto se reducen a ciento diez reglas, de las cuales solo dos son válidas. Regla número uno: usar frases cortas; regla número dos: emplear un estilo directo, sin rodeos”.
Alguna vez le preguntaron al amigo Paulovich (Alfonso Prudencio Claure) si el periodista nace o se hace. “¡Se deshace!”, respondió sin asomo de duda, tal vez pensando en que no existe nada más letal para cualquier pretensión literaria que las normas básicas del lenguaje periodístico: claro, preciso, conciso y directo.
Es cierto que la vocación es fundamental, llevar “la tintan en la sangre”, pero también, como dije al principio, creo que el periodismo es un oficio y, como todo oficio, requiere de técnicas y herramientas para ejercerlo con la maestría y la solvencia de cualquier artesano.
Muchos sostienen que el periodismo es un arte y algunos, como el veterano corresponsal de guerra español Manuel Manu Leguineche, afirman que incluso “periodismo y literatura son orillas del mismo río”. En todo caso, yo creo firmemente que el periodista “se hace” y que no tiene otra “musa” que la realidad, a la que interpreta y recrea a la hora de contar historias en cualquiera de los géneros.
Y esto explica la utilidad de una publicación como Sala de Redacción, que alude, precisamente, al “taller” donde se forman los verdaderos periodistas. No es, como advierte Víctor Toro, un manual al estilo clásico, sino una “guía práctica”, como precisa el subtítulo de la obra.
“Sus autores” –nos dice Víctor Toro– no intentan dar lecciones de periodismo, sino orientar a periodistas y estudiantes de periodismo sobre cómo narrar de mejor manera la historia de cada día”, desde diversos puntos de vista, no solamente desde “la necesidad de escribir bien”, sino de hacerlo a partir de la práctica de principios fundamentales, como lo9s derechos humanos, la ética y la democracia.
Así, Isabel Mercado, verdadera arquitecta de la obra que presentamos, no recuerda la importancia de no olvidar principios elementales del lenguaje, la materia prima del periodismo, que nos suele jugar muy malas pasadas a todos los periodistas, novatos y veteranos. Se dice que los médicos entierran sus errores, que los abogados los encarcelan y que los periodistas los publicamos. Pues bien, conviene conseguir los consejos de Isabel, al menos hasta que la Real Academia de la Lengua tome en serio la propuesta de García Márquez de simplificar las reglas gramaticales.
Isabel también nos recuerda –yo diría que más bien nos enseña– cómo escribir sin aburrir al lector sobre economía y negocios, cómo contar las historias que afectan a la vida cotidiana y a los bolsillos de los ciudadanos, pero sobre todo nos enseña, en el marco de sus especialidad, cómo evitar el sensacionalismo, el estereotipo y la discriminación. En resumen, cómo escribir respetando los derechos humanos y la dignidad de las personas.
Renán Estenssoro, director ejecutivo de la Fundación, nos tiende una mano para evitar la vergüenza de la franca ignorancia o las imprecisiones a la hora de abordar temas jurídicos. Uno de los principios del periodismo es: “Si dudas o no sabes, no lo escribas”, pero, a partir de ahora, podemos decir, al menos en los temas jurídicos: “Si dudas o no sabes, consulta con Renán”. Todo ello, además, teniendo en cuenta que el periodista debe ser claro pero al mismo tiempo preciso, un equilibrio que suele ser difícil a la hora de escribir sobre temas especializados.
Alberto Bailey nos dice que la ética es la brújula que orienta el accionar del periodista y pasa revista a los principios de autorregulación que sostiene la calidad y credibilidad del trabajo periodístico, en tanto que Carlos Mesa, en su doble condición de periodista e historiador, nos describe diez momentos clave de la historia de Bolivia, un pequeño gran resumen de lo que debería conocer todo periodista que quiera escribir sobre la realidad boliviana.
Yo me inicié como periodista en 1964. Un amigo jesuita me dijo que el padre Gramunt necesitaba un redactor para el informativo del mediodía. Cuando llegué a Fides, Gramunt me preguntó: “¿Sabes escribir? ”Depende”, le respondí para ganar tiempo. A continuación me dictó algunos datos sobre un hecho cualquiera y me pidió que redactara con ellos una noticia. Así lo hice en una vieja máquina de escribir Olivetti. Cuando terminé, Gramunt leyó detenidamente mi texto, hizo varias correcciones con su lápiz rojo y me dio algunas indicaciones sobre la estructura de una noticia. Fue mi primera lección de periodismo. Años después, cuanto ingresé a la carrera de Comunicación Social de la Universidad Católica, a cuya primera promoción pertenezco, me enteré que la explicación del padre Gramunt correspondía a la “pirámide invertida”.
Recordé esta primera experiencia al leer Sala de Redacción y me dije a mi mismo: cómo me hubiese gustado tener un texto como éste cuando me inicié hace 48 años en la vieja redacción de la Agencia Fides del Colegio San Calixto.
(Texto leído en la presentación del manual Sala de Redacción – Guía práctica de periodismo y derechos humanos, editado por la Fundación Para el Periodismo. La Paz, 13 de septiembre de 2012).