“La guerrilla que contamos”

Hernán Maldonado

En los últimos 50 años se ha escrito tanto sobre Ernesto Che Guevara que los libros sobre su vida y su muerte podrían llenar una pequeña biblioteca. Pero, sin duda, un libro infaltable en ella debe ser La guerrilla que contamos, de la autoría de tres grandes periodistas bolivianos, Juan Carlos Salazar, José Luis Alcázar y Humberto Vacaflor.

El libro fue publicado el pasado octubre al recordarse el cincuentenario de la muerte del argentino-cubano y ha sido bien recibido por la crítica nacional e internacional, principalmente en Argentina, México y Chile.

¿Por qué su éxito? Especialmente porque decenas de libros han sido escritos de “oídas” o del “dice que dice”, en cambio Salazar, Alcázar y Vacaflor lo escribieron como testigos directos de lo que vieron y oyeron. Allí está nada más que la verdad. Es un libro supremamente testimonial de un tiempo que nos tocó vivir, ellos en la primera línea de combate, y nosotros en la retaguardia de una sala de redacción.

Desde el punto de vista político el libro es un revés al actual gobierno empeñado en honrar la vida de un aventurero que se embarcó en una misión sin pies ni cabeza. (Salazar y Alcázar no lo dicen, pero Vacaflor lo sintetiza socarronamente como al Sancho que llegó “a la isla Barataria, enviado por el humor de un duque caribeño…”).

Los testimonios refuerzan la vieja tesis de que Fidel Castro quiso deshacerse del Che porque él mismo estaba presionado por la URSS a renunciar a sus aventuras guerrilleras. Y una cosa queda aclarada para siempre: El Che tenía poco que buscar en Bolivia, su objetivo era preparar a su gente para instaurar una guerrilla en su Argentina natal.

Lo que no queda claro es si realmente están en Cuba los restos del Che. La duda solo podría aclararse con un examen de ADN a cargo de expertos independientes. Los autores del libro no arriesgan una tesis y se basan solo en hechos (por eso el valor del libro). En 1997 el gobierno boliviano accedió la exhumación de los restos y su repatriación a Cuba. Las coordenadas del lugar las dio el general Mario Vargas Salinas. Los antropólogos cubanos excavaron en el lugar y hallaron las osamentas de 7 individuos.

El agente de la CIA, Gustavo Villoldo, que fue el encargado de enterrar al Che el 11 de octubre de 1968, jura que por órdenes del general Joaquín Zenteno Anaya le fueron entregados los cadáveres del Che, Willy Cuba y Chino Chang, a los que sepultó con una excavadora en cierto lugar del aeropuerto de Vallegrande con solo dos testigos.

“Los muertos no se multiplican”, exclamó incrédulo Villoldo al saber del hallazgo. Juan O. Tamayo, de The Miami Herald, entrevistó el 2009 a Villoldo y este insistió en que solo enterró a 3. Tamayo refiere en su nota que el periodista de United Press International, Alberto Zuazo Nathes, le confirmó que él vio junto al Che a tres o cuatro cadáveres más, lo que respalda el testimonio del general Jaime Niño de Guzmán, piloto del helicóptero, que aseguró que trasladó 7 cadáveres a Vallegrande.

¿Cómo es que el Che aparece semidesnudo en sus postreras fotos y el mismo Niño de Guzmán asegura que le regaló una chaqueta para que se cubriera del frio? Según Alcázar la “verdadera” chaqueta supuestamente la tendría en México, como trofeo de guerra, el médico que amputó las manos del Che. Villoldo reveló a Tamayo que guarda unos pedazos de la barba y el cabello del guerrillero.

Alcázar fue el periodista que reveló al mundo que el Che había sido ejecutado, porque tocó su mano aún caliente cuando fue traslado a Vallegrande y oyó cómo Villoldo increpaba de muy mala manera al occiso. El Che no murió en combate como sostenía el parte oficial.

Para el mundo, la verdad y nada más que la verdad, para el agente de la CIA una venganza acariciada desde joven. ¡Por fin has caído!, le dijo a quien ya no podía escucharle. Lo había perseguido por medio mundo para cobrar una vieja deuda. El Che en sus días de gloria en Cuba había expropiado al padre de Villoldo 280 autos nuevos de una concesionaria. El pobre hombre se suicidó. Pero otra deuda no la ha cobrado: la indemnización de 2.800 millones de dólares que le adjudicó un juez de Miami, sin que jamás el gobierno cubano se haya dado por enterado.

Pero esta ya es otra historia y aún sin ella el libro es completísimo para recordar esos tumultuosos años en Bolivia y que los revivimos ahora  emocionados en la fina pluma de tres periodistas que enaltecen la profesión y honran el gentilicio.

El Diario – 28 de junio del 2018

La noche del Gato

Harold Olmos

Cuando Juan Carlos Salazar, conocido universalmente como El Gato, me pidió que presentara la obra que esta noche nos congrega, con mucha ingenuidad creí que no sería una tarea demasiado compleja. No fue así. Para abordar el tema con alguna seriedad, debí detenerme en casi todos los capítulos para escudriñar mis propias memorias y poder avanzar.

Antes de seguir, debo declarar que la vocación informativa nos une desde hace décadas, aunque nuestras rutas no siempre se cruzaron por mucho tiempo, sino durante algunos de los oasis que se forman durante las turbulencias a menudo asociadas a esta profesión.

A medida que fui leyendo el texto, reconocí que estaba ante retratos de la vida de toda una generación, quizá hasta de dos.

No dispongo del tiempo que me habría gustado tener para hablar de todo lo que esta obra requeriría. Haré solo referencias a algunos de los temas que mayor impresión me han causado en este conjunto de crónicas, muchas escritas a lo  largo de  la dilatada carrera del autor, que ahora las re-edita y les suma novedades inéditas.

La obra no es apenas una suma, es una suma enriquecida de crónicas hilvanadas cuidadosamente sobre sucesos que esculpieron la historia de estos años.

En primer lugar, quiero destacar que las semblanzas que nos presenta Juan Carlos Salazar forman una obra que no solo proyecta gran parte de nuestra vida contemporánea.

Se trata de historias que a muchos nos han tocado muy de cerca. Son un ramillete de textos bien escritos y mejor ensamblados como para servir de manuales en las redacciones de los diarios sobre cómo escribir de una manera atractiva y cautivante, un atributo de quien sabe competir con calidad en ambientes donde el buen uso del idioma y el buen criterio para jerarquizar la información son esenciales para mantenerse profesionalmente a flote y sobresalir.

El recorrido de Juan Carlos Salazar se introduce con un brochazo del genio de Enrique Arnal para pasar por acontecimientos de la historia reciente y desembocar en semblanzas que han dejado huellas profundas en nuestros días.

Con detalles poco conocidos, algunas de ellas son una invitación para obras mayores. El Gato ha lanzado el guante. Esperemos que haya muchos que lo recojan.

Es de esperarlo,  en un medio en el que los acontecimientos suelen sucederse a una velocidad tal,  que lo nuevo, a veces al día siguiente, se sobrepone a lo anterior, lo oculta y con frecuencia queda en el olvido,  son muy pocos los que recogen los escombros de la avalancha para reconstruirlos y explicarlos al público en perspectiva.

Quizá pocos sepan que en la casona de piedra y adobe de la paceñísima calle Sagárnaga, muy cerca de la Avenida Mariscal Santa Cruz, tomó forma final y estrenó Gracias a la Vida, de la chilena Violeta Parra, cuando bajo el embrujo de la Peña Naira, la canta-autora se reconcilió con el quenista (clarinetista) suizo Gilbert Favre.

El dato  está en la ¨apariencia¨ que escribe el autor sobre Pepe Ballón Sanjinés, el dueño y gestor de Peña Naira. ¿Alguien sabía que este personaje se llamaba Luis Alberto?  El Gato nos lo recuerda y lo describe como héroe anónimo, presencia inolvidable de los inviernos fríos y madrugadas desiertas de La Paz que, desde ese cenáculo del folklore, confirió universalidad a muchas tonadas tristes y alegres del folklore andino que peregrinan por el mundo.

Sus páginas nos llevan al inolvidable maestro de periodistas Luis Ramiro Beltrán, quien a los 18 años ya era un periodista pleno, con sus primeras armas ajustadas y pulidas en el venerable La Patria, de su Oruro natal.

De ahí nos  lleva a Héctor Borda Leaño, para entretener al  lector con anécdotas que volvieron al político socialista un orureño  universal, un personaje que, ya diputado, en gesto desesperado para detener la aprobación de un contrato que iba a entregar la explotación de una mina de zinc muy rica a capitales  privados, bajó al sótano del Palacio Legislativo y reventó los fusibles, dejando todos los ambientes sin luz hasta el día siguiente.

Las tribulaciones de la cochabambina Amalia Decker, quien, en su propio domicilio y a  los 15 años fue juramentada como discípula del ELN por Inti Peredo, están registradas aquí. Conocida en el mundo literario nacional  y extranjero,  hace un par de años estuvo en Santa Cruz para presentar su Mamá, cuéntame otra vez, la novela de su experiencia en las filas del ELN y su mutación hacia la social-democracia en las filas del MIR.

Nos dice Salazar que esta ex luchadora de fuste, decepcionada del que creyó que era ¨el paraíso socialista¨ de Cuba, ahora cree que la única herencia de Che Guevara es un ícono hermoso, de una de sus fotografías más conocidas. Nada más.

Ser corresponsal de una agencia internacional de noticias tiene ventajas que compensan el estar alejado de las realidades cotidianas del terruño.

Entre ellas, está la de conocer en carne y hueso a grandes protagonistas de la literatura universal, el arte, la religión y la  política. De los encuentros  periodísticos con Gabriel García Márquez, Juan Rulfo y Mario Vargas Llosa, el Gato nos entrega las crónicas que escribió en su tiempo y que acaparan páginas agradables de la obra que esta noche nos entrega, inclusive las crónicas sobre las visitas de Juan Pablo II a Cuba y México.

Merecen atención especial, sin la duda más mínima,  las páginas dedicadas a Gloria Ardaya, la combatiente heroica del MIR, que salvó la vida milagrosamente aquella tarde del 15 de enero de 1981, temblando aterrada debajo de un catre mientras esbirros del régimen militar asesinaban a los compañeros con los que había estado reunida.

Si tuviera que escribir una reseña periodística de la obra de Salazar, habría dicho al comenzar:  “La única sobreviviente de una masacre brutal hace casi 40 años, que segó la vida de ocho líderes políticos y multiplicó las angustias de vivir bajo un régimen de terror, ha anunciado que escribe sus memorias que incluirán detalles de la carnicería del 15 de enero de 1981 y las ambiguedades de su partido, que nunca contó al público ni a su militancia todo lo que llegó a saber”.

Las memorias de Gloria Ardaya traen de vuelta momentos que muchos querrían olvidar. Entre muchas otras cosas, pueden abrir heridas sobre actitudes de género en la sociedad política boliviana con discriminaciones aberrantes hacia las mujeres, que en esos tiempos y tal vez aún ahora tenían que quintuplicar esfuerzos para alcanzar el equivalente a un varón. El desarrollo informativo del tema y su profundización, corresponde a los medios nacionales pues lo que  hago esta noche es solo  una reseña de una obra que merece ser leída.

Un capítulo indispensable, que nunca fue abordado en nuestros medios, encierra pinceladas de la vida de un personaje del mundo periodístico, que se destacó por sus ocurrencias por donde quiera que pasó. Augusto Montesinos Hurtado fue un “periodista de alma” y un reportero en todo momento de su vida, como lo describió en una ocasión en Caracas una de las plumas más valiosas del periodismo argentino, Rogelio García Lupo, muerto hace un par de años.

La mención que de él hace Juan Carlos Salazar es tributo a este personaje (orureño, por supuesto) muerto en Cochabamba hace unos cinco años, que paseó sonriente y con holgura por muchas redacciones del continente. A las anécdotas que cuenta el Gato podrían agregarse muchas otras, incluso aquella cuando  detuvo el tráfico en una calle céntrica de Lima, para que el vehículo en el que estábamos pudiese pasar, interrumpiendo una ceremonia matrimonial en la que los novios, desconcertados, no sabían qué hacer.

Augusto los hizo entrar con prisa a un taxi que por allí pasaba.  Al conductor le impartió la instrucción de llevar a los novios al hotel más próximo. Apremiado por el bullicio de las bocinas del tránsito embotellado, el sorprendido conductor partió. Nunca se supo adónde llevó a los novios. Padrinos e  invitados tampoco.

Por  las páginas de estas semblanzas circulan decenas de nombres de periodistas. Antonio Miranda Soliz, Luis Gonzáles Quintanilla, los hermanos Víctor Hugo y René Carvajal, Eduardo Ascarrunz, Jesús Urzagasti (+), Juan León, Leticia Sainz, Sandra Aliaga, Ana María Campero (+), Alfonso Prudencio, Ramiro Cisneros (+), Walter Montenegro, José Luis Alcázar, Humberto Vacaflor. Creo que el etcétera tendría que ser largo, sin dejar de observar que los dos últimos, Alcázar y Vacaflor, pasean en la obra con frecuencia.

Hay al menos tres con crónicas destacadas en este ramo de apariencias. Son las semblanzas de José Gramunt de Moragas, el patriarca jesuita, fundador de Agencia de Noticias Fides, y alter ego del autor; de José “Chingo” Baldivia (+) y de Cayetano Llobet (+).

Estoy seguro que Baldivia,  colega del Gato en Radio Fides, con quien Alcázar escribió una obra a cuatro manos, es el inspirador de capítulos referidos a Chile, el país donde muchos periodistas compartieron segmentos de exilio.

Con 41 capítulos en los que puede encontrarse a Luis Espinal, Salvador Allende,  Víctor Paz Estenssoro, Eduardo Rodríguez Veltzé, Hernán Siles Zuazo en una secuencia apasionante para el retrato histórico de nuestro tiempo, Semejanzas es una obra indispensable  para quienes deseen estar informados sobre capítulos esenciales de la vida boliviana y de los personajes que cruzaron por el camino profesional de Gato Salazar.

Sin ninguna ironía, diría que se trata de una hazaña, en un medio donde, desde lo alto, se pregona que no leer en  libros es una virtud. Es, por cierto, un verdadero desafío.

Al comenzar y al concluir la lectura de Semejanzas uno no puede evadir cierta nostalgia por esos tiempos y dejarse invadir por el deseo de ponerse a tono con lo leído y tomar una copa de vino tino, del buen tarijeño,  una empanada y  quizá algún queso de Charagua.

(Texto leído en la presentación del libro Semejanzas en Santa Cruz de la Sierra, el 9de junio de 2018).

Algunas “semejanzas” del autor de “Semejanzas”

José Antonio Quiroga

Juan Carlos Salazar –Don Gato, como es más conocido entre los amigos– acaba de cometer un nuevo libro. Hace pocos meses publicamos una obra suya, en coautoría con Humberto Vacaflor y José Luis Alcázar, titulada La guerrilla que contamos, y, antes de reponernos de esa aventura, ya nos llega esta nueva “entrega”, como dicen los periodistas, que reúne esbozos biográficos de 39 personas a los que la generosidad –o la malevolencia– del autor llama “gente poco común”.

Este es un libro –Semejanzas– que Don Gato venía preparando desde hace varios años. Muchas de las notas fueron redactadas con sentido de oportunidad –un aniversario, una defunción, algún suceso político–, pero la mayoría son más bien ejercicios inactuales que revelan la vena literaria de este gran periodista boliviano.

La selección de los retratados muestra su larga trayectoria en Latinoamérica y España, a lo largo de 50 años de ejercicio profesional, que lo llevó a conocer a personas destacadas del mundo cultural, político y social. El hecho de haberme incluido en esa selección, me da ahora el derecho a la retaliación. Así que ofreceré un esbozo del Gato que yo conocí, que se parece mucho al que todos admiramos, con algunas excepciones de carácter testimonial.

A Juan Carlos Salazar y a Etel Elena –su esposa, que parece sólo llevar nombres en lugar de apellidos– los conocí durante una estadía de tres meses en Buenos Aires el año de 1973, en casa de Marcelo Quiroga Santa Cruz y Cristina Trigo, mis tíos. Marcelo y Gato estaban exiliados por la dictadura de Banzer y los unía el destierro, el oficio periodístico y la militancia en el Partido Socialista. Recuerdo un almuerzo en el que también estaba Juan José Torres y su esposa junto a otros exiliados bolivianos. Yo tenía unos 14 años y despertaba al mundo de las ideas y de la política.

Al regresar a Bolivia me incorporé a una organización revolucionaria en la resistencia y mi aventura duró poco más de dos años. Tuve que salir al exilio antes de terminar el colegio y allí me reencontré con Don Gato y su pandilla, como le llamaba yo a su familia. Marcelo y Gato huyeron de la Argentina, arrastrando a sus familias a un nuevo exilio, esta vez en la generosa patria mexicana. Yo terminé el colegio y suspendí mis estudios universitarios para regresar a Bolivia con Marcelo a fines de 1977. Poco antes del golpe de García Meza, regresé a México a continuar mis estudios y allí me reencontré con Gato y su pandilla.

El 17 de julio de 1980, Ricardo Pérez Alcalá me invitó a almorzar a un elegante restaurante japonés en el barrio de la Condesa. Cuando llegó me dijo que había estallado un golpe de Estado en Bolivia. Desde el restaurante lo llamamos a Gato para confirmar la noticia. En esa época no había celulares ni Internet y las noticias llegaban por teletipo. Gato me dijo que aunque las noticias eran confusas parecía confirmado el asesinato de Marcelo. Así como uno no olvida el primer beso, tampoco olvida jamás a la persona que te transmite la noticia de la muerte de un ser querido.

Los meses siguientes fueron de mucha actividad política: llegaban oleadas de exiliados, incluyendo a la viuda y los hijos de Marcelo. Con Gato organizamos al Partido Socialista en México y nos incorporamos al CONADE. Publicamos dos libros: Una sola línea, que era una compilación de los documentos del PS-1 entre 1977 y 1980, y El asesinato de Marcelo Quiroga Santa Cruz, que reunía testimonios y homenajes relacionados con la vida y la trágica muerte de Marcelo. Algunas de las semblanzas contenidas en este libro, Semejanzas, corresponden a amigos comunes de esos años de exilio mexicano: Héctor Borda, Quico Arnal, Juan Rulfo, Gregorio Selser, Chingo Baldivia, Roger Cortez y Cayetano Llobet.

Gato trabajaba en la Agencia Alemana de Prensa (DPA), en una oficina de la avenida Reforma. Yo era colaborador semanal del diario El Universal y comenzaba a hacer mis primeras experiencias como columnista. Recuerdo una vez que Gato me dijo que conocería al personaje que inspiró a Quino para crear a Felipito. Cuando lo vi, no pude reprimir la carcajada. Efectivamente, se parecía mucho a sí mismo. Gato siempre fue una persona con gran sentido del humor, lo que lo ha ayudado a sobrellevar las penurias de la política con gran bonhomía.

En Madrid lo vi una sola vez. Yo regresaba de Senegal y Gato me ofreció alojarme en su departamento en Chamartín, si no me equivoco. Llegué a las cinco de la mañana y toqué el timbre. Nadie me abrió y tuve que acurrucarme sobre el felpudo hasta que alguien se desperezó a eso de las ocho. Esa muestra de hospitalidad dio lugar a una infinidad de bromas. Hasta que finalmente Gato se jubiló y decidió regresar con Etel a Bolivia. Y desde que llegó no hemos dejado de hacer algunas cosas juntos, como la publicación del quincenario Nueva Crónica y Buen Gobierno que él dirigió durante unos meses y del que yo fui editor durante siete años, y de sus estupendos libros, como Semejanzas.

Gato es para mí un ejemplo de periodista que conoce su oficio y que practica la ética de su oficio con verdadera maestría. Es también un ejemplo de consecuencia política, en un mundo que ha dado dos volteretas desde que derribaron el muro de Berlín. Lo he visto de cerca en su paso por la dirección de Página Siete en la que tuvo que lidiar con el “cártel de la verdad”, y en sus incesantes artículos sobre la vida de esta su segunda patria –Bolivia– porque, como todas sabemos, su primera  y definitiva patria es Tupiza.

(Texto leído en la presentación del libro Semejanzas, el 7 de junio de 2018)

Gato encerrado

Alfonso Gumucio Dagron 

Este Gato no es pardo, se lo distingue claramente incluso de noche.  Tampoco es negro, de modo que quienes se cruzan con él no sufren ninguna calamidad, más bien les trae buena suerte, como a mí. Este Gato es Juan Carlos Salazar del Barrio, periodista. 

Hay muchos refranes populares y anónimos que hacen alusión a los gatos: “como gato panza arriba”, “siete vidas tiene un gato”, “gato maullador no es buen cazador”, “con los curas y los gatos, pocos tratos”, “buscarle cinco patas al gato”, “gato con guantes no caza ratones”, “cuando el gato está ausente los ratones se divierten”, “cara de beato y uñas de gato”, “la curiosidad mató al gato”, “dar gato por liebre”…, y muchos más, pero yo he optado para el título de este texto: “Aquí hay gato encerrado”.

En Semejanzas hay Gato encerrado en cada página, pero como los gatos son sigilosos no se deja ver fácilmente. Entre las 42 semblanzas en este libro, la del propio autor atraviesa las demás.

Porque lo maravilloso de los retratos es que el retratista se mira en los personajes y no todos los lectores se dan cuenta de ello. Se retrata en los valores, en las aventuras, en las complicidades y en los sueños de los retratados. Por eso es que en lugar de semblanzas, le queda muy bien al libro el título Semejanzas.

Alguna semejanza hay también entre el Gato Salazar y yo, puesto que me invitó a presentar su libro. Estas semejanzas datan de varias décadas, dos exilios y numerosos desayunos en algún café de Ciudad de México (en el Café Habana, donde muchos años antes se reunía Fidel Castro con los que se irían en el Granma a Cuba), o en años recientes en San Miguel en un café con nombre de especia.

El exilio suele unir y consolidar amistades solidarias entre los que tienen buena calidad de argamasa. Al Gato le debo mi primer trabajo en el diario Excélsior cuando llegué becado por el general García Meza con una mano atrás y otra adelante. Esos meses que pasé en la sección internacional dicen más de su solidaridad que de mis desvelos.

Así fue siempre, porque cuando regresé a México luego de un año de trabajo en la Nicaragua sandinista, me ofreció escribir reportajes sobre cine para el servicio especial de la DPA (la Agencia Alemana de Prensa), y eso me permitió no solamente ganar unos pesos sino conocer a personajes tan emblemáticos como el Indio Fernández, Gabriel Figueroa, Irene Papas, Alberto Isaac, Rui Guerra o Cantinflas, a quien fuimos a entrevistar juntos.

Entonces, así se va tejiendo eso que se llama complicidad, ingrediente indispensable de toda amistad. Y por esa complicidad es que varias de las semejanzas retratadas en este libro resuenan en mi memoria como fragmentos que recorrimos juntos.

Puesto que  “gato con guantes no caza ratones” el autor escarba la vida de sus retratados con generosidad, es decir sin maltratarlos pero yendo más allá de la contemplación pasiva para escudriñar los pequeños rasgos que definen una personalidad, tal como los dibujos que solía hacer Pérez Alcalá de sus amigos –entre ellos el propio Gato–.

El autor dibuja como si tuviera en la mano un carboncillo. Esa cualidad de descifrar a los personajes hace la diferencia entre el retrato neutro de una enciclopedia y un relato vivido: la diferencia está en el testimonio, en la crónica personal y en la cercanía con la que se entrega un efusivo abrazo a un amigo (sin robarle la cartera, pero quizás un pedazo de su alma). 

En Semejanzas no están todos los que son, ni son todos los que están (y alguno sobra a mi criterio) pero así son los libros de tipo antológico, porque no se puede poner todo en un libro como no se puede incluir todo en un cuadro o en una película. El Gato ha conocido de cerca de muchos otros personajes.

El riesgo de algunos de estos esbozos o apariencias (Quico Arnal, por ejemplo) es que quien no haya conocido a los personajes retratados puede quedarse con sabor a poco, pero quienes los hemos conocido, disfrutamos con esa mirada de microscopio que completaría la más sesuda biografía.

Otros textos, más extensos, introducen a los personajes de cuerpo entero ante cualquier lector, como sucede con los relatos entrañables sobre Amalia Decker, Pepe Ballón, Goyo Selser, Liber Forti, el Tata Gramunt, el Chingo Baldivia, Filippo Escóbar o el Chino Sánchez, entre otros, donde el vínculo personal con ellos es fundamental para enriquecer la crónica y hacerla única, es decir, diferente a la que cualquier otro periodista podría cocinar con base en información ya publicada.

Finalmente están los retratos menos cercanos (pero no menos interesantes) de personajes que el autor no ha frecuentado mucho, por lo que no es fácil capturarlos en su vida cotidiana. Es el caso de Luis Ramiro Beltrán, Domitila de Chungara, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Vargas Llosa, Juan Pablo II y algún otro personaje fotografiado con teleobjetivo sin que ello disminuya la acuciosidad de las observaciones, sobre todo para revelar los vínculos con Bolivia en el caso de los que no son bolivianos pero tuvieron algo que ver con nuestro país.

Aunque estos son simples esbozos de apariencias, como señala el autor en su introducción, uno echa de menos las referencias al pie de página de aquellas frases o párrafos entrecomillados, pues no siempre se entiende si provienen de una entrevista o conversación sostenida con el autor de la crónica, o de otra fuente que merecería el crédito respectivo.

Mención aparte merece un texto que me ha conmovido, donde el personaje se impone con fuerza: José María Bakovic, una de las víctimas de la judicialización de la política, sobre quien Juan Carlos Salazar escribe un texto inspirado y dolido.

“Nada de lo humano me es ajeno” escribió Publio Terencio Africano (el esclavo liberado) casi 200 años antes de nuestra era cristiana. La frase le viene bien a este libro que no aborda la comedia humana sino, casi siempre, la ternura, el respeto y la amistad, que quizás son al fin de cuentas, parte de lo mismo: la semejanza entre los que comparten los mismos valores humanos.

(Texto leído en la presentación del libro Semejanzas, el 7 de junio de 2018)

Página Siete –  10 de junio de 2018