Dijo haber escrito la novela como “no debe escribirse nunca un libro”, que fue “casi una secreción”, una obra que “comenzó a vivir bajo una extraña sensación de melancolía”, con algunas figuras humanas y un perro que empezaron a tomar forma bajo una “luz tediosa y poética”, personajes a los que les puso un nombre y siguió con una “deliciosa docilidad”.
Marcelo Quiroga Santa Cruz (1931-1980) escribió Los deshabitados cuando tenía 25 años. La terminó en el invierno de 1957 y la publicó dos años después, en 1959, en vísperas del surgimiento del boom latinoamericano. Aunque ya había publicado un poemario, Un arlequín está muriendo (1952), fundado un semanario cultural, Pro Arte (1952), y asistido como delegado al Congreso Continental de la Cultura, celebrado en Santiago de Chile en 1953, era un escritor desconocido.
De hecho, pasó desapercibida hasta 1962, año en que fue galardonada en Estados Unidos con el Premio William Faulkner a las mejores novelas hispanoamericanas escritas después de la Segunda Guerra Mundial, junto con El señor presidente (Miguel Ángel Asturias), Coronación (José Donoso), Hijo de hombre (Augusto Roa Bastos), Los ríos profundos (José María Arguedas) y El astillero (Juan Carlos Onetti), entre otras.
Fue la única que publicó en vida. La segunda, Otra vez marzo, que dejó inconclusa, salió en 1990, con 31 años de diferencia y diez años después de su asesinato. A pesar del premio que la catapultó al éxito y de haber sido reconocida por la crítica como un hito en la narrativa boliviana contemporánea, Quiroga Santa Cruz no la consideraba la novela de su vida.
“Todavía no he escrito la novela que quiero escribir”, me dijo semanas antes de su muerte, en un paréntesis de su última campaña electoral, mientras trabajaba en la redacción de Otra vez marzo. Cuando me hizo la confidencia, en junio de 1980, tampoco parecía estar pensando en Otra vez marzo, aunque alguna vez se refirió a su nuevo proyecto literario como “una novela que me gusta”.
Quiroga Santa Cruz escribió Los deshabitados en Santiago de Chile durante el exilio de sus padres, a quienes acompañó entre 1953 y 1958, tras el triunfo de la revolución de 1952. Su padre, José Antonio Quiroga, había sido diputado por el Partido Republicano, ministro del gobierno de Daniel Salamanca y, años después, gerente de la Patiño Mines, la empresa de uno de los “barones del estaño”, Simón I. Patiño.
“La escribí durante los fines de semana y en los ratos libres que me dejaba el trabajo”, recordó años después. Para entonces se había casado con Cristina Trigo, en 1954, y trabajaba en una empresa comercializadora de minerales. Terminó de escribirla poco antes del nacimiento de su hija María Soledad.
El propio autor describió la trama de Los deshabitados como la historia de “una comunidad humana frustrada”, el “naufragio lento y silencioso” de unos seres “sin destino histórico”, en una suerte de “predestinación al fracaso”, al que los personajes asisten con “relativa y amarga lucidez”.
“Debo confesar que apenas si trata de algo. Su contenido argumental es insignificante. Los que buscan esa clase de emoción que procura la narración de una historia accidentada serán defraudados. Lo que suele llamarse ‘acción’, no cumple más función, en este libro, que la de sostener en su frágil estructura todo el peso de mi curiosidad por algunas almas y por lo que esas almas encierran”, escribió en la presentación de la primera edición.
Es una obra intimista, en la que el autor explora el mundo interior de los personajes, rompiendo con la tradición de la narrativa boliviana, centrada hasta entonces en los temas costumbristas e indigenistas. Su “acción” se desarrolla en una ciudad y en una época no determinadas.
El crítico Carlos Castañón Barrientos la describe como una “narración sin acción alguna y referida sólo a lo que sucede en la conciencia de los personajes, sin descripciones de paisajes ni ambientes, pero atenta a los problemas y el destino del hombre sobre la tierra”.
Los personajes “deshabitados” son un cura que ha perdido la fe o que nunca la tuvo (el Padre Justiniano), un escritor frustrado (Fernando Durcot) y su novia (María Bacaro), las hermanas Teresa y Flor Pardo, los niños Pablo y Luisa, un canario ciego y el perro Muñoz.
En una primera noticia sin firma publicada a fines de 1959, el diario católico Presencia se refirió a la obra como “un ensayo de novela existencialista”, un “experimento”, y a su autor como un novelista en formación. Un año después, en 1960, José Luis Roca la calificó de “buena novela” y afirmó que era “la primera vez que en la literatura boliviana se escribe una obra de este tipo”.
Las primeras críticas adversas, formuladas por intelectuales del gobernante Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR), entre ellos René Zavaleta Mercado, buscaron descalificar a su autor no por el valor literario de la obra, sino por la posición política del escritor, que dos años antes había enjuiciado críticamente la revolución de 1952 en una serie de artículos publicados en un diario paceño, reunidos posteriormente en un libro (La victoria de abril sobre la nación).
Tras la concesión del premio en 1962, el diario gubernamental La Nación, que había reaccionado de manera virulenta a la publicación de La victoria de abril sobre la nación, trató de minimizar la importancia del galardón, al señalar su carácter colectivo, e intentó descalificar a su autor por su supuesto origen de clase.
La Nación cuestionó la selección de las obras (“como todas las selecciones es parcial, por no decir arbitraria”) y al tribunal que las seleccionó (“cabe preguntarse si en Estados Unidos conocen todas nuestras novelas”).
Los críticos del MNR no sólo criticaban la falta de un “sello nacional” en la obra premiada, sino también el supuesto origen burgués y “rosquero” de su autor como hijo de un funcionario de la empresa Patiño, argumento repetido en los años siguientes por sus enemigos políticos.
Dos años después de la concesión del premio, surgieron los primeros comentarios positivos. Josefina Guevara Castañeira y Carlos David, ambos brasileños, se refirieron en términos muy elogiosos a la novela.
“Quiroga Santa Cruz no solo es un escritor que lleva la palabra a los giros más hermosos, certeros y gráficos de la expresión plástica y depurada, sino que es agudo observador que sabe sacar provecho de hechos, personas y cosas que para otros escritores medios diestros y de menos imaginación resultarían desapercibidos”, escribió Guevara Castañeira.
Quien más duramente la enjuició fue el sacerdote jesuita y crítico literario español Juan José Coy, quien residió en Bolivia en los años 60, obviamente a raíz del tratamiento del tema religioso en la persona del Padre Justiniano, uno de los personajes centrales de la obra. “Quiroga Santa Cruz en este punto concreto no sabe de qué habla. La figura del P. Justiniano es completamente falsa, pues este hombre piensa que la experiencia religiosa es un escapismo fácil para el hombre”, escribió.
Sin embargo, años después, tras una nueva lectura, rectificó y matizó sus críticas. Tras señalar que hay obras que “perviven en el recuerdo y alejadas de su momento y su espacio es ya posible considerarlas con perspectiva, con objetividad, con una serenidad que posibilita su auténtica aquilatación”, Coy admitió que la novela “significó un gozne de giro importante con respecto a la narrativa boliviana de su momento” y que su “impulso de realización frente al localismo, el folklorismo de la narrativa del momento, significó una nueva luz y una puerta entreabierta que traspasar para muchos narradores posteriores”.
Entre Los deshabitados y Otra vez marzo, Quiroga Santa Cruz publicó toda su obra política, incluidos El saqueo de Bolivia (1973) y Oleocracia o patria (1976). También en forma póstuma salió, en 1982, Hablemos de los que mueren, recopilación de los artículos periodísticos que escribió durante su exilio mexicano. La segunda edición de Los deshabitados vio la luz 20 años después de la primera, en 1979.
Con el tiempo, su primera novela fue revalorizada, tanto en el país como fuera de él. Según Carlos Mesa, Quiroga Santa Cruz “plantó la pica del giro estilístico y conceptual de la novelística boliviana”, al proponer una temática y una estructura que “exploran la subjetividad atemporal”, alejada de “lo pintoresco, costumbrista o documental”, en la que “la acción interna casi no gravita en el desarrollo mismo de la novela”.
Juan Rulfo la consideraba como una de las mejores novelas latinoamericanas. El escritor mexicano había conocido al boliviano en el Encuentro de Escritores Latinoamericanos, realizado en Chile en agosto de 1969, donde quedó “impresionado gratamente” por “la solidez de sus intervenciones” y “la seriedad y certeza” de sus palabras en los foros del evento.
“Tienes que seguir escribiendo, tienes que seguir tu vocación”, le dijo durante una cena que le ofreció en su departamento de Ciudad de México poco antes de su retorno a Bolivia, a fines de 1977. Todavía no había empezado la escritura de Otra vez marzo, pero ya la tenía en mente, según sugirió esa noche.
Julio Cortázar también elogió la obra de su colega boliviano, a quien había conocido en México. El biógrafo de Quiroga Santa Cruz, Hugo Rodas Morales (El socialismo vivido), recuerda que el escritor argentino recibió de manos de Cristina Trigo en 1981, un año después del asesinato, Los deshabitados, Juicio a la dictadura y El asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz, estos dos últimos editados en México. Una fotografía muestra al escritor argentino con los tres textos debajo el brazo.
“Cortázar los revisó, pues en su ponencia para la Universidad Veracruzana del año siguiente (1982) hace una mención a Quiroga Santa Cruz y Rodolfo Walsh como escritores ejemplarmente certeros, cuya obra (la del primero) expresaba –como en Macbeth de Shakespeare–, la conciencia culpable de los militares bolivianos”, recordó Rodas Morales.
“La única alusión de Cortázar, fallecido menos de dos años después, en 1984, a Marcelo, es en su carácter de escritor relacionado a la política. Los tres libros que se le obsequiaran debieron conducir a esta articulación; no Los deshabitados que no la expresa plenamente”, agregó.
Desde su retorno a Bolivia procedente de Chile, en 1958, Quiroga Santa Cruz priorizó su otra vocación, la actividad política, primero desde la palestra periodística y después desde la tribuna parlamentaria. Como dijo Carlos Mesa, el destino le impuso al líder socialista “la acción sobre la reflexión que no modificó la publicación de su novela póstuma Otra vez marzo”. Sin embargo, nunca abandonó la literatura, aunque escribía, como lo hizo en Santiago, en sus ratos libres.
Así nació Otra vez marzo, entre campaña y campaña. “Me gustaría tener más tiempo para dedicarme a la escritura”, me dijo en esa lejana conversación de junio de 1980, consciente de que –como afirmó en un coloquio con Giancarla Zabalaga, Blanca Wiethuchter y Luis H. Antezana en la carrera de Literatura de la UMSA en 1979– “la obra grande, la obra digna de un creador de la literatura, de un escritor, es fruto de un trabajo, de una gran lucidez y penetración en lo que quiere hacer”.
En esa misma ocasión admitió que en él había “dos cosas disputándose permanentemente, el político y el escritor”, pero no quería terminar siendo un mal político habiendo podido ser un buen escritor. Quiroga Santa Cruz entendía la política como una “actitud de servicio” y pretendía reunir ambas vocaciones en una sola obra.
“Yo pienso que ahora, al cabo de tantos años, recién comienzo a estar en condiciones de escribir una obra que es la que estoy trabajando, donde se expresen ambas, donde el escritor no ceda su condición de escritor y el político no sea traicionado en sus convicciones por su mensaje literario. Vamos a ver, pero serán ustedes los que juzguen al respecto”. Lo dijo un año antes de su asesinato mientras escribía la novela que dejó inconclusa.
Dibujo de Marcos Loayza
Página Siete – 7 de julio de 2019