El largo viaje de Carlos Decker a Ítaca

Lo primero que me pregunté al tener el libro de Carlos Decker en mis manos es por qué el autor había elegido el título que eligió, “Viajar no es morir un poco”. El título me trajo a la memoria una frase de Víctor Hugo: “Viajar es nacer y morir a cada instante”, una frase que, si mal no recuerdo, el novelista pone en boca de Jean Valjean en Los Miserables.

El viaje es una metáfora de la vida misma, como toda aventura que tiene un nacimiento y una muerte, dos momentos vitales en la existencia de un ser humano. Llegar es nacer, partir es morir. 

Carlos nos dice en el título de su libro que “viajar no es morir un poco”, pero, al decir “poco”, relativiza su afirmación. A lo largo de su maravilloso texto, nos sugiere que viajar es “morir algo”.

“Cada viaje nos despoja un poco de nosotros mismos”, nos dice el autor. Se muere un poco en cada partida y se renace otro poco en cada llegada; se “muere algo” al abandonar el paisaje de origen, y se “renace algo” al llegar al paisaje nunca antes visto.

El largo viaje de Carlos es una aventura integrada por pequeñas muertes y pequeños renacimientos, que nos hablan de viejos y nuevos lugares, habitados por personajes conocidos y desconocidos, que son él mismo o muchos como él. O como todos nosotros.

Según el dicho popular, un viaje se vive tres veces: cuando lo soñamos, cuando lo vivimos y cuando lo recordamos.  El libro recoge los sueños, las vivencias y los recuerdos de Carlos de ese largo periplo.

Ibn Battuta, el gran explorador marroquí que recorrió durante veinte años parte de África, Europa, Oriente Medio, Asia central y China a mediados del siglo XIV, y contó todo lo que vio, dijo que “viajar te deja sin palabras”, pero que esos viajes te convierten después en “un narrador de historias”.

Son, pues, los viajes, los que convirtieron a Carlos en un narrador de historias. Como Roberto Bolaño, Carlos cree que la palabra exilio no existe si va unida a la palabra literatura, porque Carlos Decker ha  hecho de la palabra, aunque él no lo diga, su patria adoptiva.

No ha viajado para escapar de la vida, sino para atraparla; no ha viajado para cambiar de lugar, sino para encontrar nuevos paisajes, nuevas personas y, sobre todo, nuevas ideas, novedades que se traducen en textos como el que presentamos ahora.

Carlos Decker recorrió el mundo en su doble condición, de exiliado y periodista. Como exiliado, víctima de las dictaduras militares que asolaron el Cono Sur de América Latina en los años 70 y 80, una época  en que los conosureños se dividían, como decía Eduardo Galeano, en “aterrados, encerrados, enterrados y desterrados”. Y como periodista, conoció el terror, el encierro, las tumbas y los destierros de otros como él, pero en otras tierras calientes del orbe, como la antigua Yugoslavia, el Medio Oriente y Centroamérica, 

Pero también, como decía Cicerón, aprendió que “el destierro no es un castigo, sino un puerto de refugio contra el castigo”. En su larga odisea rumbo a su propia Ítaca, Carlos se apeó en las dársenas de muchos puertos hasta desembarcar en el definitivo, el de Suecia.

Como escribe uno de los prologuistas, Diego Valverde Villena, el libro de Carlos es “peculiar”, narrado por una voz, pero al mismo tiempo por muchas voces; la historia que cuenta, contiene muchas otras. O como dice el otro prologuista, Ken Benson, catedrático de literaturas hispánicas de la Universidad de Estocolmo, es una “miscelánea literaria en la que se mezclan reflexiones, ficciones, recuerdos, crónicas, anécdotas, apuntes y diarios”.

Yo diría que es una suerte aguayo, donde las franjas paralelas encuentran sentido y armonía en el conjunto del lienzo multicolor.

Carlos está presente en el narrador y en sus personajes. Reflexiona con voz propia y dialoga con los caminantes que transitan por el mismo camino, como quien piensa en voz alta, sobre temas que siempre estuvieron ahí, latentes y actuales para su momento, aunque la globalización nos diga que nunca fueron lo que son ni estuvieron donde están.

Y así, en ese gran aguayo multicolor aparecen tejidas y entrelazadas, unas con otras, cuestiones tales como la emigración, el racismo, la segregación, la integración, la ciudadanía, el clasismo, el etnicismo, la corrupción política, las identidades y las ideológicas, y también su preocupación por la identidad perdida, la igualdad inexistente,  la libertad perseguida y la censura siempre vigente.

En la primera parte del libro, “la breve historia de Sebastián Pérez Condori”, Carlos apela a un personaje del mismo nombre de Waldo Peña Cazas para reflexionar sobre Bolivia y los bolivianos, porque, según nos dice, conocer a Sebastián Pérez Condori, una síntesis de “dos malos vecinos metidos dentro del mismo pellejo”, es explicar a Bolivia y a los bolivianos.

Un personaje que es uno solo, Perez Ticona, y dos al mismo tiempo: Pérez, por una parte, y Ticona, por otra, pero que, sin embargo, cohabitan en una sola persona en su largo transitar por la vida. Ahí están el Pérez Ticona emigrante en la villa miseria o la zafra argentina, el Pérez Ticona soldado, el militante, hijo de la Revolución Nacional, el revolucionario exiliado en Chile; el camarada embarcado en el “viaje social del proletario y el indígena” a Moscú, Pekín o Tirana y el emigrante a Suecia…

El Pérez Ticona, en fin, que buscando la dictadura del proletariado termina encontrando la democracia. Los viajes ideológicos son tan importantes como los geográficos.

Es, pues, Carlos y los otros Carlos de la época. Uno y muchos rostros, o lo que es lo mismo, el rostro de Carlos que esconde otros rostros. Una y varias voces, unidas en el recuerdo y la palabra del autor, en una evocación inmersa en lo que él mismo describe como el “laberinto de identidades”.

Pérez Ticona es como el Juan Cutipa de Alfredo Domínguez, el pintor y guitarrista tupiceño que describió e interpretó la “vida, pasión y muerte” del hombre del pueblo, el hijo de la tierra, en una saga de 12 piezas musicales y 12 óleos de hondo contenido autobiográfico: Juan Cutipa campesino, Juan Cutipa minero, Juan Cutipa soldado, Juan Cutipa zafrero.

Pero es tal vez la segunda parte, la que da el título al libro, “Viajar no es morir un poco”, para mi gusto el texto mejor logrado, pleno de imágenes y metáforas poéticas, la que más fielmente retrata a nuestro Odiseo, el niño prendido de la mano del abuelo que se embarca en el tren provinciano rumbo a Parotani.

El niño que creció y que sintió que sus piernas se cansaron de tanto escapar y sus ojos se cansaron de tanto mirar; el niño que no entendió, porque aún era muy chico para entender, porque le faltaba ver más muerte y más guerras. ¡Y más despedidas! El niño que se hizo periodista y que vivió las pesadillas propias y las ajenas, el periodista que comprobó que toda dictadura no es otra cosa que el espejo de todas las dictaduras.

Carlos cita el poema del griego Constantino Kavafis: “Ten siempre a Ítaca en tu mente/ Llegar allí es tu destino/ Mas no apresures nunca el viaje./ Mejor que dure muchos años/ y atracar, viejo ya, en la isla, enriquecido de cuanto ganaste en el camino/ sin aguardar a que Ítaca te enriquezca”. 

Carlos nos muestra en su libro que siempre tuvo a Ítaca en la mente, su isla de  la igualdad, la libertad y la identidad integradora;  que no apresuró el viaje, que se enriqueció en el camino sin esperar a enriquecerse en su destino.

Recorrió el camino no como el exiliado que mira y lamenta el pasado, sino como el emigrante que ve el futuro con esperanza, como todo caminante, llevando a Bolivia consigo, como el explorador que lleva la carga vital en la mochila, pensando, tal vez, como John Dos Pasos, que “se puede arrancar al hombre de su país, pero no arrancar el país del corazón del hombre”, porque, al fin y al cabo, nadie puede abandonar eso que el autor llama el “frasco del recuerdo”.

Recorrió el camino, como dije antes, en su condición de emigrante, pero también de periodista, oficio que le permitió ver los paisajes y a su gente con el ojo observador del corresponsal viajero y, en algunos casos, del corresponsal de guerra, y acumular en su mochila cuadernos de viaje, anotaciones, papelitos, como él los llama, a la manera de los exploradores de antaño.

Anotaciones que cristalizaron después en la escritura, una escritura que pasó, además, como dice uno de sus prologuistas, por “el filtro de la reflexión”, una reflexión plural, producto no solo de la observación, sino también de la lectura, una lectura enciclopédica, como se ve en el libro.

Después de tanto ir y venir, el caminante, que es Carlos, piensa que “viajar es morir una y otra vez”, pero también que es “renacer”.

Carlos cita el mito de Wu Tao-tzu, el preso chino que se dedicó desde el primer día a pintar un tren en la pared de su celda y cuando estuvo terminado, se subió a uno de sus vagones, partió rumbo a la libertad y no volvió nunca más al encierro.

Así lo imaginé al autor, pintando de niño su propio tren, al que se subió, empujado por su propio sino, en el inicio de un largo recorrido, no en la huida del abuelo, sino en procura del ideal de todo viajero, el Ítaca de los cazadores de utopías, los que persiguen “la tierra de los sueños, lejana de las leyes de los hombres”, como escribió  alguna vez nuestra Adela Zamudio.

(Texto leído por el autor en la presentación del libro Viajar no es morir un poco,  el 17 de diciembre de 2021).

Brújula Digital – 12 de enero de 2022

Presentación de “Figuraciones”

Agradezco a Amalia sus comentarios; le agradezco también por haberme acompañado en el proceso de creación de estos cuentos. Sus generosas opiniones, así como las que me hicieron llegar otras queridas amigas y amigos, me alentaron a dar vida a estas figuraciones.

Me refiero a la periodista y escritora argentina Victoria Azurduy, a la escritora chilena Odette Magnet, al poeta, escritor argentino y columnista del diario Clarín de Buenos Aires Miguel Espejo y al entrañable pintor boliviano Luis Zilveti, cuyos comentarios, que aparecen en la contratapa del libro, me ayudaron como ya dije a emprender esta aventura.

Una de las preguntas más recurrentes que me han formulado los amigos y colegas periodistas es, precisamente, qué me impulsó a incursionar en la ficción tras haber dedicado mi vida profesional al periodismo; cómo se dio esa transición del relato periodístico al literario; cuándo y en qué momento.

Tal vez, como declaré en alguna entrevista, por la necesidad de transmitir vivencias, imágenes, sensaciones y percepciones que no tienen cabida en una crónica o en un reportaje, menos aún en una noticia.

Como sabemos todos los ejercemos este oficio, las estructuras periodísticas, incluso las más flexibles, como el formato de la crónica, tienen reglas rígidas que no permiten fantasías ni “figuraciones”.

Es, pues, yo diría, la necesidad de expresión que siente todo periodista cuando no encuentra asidero para contar una historia que la percibe como cierto o probable.

La creación literaria es un acto individual, muy personal. Uno escribe, tal vez, para uno mismo, por la necesidad que tienes de volcar sentimientos que llevas dentro y que de otra manera no encontrarían salida, a diferencia del periodismo, que es un oficio nacido para contar las cosas de los demás.

En todo caso, esta transición no debería llamar la atención, porque, como decía un gran amigo y colega español, el corresponsal de guerra Manu Leguineche, a quien suelo citar a menudo, el periodismo y la literatura son orillas de un mismo río. O en palabras del periodista mayor, Gabriel García Márquez: son hijos de la misma madre, la narrativa. Y en el peor de los casos, primos hermanos, pero parientes de un mismo linaje.

Toda narrativa está anclada en la realidad, en percepciones del mundo que nos circunda. La periodística, en hechos, y la literaria, en sensaciones fugaces, en vivencias inacabadas, que dejan profundas huellas en nuestro espíritu y que cobran cuerpo y sentido por obra y gracia de la imaginación.

Es el abordaje de la realidad desde una perspectiva diferente, la exploración de aristas apenas perceptibles por nuestros sentidos. Una búsqueda, si se quiere, porque, como dijo Kafka,  “la literatura es siempre una expedición a la verdad”, una verdad que se hace cierta el momento en que la concebimos.

A García Márquez no le costó trabajo cruzar el río, porque había descubierto que la historia contada en un reportaje o en una crónica no solo podía llegar a ser igual a la vida, sino, más aún, mejor que la vida misma. Es lo que le permitió contar una crónica como un cuento y un cuento como una crónica.

¿Cuándo abandoné la orilla del periodismo para incursionar en la ficción? Tal vez el día en que no pude respaldar con hechos mis propias percepciones, mis intuiciones, las vivencias inacabadas que mencioné al principio.

Siempre me pregunté, por ejemplo, cómo vivió el Che Guevara la agonía de los condenados a muerte, qué le pasó por la mente cuando se dio cuenta de que había llegado su hora final, qué recuerdos le atormentaron o lo consolaron cuando vio entrar al sargento Mario Terán a la escuelita de La Higuera para ejecutar la sentencia del Alto Mando militar.

No pude contarlo en una crónica, puesto que no tenía las evidencias que prescriben las reglas del periodismo, así que intenté reconstruir ese dramático final, esos dos o tres minutos últimos de su vida, en un cuento, en El Espejo, abusando tal vez de una figuración.

Lo imaginé así: (el Che) “sintió que miles de agujas de hielo le atravesaban el cuerpo y le estallaban en el corazón. Se escuchó lanzando un aullido, inaudible, y advirtió que su grito, impotente, quedaba petrificado en una mueca. Se vio suspendido sobre sus despojos, mirándose desde lo alto, y reconoció su rostro a lo lejos como en un espejo, con la claridad de los amaneceres y la transparencia de la que hablaría el trovador. Se descubrió con los mechones desprolijos, sedosos, brillantes; la barba rala y el bigotillo a lo Cantinflas; la boina negra, apoyada sobre la oreja izquierda, con la estrella roja de cinco puntas en la frente; el habano humeante en la boca y la mirada perdida en el infinito. Sonrió, socarrón, mientras la imagen se desvanecía en su propio confín”.

Al comentar este cuento, el historiador Gustavo Rodríguez Ostria, autor de una biografía inédita del Che, también muy generoso en su comentario, dijo que la ficción permite una libertad que el historiador no dispone. Y eso es lo que hice. Llenar con imaginación un espacio que la historia dejó abierto.

Como ya dije toda ficción tiene un anclaje en la realidad. García Márquez decía que la novela y el cuento admiten la fantasía sin límites, pero que la crónica tiene que ser verdad hasta la última coma, aunque nadie lo sepa ni lo crea. Siguiendo el mismo razonamiento, yo diría que el relato literario debe ser verosímil, creíble, aunque no sea cierto.

Los personajes surgen de los pliegues de la memoria, apenas esbozados, escondidos como estaban en rincones desapercibidos, para inventarse a sí mismos y recorrer su propia historia, con el autor como testigo o si acaso como un simple amanuense que se deja llevar por su propia criatura.

Así nació Lenca, la guerrillera que transita por la tierra de los carbones encendidos, el lugar donde vivía la muerte; el Triste Pizarro, un joven condenado a vivir un duelo eterno con la sonrisa vestida de luto, víctima del sino hereditario de los malqueridos; y Casilda, la niña que cree descubrir la certeza que la realidad le negaba detrás de las sombras tortuosas y amenazantes que suelen tejer los ocasos.

Son estos personajes los que dan unidad, si es que tienen alguna, a los siete cuentos del libro: el heroísmo de los derrotados, la audacia de los inocentes, la porfía de los sobrevivientes.

Con los personajes surgen los escenarios y muchas veces son los mismos escenarios los que dan nacimiento a los personajes. Están ahí a la espera de que el autor los rescate. Los paisajes se apropian de las personajes, los recrean y los hacen suyos, hasta convertirlos en ánimas o fantasmas, según los humores y amores que recogen en su transitar por cada entorno.

Así pude entrever las aguas vidriosas, relampagueantes, que pujaban por alcanzar el río, entre guijarros bruñidos por el torrente y el tiempo, en la acequia de la hacienda de la abuela Herminia; el bosquecillo de eucaliptus de un pueblo, cuando ese pueblo todavía no era pueblo, sino apenas una parroquia de chacras y fincas floridas; las selvas pobladas por mil especies de mariposas y cubiertas por cuatrocientas variedades de orquídeas de un escenario bélico; al venado de cola blanca que correteaba en un bosque de mangales; o el firmamento de la gran ciudad que escondía las tres estrellas amarillas con nombres de odaliscas: Sadal-melik, Sadal-suud  y Sadach-bia.

La poesía, si existe, no está en las palabras, sino en los personajes. Nace con ellos y vive con ellos. Si el autor tiene algún mérito, es haberla detectado en las apariencias que dan paso a las figuraciones.  Al fin y al cabo, las apariencias no son otra cosa que realidades que se visten de poesía para burlar los sentimientos.

La creación literaria, como dije,  es un acto individual, muy personal, un acto que abre la puerta a la reflexión, más allá del propósito lúdico del autor. No es que yo crea en la literatura como mensaje, mucho menos como mensaje político, pero si en la introspección de la propia creación.

El cuento Aquí vive la muerte, una frase que recogió una colega mexicana de una campesina salvadoreña, me permitió reflexionar sobre la inutilidad de la lucha armada, la “violencia revolucionaria”, la que alguna vez, siendo jóvenes,  justificamos o toleramos.

“Los muertos nunca son ajenos, todos son propios”, dice Lenca, la guerrillera protagonista.

Es también una condena a las atrocidades de la guerra, como el asesinato del Poeta Mártir, Roque Dalton, a manos de sus propios compañeros de lucha. “Puedo entender la guerra, el combate cara a cara con el enemigo, pero no los ajustes de cuentas entre amigos, los fratricidios y parricidios entre compañeros”, dice Lenca, en otra reflexión autocrítica que la lleva a la revisión de sus propias convicciones.

El guerrillero agónico vive las dudas de todo convencido en el balance de su vida, en el final de su andadura, entre las consignas en desuso que pugnan por liberarse de las ataduras del olvido y las premoniciones que se le atoran en la mente.

O el Cristo ateo subido a la cruz que, en medio del vocerío amontonado de fariseos y samaritanos en túnicas níveas, judíos barbados, plañideras de rebosos enlutados, centuriones plateados y soldados en casacas entorchadas, alcancé a percibir una voz liberadora distante: “Pater in manus tuas commendo spiritum meum”.

Como digo en uno de los epígrafes del libro, a manera de presentación y justificación de mis textos, la ficción cobra vida y recupera certezas cuando la imaginación desvela lo que la realidad oculta.

Mis historias son eso, apariencias que creí observar, figuraciones mías, que quise rescatar por el solo hecho de verlas convertidas en realidad.

Espero que sean de su agrado.

Feria del Libro de La Paz, 25 de septiembre de 2001

Francisco, una lección de buen periodismo

El mensaje del Papa Francisco con motivo de la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales constituye, en sí mismo, una lección de periodismo, una cátedra magistral del buen periodismo y la comunicación social.

Francisco apela a las palabras de Juan, “Ven y lo verás”, para decirnos a periodistas y comunicadores: “Ir y ver”, como “el mejor método de comunicación humana auténtica”, ir y ver, que es la primera lección que todo periodista debe aprender para poder relatar, en palabras del Papa, “la vida que se hace historia”.

Al escuchar su mensaje no podemos menos que recordar a los viejos maestros, quienes nos enseñaban el abecedario de este hermoso oficio, que es el de “ponerse en marcha, ir a ver, estar con las personas y escucharlas”, para contar la realidad, no solo para entenderla y adaptarnos a ella, sino también para modificarla.

Cuentan que el joven Mark Twain, cuando quiso ganarse la vida como periodista, se acercó al director del diario de su pueblo y le preguntó:“¿En qué consiste ser periodista?”. El veterano editor le respondió: “Salga a la calle, mire lo que pasa y cuéntelo con el menor número de palabras”.

Mark Twain, quien había fracasado en todos los oficios en los que había incursionado, así lo hizo, salió, vio y contó lo que vio, y se convirtió no solo en periodista, sino en el gran escritor que todos conocemos.

Francisco nos habla con la misma autoridad del editor experimentado. Para poder relatar la vida que se hace historia, nos dice, es necesario salir y ponerse en marcha, ir a ver lo que pasa en nuestra comunidad, en nuestro país, en el mundo, hablar con las personas, escucharlas y recoger sus opiniones sobre la realidad que nos circunda.

Hay que “desgastar las suelas de los zapatos”, nos dice, al instarnos a aplicar el “método todo más sencillo” para conocer una realidad, que es el de salir al encuentro de la gente para verificar de la manera más honesta lo que acontece en el mundo, para darle oportunidad a la sociedad de tomar la palabra y ofrecer su testimonio.

Pero Francisco no solo nos habla como lo haría el jefe de redacción de cualquier medio, sino, y sobre todo, nos habla como pastor.

En ocasiones como estas es bueno evocar a los cuatro evangelistas, a Mateo, Marcos, Lucas y Juan, considerados por los católicos como los primeros periodistas del cristianismo. Desde el punto vista periodístico formal, ¿no es cada Evangelio una crónica perfecta?

El Evangelio de la multiplicación de los panes y los peces, con 191 palabras, y el de la bodas de Caná, con 224, por ejemplo, son grandes reportajes. Si hubiese habido un periódico en la Galilea de entonces, seguramente hubiesen ocupado la portada del medio. Podríamos citar todos y cada uno de los evangelios, textos que reúnen las características propias del género estrella del periodismo: información, testimonios, descripciones e imágenes, que permiten a los autores del Nuevo Testamento recuperar y recrear la atmósfera, el ambiente y las emociones que rodearon a los principales hechos de la vida de Jesús.

Los evangelistas no solo recogieron la Buena Nueva, sino que la difundieron. Y precisamente en eso radica la misión del periodista y el comunicador. No limitarse a buscar la verdad, sino también a difundirla. No basta conocerla, estar bien informado, sino darla a conocer, dar testimonio de lo que vemos, porque, como nos enseñó Luis Espinal, el periodista mártir, “callar es lo mismo que mentir”.

Francisco nos habla como comunicador y como pastor. “Vengan y verán”, nos dice, como dijo Cristo a sus primeros discípulos, y nos invita a “ir y ver”, a caminar hasta encontrar la verdad para difundirla.

Nos advierte contra el riesgo de limitarnos a producir “periódicos fotocopia”, a elaborar noticieros “sustancialmente iguales”, sin salir a la calle, y nos alerta del peligro de la información construida en las redacciones frente al computador y desde las redes sociales.

Nos invita, pues, como el mejor redactor jefe, a recuperar el género de la investigación y el reportaje en beneficio del periodismo de calidad, de un periodismo que interpela la realidad, que busca la verdad de las cosas y se concentra en la vida concreta de las personas.

El periodismo, como relato de la realidad, nos dice, requiere de la capacidad de ir allá donde nadie va, de un movimiento y de un deseo de ver. Precisa de la curiosidad, la apertura y la pasión del periodista. Sus palabras me recordaron a un viejo jefe de redacción que decía a sus colegas: “la noticia está donde nadie la ve”. Como la noticia, muchas veces la verdad está donde no se ve.

El Papa Francisco habla como pastor y como profeta.

Nos advierte sobre los nuevos males del siglo XXI. Las redes sociales, nos dice, pueden multiplicar nuestra capacidad de contar y de compartir; la tecnología nos da la posibilidad de ofrecer una información de primera mano, útil y oportuna, pero al mismo tiempo nos sitúan ante el evidente riesgo de una comunicación carente de controles, manipulable y manipuladora.

Son instrumentos formidables, nos dice, que nos exigen responsabilidad como usuarios y como consumidores.

Los periodistas hemos abandonado en muchos casos el principio básico de la verificación de datos, el fact checking, víctimas, como somos, de la “dictadura del clic”. La verificación, es bueno recordarlo, es la primera herramienta para combatir ese mal del siglo XXI que son las fake news.

“Ir y ver”, nos repite Francisco, instándonos a volver al rigor como esencia de la práctica periodística, a primar los hechos, a apostar por la investigación, teniendo en cuenta que la investigación está en la base misma del buen periodismo.

La paradoja de nuestro tiempo es que estamos viviendo en un mundo hiperconectado y con un acceso sin precedentes a la información de todo tipo, pero, por eso mismo, estamos más expuestos que nunca a la manipulación y al engaño.

Pero el problema, como nos dice el Papa, no son las redes sociales ni la tecnología, que son los instrumentos que tiene la gente para interactuar en el seno de la sociedad, sino nosotros mismos como agentes y sujetos de esa interacción.

Por eso mismo, hoy más que nunca es importante formar ciudadanos con espíritu crítico, informados y conscientes de lo que reciben y leen a través de las redes, capaces de hacer por sí mismos lo que hoy hacen los verificadores: chequear y verificar la información, antes de compartirla. Y a esto nos invita el Papa Francisco, a “ir y ver” lo que ocurre en nuestro entorno y en el mundo, para que seamos los agentes de la verdad y los anticuerpos del engaño, la desinformación y la manipulación.

(Texto leído en el acto académico de la Universidad Católica Boliviana San Pablo con ocasión de la LV Jornada de las Comunicaciones Sociales).

ANF – 16 de mayo de 2021

El Desencanto, bitácora de una desilusión

La desilusión supone la existencia previa de una ilusión. No puede haber desencanto si no hubo encanto. El diccionario de Oxford define el desencanto como la “pérdida de la esperanza o la ilusión, especialmente la de conseguir una cosa que se desea o al saber que algo o alguien no es como se creía”.

Y de eso trata el libro de Hugo José Suárez, del desencanto, la decepción que siente y expresa su autor al ver y comprobar que ese algo que lo había ilusionado no es o ha dejado de ser lo que él creía. Pero no solo de eso.

El desencanto es la bitácora valiente y dolorosa de una desilusión, un ajuste de cuentas con una fascinación, pero al mismo tiempo es la cronología de la descomposición de un proceso político, el relato descarnado, como dice el autor, del derrumbe de un castillo de naipes, de un “castillo de cartas que se viene abajo”. Y, ante todo, es un testimonio de gran honestidad intelectual, valiente y conmovedor.

La portada del libro es en sí misma una hermosa metáfora de su contenido. Nos muestra una pequeña choza de adobe delante de la monumental Casa Grande del Pueblo; es decir, una gráfica que muy bien podría representar el contraste entre la magnitud de un sueño y el verdadero tamaño de la dura realidad.

Hugo José Suárez nos lleva de la mano por las tripas del llamado “proceso de cambio”, al que describe como “el proyecto más lúcido y a la vez contradictorio de la historia contemporánea de Bolivia”; lo hace desde el ascenso de Evo Morales, en 2006, hasta su caída, en 2019, pasando por la consolidación de su poder, lapso en el cual pasa del “enamoramiento inicial” a la sorpresa del descalabro.

“Descubrí –nos dice– otros rostros de la política real, rostros que ese momento no había querido ni podido ver”, una observación que termina, inexorablemente, en la frustración.

Nos habla de los “frutos fabulosos y horrendos al mismo tiempo” que dejó ese proceso, sus luces y sombras, como resultado de las “pasiones” que despertó y la “mezquindad” que carcomió sus bases, para citar sus propias palabras.

Y nos relata cómo empezó a perder la ilusión desde el momento en que puso su pluma, su capital simbólico, como define a su inicial actitud militante, al servicio de un proyecto colectivo del que se sentía copartícipe.

Hay un párrafo que refleja muy bien el ánimo y la ilusión con que el autor percibió la apertura de ese proceso: “Lloré al verlo en el parlamento, mientras le ponían la banda presidencial”, dice al recordar al asunción de Evo Morales el 22 de enero de 2006. “Sentía –prosigue– que se materializaba uno de nuestros sueños. Se hacía realidad aquello por lo que habíamos luchado tantos años…. Lloré con él –agrega–, y lo aposté todo, me entregué sin reparos al proyecto”.

El autor escribe, como nos advierte, “desde una posición de izquierda crítica y ecuménica”, desde una “izquierda adolorida”, desde el dolor que puede provocar la frustración del ideal traicionado. 

Al enumerar los valores y principios que inspiran su crítica y autocritica, Suárez enumera, tal vez sin proponérselo, los valores y principios incumplidos, los que provocaron el derrumbe y el propio desencanto, la causa y el efecto.   

El autor nos dice que no obedece a jefes, que no promueve monopolios de la verdad, que habla con voz propia, una palabra apasionada por la diversidad, por la irreverencia, por la autonomía, que habla en nombre de una izquierda que no se cuadra  frente a las estatuas, ni dogmas, ni doctos; que no se inclina ante los lineamientos intelectuales o políticos de un comité central o de los “líderes históricos”.

¿No son precisamente esos los grandes errores y defectos que nos tocó ver durante la descomposición del llamado “proceso de cambio”? Una pluralidad y una diversidad sustituidas por la verdad única y aplastadas por el afán hegemónico de un régimen; un partido y unas organizaciones sociales cuadradas frente a una estatua, que hicieron programa y praxis del culto a la personalidad, y un régimen, en fin, que hizo dogma no digo ya de  la palabra sino incluso de los deseos del caudillo.

Por eso El desencanto no solo es la bitácora valiente y dolorosa de una desilusión, sino también la cronología de la descomposición de un proceso político; el desengaño de un intelectual militante, pero también la descripción del derrumbe de un proceso que se proponía cambiar al país, pero cuyas propuestas, como la del “buen vivir”, terminaron en el archivo de los discursos de retórica hueca.

El autor nos ofrece una colección de columnas periodísticas sobre los momentos claves y decisivos de la gestión masista, escritas al calor de la política coyuntural, y puñado de ensayos político-sociológicos, en los que analiza esos mismos momentos a la luz del contexto y la perspectiva de sus posibles desenlaces.

Escribe, pues, con la urgencia militante, en el primer caso, y con  la pluma sosegada, en el segundo, pero, siempre, con la limpieza y elegancia del buen escritor y la agudeza analítica del buen observador.

Pero no solo eso. Al comentar los sucesos de los días que siguieron al fraude y a la huida de Evo Morales a México, Suárez recoge los post y mensajes que difundió en las redes sociales, textos que reflejan muy bien la urgencia de las horas dramáticas que vivía el país.

“El MAS abrió las puertas del infierno. Dio el salto al abismo con el país en los brazos”, escribe en su muro. Y más adelante se lamenta: “Evo pudo haber organizado una transición  democrática, ordenada. Prefirió sembrar el caos”. Días después apunta: “En Bolivia no hay golpe de Estado. Hay un pueblo que defendió su voto”. Y así sucesivamente, día tras días.

Los textos que escribió en su muro no solo nos acercan de nueva cuenta a los días dramáticos que sacudieron al país en octubre y noviembre de 2019, sino que nos muestran de manera dramática cuán cerca estuvo Bolivia del enfrentamiento fratricida. Hugo José titula una de sus columnas: “Evo en el precipicio”. Yo creo que no era Evo el que estaba caminando al borde del abismo, sino Bolivia entera.

El autor escribe desde la lejanía, desde París y México, pero esa distancia, lejos de desmerecer o devaluar su testimonio, le permite observar y analizar el desarrollo de los acontecimientos tal vez con mayor serenidad que la que mostramos quienes los vivimos de cerca, en carne propia. Desde sus miradores, observa el acontecer nacional, no da crédito a lo que ve y expresa su indignación.

Alguien dijo alguna vez que “una decepción es un martillo que te golpea, que te romperá si eres de cristal, pero que te forjará si eres de hierro”. Y así toma el autor su desencanto. Vive “el duelo por la muerte de un gran proyecto”, como él mismo dice, pero al mismo tiempo, ve renacer entre sus cenizas la esperanza de tiempos mejores, a partir, como nos insta, de una lectura renovada de la dramática experiencia boliviana.

“Esta es la historia de una apuesta, quizá no equivocada, acaso ingenua”, nos dice sobre su libro. Y agrega: “Es una pequeña muestra de cómo pueden cambiar las personas y los proyectos, cómo la política tiene múltiples rostros y el poder puede desvirtuar las mejores intenciones”. Y señala: “Queda este testimonio de un desengaño. Ojalá que al menos estas letras sirvan para aprender una lección”.

Jean Paul Sartre solía decir que “como todos los soñadores”, él “confundía el desencanto con la verdad”. Hugo José Suárez en un soñador, pero qué bueno que haya soñadores, porque son los sueños los que mueven la historia. Lo que vivió Hugo José Suárez, como muchos bolivianos, no fue un desencanto, sino el descubrimiento de una verdad. En todo caso, y es bueno recordarlo, las

desilusiones siempre dan paso a cosas mejores.

(Texto leído en la presentación del libro El Desencanto)

Página Siete – 16 de mayo de 2021