Cuando conocí Lanzarote, la isla de José Saramago, me sentí cautivado por sus playas de arena negra. Nunca había visto nada igual. La arena finísima, con su extraña textura esparcida al pie de los riscos volcánicos, ejercía la poderosa atracción de un imán, aunque recién tomé conciencia de la sensación hipnótica de ese espectáculo cuando leí la novela de Odette Magnet.
La editorial Plaza y Janés presenta Arena negra como una “historia de amor y desamor”, la de su protagonista, la periodista Maite Aguirre, pero todos sabemos que el “desamor” no existe. No se puede “desquerer”, como no se puede desandar un camino, aunque se retorne por el mismo sendero. Los caminos son de ida y vuelta, es cierto, pero siguen siendo los mismos, sólo que vistos desde perspectivas diferentes. El desamor es la otra cara del amor o, si se quiere, la cal viva que suele repartir el destino por cada porción de arena que ofrece a lo largo de la vida.
Maite no lo sabe, aunque lo intuye, y en la búsqueda del amor perdido, vuelve la mirada hacia atrás, a la arena negra de las playas de su infancia, el imán que la atraerá de manera recurrente y al que se aferrará, cual anclaje, como se aferra el navegante a la brújula en plena tormenta para reencontrar el norte perdido. Lo hará en un soliloquio que no la devolverá por el camino añorado, pero le otorgará las claves para recuperar las certidumbres que dan sentido a una existencia.
A partir de la infancia, “ese estado tibio, momento teñido de sepia”, la periodista pasa revista a la sucesión de “silencios, desamor, promesas rotas, traición, abandono, frustración, vacío, cansancio, distancia, ira, espera, deseo contenido, paciencia agotada” que le ha deparado la vida y que le ha provocado un rencor “pesado, negro, como la arena de la tarde”. Busca enterrar sus frustraciones en la playa de su juventud, a manera de ataúd, pero la arena se le escurre entre los dedos.
En la añoranza del amor, el placer y el deseo perdidos, Maite se pregunta, una y mil veces, ¿por qué?, lamentando, como diría Pablo Neruda, que el amor sea más corto que el olvido. La “samurái de acero inoxidable”, la exitosa corresponsal residente en Washington que había seducido y conquistado a un canciller latinoamericano, el amor de su vida, al final de cuentas, no era más que una “Caperucita Roja de mazapán”, tan débil como la niña que se veía a sí misma como una mujer “transparente, sin sombra”, que “caminaba con la levedad de un fantasma, empujada por voces distintas”.
Maite siente que ha llegado la hora de su resurrección cuando una de las voces interiores -las que suelen acompañar a los necesitados en sus momentos de angustia- le dice: “Ya estás regresando, ya casi, no temas”. Es decir, cuando, resignada, llega a la conclusión –en palabras de García Márquez- de que la peor forma de extrañar a alguien es estar sentado a su lado y saber que nunca lo podrás tener.
Con una gran riqueza de lenguaje, cuajado de evocaciones poéticas, y un ritmo narrativo sorprendente para una estructura como la que sustenta el argumento, Odette construye el relato sobre los soliloquios de Maite y de su amante, Roberto, a tono con el tema de fondo de la novela. ¿No es acaso el amor una conjunción de dos monólogos? En este sentido, la obra recuerda a la novela Cinco horas con Mario, de Miguel Delibes, en la que la protagonista, Menchú, reconstruye la vida de su pareja en un largo soliloquio ante el cadáver de su marido, Mario, en lugar de contarla de manera directa y lineal. Y, como en el caso de Delibes, Odette logra a través de ese formato una recreación cálida e íntima de sus personajes. La utilización del monólogo le permite, además, ensayar una propuesta interesante, poco común en la literatura latinoamericana, a la que también apeló Carlos Mesa en su novela Soliloquio del Conquistador (Editorial EDAF/Universidad de las Américas, Puebla).
Periodista al fin y al cabo y a manera de telón de fondo, Odette evoca dos trágicos 11 de septiembres de la historia: el golpe de Pinochet, con “el dolor de la espera en los huesos, la extensión de la distancia y el peso de la ausencia” del exilio, y el atentado de “la bestia que atravesó el vientre de las Torres Gemelas”. El periodismo –dice en un guiño a su vocación primera– “es un oficio solitario y doloroso. Un viaje largo, como son los auténticos. Algunos regresan de la travesía; otros no vuelven nunca. Pero lo difícil es hacerlo”. Odette ya hizo ese viaje en su Chile natal y ahora, con Arena negra, inicia, auspiciosamente, uno nuevo.
Página Siete – 15 de septiembre de 2016