“Sufragio efectivo, no reelección”

El líder político mexicano Francisco I. Madero (1873-1913), fundador del Partido Nacional Antirreeleccionista, dedicó su vida a combatir al dictador Porfirio Díaz (1830-1915), quien ocupó la presidencia de su país durante 30 años. En 1910 lanzó su campaña en busca de la presidencia al grito de “Sufragio efectivo, no reelección”. La proclama, contenida en el llamado “Plan de San Luis”, no sólo sintetizaba el espíritu de su propuesta política, el respeto a la voluntad popular expresada en las urnas, sino que marcó el inicio de la Revolución Mexicana (1910-1917).

La Constitución de 1917, todavía vigente, recogió el espíritu de esa proclama y estableció la prohibición de la reelección presidencial. No sólo eso. El lema está tan presente en el pensamiento y en la política de los mexicanos que figura en toda la papelería oficial y al calce de la firma de los funcionarios de cualquier nivel.

Ningún político mexicano se ha atrevido a modificar esa disposición constitucional, menos aún quienes se proclaman herederos de la Revolución, como es el caso del actual presidente, Manuel López Obrador, quien participó en tres elecciones sucesivas (2006, 2012 y 2018). En las dos primeras dijo haber sido víctima de un fraude electoral. 

En 2006, llegó a encabezar un “plantón” de cientos de militantes de su partido en el céntrico Paseo de la Reforma, al que mantuvo bloqueado  durante 47 días, en demanda de un recuento “voto por voto” y en protesta por la decisión del tribunal electoral de reconocer el triunfo del conservador Felipe Calderón. También se dijo víctima del fraude en 2012 ante Enrique Peña Nieto.

Como dirigente de la Corriente Democrática, una fracción disidente del gobernante Partido Revolucionario Institucional (PRI), López Obrador también participó activamente en las protestas contra el supuesto fraude en perjuicio de su candidato presidencial, Cuauhtémoc Cárdenas, y a favor de Carlos Salinas de Gortari, en las elecciones del  6 de julio de 1988. 

Durante la noche electoral de ese día y cuando el recuento favorecía a Cárdenas,  se produjo una sorpresiva “caída del sistema” (de cómputo), que, al restablecerse, 24 horas después, le dio la victoria a Salinas de Gortari por 50,36%, algo parecido a lo ocurrido el 20 de octubre en Bolivia, cuando el tribunal electoral interrumpió el recuento, al 83,79% de actas verificadas, que apuntaba a una segunda vuelta, pues la diferencia entre Evo Morales y Carlos Mesa era de 7,12%.

Por todos estos antecedentes llama la atención la actitud del gobierno de López Obrador respecto al expresidente Morales, a quien recibió como héroe, supuesta víctima de un “golpe de Estado”, ignorando las maniobras prorroguistas de su huésped, que se tradujeron en el desconocimiento de un referéndum, el que le impedía buscar la reelección,  y el fraude comprobado del 20 de octubre.  

México tiene una larga tradición de asilo. A lo largo de su historia ha dado protección a muchos perseguidos políticos sin distingos ideológicos. Desde los republicanos de la Guerra Civil española hasta los militantes de la izquierda latinoamericana de los años 60 y 70. Ha dado refugio a personajes como León Trotsky, Jacobo Arbenz, Fidel Castro y el Sha de Irán. Ha sido, pues, un país generoso que ha mantenido siempre las puertas abiertas para quienes se sentían perseguidos por sus ideas y actividades políticas. Al mismo tiempo, ha sido cuidadoso en la aplicación de uno de los principios rectores de su política internacional, el de la no intervención en los asuntos internos de otros estados (Doctrina Estrada).

López Obrador no sólo ha recibido a Morales como un héroe (el gobierno capitalino le ha declarado “Huésped Ilustre”), sino que ha tomado partido por el mandatario renunciante. Ha sido el primer en felicitarle por su controvertida “victoria” electoral, junto con los gobiernos cubano, venezolano y nicaragüense, y le ha brindado una tribuna libre para alentar la “resistencia” violenta de sus partidarios, en abierta contradicción con su propia política de no intervención.

En su afán de mantenerse en el poder en forma vitalicia, Evo Morales violó en dos ocasiones la Constitución que él mismo promovió y elaboró –a su medida y conveniencia–, ignoró el referéndum del 21 de febrero de 2016, cuyo resultado prometió respetar, y la Organización de Estados Americanos lo sorprendió haciendo fraude con una auditoría vinculante que él mismo solicitó.

La pregunta es qué hace un pueblo cuya voluntad ha sido burlada en dos ocasiones. ¿A quién se queja? ¿A qué tribunal apela? ¿Por qué López Obrador cree que sus protestas contra los fraudes de los que dijo haber sido víctima eran legítimas y la de los bolivianos no? Los bolivianos defendieron su voto con una movilización pacífica, como no podía ser de otro modo, que obligó a Morales a renunciar a su intento reeleccionista. Lo hizo con el mismo espíritu que planteaba Francisco I. Madero:  “Es preciso arrojar del poder a los audaces usurpadores que por todo título de legalidad ostentan un fraude escandaloso e inmoral”.

Página Siete – 21 de noviembre de 2019

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