Ignacio Vera de Rada
Hace unos días, Juan Carlos Salazar me dedicó el libro El periodismo en tiempos de dictadura: Las experiencias de Prensa, Apertura y ANF (Plural, 2021), del cual él es coordinador y autor. La llamativa portada anuncia el tenor del texto: un niño canillita levantando un diario y, al fondo, un tanque y militares con metralletas en mano. La obra, de 120 páginas, recoge una trilogía de crónicas escritas por Fernando Salazar-Paredes, Harold Olmos y el Gato Salazar, sobre tres experiencias paralelas pero contemporáneas entre sí: las de los semanarios Prensa y Apertura y la de la Agencia de Noticias Fides.
Antes de comentar la obra en sí, quiero ponderar la labor periodística del Gato, periodista de ese linaje de cronistas para los que todo lo que ven, sienten y tocan tiene algo de interesante, dependiendo del enfoque con que se lo cuente, como quedan ya muy pocos. Además de haber trabajado en varias agencias de noticias extranjeras, dirigido el diario Página Siete y ser, hoy, director de la carrera de Comunicación Social de la UCB, ha ido dejando en libros gran parte de sus experiencias del peregrinaje periodístico, el más apasionante de todos los que hay, según García Márquez.
La guerrilla que contamos, Che, una cabalgata sin fin, Semejanzas y El periodismo en tiempos de dictadura (libros de los cuales él es autor independiente, coordinador o coautor), reúnen reportajes, crónicas y semblanzas que, cuando mañana sean vistas por las nuevas generaciones de periodistas e intelectuales, serán fuente de consulta para la exhumación de la historia de esta sociedad y este país, pues el buen periodismo es el borrador de la historia oficial y definitiva. Y sé que ahora incursiona en la literatura, con relatos breves que, si bien se nutren de su sangre objetiva de cronista, dan rienda suelta a la imaginación.
El periodismo en tiempos de dictadura compendia crónicas o, más bien, testimonios colmados de pasión, pese a todos los años que ya pasaron. No narran con el frío objetivismo del crítico, sino más bien con el entusiasmo y el optimismo del periodista novel y, acaso, el dolor y la frustración de los primeros sinsabores en la vida de un joven profesional de la prensa.
Inicia el libro con un prólogo de Renán Estenssoro, quien hace un nostálgico recorrido por la historia del periodismo, aludiendo a la importancia que éste tiene en el contrapeso que se debe poner frente al poder. “La lucha del periodismo contra el poder es la lucha de todos los tiempos”, indica. Yo amplificaría ese aserto, diciendo que son los escritores, y aun todos los buenos intelectuales, los que siempre han hecho resistencia al poder, al poder viciado de corrupción y abuso; los que han dado lucha, pero una lucha espiritual y de ideas, noble y no violenta porque la guían los ideales; “el buen combate”, como diría San Pablo.
El primer texto es de Salazar-Paredes y está dedicado al semanario Prensa. La parte más interesante del mismo es la referida al análisis del contexto de medios y periódicos de la Bolivia pre y post 52. El autor indica que junto con Prensa nacieron otros medios que se denominaban “alternativos”, pues ofrecían una tónica diferente a la de los medios tradicionales, controlados los más por intereses económicos y políticos de las élites.
El texto de Salazar-Paredes también devela los entretelones administrativos, gerenciales, operativos y financieros con los que se las debían arreglar para el sostenimiento de una publicación impresa de este tipo. Empresas osadas para un medio social no solamente indiferente con la lectura sino, además, en plena ebullición política que amenazaba con arrestos, balas y tanques a los escritores y periodistas independientes que pretendían informar con la verdad.
Ahora bien, todos saben que la prensa, incluso la más seria, abriga inclinaciones políticas y tendencias sociales, y no está mal. Es un error decir que la prensa más idónea es o debería ser apolítica, y seguramente los trabajadores de un medio periodístico tienen aspiraciones y reivindicaciones quizás contrarias a las del director o gerente. Es por eso que por aquellos años se introdujo la llamada columna sindical, un espacio en el que los trabajadores podían escribir artículos, aunque éstos fueran contrarios a los lineamientos del medio. Ciertamente este hecho fue bueno y “democratizó” los medios impresos.
Por su parte, Harold Olmos narra la odisea que significó Apertura, un semanario que, al igual que Prensa, duró poco. Eran tiempos en que el periodismo jugaba un rol preponderante porque, entre otros motivos, una pléyade de periodistas de primer nivel y comprometidos con la política (Huáscar Cajías o José Gramunt) era el que lo elaboraba. Además, la sensación de prohibición y clandestinidad era, de alguna manera, estimulante y apasionadora. Se escribía sin parar en salas de redacción montadas por los mismos redactores, entre máquinas que trastabillaban sin cesar, entre el humo de los cigarrillos y el miedo a los tanques y las balas. ¡Qué tiempos debieron haber sido…!
¿Puede causarnos algo de nostalgia el que antes, sin TV ni redes sociales, la prensa escrita haya tenido una influencia mucho mayor que la de hoy? Pienso que sí. Pues antes, por lógica, las columnas y los artículos estaban copados solo por personas que tenían algo interesante que decir. A diferencia de hoy, cuando cualquier persona puede emitir sus opiniones en redes, por muy estultas que éstas sean, o cuando los programas televisivos (vacuos la mayor parte) atrapan la atención de la mayoría de la población, ayer la prensa tenía una mayor calidad y, por tanto, la opinión pública no debió ser tan propensa a la fruslería.
Pero se nos plantea ahora el asunto de la democratización de los medios, como parte del llamado de atención que hizo el Informe MacBride. Ciertamente la unidireccionalidad de los flujos de información no es positiva, pero estimo que el otro extremo linda con la banalización del periodismo. Aurea mediocritas. (Horacio)
La parte que más nostalgia me causó es la que está dedicada a la ANF, pues este medio, hace algunos años, a instancias del padre Sergio Montes, me abrió las puertas para que durante algún tiempo publicara semanalmente artículos teológicos y religiosos, que escribía con mucho cariño y dedicación.
Es Juan Carlos Salazar el autor de este último testimonio. Refiere que los de ANF eran “periodistas tres en uno”: debían investigar y reportear, redactar los boletines de prensa, luego empaquetarlos y, finalmente, ir a la terminal de buses y a las oficinas del Lloyd Aéreo Boliviano para despachar la información para Oruro y Cochabamba. La ANF se fue abriendo paso, contra viento y marea, hasta llegar a cumplir casi seis décadas desde su fundación. Concorde a la modernidad, diversificó sus formatos, saltando a las plataformas digitales y haciendo mesas redondas y entrevistas audiovisuales, entre otras cosas.
Como dice el mismo Gato, “en un país donde lo efímero pugna cotidianamente por convertirse en historia y muere en el intento, solo la ayuda del Espíritu Santo puede explicar la porfiada permanencia de la obra de la Compañía de Jesús en el mercado de noticias durante más de medio siglo”.
Página Siete – 5 de septiembre de 2021