La “republiqueta ” del Chapare

La palabra “republiqueta” no figura en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, pero la historiografía reconoce con ese nombre a los territorios independientes organizados por grupos guerrilleros durante la Guerra de la Independencia del Alto Perú (1811-1825). Su característica era la precariedad institucional y el dominio militar que ejercían los rebeldes sobre los mismos. Probablemente debemos el término al político e historiador argentino Bartolomé Mitre, quien en su Historia de Belgrano y de la guerra de la independencia argentina (1859) designa así a las zonas controladas por los rebeldes en lo que hoy es Bolivia.

Eran famosas las “republiquetas” de Ayopaya, La Laguna, Larecaja, Tarija y Cinti. La de Ayopaya, encabezada por José Miguel Lanza, dominaba 1.400 kilómetros cuadrados entre Cochabamba y Oruro con más de 600 hombres en armas, y la de La Laguna, liderada por Miguel Ascencio Padilla y Juana Azurduy, contaba con un “ejército” de 200 fusileros y 4.000 indígenas en el norte de Chuquisaca. 

Las de Larecaja, con el cura Idelfonso Escolástico de las Muñecas; Tarija, con el Moto Méndez, y Cinti, con José Vicente Camargo, también eran “territorios libres”, gobernados y administrados mediante el cobro de impuestos  por sus caudillos, quienes disponían de sus propias “montoneras” para enfrentar a las tropas realistas.

La “tradición” altoperuana de las “republiquetas” parece haberse extendido a los tiempos de la Bolivia republicana, a juzgar por las evidencias que van surgiendo en torno a las actividades del narcotráfico en la zona cocalera del Chapare. El ministro de Defensa, Luis Fernando López, dijo recientemente que “el Chapare es un micro-Estado narcoterrorista independiente”, en lo que podría ser una nueva definición de las “republiquetas” del siglo XXI. 

En una entrevista con el diario El Deber, López confirmó la presencia de extranjeros armados en la región, aunque admitió que no sabe si en número suficiente “como para montar una milicia”, pero que son parte de ese “micro-Estado narcoterrorista”,  donde impera la ley de los narcotraficantes y donde los “policías no entran”. 

La propia presidenta Jeanine Añez aseveró que en la zona están operando al menos nueve organizaciones criminales extranjeras, cuyos miembros –según López– “vienen con armamento a conquistar un territorio que no les pertenece”. Es la primera vez que las advertencias sobre el peligro de las actividades ilegales que han sentado raíz en el trópico vienen de las dos más altas autoridades del Estado. 

Jean-Francois Barbieri, agregado policial de la Embajada de Francia en La Paz, entre 2009 y 2012, confirmó en declaraciones a Página Siete que en Bolivia están presentes los cárteles mexicanos y colombianos, no como simples “emisarios” compradores de droga, sino como operadores de los megalaboratorios que fabrican el clorhidrato de cocaína en la selva. 

Agregó que “la Ley 906 -que autorizó el incremento de la producción de hoja de coca hasta 22.000 hectáreas- encubre al narcotráfico”, y que, “en este tema”,  el gobierno de Evo Morales operó como “casi un narco-Estado, cubriendo la producción de coca ilegal”.

En una conversación con analistas políticos, un alto funcionario gubernamental admitió que el Chapare se encuentra dominado por una “estructura delincuencial” que involucra no sólo a elementos políticos y sindicales, sino a los miembros de los organismos de seguridad que se desplazaron a la zona durante la pasada gestión, una estructura que –según dijo– será “muy difícil de erradicar” sin el concurso de la fuerza pública, con todos los riesgos que supone un enfrentamiento armado, sobre todo en un momento de transición política como el actual.

Según un documento del Consejo Nacional de Lucha contra el Tráfico Ilícito de Drogas (Conaltid), revelado por Página Siete, el Gobierno se plantea definir “las zonas y extensión de cultivos dentro de los límites legales” y reformular la Ley General de la Coca en el marco de una nueva estrategia para evitar el desvío de la coca excedentaria al  narcotráfico.

No será fácil. Barbiere advirtió que, si se cambia la ley, “seguramente los cocaleros del Chapare van a ir a una guerra civil”. No necesitaba decirlo. El dirigente cocalero Leonardo Loza anticipó que ningún productor de coca permitirá cambio alguno. “Primero muertos a perder nuestros campos de coca en la zona del Chapare”, señaló.

Uno de los protagonistas de la guerra de la independencia definió  a las “republiquetas” de antaño como  “pequeñas repúblicas huerfanitas buscando una república madre que las cobijara y la sabían muy lejos”. Dependerá de éste y del futuro gobierno que la transnacional de la droga no se convierta en la “república madre” del Chapare. Menudo desafío.

Página Siete – 12 de marzo de 2020

La Higuera: el fin de los de barba y melena

Augusto Vera Riveros

Haciendo de lado toda valoración ideológica, quién no sabe algo del Che Guevara… La leyenda de su vida pública –sobre todo en Bolivia– ha llegado a oídos de gran parte de los latinoamericanos. En la década de 1970, la juventud de la clase media alta quiso emular el rostro de esa figura, dejándose crecer el cabello y la barba, aunque no tuvieran muchos pelos en la cara.

Quizá el hecho de más notoriedad de  1967 fue la promulgación de la Constitución Política del Estado; su vigencia superó los 40 años. Pocas semanas después, tres muy jóvenes periodistas de formación autodidacta encontraban la oportunidad de comenzar una carrera exitosa en ese ámbito y con una prueba de fuego: periodismo de guerra.

Y luego de 50 años, José Luis Alcázar, Juan Carlos Salazar y Humberto Vacaflor narran sus experiencias de una cobertura que, en el frente de operaciones, sin duda fue de algo más que sobresaltos, y que La guerrilla que contamos traduce con esmero pero también con picardía. En 280 páginas, la editorial Plural nos presenta lo que sus autores subtitulan como la historia íntima de una cobertura emblemática.

En un razonamiento lógico, parecería ilógico que estos tres audaces un poco más que adolescentes se hayan armado, en representación de sus casas periodísticas, de apenas una libretita de apuntes y, en algún caso, de una máquina fotográfica,  y que transcurrido medio siglo cuenten sus experiencias del levantamiento armado dirigido por Ernesto Che Guevara.

La  lectura de ese libro me hizo caer en cuenta que no resulta descabellado haberlo hecho  luego de tantos años, porque la rutilante carrera de sus autores ha servido, entre otras cosas, precisamente para comprender con genial madurez lo que aquel lejano 1967 significó para la posterior influencia del guerrillero en el pensamiento de los pueblos.

Para cubrir un conflicto de las características del que La guerrilla que contamos trata, se requiere de una formación mayor que la de cualquier otro periodista, porque además de los conocimientos básicos que todos necesitan para desarrollar no solo labor informativa, sino de corresponsalía, se debe poseer técnicas específicas que, unidas a la experiencia y la prudencia, eviten en la medida de lo posible los indudables riesgos que corren. Algunos conflictos bélicos en el mundo dieron como resultado, en proporción, más muertes de periodistas que de militares.

Las crónicas, divididas en tres partes y cada una escrita por uno de los coautores, establecen que ni Alcázar, Salazar o Vacaflor, sabían cómo funcionaba el ejército ni sus aparatos de censura para obtener información de ellos y no caer en los partes,  que no siempre son ciertos. El libro más bien evidencia que los militares, cuyo centro de operaciones era Camiri, sí conocían por la experiencia que solo la edad hace posible, el funcionamiento de los medios de comunicación y sus periodistas para encontrar la forma de evitar que éstos obtengan informaciones que resulten ventajosas para los insurgentes o que deterioren su imagen ante la opinión pública. 

Empero, una cosa es segura: a quienes fueron enviados al conflicto armado les sobró ese olfato que el periodista debe poseer para acceder a la información que las circunstancias a veces pueden negar. A pesar de ello, los corresponsales, a más de galantear a alguna moza chaqueña, nunca perdieron la compostura ni la prudencia  en un evento que, independientemente de sus convicciones progresistas muy propias de la juventud, puso en juego la seguridad del Estado. Su agudeza y la posibilidad ya no solo de transmitir los hechos, sino de llegar hasta el propio guerrillero y lograr una entrevista, no les dejó perder el norte de un trabajo que, en resumen de cuentas, sirve hoy de documento fundamental para la averiguación del mito que representa todavía hoy el argentino-cubano.

Confieso que antes de leer La guerrilla que contamos ninguna de mis lecturas sobre el tema me había permitido saber que después de un grupo de avanzada que el Che había enviado a la zona de Ñancahuazú y su propia aprobación a las características geográficas del lugar, el objetivo central era su propio país, Argentina, desde donde tenía planeado instaurar el germen de su revolución.

Ñancahuazú y sus alrededores fueron concebidos como lugar de formación y escuela de guerrilleros,  y solo una indiscreción de uno de los insurgentes  hizo que se descubriera su presencia en el sudeste boliviano, obligando a que se desataran los duros enfrentamientos.

Resulta fascinante la lectura de las tres partes que componen la obra. Cada una con un estilo propio, pero todas con un denominador común: la descripción de las limitaciones de aquellos años, que obligaban a redoblar el ingenio periodístico, disfrutando en cierta forma del oficio a pesar de exponer sus propias vidas. Los tres hacen crónicas no solo de la insurgencia guerrillera en Bolivia, sino de su propia actividad periodística. Podría decirse que el entonces “más soltero de todos” –como se autodefine en la obra el propio Vacaflor– de una ironía que ha pervivido hasta hoy  como consumado columnista, fue también el más resuelto del grupo. Eso le valió su expulsión de la zona militar y, por supuesto, de la cobertura bélica.

En sus inicios, Alcázar, Salazar y Vacaflor hicieron periodismo de guerra, el más extremo del  ya riesgoso oficio del  periodismo. La labor de este equipo  fue heroica y entre todo el caudal de información que obtuvieron –y con ella el enriquecimiento de la historia– solo un objetivo quedó trunco: el de entrevistar al mito viviente. 

Tocar las manos aún calientes del Che luego de su ejecución, en la escuelita de La Higuera, pudo ser el consuelo de uno de ellos. Quizá… pero ahí terminaron los intensos meses de despachos, tertulias y chismes en medio de colegas de todo el mundo, militares y espías, de los que el restaurante Marietta del pueblo fue su escenario. La Higuera, distante a unos 60 Km de Vallegrande, se llevaba no solo al comandante insurrecto, sino de alguna manera a todos los “jóvenes de barba y melena”, como en la página 50 de la obra se los describe, y que sobrevivieron a ese día.

Página Siete – 1 de marzo de 2020

La desesperación del abstemio

Jacqueline Carey, una escritora estadounidense de literatura fantástica, dijo alguna vez que “es cómico ver cómo la desesperación puede pronto convertirse en un viejo amigo”. Es lo que parece estar ocurriendo con Evo Morales, a juzgar por sus frecuentes y desafortunadas declaraciones en su desesperación por reconquistar el poder a cualquier precio. Pero, claro, sería cómico si no fuera por el riesgo que entrañan para la reconciliación y la democratización del país.

Evo Morales ha pasado de proponer el cerco a las ciudades para rendir por hambre a la población urbana a postular la conformación de milicias armadas y amenazar veladamente con un golpe militar. Y lo hace desde el cinismo que le caracteriza, a nombre de una supuesta restauración de la democracia y el Estado de  Derecho, que él fue el primero en violar al desconocer la voluntad popular expresada en el referéndum del 21 de febrero y las elecciones del 20 de octubre. 

En su más reciente declaración, dijo que mantiene contacto con “algunos miembros” de las Fuerzas Armadas, a los que describió como “militares patrióticos”, que “protestan contra el excomandante y el actual comandante” y que “se comunican preocupados por lo que está pasando y empiezan a cuestionar a sus comandantes”. Y lanzó la amenaza: “este contacto va a continuar, que sepa la derecha”.

No hay que esperar una autocrítica del masismo ni de su líder. Evo Morales nunca reconocerá el daño que hizo a la democracia y a la institucionalidad de Bolivia. “Pueden hacer lo que quieran conmigo, pero que no destrocen la democracia”, declaró al comentar su inhabilitación como candidato, como si el desconocimiento del referéndum y el posterior fraude electoral no hubiesen “destrozado la democracia” y provocado la crisis de octubre y noviembre pasados. 

¿Acaso no fue él quien dijo que desconocer el resultado del referéndum equivalía a dar un golpe de Estado? ¿No reconoció el fraude al ofrecer nuevas elecciones con un nuevo Tribunal  Electoral antes de renunciar y buscar asilo en México?

Evo Morales nunca creyó en la democracia como forma de gobierno, sino, únicamente, como un medio para la conquista del poder y para retenerlo, no para ponerlo en juego ante el surgimiento y  conformación de nuevas mayorías. Tan es así que ahora apuesta a la vía democrática del voto, pero, como no está seguro de lograr la victoria, esgrime la amenaza del golpe militar. Si no es por las buenas, será por las malas.

Las declaraciones del expresidente dejan en fuera de juego a su vicario, el candidato masista, quien, como su mandante, se llena la boca reclamando la “restauración del Estado de Derecho”, pero no se atreve a contradecirle en sus amenazas contra la estabilidad del país. Por el contrario, afirma que en Bolivia “no hay libertad de expresión”, como si él mismo y su jefe no estuvieran haciendo uso de esa libertad, como demuestra la amplia cobertura periodística a sus actividades y declaraciones. No marcar distancias con las proclamas subversivas de su líder  es avalarlas, también ante el electorado.

La incontinencia verbal de Evo Morales es la peor noticia para el MAS y la mejor para las fuerzas que buscan evitar su retorno al poder, no sólo porque pone en figurillas a su candidato, sino porque revela la desesperación de su líder y la poca seguridad que tiene en el éxito electoral de su binomio. 

Al decir que el Tribunal Electoral obedece “instrucciones” de la “dictadura”, además de expresar cinismo, está abriendo el paraguas para una futura impugnación al resultado si éste no le gusta.

La inhabilitación de Evo Morales ha sido una decisión apegada a la ley, al margen de intereses políticos coyunturales, que es lo que se esperaba del nuevo Tribunal Supremo Electoral. La restitución de la institucionalidad electoral es probablemente el gran logro de los cien primeros días del gobierno de transición, porque garantiza elecciones imparciales, seguras y confiables.

Desde su fuga del país, el exmandatario ha incurrido en acciones y declaraciones cada vez más contradictorias, al desmentir con cada una de ellas lo que hizo y dijo en la anterior. No es que antes haya sido coherente, pero su alejamiento del poder parece haberle conducido a la desesperación del abstemio. 

No le voy a dar la razón a Dan Brown, el autor de la famosa novela El Código Da Vinci, quien dice que “ante la desesperación, los seres humanos se vuelven animales”. ¿O sí? Quien sí la tiene es Joseph Fink, autor de un podcast muy popular en Estados Unidos, cuando sostiene que “la desesperación no crea empatía ni aclara el pensamiento”. Algo muy importante en tiempos electorales.

Página Siete – 27 de febrero de 2020

María Josefa Mujía, la alondra de la “enlutada lira”

María Josefa Mujía, la poeta ciega del “corazón enjuto, cubierto de negro luto”, la “alondra” de la “enlutada lira”, vio la luz, el color, los matices y las formas, que los ojos le negaban, a través de sus sentimientos. Descubrió, como diría José Saramago, que la ceguera cubre la apariencia del mundo, pero deja intacta la realidad, detrás de un velo negro, que ella supo descorrer con su poesía.

Hija del coronel español Miguel Mujía y de la chuquisaqueña Andrea Estrada,  quedó ciega a los catorce años, circunstancia que marcó toda su producción poética. Según sus biógrafos,  perdió la vista a causa del llanto que le provocó la muerte de su padre, por quien sentía adoración.

El historiador, biógrafo y crítico literario Gabriel René Moreno (1834-1908), su amigo y confidente epistolar,  la describe como una mujer “bella, pura, sumida en la soledad y negra noche”,  dotada de “clara y precoz inteligencia” (Estudios de literatura boliviana), en tanto que el escritor y poeta José Macedonio Urquidi (1883-1978) dice que era una persona “dulce y encantadora”, un “alma enternecida y selecta” (Bolivianas ilustres).

Pero el mayor elogio a su poesía fue formulado por el filólogo y crítico literario español Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), quien escribió que los versos de la poeta ciega “tienen más intimidad de sentimiento lírico” que todo lo que había visto hasta entonces en el Parnaso boliviano.

Nacida en Sucre el 26 de noviembre de 1812, primogénita entre seis hermanos, su infancia transcurrió en los dramáticos días de la guerra de independencia. Su nombre completo era María Josefa Catalina Mujía Estrada. Gabriel René Moreno describe la historia de su vida como “corta y sencilla”, “solitaria y retirada”, a causa de su ceguera. De acuerdo con Urquidi, era “sencilla y conmovedora”.

La muerte de su padre –relata su confidente epistolar– le produjo “el más profundo dolor, causándole el continuado llanto la pérdida absoluta de la vista”. Ricardo Mujía (1860-1938), poeta como ella y sobrino suyo, escribió que la “negra noche circundó aquel espíritu ávido de contemplaciones, sediento de ideal”, en plena adolescencia, “¡cuando despuntaba su belleza, cuando comenzaba a sonreír la esperanza y cuando ya era el apoyo de su santa madre!”.  Como diría ella refiriéndose a sí misma, “se enturbiaron sus pupilas”.

Cuentan sus biógrafos que, durante su niñez, hizo grandes y sorprendentes progresos en su educación y en el estudio de varios idiomas. La desgracia le sobrevino cuando empezaba a dedicarse a la lectura, principalmente de los grandes clásicos, y al estudio de las bellas artes. “Desde entonces principia para la joven una vida de lento martirio y de triste soledad, en que su existencia se consume poco a poco”, escribe Moreno.

La familia hizo lo imposible para mitigar su mal, pero sus esfuerzos –y los de la medicina de la época– fueron vanos. Uno de sus hermanos, Augusto, acudió en su ayuda y consuelo, convirtiéndose, a decir de Urquidi, en la persona que la guiaba “en los eternos crepúsculos y sombras de su noche oscura”, como lector y escribiente. Era él quien le leía los libros de la biblioteca paterna y el que transcribía sus versos.

Según Ricardo Mujía, jamás revisaba ni corregía los poemas que le dictaba a su hermano. “Las estrofas eran rápidamente concebidas”, y cada verso era “una improvisación más o menos animada, según el sentimiento predominante en este espíritu soñador”.

Su aislamiento y aguda sensibilidad le ayudaron a crearse un mundo interior de belleza que supo plasmar en cada uno de sus versos.  Según el poeta y crítico literario Óscar Rivera-Rodas (La poesía hispanoamericana del siglo XIX), María Josefa sustituyó “las imágenes representativas de la realidad externa –con la que ya no tiene relación sensible–, por la corriente de sentimientos y pensamientos que la llevan de una emoción a otra, por su experiencia subjetiva”.

Gabriel René Moreno tenía registradas “unas cuarenta composiciones” suyas, de las cuales sólo cuatro o cinco habían visto la luz pública. Las demás permanecían inéditas y eran conocidas únicamente en el círculo de la familia y de los amigos. Fue precisamente Augusto, quien, sin el consentimiento de su hermana, mostró el poema La ciega a un amigo suyo, quien lo convenció de publicarlo en el diario Eco de la Opinión de Sucre, en 1850.

En las ocho estrofas de La ciega, uno de sus poemas más conocidos y celebrados, la autora desgrana su desventura.

Todo es noche, noche oscura

Ya no veo la hermosura

De la luna refulgente,

Del astro resplandeciente

Sólo siento su calor,

No hay nube que el cielo dora,

Ya no hay alba, no hay aurora

De blanco y rojo color.

Ya no es bello el firmamento,

Ya no tiene lucimiento

Las estrellas en el cielo;

Todo cubre en negro velo,

Ni el día tiene esplendor,

No hay matices, no hay colores,

Ya no hay plantas, ya no hay flores,

Ni el campo tiene verdor.

(…)

Pobre ciega desgraciada,

Flor en su abril marchitada,

Qué soy yo sobre la tierra?

Arca do tristeza encierra

Su más tremendo amargor;

Y mi corazón enjuto,

Cubierto de negro luto,

Es el trono del dolor.

Al analizar los versos de La ciega, Óscar Rivera Rodas dice que si en algunos destacan  la imagen, en otros es la emoción; “mientras en aquellos la emoción es casi completamente cubierta por la imagen, en éstos desaparece la imagen y predomina la emoción”. “Los núcleos significativos –sostiene– son aquí sentimientos: noche triste, confusión, pavor, nada, lobreguez, horror. De hecho, estos términos implican imágenes. Pero lo que se subraya aquí es que la imagen se pone al servicio del sentimiento”.

Como afirma el historiador Josep M. Barnadas, los versos de María Josefa “provocaron inmediatos ecos poéticos” de sus contemporáneos, como Manuel  José Cortés, Mariano Ramallo, Manuel José Tovar y Daniel Calvo.  Según Gabriel René Moreno, “leídos y releídos en todos los círculos de la capital, produjeron más efecto del que podría esperarse”. Muy pocos conocían personalmente a su autora y todos se preguntaban “quién era este cisne misterioso que desde su lóbrego nido daba al aire tan sentidos acentos”.

Pocos días después de que se publicara La ciega en el Eco de la Opinión, Manuel José Cortés le respondió con un poema en el mismo periódico:

Privó a tus ojos de la lumbre hermosa

Del luminar del día, airado el Cielo;

De noche larga, triste y tenebrosa

Extendiéndose en tu vida el denso velo.

Pero dentro de ti, claro, sereno

El sol del genio brilla refulgente:

Su luz alumbra de portentos lleno

Un  nuevo mundo que creó tu mente.

“Y fue natural que otras liras vibrasen en triste y armonioso concierto con la de la ciega. Está con todo lo que la rodeaba, joven bella, pura, sumida en soledad y negra noche, atribulada todavía más por la pérdida de algunos seres amados, y siempre llena de humilde resignación y de vida intelectual, encerraba todo lo que tiene de bello y sublime el dolor: era un manantial de poesía y de inspiración”, escribió Moreno.

En El árbol de la esperanza, poema elogiado por Marcelino Menéndez y Pelayo, establece un paralelismo entre el destino y la desventura de un árbol marchito y seco y su propia desgracia:

Árbol de esperanza hermoso,

En copa y ramas frondoso

Y elevado yo te vi:

Ora en el suelo tendido,

Destrozado y abatido

Te miro, ¡triste de mí!
 
(…)
 
Siendo de edad aun temprana,

En tu corteza yo ufana

Catorce letras grabé;

No eran dichas ilusorias,

Ni de amores ni de glorias

Las palabras que tracé.
 
Contigo se ha derribado

Todo el bien imaginado

Que el pensamiento creó;

Cual oscilación ligera

Toda ilusión hechicera

Contigo ya se extinguió.

Según Barnadas, María Josefa, a quien atribuye “tonalidades exclusivamente personales”, suele reflejar en su obra “su atribulada condición, su aislamiento del mundo exterior, pero sin excluir una humilde resignación”. La describe como la “poetiza del dolor” y afirma que sólo excepcionalmente se encuentra en ella “tonos más radiantes”.

En su modestia y humildad, Mujía creía que sus poemas no estaban a la altura de lo que ella consideraba una verdadera obra literaria. “Mis pobres composiciones en verdad no son más que una miserable arcilla para ser mezcladas entre las bellas flores del genio y no merecen salir a la luz pública”, le respondió a Gabriel René Moreno cuando éste le pidió que le enviara sus poesías para su publicación.  “Como autora, propietaria de ellas, tengo derecho para impedir el que salgan impresas, porque no son dignas ni de ser leídas”. No sólo eso, sino que llegó a pedirle que “eche al fuego” las que tenía en su poder.

Considerada una de las primeras representantes del romanticismo en Bolivia y “fundadora” de la poesía nacional, destacó con otros intelectuales de los primeros años de la Bolivia independiente, como Nataniel Aguirre, Manuel José Cortés y Adela Zamudio, quien también le rindió homenaje con un poema del mismo nombre, La ciega. Su obra estaba dispersa en decenas de periódicos de Bolivia, América y Europa.

El investigador Gustavo Jordán Ríos rescató 684 manuscritos, todos dictados por María Josefa, incluidas, 328 poesías, una novela (A la Virgen Santísima del Rosario) y decenas de cartas personales, material que fue publicado en el libro Obras completas. Su autor considera a la poeta como “una mujer iluminada por la divinidad”, no sólo porque habiendo perdido completamente la vista a los 14 años nunca dejó de producir, sino porque sus poemas “eran dictados de una sola vez y sin que los revisara o volvieran a leérselos”. 

María Josefa se hundió en una depresión profunda tras la muerte de su hermano Augusto, en 1854, y el posterior fallecimiento de su hermana Micaela, esposa del poeta Mariano Ramallo, quien había sustituido a Augusto como guía y compañía. Falleció en Sucre el 30 de julio de 1888, aquejada de múltiples dolencias físicas, ciega y sorda.  Sus restos desaparecieron del cementerio de Sucre, donde fueron sepultados por su sobrino Ricardo. Aparentemente fueron enterrados en una fosa común.

Como dijo un periódico de la época, sus últimas poesías “tenían algo de los cantos de los cisnes moribundos”. En la última estrofa  de La ciega, escribió: “Agotada mi esperanza/ Ya ningún remedio alcanza,/ Ni una sombra de delicia/ A mi existencia acaricia;/ Mis goces son el sufrir:/ Y en medio de esa desdicha/ Sólo me queda una dicha,/ Y es la dicha de morir”.

En su poema dedicado a la fe, religiosa como era, habla de la muerte como esperanza, la dicha que ha de encontrar en “una región eterna y de ventura,/ y que será del alma resignada/ dulce morada”.  Esperanza y consuelo, porque, al fin y al cabo, como diría José Saramago: “En la muerte la ceguera es igual para todos”.

Dibujo de Marcos Loayza

Página Siete – 16 de febrero de 2020